Presentación de Omar CortésDecimatercera parteDecimaquinta parteBiblioteca Virtual Antorcha

LA GUERRA Y LA PAZ

León Tolstoi




DECIMACUARTA PARTE

CAPÍTULO I

La retirada de los franceses de Moscú, incruenta y dramática, y la batalla de Borodino, son unos de los hechos históricos más instructivos.

Todos los historiadores coinciden en afirmar que la acción exterior de los pueblos y de los imperios se traduce, en sus colisiones mutuas, por medio de las guerras, y por la fuerza política de los mismos disminuye o aumenta en razón de los éxitos militares más o menos grandes que han obtenido.

Son, sin duda, extraños los relatos oficiales que nos describen cómo un rey, o un emperador, en disputa con su vecino, reúne su ejército, lucha con el de su enemigo, da muerte a varios millares de hombres y conquista todo un reino de millones de habitantes.

Resulta difícil comprender que la derrota de un ejército, es decir, de la centésima parte de las fuerzas de todo un pueblo, impliquen el sometimiento de éste, pero tales hechos confirman cuando menos la justeza de la observación de los historiadores. Si un ejército gana una gran batalla, inmediatamente los derechos del vencedor se acrecientan en detrimento del vencido y, al contrario, si un ejército es derrotado, el pueblo que está detrás de él pierde sus derechos en la medida del volumen del desastre sufrido; por último, si la destmcción es completa, total es también su sumisión. Siempre ha ocurrido así —al menos según la historia— desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, y las guerras de Napoleón confirman este aserto. La derrota de las tropas austríacas significó para Austria la pérdida de sus derechos y el crecimiento de ellos para Francia; las victorias de Jena y Auerstadt pusieron fin a la existencia independiente de Prusia; pero, en 1812 los franceses que entraron triunfantes en Moscú, en lugar de asestar un golpe mortal a la existencia de Rusia, perdieron seiscientos mil hombres de su propio ejército.

A pesar de lo que se haya dicho y de lo que pueda decirse no es posible someter los hechos a las exigencias de la historia y sostener, en consecuencia, que el campo de batalla de Borodino quedó en poder de los rusos y que después de la evacuación de Moscú se destruyó el ejército francés mediante enconados combates. Toda la campaña de 1812, desde la batalla de Borodino hasta la evacuación del país por el último soldado francés, prueba, en primer lugar, que el resultado obligado de una batalla victoriosa no es siempre una conquista y, en segundo término, que la fuerza que decide el destino de los pueblos no reside en los conquistadores, en los ejércitos y en las batallas, sino que tiene un origen distinto.

Al referirse a la situación en que se hallaba el ejército napoleónico poco antes del abandono de Moscú, los historiadores franceses afirman que excepto la caballería, la artillería y la intendencia, todo el restante engranaje bélico funcionaba perfectamente; y hacen constar en sus comentarios que se notaba la falta de forraje para los caballos, dificultad que no podía vencerse porque los campesinos de los alrededores de la capital pegaban fuego al heno que poseían antes de venderlo.

Resulta, pues, de ello, que una batalla victoriosa no tuvo sus consecuencias habituales porque los mismos campesinos que volvieron a Moscú, después de la marcha de los franceses, para saquear la ciudad —no dando, ciertamente, muestras de sentimientos heroicos—, prefirieron quemar su heno antes que venderlo al invasor.

Representémonos por un momento a dos hombres que se baten en duelo a espada, según todas las reglas de la esgrima, y supongamos, además, que uno de ellos, al sentirse herido, tire su espada y coja una cachiporra para defenderse. A pesar de haber dado así con el medio más sencillo para llegar a sus fines, los sentimientos caballerescos que le animaban le obligan a disimular esta derogación de las costumbres establecidas y a sostener que se ha batido y ha vencido según todas las reglas ... y se comprenderá entonces qué confusión puede producirse en el relato de semejante duelo. El francés es el duelista que exige la lucha se entable de una manera cortés . El adversario que ha tirado la espada para coger la cachiporra, es el ruso, y los hombres que se afanan por explicar el duelo según todos los principios, son los historiadores.

A partir de Smolensko comenzó una guerra respecto a la cual no puede aplicarse ninguna de las tradiciones conocidas hasta entonces. El incendio de ciudades y aldeas, la retirada después de las batallas, el mazazo de Borodino, la persecución de los merodeadores, las guerrillas en la retaguardia enemiga, todo ello se efectuaba al margen de las reglas habituales. Napoleón, detenido en Moscú con la actitud correcta de un duelista, se daba perfecta cuenta de ello y no cesó de formular sus quejas a Kutusov y al emperador Alejandro. Pese, sin embargo, a las reclamaciones del soberano francés y al sentimiento de vergüenza que experimentaban tal vez ciertos elevados personajes rusos al ver el modo cómo luchaba el país, la masa nacional se levantó amenazadora y, sin preocuparse del buen gusto y las reglas, golpeó y aplastó a los franceses hasta el momento en que, con su fuerza brutal y grandiosa, arrojó más allá de sus fronteras a los invasores. ¡Dichoso el pueblo que, en lugar de ofrecer su espada al general que lo ha vencido, agarra la primera maza que le viene a las manos, sin preocuparse de lo que harían los demás en semejantes circunstancias, y no la depone hasta que la cólera y la venganza han abierto paso en su corazón al desprecio y a la compasión!

Capítulo II

Entre las masas compactas del enemigo que domina el campo, la acción de un individuo, acción aislada por supuesto, es una de las excepciones a las pretendidas leyes de la guerra.

En una guerra para la salvaguarda de la nación, se producen siempre operaciones de tal género; es decir, los hombres, en lugar de reunirse en gran número, se dividen en pequeños destacamentos, atacan de improviso, se dispersan cuando fuerzas considerables les acosan y, a la primera ocasión favorable que se les presenta, vuelven a emprender sus acciones ofensivas. Así lo han hecho los guerrilleros en España, los montañeses en el Cáucaso y los rusos en 1812.

Con el nombre de guerra de partidarios se ha querido atribuir a este género de lucha una determinada significación. En realidad no se trata de una guerra propiamente dicha puesto que está contrapuesta a todas las reglas habituales de la táctica militar, las cuales prescriben que el atacante debe concentrar sus tropas con objeto de ser más fuerte que su adversario en el momento de pasar a la ofensiva. La guerra de partidarios, siempre beneficiosa, como lo demuestra la historia, aparece en contradicción flagrante con el principio mencionado, y esa contradicción proviene del hecho de que, al sentir de los estrategas, la fuerza de las tropas está en relación con el número de las mismas. Cuantas más tropas, más fuerza, dice la ciencia. De ahí sacamos, pues, la conclusión de que los batallones más nutridos tienen siempre razón. Al sostener esta proposición la ciencia militar semeja a la teoría de la mecánica que, fundándose en la relación existente entre las fuerzas y las masas, subordina directamente las primeras a las segundas.

