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Atardecer
Cuando el enorme reloj de la sala da las seis de la tarde piensas que hace rato deberías estar ya arreglada. Sin embargo algo te ha hecho quedar frente a la ventana de la estancia - desde donde puede admirarse la puesta de sol -, pensando en cosas que, bajo otro estado de ánimo, considerarías absurdas.
El sol baja lentamente y el verde de los árboles del jardín va cambiando su tonalidad. De alguna manera identificas aquel proceso con tu vida.
Viejas sensaciones se revuelven inquietas en algún olvidado rincón de tu cerebro; sensaciones lejanas, olores y sabores desterrados a aquella zona distante que es ahora tu infancia.
Un lejano aroma de yerbabuena y un murmullo de vocecitas chillonas que repiten frases transmitidas por generaciones, o quizá inventadas en el momento de pronunciarse.
María Blanca está cubierta
por pilares de oro y plata
Frases que tú no has repetido a tus hijos, por lo que sientes un profundo sentimiento de culpa.
abriremos un pilar
Te consuelas pensando que tal vez en el kinder se las enseñen, o algunas parecidas, pero comprendes que aunque sea así algo te ha sido arrebatado.
para ver a doña Blanca
La estrella de la tarde se manifiesta plena y sonríes imaginando el descenso de tu hada madrina, de esa bondadosa señora que te protegería de todo mal, de todo hechizo y te pondría en el camino de algún joven y apuesto príncipe que se extraviara cazando en el bosque un día en que ...
Sí, tu hada madrina lo tendría todo calculado. Sólo que - te preguntas - no tienes idea de cuándo se realizó el hechizo, o a cual de las hadas no invitaron tus padres al bautizo, ni cuándo te cortaste con el huso.
Cuando Toño regrese te preguntarás ... bien, pero él no es ningún joven príncipe y tú - frunces el ceño al pensarlo - ninguna princesa encantada. No eres sino una aburrida señora que, en un instante de cursilería, se le ha ocurrido ponerse a contemplar una puesta de sol, en lugar de arreglarse para la cena a la que tendrá que asistir con su marido en dos horas más.
El sol ya casi ha desaparecido en el horizonte y un vientecillo frío se deja sentir, acentuando esa expresión de ingenuo asombro que tiene ahora tu rostro.
Quisieras que el tiempo se detuviera, que Toño nunca llegara, que no tuvieras que asistir a la fiesta y pudieras salir al jardín, tomar a tus hijos de la mano y enseñarles que María Blanca está cubierta de pilares de oro y plata ...
Pero en unos minutos más Toño aparecerá para que vayan a esa reunión en la que conversarás con señoras que, como tú, consumen su vida en sus respectivas jaulas doradas, sin alas ya para emprender ningún vuelo, estacionadas hasta la muerte como muy señoras de su casa - ¿su casa? - en esa seguridad adquirida en un conveniente matrimonio de gente decente.
Cuando piensas en esa conveniencia de tu matrimonio te produces asco, pero también consideras que toda tu preparación estuvo dirigida hacia esa meta, como la de cualquier chica de familia acomodada, así haya realizado, como en tu caso, una carrera universitaria.
El sol ya se ha desplomado, el tenue reflejo de las lámparas mercuriales se filtra a través de las enredaderas del jardín.
Una puta solo está obligada a vender su cuerpo, pero tú has vendido también el alma, la primogenitura por un plato de lentejas, piensas, y un dolor que parece provenir de más allá del cuerpo te invade esa alma subastada, ofrecida entre fiestas y bailes al mejor postor, al que más seguridad ofreciera. Y ese fue Toño.
Toño, al que cada día sientes más lejano, casi como un extraño. Tal vez sea por eso que se haya agudizado el sentimiento de prostitución que te asalta en el momento de hacer el amor.
Sabes que para él no eres sino un objeto más de su propiedad, como la casa, el auto, los hijos ... sus amantes. Hace tiempo que sabes todo sobre él pero no te importa, ya no puede importarte nada de lo que haga o deje de hacer.
Quizá el amor de tus hijos pudiera salvarte, pero les temes, te sientes indefensa ante ellos, sabes que no tienes derecho a sus vidas, a sus duendes, a las hadas que ahora flotan sobre ellos y que les abandonarán junto con la inocencia.
Ya ha oscurecido totalmente, escuchas el motor del auto de Toño y tu primer impulso es dirigirte rápido a tu habitación para proceder a arreglarte, pero optas por cerrar displicentemente la ventana. Los gritos de Toño ya no pueden producirte ninguna alteración.
Miras a la estrella de la tarde y sonríes, imaginando que, algún día, el beso de un príncipe desvalagado te despertará de tu sopor y puedas, por fin, ir a ese país en el que tu hada madrina te estará esperando.
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