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De sismos, horrores y errores

Agustín Cortés


En uno de sus cuentos de ambiente mexicano, Ray Bradbury enfrenta dos visiones del mundo a partir de la inminencia de una guerra atómica (no me interesa explicar técnicamente cómo es que funciona una bomba atómica, sino explorar als consecuencias que su uso pueda tener en la especie humana, ha dicho, palabras más, palabras menos, el escritor norteamericano). Por un lado, la descripción del ritmo de vida calmo de un campesino que se levanta como todos los días para disponerse a desempeñar sus igualmente cotidianas actividades y, por otro, la actitud histérica de un grupo de urbanoides, a los que encuentra en la carretera y que le intentan explicar, sin conseguirlo, que el mundo se va a acabar. El relato termina con los mencionados urbanoides desapareciendo en el horizonte carreteril y el campesino mirando la inmensidad de su campo preguntándose ¿a qué llamarán mundo estos señores?.

Este relato, que cito de memoria, se me vino de inmediato a la cabeza mientras revisaba los libros de fotografías y testimonios que sobre el terremoto del 19 de septiembre de 1985 han proliferado en los últimos dos meses, los que pretendía reseñar y que se me indigestaron a las primeras de cambio, motivándome reflexiones que han dado lugarf a este texto que resultó muy otra cosa que el intento de reseña original.

¿Qué fue lo que me desagradó tan profundamente de esas publicaciones sobre el terremoto, varias de las cuales tan sólo hojeé en alguna librería, negándome a desperdiciar mi dinero en adquirir papel manchado?: ¿el oportunismo mercantil de la mayoría? ¿La no menos oportuna explotación del morbo que toda tragedia ajena inevitablemente produce en quien no la sufrió? No, eso era de esperarse; lo verdaderamente inconcebible hubiera sido que tales libros no aparecieran. La molestia iba por otra parte, de ahí la asociación automática con el cuento mencionado. La molestia iba por la desmesura, por el tono histérico, ridículamente apocalíptico, exhibicionista, del dolor ajeno: ¡Miren nada más cuánto estamos sufriendo! Aunque resulta más que obvio que ni los fotógrafos ni los autores de los extos sufrían ni un tantito así al tomar las fotos o al redactar; más bien parece que gozaban, que encontraban una retorcida forma de realización personal en fotografiar y describir desgracias sin tener que moverse de casa.

Ser corresponsal o fotógrafo de guerra es riesgoso; la guerra ocurre, tiene un desarrollo, y quien la describe necesita colocarse en ella y correr sus riesgos. Un cataclismo natural sólo ocurió, tuvo un sorpresivo momento de existencia y, salvo que previamente se sepa que ocurrirá -un ciclón, por ejemplo-, no puede ser descrito sino en tiempo pasado, lo que no implica riesgo pues el que lo cuenta obviamente sobrevivió: la bala que no se escucha es la que mata. ¿Cuántos de esos fotógrafos o redactores hubieran aceptado quedarse en el interior del Centro Médico, del edificio Nuevo León o de cualquier otro edificio de los que se vinieron abajo si previamente hubieran sabido del sismo, para obtener una crónica viva? Nadie en su sano juicio aceptaría tal cosa; ¿de dónde entonces el tono casi heroico de tales crónicas y el aspecto a la Indiana Jones de esos fotógrafos cuyas fotografías, en su mayor parte, no dicen absolutamente nada más que lo que cualquiera que haya recorrido las zonas de derrumbes pudo constatar con sus propios ojos?

Pero hay algo más, algo más allá de la descripción anecdótica morbosa a lo ¡Alarma! que, como ya dijimos, era fácilmente previsible, como ocurre siempre con toda desgracia espectacular, y ese algo es la manipulación ideológica del suceso de la que todos estos libros participan, consciente o inconscientemente, lo que se agrava cuando algunos de sus autores son o dicen ser de izquierda.

Vamos por partes. El sismo del 19 de septiembre del 85 fue una grave desgracia para el país, que afectó algunas de sus regiones; una desgracia accidental de la que a nadie puede culparse salvo a la naturaleza, por lo que responsabilizar al gobierno o a quien sea es una actitud tan infantil y estúpida como la de esos curas aldeanos que andan predicando que se trató del castigo que la divinidad impuso a los mexicanos por sus pecados. Al gobierno puede y debe responsabilizársele por su falta de capacidad de respuesta, no menor que la de los partidos y organizaciones que se denominan progresistas, que a todo lo que atinaron fue a organizar marchas y asambleas, pero no por el sismo y sus resultado inmediatos.