La fuerza —la cantidad de movimiento— es el producto de la masa multiplicada por la velocidad. En la guerra, la fuerza de las tropas es asimismo el producto de la masa pero multiplicado por una x desconocida.

La regla táctica que prescribe actuar con grandes masas para la ofensiva y con pequeños destacamentos para el repliegue, corrobora que la fuerza de un ejército reside en el espíritu que lo anima. Para llevar a los hombres al ataque precisa de una mayor disciplina —que sólo se logra con masas puestas en movimiento— que para defenderse de los asaltantes. Así, pues, las leyes que no tienen en cuenta el espíritu de las tropas, sólo conducen en los más de los casos a falsas apreciaciones, sobre todo cuando, por ejemplo, en las guerras nacionales, se produce en el mencionado espíritu una violenta exaltación o un intenso descorazonamiento.

En su retirada, los franceses, en lugar de defenderse aisladamente estrecharon sus filas, dado que, habiéndose desmoralizado el ejército, sólo la fuerza de la masa podía contener a las unidades. Al contrario, los rusos, que según las leyes de la táctica debieran atacar con poderosos efectivos, se dividieron, porque el espíritu de sus tropas estaba sobreexcitado. De ahí que grupos aislados, sin esperar orden alguna, atacaran a los franceses y arrostraran, sin que se les obligara, los mayores peligros y fatigas.

Capítulo III

Sin haber sido aceptada por nuestro gobierno, la guerra de partidarios empezó inmediatamente después de la entrada de los franceses en Smolensko. Millares de hombres del ejército enemigo, rezagados y merodeadores, fueron muertos por nuestros cosacos y nuestros campesinos con la misma despreocupación que si se hubiera tratado de perros rabiosos.

Denis Davidov fue el primero que, con su instinto patriótico, comprendió la misión que estaba reservada a aquella terrible masa que, sin inquietarse por las reglas militares, acosaba sin descanso a los franceses. A él cupo el honor de la intromisión en la lucha de aquel método de guerra. El día 24 de agosto, Davidov organizó el primer destacamento de partidarios y muchos otros siguieron su ejemplo. Y cuanto más se prolongaba la campaña, más aumentaba el número de tales destacamentos.

Los partidarios destruían al gran ejército napoleónico por pequeñas partidas, barriendo ante ellos las hojas muertas que iban cayendo por sí solas del árbol reseco.

En el mes de octubre, cuando los franceses marchaban hacia Smolensko, se contaba ya con un centenar de destacamentos de partidarios, de efectivos y caracteres diferentes. Unos habían conservado toda la apariencia de las tropas regulares, con infantería, artillería y las comodidades posibles en la vida de campaña. Otros estaban integrados exclusivamente por cosacos y caballería. Otros, por último, los formaban campesinos y propietarios a los que nadie conocía. Un sacristán, jefe de uno de esos destacamentos, hizo centenares de prisioneros, y la mujer de un estarosta llamado Vasilisa dio muerte a gran números de franceses.

Aquella guerra alcanzó su punto álgido a fines de octubre. Los partidarios, asombrados de su propia audacia y temiendo continuamente verse cercados y capturados por el enemigo, se ocultaban en los bosques y tenían siempre ensillados sus caballos. Cada uno de aquellos destacamentos sabía perfectamente de qué era capaz. Los primeros que comenzaron a perseguir de cerca a los franceses, juzgaron hacedero lo que los jefes de unidades más numerosas no se hubieran arriesgado a emprender. En cuanto a los cosacos y los campesinos que llegaban a infiltrarse por entre las tropas enemigas, no existía para ellos ninguna acción imposible.

El día 22 de octubre, Denisov, apasionado por la guerra de partidarios, marchaba a la cabeza de su destacamento. Sin alejarse del bosque que bordeaba la carretera, seguía desde la víspera a un numeroso convoy de prisioneros rusos e impedimenta de caballería que se dirigía, fuertemente escoltado, hacía Smolensko. Además de Denisov, cuya compañía se mantenía a escasa distancia de él, conocían también el paso de aquel convoy los jefes de los grandes destacamentos y los del Estado Mayor. Dos de los primeros, uno polaco y el otro alemán, enviaron separadamente un correo a Denisov proponiéndole que se reuniera con ellos para apoderarse del botín que todos codiciaban. No, amigos míos, también yo tengo pico y uñas, se dijo Denisov al leer sus cartas. Contestó al alemán que, a pesar de que ardía en deseos de militar bajo las ordenes de un jefe de tanto renombre y bravura, se veía privado de tal honor porque se había ya comprometido a unirse con el general polaco; y a éste, en parecidos términos, que había prometido su concurso al general alemán. Denisov estaba, pues, resuelto a apoderarse del convoy con la ayuda de Dolokhov y sin enviar ningún informe a las autoridades superiores.

El día 22 de octubre el susodicho convoy se dirigía desde el villorrio de Mikulino al de Schamschevo. Bordeaba la carretera por la orilla izquierda un tupido bosque, a través del cual Denisov y los suyos iban siguiendo, sin ser vistos, los movimientos de los franceses.

Durante la mañana unos cosacos hablan logrado apoderarse de dos furgones del enemigo que se habían atascado y que iban cargados con sillas y arreos. Después de esta captura no emprendieron ningún nuevo ataque. Era conveniente dejar que el convoy llegara sin más interrupciones al poblado de Schamschevo. Allí los cosacos habían de reunirse con Dolokhov, que tenía que llegar aquella misma noche a un bosque vecino, y, una vez puestos de acuerdo, atacar de madrugada a los franceses por dos sitios a la vez, derrotarlos y apoderarse de todo el convoy. Seis cosacos se apostaron en la carretera con objeto de dar la voz de alarma en caso de que aparecieran nuevas columnas. Denisov tenía bajo sus órdenes a unos doscientos hombres, y Dolokhov podía contar con otros tantos. Suponían ambos que las fuerzas del enemigo ascendían a unos mil quinientos hombres, pero esta superioridad numérica no pareció preocupar a Denisov. Una sola información le era indispensable: saber con qué clase de tropas tenía que habérselas. Precisábase, pues, capturar a uno de los hombres de la columna enemiga. De madrugada cayeron de improviso sobre dos furgones, dieron muerte a los soldados que los conducían y sólo se llevaron vivo a un muchacho que iba un poco rezagado y que no pudo suministrarles ningún informe respecto a las tropas de la escolta. Un segundo ataque hubiera constituido una imprudencia. Denisov prefirió, pues, enviar a Schamschevo al campesino Tikhon Stcherbatov con el encargo de coger prisionero, si era posible, a uno de los furrieles que iban en vanguardia.

Capítulo IV

El mismo tiempo gris sucio, ceniza, fundía el horizonte con el cielo, en aquel día de otoño suave y lluvioso. Tan pronto los gruesos goterones repiqueteaban en el suelo como lloviznaba.

