los miradas sin eco, de Agustin Cortes, Captura y diseño, Chantal Lopez y Omar Cortes, Antorcha
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Las miradas sin eco

Como el de la pata Daisy, dirá si se entera, pensó Javier el día que compró aquel cuaderno negro que lucía en el frente, con letras góticas doradas, la palabra Diario.

Pero a fin de cuentas, siguió pensando, no veo por qué tenga que enterarse; lo guardaré en mi closet y ... ¡Vaya tontería! Ella no conoce mi closet, es más, nunca ha entrado a mi recamara; y cómo iba a entrar si apenas a puesto los pies en la casa, y eso sólo las veces que ha ido a visitar a Clarisa mi hermana. En fin, de cualquier manera guardaré el Diario en el closet, para más seguridad.

El edificio en que vivía Javier con su familia - interior 305 - era más bien feo, de un color pardo triste, con una pequeña puerta en el frente, un vestíbulo oscuro y unas escaleras sombrías, iluminadas por las noches con un foco de veinticinco wats en cada piso - hacia tres meses que el elevador estaba descompuesto -, pinche mole espesa, le llamaba Javier en sus momentos de mal humor, los que cubrían un porcentaje bastante alto de su existencia.

El departamento era estrecho, incómodo, sórdido. Tres recámaras de 3 x 3, un baño, la cocina y la sala - comedor. Los conocidos de la familia coincidían en que era una verdadera ganga, pero a Javier le hubiera gustado regalárselos para que se lo metieran por donde les cupiera.

La única ventaja que tenía Javier en su casa era contar con un cuarto para él solo desde que Arturo, su hermano, se había casado. Clarisa siempre había sido independiente y contado con un lugar exclusivo. Pinche vieja latosa, piensa Javier cuando repara en esa particularidad.

El 305 indica que se trata del tercer piso, el edificio tiene cuatro, en el cuarto - 408 - vive Lucía. Desde la puertecita que da a la azotea se ve la puerta del 408 y desde allí, desde la puertecita de la azotea, vigila Javier todas las tardes las entradas y salidas de Lucila.

Llevar un diario es una pendejada, medita Javier cuando se enfrenta a las páginas blancas del cuaderno con cubierta negra en donde sólo ha anotado la fecha.

... ¿Deberé poner como en el de Daisy: Querido Diario? P´a su mecha, que jalada más horrible, no, sencillamente.

Hoy volvió a pasar por Lucila el tipo ese que a veces viene por ella. Ahora que, bien pensado, que culpa tiene ese mono de que yo sea tan pendejo.

Javier estudia el tercer año de preparatoria, hasta el año anterior su gran ilusión era poder inscribirse en Ciencias Políticas, pero ahora parece que nada le interesa ya, anda mal en sus materias, falta mucho a clases y, en ocasiones, se pasa mañanas enteras en Chapultepec, tirado debajo de un árbol y con los ojos fijos en las nubes que pasan. Por esta razón decidió comprar el Diario, para fijar las cosas que le preocupan y tal vez resolverlas cuando pudiera observarlas fuera de él, escritas en la libreta.

Estuve esperando a que Lucía llegara de la escuela. Hasta las ocho llegó, quizá se fue a casa de una amiga, o ...

Cuando Javier y Lucila se conocieron ella lo miró de una forma muy especial, él se limitó a sonreír y luego fue a encerrarse en su cuarto, también ésta me ve como animal raro, pensó, pero no pudo abandonar la imagen de los ojos de Lucila.

Desde entonces Javier escogió para sitio de lectura un rinconcito en la azotea desde el cual podía observar la puerta de la casa de Lucila. Decía que ahí se sentía más libre que en su cuarto, que podía concentrarse mejor en los libros, pero la verdad era que muy pocas veces lo conseguía, que por lo común su mirada permanecía fija en la puerta que tenía - en color verde - el número 408.

La necia de Clarisa le había dicho que Lucila se quejaba de él, que le preguntaba si estaba loco o qué porque cuando se lo encontraba en la azotea apenas si le dirigía la palabra, que nada más la miraba como lurias, y la estúpida de Clarisa se reía y comentaba que a lo mejor se gustaban.

Bajo la fecha de muchos días sólo podía leerse en la libreta de Javier la letra L repetida por varias líneas. La letra L escrita mientras el número 408 podía distinguirse desde el rinconcito de la azotea.

Hoy cenó en casa de Lucila el cuate ese. Pobre, lo van a dejar que para ni diputado entre la gorda babosa de doña Lu y el briagoberto de su marido. Hasta toluache le van a dar.

Javier se aficionó tanto a escribir la letra L que un día Clarisa la descubrió sobre el retrato del abuelo, que se encuentra en el álbum de la familia, y acusó a su hermano de andar llenando la casa de signos comunistas.

¿De qué color tiene Lucila los ojos? Chingao, nunca me he fijado, pero son así como de gelatina, de muchos colores. Y tantas veces que los he visto. ¿De qué color pensará ella que yo los tengo? Han de ser de buey, qué más.

El día que Clarisa platicó que Lucila y su familia se cambiaban del edificio Javier perdió el apetito, pasó la noche sin dormir tratando de definir qué era eso pastoso que le daba vueltas en la garganta.

Al otro día no fue a la escuela, se pasó la mañana vagando por Chapultepec, preguntándose por qué nunca había reparado en que el viento era color gris y las nubes semejaban gargajos voladores.

Toda la tarde la pasó en la azotea, mirando fijamente el número 408 y pensando en los ojos color gelatina de Lucila.

A fin de cuentas todo vale madre. Para que tanto hacerle al cuento si no es capaz de decir nada con los ojos. Para que ver entonces si cuando la lengua se paraliza los ojos no pueden decir nada. Pinche desmadre, no sé por qué escribo esto, pero cuando pienso que Lucila se va ...

Tres días fueron iguales para Javier. Cuando la tarde del cuarto regresó a su casa vio el camión frente al edificio. Clarisa le dijo que no fuera tan bestia y se despidiera de Lucila y su familia, Javier la mandó llanamente al carajo y se fue a instalar en la azotea.

Desde el rinconcito pudo ver Javier cómo sacaban las últimas cosas del departamento de Lucila y cómo doña Lu revisaba que no se quedara nada y cómo Lucila salió por última vez sin ocurrírsele mirar hacia el rinconcito de la azotea.

Y allí, mientras el 408 dejaba de tener significado escuchaba arrancar el camión y los gritos de despedida desde la puerta, fue Javier arrancando, una por una, las hojas de aquel cuaderno negro que, como el de la pata Daisy, lucía en el frente, con letras góticas doradas, la palabra Diario.


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