El sismo devastó, ciertamente, algunos barrios de la capital, pero sólo algunos. Sin ebargo, ocurrió como con el sastrecito valiente del cuento, quien habiendo matado siete moscas resulto, a oídos del Rey y por el típico fenómeno de distorsión del mensaje en el proceso de comunicación, que había matado siete gigantes. La devastación de esos barrios se convirtió primero en la devastación de la ciudad y después en devastación ... ¡nacional! Así, lo que habría, pues, que reconstruir no eran ya unas cuantas zonas de la capital, sino la nación entera. El tremendismo centralista clasemediero del D. F. en su máximo ciclaje. Y si la capacidad de respuesta material del gobierno ante los efectos del terremoto fue lenta, poco articulada, declarativa y más preocupada por controlar cualquier forma de organización ciudadana espontánea -a lo que los tecnócratas en el poder temen más que Supermán a la kriptonita-, en lo ideológico su respuesta fue ejemplar, brillante, instantánea, asimilando la absurda ecuación ya descrita -la parte (barrio o colonia) es el Todo (D.F.) es el Todo (nación)- y explotándla al máximo a través de los medios de difusión masiva, hasta internalizarla en ciudadanos de todas las tendencias que con simples diferencias de matíz quedaron muy convencidos de que había que reconstruir el D.F. y, por ende, la nación, quedando atrapados en el carro del Reduccionismo Institucional desde las damas del DIF hasta la izquierda bonita (si es que alguna diferencia sustancial existe entre ambas).

Ahora, y como ya apuntábamos, lo preocupante de todo esto es la incapacidad crítica y autocrítica de organizaciones supuestamente representativas del contingente social de avanzada, imposibilitadas para dar una adecuada respuesta ideológica a la manipulación gubernamental y, en un desesperado afán promocional, treparse a cualquier propuesta de pueril inmediatismo, como la mentada reconstrucción nacional, incapaces de analizar nada más allá de la demagogia -de la propia y de la ajena-. Porque, vamos a ver, ¿es creible que reconstruir unos cientos de edificios, en una ciudad de cientos de miles, localizados en una docena de barrios o colonias. en una ciudad en donde existen cientos de ellos, implique ya no digo una reconstrucción nacional, que eso se cae por su propio peso, ni tan siquiera la reconstrucción de una urbe de las proporciones de la ciudad de México? Evidentemente, y quienes así lo siguen proclamando, o defienden intereses no muy claros (manipulan), o se quieren pasar de listos, una de las formas más seguras, a decir de los griegos clásicos, de alcanzar el estado de la absoluta pendejez (requisito, sine qua non, según Aristarco el Apócrifo, para pertenecer a cualquier comisión de reconstrucción).

Lo curioso de todo esto es que el terremoto del 19 de septiembre del 85 si tuvo consecuencias que pudiéramos llamar nacionales, en tanto que afectaron distintas zonas de ese conjunto geográfico que llamamos México y que, incluso, si hubo una ciudad devastada a la que efectivamente hay que reconstruir, sólo que esa ciudad no fue la de México, sino Ciudad Guzmán, Jalisco. Haber asumido esto e intentado un análisis de los efectos nacionales del sismo en términos reales, no hiperideologizados e histéricos, como ocurrió, es lo que pudo diferenciar el discurso de la izquierda frente al del gobierno. Haber llamado la atención insistentemente sobre esos damnificados que en el centro nadie tomó en cuenta, con lo que se creó una insultante diferenciación entre damnificados de primera, los del DF, con subsidio y ayuda internacional; y de segunda, los de las demás regiones, que no provincias, quienes tuvieron que atenerse a las sobras, considerados como simples entenados de la nación. En fin, una oportunidad más que la izquierda deja ir para mostrarse realmente como fuerza nacional, ¿y cuántas van ya?

El gobierno, pues, manipuló brillantemente, como ya dijimos, el suceso. Creó el ya famoso Fndo Nacional de Reconstrucción, al que se ha obligado a aportar a personas de regiones distantes al D.F., quienes jamás han ido a la ciudad de México y cuyas regiones de origen requieren más recursos para desarrollarse que la capital para reparar los barrios dañados, y utilizó el sismo de pretexto para crear impuestos.

La oposición de derecha aprovechó el propio impulso gubernamental para jalar agua a su molino: reforzó la desconfianza que amplias capas de la población tienen a los gobiernos priistas, relacionando el sismo con la creación de nuevos impuestos o aumento de los ya existentes y señalando que lo recaudado en el famoso Fondo puede ir a parar a donde quedó el no menos famoso Fondo de Solidaridad cuando la estatización. que no nacionalización, de los bancos privados, del que nadie volvió a saber luego del cambio de sexenio. ¿Y la izquierda? Como el chinito. nomás milando. perdón, no, nomás organizando marchas.

Como se ve, reseñar los libros de crónicas sobre el sismo, o mejor, sobre los efectos del sismo en el D.F., hubiera sido un ejercicio en el vacio. Creímos más importante tratar de organziar una serie de reflexiones sobre la manipulación ideológica de la que esos libros forman parte, aunque no se lo hayan propuesto así sus autores, que puedan servir de base para una discusión seria, crítica y autocrítica respecto al estancamiento de la izquierda para elaborar planteamientos prácticos y programáticos de alcance efectivamente nacional. Parafraseando el ejemplo literario inicial, ¿qué entenderán por nación estos señores?

De la revista Zurda, Revista de la Comisión de Trabajadores del Arte del PSUM, Nº 1, Segundo trimestre de 1986.


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