Montado en un caballo de raza, flaco y de mala estampa, Denisov, arropado con una burka y chorreando agua, ladeaba la cabeza para preservarse de la lluvia que caía oblicuamente y miraba hacia adelante con inquietud. Le acompañaba un esaul (capitán de cosacos), envuelto asimismo en una burka, con la cabeza cubierta con un gorro forrado y montado en un pequeño caballo del Don, y un segundo cosaco, llamado Lovaiski, vestido como los anteriores, erecto como un huso, rubio, de ojillos claros y con una expresión de serena firmeza impresa en su rostro y en todo su porte. A pesar de que nada de particular se notaba en su fisonomía, veíase en el acto que, mientras Denisov se movía incómodamente en su silla, aquél, al contrario, parecía formar un solo cuerpo con su cabalgadura. Delante de ellos marchaba el guía, un campesino, calado hasta los huesos, que llevaba un caftán gris y un gorro de lana blanco. Tres o cuatro húsares marchaban en fila india por el angosto sendero del bosque; venían luego los cosacos que llevaban unos una burka, otros un capote francés y otros la cabeza cubierta con una gualdrapa de caballo. Bajo la lluvia torrencial ni siquiera podía distinguirse el color de los animales. En el centro de la comitiva, dos furgones, tirados por caballos franceses con sillas cosacas, hacían crujir las ramas secas y chapoteaban en el agua de los charcos. Para evitar uno de éstos, el caballo de Denisov hizo una brusca maniobra y el jinete dio de rodillas contra un árbol.

Desembocaron de pronto en un claro desde el que se podía descubrir a la derecha una gran extensión de terreno.

Denisov se detuvo.

— Alguien viene—dijo.

El esaul miró en la dirección indicada.

— Son dos —dijo—, un oficial y un cosaco; y no cabe suponer que sea el teniente coronel.

Los dos jinetes descendieron de la montaña, desaparecieron a los ojos de Denisov a causa de una depresión del terreno y no tardaron en reaparecer. El oficial, con los cabellos en desorden y los pantalones arremangados hasta las rodillas, no cesaba de hostigar al caballo. Un cosaco le seguía al galope, de píe en los estribos. Cuando llegó junto a Denisov le entregó un pliego completamente mojado.

— De parte del general; sírvase usted excusar la humedad del papel —dijo—. Se nos ha dicho y repetido que la misión era muy peligrosa —añadió dirigiéndose al esaul mientras Denisov, frunciendo el ceño, abría el pliego—. Por lo tanto, el amigo Komarov y yo hemos tomado nuestras precauciones —prosiguió, señalando al cosaco—; llevamos cada uno dos pistolas ... Y éste, ¿quién es? —dijo, refiriéndose al muchacho—. ¿Un prisionero? ¿Ha habido alguna acción? ¿Puede hablarse con él?

— ¡Rostov! ¡Petia! —exclamó Denisov—. ¿Cómo no me dijiste en seguida que eras tú? —Y le tendió la mano sonriendo. Aquel oficial era, en efecto, Petia Rostov. Durante el camino Petia se había trazado la línea de conducta que, a su juicio, debía seguir respecto a Denisov, sin hacer la menor alusión a sus antiguas relaciones, tal como cuadraba a un hombre hecho y derecho, a un oficial. Pero ante aquella acogida afectuosa su rostro se iluminó, la alegría le hizo sonrojarse y, olvidando la actitud oficial que se había prometido a sí mismo guardar, contó a Denisov cómo había conseguido pasar delante de los franceses, cuan orgulloso se sentía de la misión que se le había confiado y que había estado presente en la batalla de Viazma, en la que un húsar se había distinguido ...

— Estoy muy contento de verte —le dijo Denisov recobrando su severo continente.

— Miguel Theoclititch —dijo dirigiéndose al esaul—, es un mensaje del alemán bajo cuyas órdenes milita este joven, por el que nos pide que nos reunamos con él. Por lo tanto, si no logramos apoderamos hoy mismo del convoy, nos lo soplará mañana.

Mientras Denisov hablaba con el cosaco, Petia, molesto por el tono indiferente de aquél y suponiendo que sus pantalones arremangados eran la causa de ello, se los arregló disimuladamente, tratando de adoptar un rígido continente marcial.

— ¿Habrá alguna orden de parte de Vuestra Alteza? —dijo a Denisov saludándole militarmente. Luego, desempeñando el papel de ayudante de campo de un general, para el cual se había preparado, añadió—: ¿O debo quedarme aquí al lado de Vuestra Alteza?

— ¿Ordenes? —repuso Denisov pensativo—. ¿Puedes quedarte aquí hasta mañana?

— ¡Oh, sí, por favor, permítame quedarme a su lado! —exclamó Petia.

— Pero, ¿qué te ha dicho el general? Indudablemente, que regreses en el acto.

Petia se sonrojó.

— No me ha dicho nada. ¿Puedo quedarme?

— Está bien —replicó Denisov. Y volviéndose hacia sus hombres les ordenó que se dirigieran a través del bosque a la casa del guarda, que era la etapa fijada. Luego envió al oficial que iba montado en el caballo quirguiz, que hacía las veces de ayudante de campo, a que fuera a ver a Dolokhov y le preguntara si vendría aquella noche.

Entretanto, Denisov, acompañado de Petia y del esaul, iría hasta el lindero del bosque para examinar de lejos la posición de los franceses a quienes se proponía atacar al día siguiente.

Capítulo V

Denisov y Petia seguían al campesino tocado con un sombrero blanco, y calzado con zapatos confeccionados con líber avanzaba delante de ellos, sin hacer ruido, y sin preocuparse tampoco de las raíces del suelo y de las plantas que a veces obstruían el paso. La lluvia había cesado y la niebla se desvanecía poco a poco sobre las copas de los árboles.

Una vez llegados al borde de un declive, el guía se detuvo, miró a su alrededor y se dirigió hacia una cortina de árboles muy espaciados. Denisov y Petia se reunieron con él y desde allí vieron a los franceses. A la izquierda, detrás del bosque, extendíase un campo de trigo; a la derecha, sobre un escarpado barranco, divisábase un poblado y una casa señorial con la techumbre medio derruida.

— Traedme el prisionero —dijo Denisov en voz queda, sin quitar la vista de los franceses.

El cosaco se apeó del caballo, cogió al muchacho y lo condujo a su jefe. Este le preguntó qué clase de tropas eran aquéllas. El zagal, con las manos metidas en los bolsillos a causa del frío, alzó asustado los ojos y se azoró de tal manera que, a pesar de que estaba dispuesto a manifestar cuanto sabía, se limitó a contestar afirmativamente a todas las preguntas que se le hicieron. Denisov se volvió hacia el cosaco y le comunicó sus impresiones.

— Venga o no venga Dolokhov, hay que atacar.

— El sitio es a propósito —replicó el capitán de cosacos.

— Destacaremos a la infantería por la parte baja, del lado de los pantanos —prosiguió Denisov—, y mientras ellos avancen hasta llegar a las huertas, llegaréis al otro lado de mis húsares, y entonces, a una señal dada ...

— No se puede atravesar el barranco —objetó el esaul—, en el fondo hay un gran charco y los caballos no lograrían desatascarse. Será preciso hacer un pequeño rodeo más hacia la izquierda.

Mientras hacían tales conjeturas en voz baja, sonó de pronto un disparo, y luego otros, una ligera y blanca humareda se elevó en el aire seguida de los gritos de un centenar de voces francesas. Denisov y el esaul se hicieron atrás creyendo haber sido el blanco de los disparos. Sin embargo, no iban destinados a ellos, sino a un hombre con una indumentaria encarnada que vadeaba vertiginosamente el pantano.

— ¡Pero si es nuestro Tikhon! —exclamó el esaul.

— ¡Sí, es él ...! —gruñó Denisov.

— Se saldrá con la suya —opinó el cosaco.

— ¡Oh, qué estúpido! —prosiguió Denisov montando en cólera—. Pero, ¿qué ha estado haciendo hasta ahora?

— ¿Quién es? —preguntó Petia.

— Uno de nuestros cosacos. Le había enviado a tirar a alguien de la lengua.

— ¡Ah, sí! —asintió Petia, aun cuando nada había comprendido.

Aquel Tikhon Stcherbatov, uno de los hombres más útiles del destacamento, era un campesino del poblado de Pokrovskoie. Cuando Denisov llegó a esta localidad al comienzo de sus operaciones e hizo comparecer ante su presencia al estarosta para interrogarle, como solía hacerlo, acerca de los movimientos de los franceses, éste respondió, siguiendo con ello el ejemplo de sus colegas, que no sabía una palabra de nada. Denisov le explicó entonces que siendo su intención atacar a los franceses quería informarse si habían sido vistos en el pueblo. El estarosta se decidió por último a contestar que, efectivamente, habían venido allí algunos merodeadores, pero que, en el pueblo, el único que se ocupaba de aquellas cosas era Tikhon Stcherbatov.

Denisov mandó llamar a Tikhon y en presencia del estarosta le dirigió palabras lisonjeras acerca de su fidelidad al zar y del odio al enemigo que todo buen patriota había de sentir.

— Nosotros no hemos causado ningún daño a los franceses —repuso Tikhon intimidado por las palabras de Denisov—, nosotros, ¿cómo se lo diría yo a usted?, hemos procurado distraernos: hemos dado muerte a una veintena de merodeadores, pero, eso aparte, no les hemos causado ningún daño.

Al día siguiente, cuando Denisov se puso en marcha se le informó que Tikhon, a quien aquél había ya olvidado, solicitaba incorporarse a su destacamento. Denisov asintió, y Tikhon, quien asumió en principio todas las cargas, tales como alimentar los fuegos de vivaque, ir a buscar agua, curar los caballos, etc., mostró a poco notables disposiciones para aquel método de guerra. Por las noches se marchaba por su cuenta y siempre regresaba con armas, con uniformes y hasta con prisioneros si así se le ordenaba. Denisov le eximió entonces de sus trabajos, lo colocó entre sus cosacos y lo tomó consigo en sus incursiones.

Tikhon había sido enviado, pues, la noche anterior a Schamschevo, para tirar de la lengua, como decía Denisov. Pero ya fuese que la captura de un solo francés le pareciese una cosa indigna de él o porque se había quedado dormido toda la noche, lo cierto es que habiéndose nfiltrado, ya de día, en un soto, fue descubierto por el enemigo, como su jefe había podido comprobar.

Capítulo VI

Denisov volvió sobre sus pasos después de haber conversado unos minutos con el capitán de cosacos, sobre el ataque que debería llevarse a efecto el día siguiente.

— Ahora, amigo —dijo a Petia—, vamos a secarnos.

Al acercarse a la casa del guarda, Denisov se detuvo y miró hacia el bosque. A través de la espesura vio venir hacia él, caminando a grandes zancadas, a un hombre de largas piernas y con los brazos colgando, que llevaba una corta chaqueta, unos zapatos de líber, un gorro tártaro, un fusil sobre los hombros y un hacha en la cintura. Al ver a Denisov arrojó algo en la maleza y quitándose el gorro mojado se acercó a él. Era Tikhon.

— Bien, hombre, ¿por dónde te has paseado? —le pregunta Denisov.

— ¿Por dónde me he paseado? He ido a buscar al francés —replicó resueltamente con su ronca voz de bajo.

— ¿Y por qué te metiste de día en el soto, imbécil? Por supuesto que no lo has cogido.

— Pues sí, lo he cogido.

— ¿Dónde está?

— Lo cogí, como quien dice, al vuelo —dijo, separando sus enormes pies—, y me lo llevé al bosque. Una vez allí vi que no me convenía y me dije: Iré a buscar a otro que valga la pena.

— ¡Ah, era eso! ¡Qué canalla! —exclamó Denisov—. Pero, ¿por qué no lo has traído?

— ¿Por qué? —objetó Tikhon—; no servía para nada ... ¿Acaso no sé yo lo que le conviene?

— ¡Ah, qué animal eres! ¿Y después?

— ¿Después ...? Fui a buscar otro ... anduve a lo largo del bosque y me acosté así — y se tumbó bruscamente para demostrar cómo lo había hecho—. Luego me tropecé con otro, me arrojé sobre él, lo agarré por el cuello —añadió levantándose vivamente— y le dije: ¡En marcha, mi coronel! Pero se puso a chillar y de pronto aparecieron cuatro hombres que se lanzaron contra mí, espada en mano. Entonces empuñé mi hacha y les dije: ¿Qué estáis haciendo, Dios del cielo?

— Sí, sí, ya hemos visto desde la montaña cómo te perseguían a través del pantano.

Petia apenas podía contener la risa, pero al advertir el porte severo de los demás, guardó silencio sin llegar, empero, a comprender todo lo que aquello significaba.

— No seas tan imbécil —dijo Denisov visiblemente enojado—. ¿Por qué no has traído al primero?

Tikhon se rascó la cabeza y entreabriendo la boca con una sonrisa idiota mostró el hueco de un diente. Denisov sonrió y Petia prorrumpió en una risa que fue coreada por el propio Tikhon.

— Ya le he dicho que no servia para nada. Iba mal vestido y era, por añadidura, un redomado sinvergüenza. ¡Cómo!, me dijo: ¡Yo soy hijo del general y no iré!

— ¡Idiota! —exclamó Denisov—. Me interesaba mucho interrogarle.

— Ya lo hice yo —replicó Tikhon—, pero me dijo que sabía muy pocas cosas y que los suyos, si bien eran numerosos, no valían nada. Con un solo grito que los asuste puede usted apresarlos a todos —terminó diciendo Tikhon, mirando resueltamente a Denisov.

— Haré que te propinen cien latigazos y de esta manera aprenderás a no hacer el imbécil —dijo severamente Denisov.

— Pero, ¿por qué se enfada usted? —repuso Tikhon—. ¡Cualquiera diría que no conozco a los franceses! En cuanto anochezca le prometo traerle tres, y más aún sí los necesita ...

— Bien, vamos —le interrumpió Denisov, que no cejó en su mal humor hasta que hubieron llegado a la casa del guarda.

Tikhon marchaba con los últimos y Petia oyó las risas y las burlas de los cosacos a propósito de unas botas que Tikhon había tirado a la maleza. Comprendió inmediatamente que Tikhon había dado muerte al hombre a quien se había referido y ello le causó una impresión desagradable. Miró inconscientemente al muchacho prisionero que iba con ellos y sintió oprimírsele el corazón.

El oficial que Denisov había enviado encontró a éste por el camino. Le informó que el mismo Dolokhov en persona estaba a punto de llegar, y que, por su parte, todo marchaba bien. Denisov, vivamente satisfecho de aquella noticia, se puso muy contento, y llamando a Petia, le dijo:

— Y, ahora, cuéntame tus cosas.

Capítulo VII

Petia, después de haber dejado a sus padres, al salir de Moscú, se había incorporado al ejército, siendo agregado como oficial de ordenanza al jefe de un destacamento importante.

Desde que había sido promovido a aquella graduación y, sobre todo, después de su entrada en el ejército activo con el cual tomó parte en la batalla de Viazma, Petia se hallaba bajo la influencia de una alegre sobreexcitación. Pensaba que era todo un hombre y temía desperdiciar la mejor ocasión para cubrirse de gloria.

Anochecía ya cuando Denisov, el capitán y Petia llegaron a la casa del guarda. Dibujábanse en la semioscuridad las formas vagas de los caballos ensillados de los cosacos y unos húsares que levantaban sus tiendas en un claro y encendían hogueras en el fondo de un barranco para ocultar el humo a los enemigos. En una de las habitaciones de la isba, un cosaco, con las mangas más arriba del codo, despedazaba un cordero a golpes de hacha, mientras en otra tres oficiales se atareaban en transformar en una mesa una puerta que habían arrancado de sus goznes. Petia, despojándose de su uniforme mojado, les ofreció en seguida sus servicios para el condimento de la cena. Al cabo de diez minutos aparecieron sobre la mesa, cubierta con un mantel, dos botellas de aguardiente, ron, pan blanco, sal y carnero asado. Sentado en medio de los oficiales y despedazando con sus dedos la tierna, grasienta, suculenta carne, Petia estaba poseído de una exaltación infantil que le inspiraba una expansiva ternura por todos los hombres, y, por consiguiente, la seguridad de verse correspondido.

— ¿Cree usted, pues, Basilio Feodorovitch —dijo a Denisov—, que si me quedo un día con usted me sucederá algo desagradable? Pues verá ... —prosiguió, formulándose a sí mismo las respuestas—, me han dicho que tengo que saber ... y lo sabría si usted me permitiera ir ... dónde tendrá lugar ... en fin, no es por las recompensas, pero desearía ... —Y apretando los dientes y echando hacia atrás la cabeza miró a su alrededor y esbozó un gesto de amenaza.

— Allí donde tendrá lugar ... ¿Dónde tendrá lugar, qué? —repuso Denisov, sonriendo.

— Sólo que ... déme un mando, se lo ruego, un pequeño mando. ¿Qué puede costarle ...? ¡Ah, aquí está mí cuchillo a vuestra disposición! —dijo, tendiéndolo a un oficial que se afanaba por cortar un pedazo de carnero. El oficial le dio las gracias haciendo un cumplido elogio del instrumento.

— Oh, puede usted quedárselo; yo tengo varios ... ¡Ah, cielos, me había olvidado —exclamó de pronto— que tengo unas pasas excelentes, sin pepitas! Tratamos con un nuevo vivandero que encuentra cosas maravillosas. Le he comprado diez libras de pasas ... Confieso que estoy acostumbrado a toda clase de golosinas ... ¿Le gustan a usted?

Y Petia corrió hacia la habitación contigua a buscar a su cosaco y volvió con un cesto de pasas.

— Tomen las que quieran; no hagan ustedes cumplidos. ¿Necesitarían, acaso, una cafetera? He comprado una magnífica al vivandero. Es un hombre muy bueno y, lo que vale más, muy honrado. Ya se lo enviaré. A propósito, ¿tienen ustedes todavía piedras de chispa? Dispongo de un centenar que he comprado muy baratas. ¿Las quieren ustedes?

Petia se detuvo y se sonrojó pensando que tal vez se había tomado una confianza excesiva. Trató de recordar si no había cometido alguna tontería durante el día, y al hilvanar sus recuerdos pasó por su mente el muchacho que habían hecho prisionero.

No se está mal aquí, pero a él, ¿a dónde lo habrán llevado? ¿Le han dado de comer? ¿No lo maltratan ...? Quisiera preguntárselo ..., pero, ¿qué pensarán? Que soy un chiquillo que me compadezco de otro. ¡Mañana les demostraré si soy o no un chiquillo ...! Bueno, ¡qué más da! Voy a preguntarlo, se dijo. Y mirando azorado el rostro de los oficiales con el temor de descubrir en ellos burlonas intenciones, preguntó:

— ¿Puede llamarse al pequeño prisionero y darle de comer?

— ¡Oh, naturalmente, hijo mío! —repuso Denisov, que no juzgaba en modo alguno reprensible la exteriorización de aquel sentimiento—. ¡Llamadlo! Se llama Vicente Bosse.

— Voy a buscarlo —dijo Petia.

— Ve, pues, hijo mío —repitió Denisov.

Al oír aquellas palabras, Petia, que se había levantado y estaba en la puerta, se volvió y se acercó a Denisov.

— Permítame usted un abrazo, amigo mío. Esto está muy bien, muy bien.

Abrazó a Denisov y se precipitó hacia la habitación contigua gritando con todas sus fuerzas.

— ¡Bosse, Vicente Bosse!

— ¿A quién buscáis? —preguntó la voz de un cosaco en la oscuridad.

Petia le explicó que buscaba al pequeño francés.

— ¡Ah , Vesionny! —respondió el cosaco.

El nombre del muchacho había sido rusificado y esta transformación (aquella palabra rusa significa primaveral) cuadraba perfectamente con el rostro del infantil mocito.

— Está allí arrimado al fuego. ¡Eh, Vesionny, Vesionny! —exclamaron varias voces.

— Es un buen muchacho —dijo un húsar que estaba al lado de Petia—. Estaba hambriento y le hemos dado de comer.

Oyéronse unos pasos en la oscuridad y el chapotear de finos pies desnudos en el fango.

— ¡Ah, eres tú! —dijo Petia—. ¿Quieres comer? No temas, no te haremos ningún daño. Entra.

— Gracias, señor —repuso tímidamente el muchacho, limpiándose los pies cubiertos de barro en el umbral de la puerta.

Petia hubiera querido decirle muchas cosas, pero no se atrevió; se limitó a cogerle la ano y se la estrechó cariñosamente.

— Entra —repitió Petia con tono afectuoso. ¿Qué podría hacer por él?, se dijo al abrir la puerta y acompañar luego al muchacho hacia el centro de la estancia. No obstante aquella caritativa reflexión, Petia fue a sentarse lejos del zagal, temiendo sin duda que una excesiva atención redundara en menoscabo de su dignidad.

Capítulo VIII

La atención de Petia, después del mozalbete al cual por orden de Denisov había dado una porción de cordero, un poco de café y revestido luego con un caftán ruso para retenerle en el destacamento, se vio absorbida por la aparición de Dolokhov.

En el ejército, Petia había oído hablar con frecuencia de la valentía y de la crueldad de Dolokhov respecto a los franceses. Por eso, desde que éste entró en la habitación tuvo constantemente los ojos fijos en él. El continente y la indumentaria de Dolokhov impresionó a Petia por su extremada corrección. Después de tirar en un rincón su burka mojada, se acercó a Denisov sin saludar a nadie y abordó inmediatamente el asunto que allí le traía.

Este último comunicó a Dolokhov sus proyectos, le dio cuenta de la rivalidad existente entre los grandes destacamentos, de la misión de Petia, de su respuesta a los generales y de todo cuanto sabía acerca del convoy francés.

— Está bien, pero convendría saber a qué arma pertenecen las tropas y cuáles son sus efectivos —dijo Dolokhov—. Precisaría ir a verlo. A mí me gusta hacer bien las cosas, y como desconocemos el número de nuestros enemigos, no podemos ir a ciegas. ¿No querrá alguno de estos señores acompañarme hasta su campamento? Si es necesario puedo prestarle un uniforme.

— ¡Yo! Yo iré con usted —exclamó Petia.

— Es inútil —replicó Denisov—. No se lo permitiré —añadió dirigiéndose a Dolokhov.

— ¿Por qué no? —objetó Dolokhov que estaba distraído mirando al muchacho prisionero—. ¿Hace mucho que capturaste a este muchacho?

— Hoy mismo, pero no sabe nada.

— ¿Y qué haces de los demás? —preguntó Dolokhov.

— ¿Qué hago? Los envío contra recibo, y puedo asegurarte —repuso Denisov con gran aplomo— que no tengo ni uno sobre la conciencia. ¿Es acaso difícil enviar con una buena escolta a treinta o trescientos prisioneros a la ciudad más próxima ¿No es ello preferible a manchar el honor del soldado?

— Estas delicadezas sentarían muy bien en manos de este joven conde de dieciséis años —dijo Dolokhov con una fría sonrisa—, pero a tu edad es preciso que renuncies a tales miramientos.

— Pero —intervino Petia con timidez— yo no he dicho nada. Yo sólo deseo ir con usted.

— Sí, querido, sí. Estas galanterías no cuadran con nuestro modo de ser -prosiguió Dolokhov, que se complacía en provocar la irritación de Denisov—. Veamos, ¿por qué has retenido a ése? ¿Porque te da lástima? De sobra sabemos el valor de esos recibos. Envías cien hombres y llegan treinta; mueren de hambre por el camino o se les mata a golpes. ¿No es mucho mejor no enviar a ninguno?

El capitán de cosacos, haciendo un guiño con sus ojos claros, asintió con la cabeza.

— Eso no importa. No se puede razonar de esa forma. ¿Dices que mueren durante el camino? Pues bien, no seré yo al menos quien les dé muerte.

Dolokhov sonrió.

— ¿Crees acaso que no han recibido veinte veces la orden de apoderarse de nosotros? Ten presente que si caemos en sus manos maldito el caso que harían de tus sentimientos caballerescos. Nos colgarían de un árbol en un santiamén. Pero —añadió después de un momento de silencio— es hora ya de poner manos a la obra. Decid a mi cosaco que traiga mi equipaje. Tengo dos uniformes franceses. ¿Y tú, vienes conmigo? —preguntó a Petia.

— ¡Oh, sí, claro! —repuso Petia. Se sonrojó hasta el blanco de los ojos y miró a Denisov, cuya discusión con Dolokhov había despertado en él encontradas ideas que no le permitían darse exacta cuenta de cuanto había oído.

Pero —decíase— si los mayores piensan así, será porque conviene. Y, sobre todo, es preciso que Denisov deje de creer que puede darme órdenes y disponer de mí a su antojo.

Así, pues, a pesar de las exhortaciones de Denisov, Petia le respondió que sabía muy bien lo que iba a hacer y que no temía el peligro.

Capítulo IX

Petia y Dolokhov, después de ponerse los uniformes franceses y cubrirse las cabezas con sendos chacos, cabalgaron codo a codo hasta el claro donde Denisov permanecía examinando el terreno.

Luego descendieron al barranco, y, una vez llegados, Dolokhov ordenó a los cosacos que les acompañaban que no se movieran de alli y les esperaran, y marchó con Petia por la carretera que conducía al puente. La noche era oscura como boca de lobo.

— Le juro a usted que no me cogerán vivo. Llevo una pistola, —murmuró Petia.

— Cállate, no hables en ruso —replicó vivamente Dolokhov.

En aquel momento se oyó a unos pasos un enérgico ¿quién vive?, al que siguió el rumor sordo de un fusil al ser cargado.

— ¡Lanceros del sexto! —gritó Dolokhov en francés sin acelerar ni moderar el paso de su caballo.

En medio del puente apareció la negra silueta del centinela.

— ¿La contraseña?

Dolokhov contuvo su caballo y avanzó al paso.

— ¿El coronel Gerard está aquí?

— ¡La contraseña! —repitió el centinela sin contestar y cerrándole el paso.

— Cuando un oficial hace su ronda no se le pregunta la contraseña. Necesito saber si el coronel está aquí. ¿Lo oyes, imbécil? —Y haciendo apartar al centinela con el pecho del caballo prosiguió su camino.

Vio después a pocos pasos de distancia una sombra negra, y avanzó a su encuentro. Era un soldado que iba cargado con un saco. Dolokhov se le dirigió en derechura. El soldado se acercó confiado, acarició con la mano el cuello del caballo y respondió cándidamente que el comandante y los oficiales se hallaban un poco más arriba en una granja, pues así llamaba a la casa del propietario.

El vivaque estaba establecido a ambas orillas de la carretera que bordeaba Dolokhov. Sin prestar la menor atención a los gritos y risas de los soldados, llegó ante la gran puerta cochera, entró en el patio, se apeó del caballo y se acercó a una hoguera a cuyo alrededor algunos hombres sentados conversaban en voz baja.

— ¡Qué duro es de cocer! —decía uno de los oficíales sentado en la oscuridad.

— ¡Cómo hará correr a los conejos! —intervino otro riendo.

Al oír los pasos de Dolokhov y Petia que iban acercándose al grupo, los dos oficiales guardaron silencio fijando los ojos en la oscuridad.

— Buenos días, señores —dijo Dolokhov en voz alta.

Alrededor del fuego se movieron algunas sombras. Un oficial de aventajada estatura se aproximó a los recién llegados.

— ¿Eres tú, Clemente? ¿De dónde diablos ...?

Pero no terminó la frase. Al darse cuenta de su error frunció ligeramente el ceño, saludó a Dolokhov como se saluda a un desconocido y le preguntó qué le traía allí. Éste contó que él y su compañero iban a incorporarse a su unidad y rogó al oficial les dijera dónde se hallaba el sexto regimiento de lanceros. Éste lo ignoraba.

— Si contabais con la sopa de la noche, habéis llegado demasiado tarde —dijo, en tono de chanza, una voz que salía del otro lado del fuego.

Dolokhov replicó que ya habían comido y que seguirían su camino. Confió sus caballos al soldado que cuidaba de la marmita y se sentó en el suelo al lado del oficial que le había hablado. Éste, que no le quitaba los ojos de encima, le preguntó de nuevo a qué regimiento pertenecía. Dolokhov, preocupado en encender su pipa, simuló no haber oído nada. Luego hizo preguntas a los oficiales acerca de la seguridad de las carreteras y si corría peligro de tropezar con bandas de cosacos.

— Esos bandidos se encuentran por todas partes —dijo uno de los oficiales.

Dolokhov replicó que los cosacos sólo eran temibles para viajeros aislados como él y su compañero, pero que no se atreverían a atacar a destacamentos importantes.

Nadie comentó la observación.

Uno de los oficiales franceses murmuró algo a oídos de su compañero. En aquel momento se levantó Dolokhov y preguntó por sus caballos.

¿Nos los van a dar?, pensó Petia, acercándose a su compañero.

Condujeron los caballos.

— Buenas noches, señores —dijo Dolokhov.

Petia trató de dar asimismo las buenas noches, pero no pudo articular ni una sola palabra. Los oficiales continuaban cuchicheando entre sí. El caballo de Dolokhov estaba impaciente y éste tardó algún tiempo en montar. Por último marchó al paso y traspuso la puerta cochera seguido de Petia, que quería volverse para ver sí les perseguían, pero no se atrevía a hacerlo.

En lugar de coger el mismo camino atravesaron el pueblo, donde se detuvieron unos instantes. De pronto, un sordo rumor les hizo aguzar el oído.

— ¿Oyes? —dijo Dolokhov.

Petia reconoció los sonidos de voces rusas y vio, alrededor de unas hogueras, las negras siluetas de los prisioneros.

Los dos compañeros descendieron hacia el puente, pasaron por delante del centinela que les dio paso libre sin decir palabra y se dirigieron al barranco donde les aguardaban los cosacos.

— Y ahora, adiós. Di a Denisov que esté listo para el amanecer y en cuanto oiga el primer disparo —dijo Dolokhov, mientras se disponía a marcharse.

Pero Petia le cogió de la mano y le dijo:

— ¡Oh, es usted un héroe! ¡Qué hermoso ha sido todo esto! ¡Cuánto le aprecio!

— Bien, hombre, bien —replicó Dolokhov.

Y viendo que Petia no lo soltaba supuso que el muchacho lo retenía para darle un beso. Se lo permitió, volvió grupas y desapareció en la oscuridad de la noche.

Capítulo X

Denisov le estaba esperando presa de nerviosismo, de inquietud, reprochándose mentalmente el haberle dejado marchar, cuando de regreso de la casa del guarda, Petia se presentó ante él.

— ¡Gracias a Dios! —exclamó—. ¡Gracias a Dios ...! ¡Vete al diablo! —gritó, interrumpiendo el relato entusiasta de Petia—. Por tu culpa no he podido pegar los ojos. Vete a acostar ... Aún tendremos tiempo de echar un sueño.

— No tengo ganas de dormir —repuso Petia—. Si me duermo ya no me despertaré y, además, no tengo costumbre de dormir antes de una batalla.

Permaneció, pues, algún tiempo en la cabaña hilvanando los detalles de la aventura y haciendo conjeturas acerca de lo que podría ocurrir al día siguiente. Cuando advirtió que Denisov se había dormido, salió a tomar el fresco.

Petia se dirigió hacia los furgones cerca de los cuales se hallaban los caballos ensillados y reconoció el suyo, un caballo de hermosa estampa, de la Pequeña Rusia.

— Hola, Karabach, amigo mío —dijo, pasándole la mano por el hocico y besándole—. Mañana tendremos trabajo.

— ¿No duerme usted, señor? —dijo un cosaco que estaba sentado cerca de los furgones.

— No, Likhatchev. ¿Es así como te llamas, verdad? Acabo de regresar. Hemos ido a hacer una visita a los franceses.

Petia le contó detalladamente no sólo su expedición sino también los motivos que le habían impulsado a tomar parte en ella, añadiendo que a su juicio más valía arriesgar su vida que abandonar a los demás a la aventura.

— Pero debería usted dormir un poco —objetó el cosaco.

— No, no suelo hacerlo. A propósito, ¿tiene usted buenas piedras de chispa? Yo he traído algunas y si usted las necesita puede disponer de ellas.

El cosaco asomó su cabeza al exterior del furgón para ver a Petia de más cerca.

— Se lo propongo porque me gusta hacer las cosas bien hechas —prosiguió—, los demás lo hacen todo de cualquier manera y luego lo lamentan.

— Es verdad —murmuró el cosaco.

— Voy a pedirte un favor, amigo mío —dijo Petia, tuteándole—, repasa un poco mi sable, está embotado ... —Petia iba a decir una mentira, pues el sable no había sido nunca afilado, pero se detuvo—. ¿Puedes hacerlo?

— ¿Por qué no? Con mucho gusto.

Likhatchev se levantó y escudriñó en su zurrón. Petia se encaramó al furgón para examinar de cerca el trabajo del cosaco.

— ¿Están durmiendo los camaradas? —le preguntó Petia.

— Unos sí, otros no.

— Y el muchacho, ¿dónde está?

— ¿Vesionny? Se ha tumbado junto a la puerta de la cabaña y se ha dormido de miedo.

Petia, aguzando el oído, guardó silencio durante largo tiempo. De pronto, oyó pasos y una sombra se presentó ante él.

— ¡Qué estás afilando! —preguntó el recién llegado.

— Ya lo está usted viendo. Un sable para el señor.

— Excelente idea —dijo el hombre, que era un húsar—. Dime, ¿no tenéis por ahí una escudilla?

— Está cerca de la rueda.

— Pronto amanecerá —añadió el húsar desperezándose. Y cogiendo la escudilla se retiró dando bostezos.

Entretanto, Petia se había trasladado en su imaginación a un mundo de maravilla en el que nada le recordaba la realidad.

Petia oyó una admirable orquesta interpretar un himno desconocido, de una belleza y una dulzura inefables. No obstante ser tan amante de la música como Natacha y mucho más que Nicolás, jamás había aprendido una sola nota y ni siquiera había pensado en ello. Por eso, aquellos acordes misteriosos, al penetrar de pronto en su mente y en su alma, le parecieron llenos de encanto y de poético embrujo. La música llegaba a sus oídos cada vez más distintamente. Era lo que los especialistas hubieran denominado una fuga, pero Petia no tenía la menor idea de ello. La melodía reanudada ora por un víolín, ora por un coro de sones plañideros y seráficos, se perdía inacabada en un débil lamento para fundirse de nuevo con un canto grave y solemne, triunfal y victorioso, en un maravilloso conjunto ...

Pero, ¿estoy soñando? —se dijo Petia, perdiendo el equilibrio—. ¿Me están zumbando los oídos o acaso no soy ya el dueño de esa orquesta invisible? ¡Oh, vuelve, vuelve a cantar! ...

Cerró los ojos y los sones del himno que tan pronto se acercaban como se alejaban vibraron de nuevo en sus oídos ...

¡Oh, Dios mío!, decíase Petia, tratando de dirigir la celestial orquesta. Ahora más suave, más suave, y los sones le obedecían ... Ahora más de prisa, con más ímpetu, y los sones, haciéndose más potentes, parecían surgir de las profundidades del espacio ... Ahora, todos juntos, ordenó Petia. Muchas voces de hombres y mujeres, al principio casi imperceptibles, fueron elevándose gradualmente con una impresionante energía.

Petia escuchó con un arrobamiento entreverado de terror aquellas sublimes armonías y no supo jamás cuánto tiempo duraron. Poseído por entero de su encanto, lamentaba no tener cerca de él a nadie a quien pudiera hacer compartir aquella dicha. De pronto, la voz de Likhatchev le despertó bruscamente.

— Está listo, Alteza. Podéis partir con él a un francés en dos.

Petia sacudió su torpor. Una luz grisácea se filtraba a través de las ramas desnudas, y los caballos, invisibles hasta entonces, emergían poco a poco de la bruma. Petia, apeándose del furgón, sacó un rublo del bolsillo, lo dio al cosaco, examinó su sable y lo envainó.

Los hombres desataron los caballos y arreglaron sus arreos.

— Ah í viene el comandante —dijo Likhatchev al ver a Denisov.

Éste llamó a Petia desde la puerta de la isba y dio orden de que todo el mundo hiciera sus preparativos.

Capítulo XI

Denisov dio las últimas órdenes al destacamento de infantería que había de ir en vanguardia, el cual desapareció bajo los árboles, chapoteando en el fango, fundiéndose en la neblina de la mañana.

Petia, reteniendo a su caballo por la brida, aguardaba con impaciencia la orden de marcha. Sus abluciones matutinas le habían dado singular aliento, pero mientras la febril impaciencia le agitaba cada vez más, sus ojos brillaban con una expresión insólita.

— ¿Está todo listo? —preguntó Denisov.

Trajéronle los caballos y, después de reconvenir a su cosaco porque la cincha estaba floja, montó en su cabalgadura. Petia puso el pie en el estribo mientras su caballo trataba, como de costumbre, de morderle la pierna. Montó con la ligereza de un pájaro y se volvió para contemplar la formación de húsares.

— Basilio Feodorovitch —dijo, acercándose a Denisov—, ¿me confiará usted un pequeño mando, verdad?

Denisov, que casi se habia olvidado de la existencia de Petia, le miró atónito.

— Sólo te pido una cosa —le dijo con severidad—: que me obedezcas y no te entrometas donde no te llamen.

Y durante todo el trayecto no le dijo una palabra más.

Cuando llegaron al lindero del bosque comenzaba ya a alborear. Petia, cada vez más impresionado, cabalgaba al lado de su jefe. Una luz blancuzca se extendía por doquier y sólo los objetos lejanos se difuminaban a través de los vapores de la niebla. Denisov se volvió hacia su cosaco, hizo un gesto con la cabeza y dijo en voz baja:

— La señal.

El cosaco alzó la mano, se oyó un disparo y en el mismo instante los caballos avanzaron a galope tendido, mientras otros disparos rompían desde diferentes sitios el silencio de la mañana. Petia hizo restallar el látigo sobre los flancos de su caballo y se lanzó hacia adelante sin escuchar las voces de Denisov, que le estaba llamando. Parecióle a Petia que en el momento que se dio la señal había aparecido la luz y que era todo tan claro como en pleno día. Alcanzó el puente que los cosacos habían ya rebasado, injurió a uno que se había rezagado y prosiguió su galope desenfrenado.

Delante de él, unos hombres, franceses sin duda, cruzaban la carretera de derecha a izquierda. Uno de ellos resbaló y cayó debajo de los pies de su caballo. Más lejos un grupo de cosacos estaba detenido ante una isba y oyóse desde ella un horrísono alarido de desesperación. Petia se acercó y sus ojos tropezaron con el rostro lívido de un francés, que, presa de indescriptible terror, oprimía convulsivamente la madera de la lanza que apuntaba a su pecho.

— ¡Hurra, hijos míos! —exclamó Petia, y hostigando su caballo cubierto de espuma se adentró por la calle del poblado.

A pocos pasos de allí tenía lugar un vivo fuego de fusilería. Cosacos, húsares y andrajosos prisioneros rusos corrían en todos sentidos, gritando desaforadamente. Un joven francés, con la cabeza descubierta, se defendía a la bayoneta contra un grupo de húsares.

Cuando Petia llegó junto a él lo habían ya derribado. Se estaba luchando en el patio donde Dolokhov y él habían entrado la víspera. A través de la humareda de la pólvora Petia divisó el pálido rostro de Dolokhov, que gritaba a sus hombres:

— ¡Cortadles la retirada y que la infantería no se mueva!

— ¿Que no se mueva? ¡Hurra! —exclamó Petia, y, sin pensarlo siquiera, se lanzó en lo más recio de la lucha.

Una descarga rasgó el aire, silbaron las balas, y los cosacos y Dolokhov irrumpieron en el patio de la casa. A través de la densa humareda veíase a los franceses tirar sus armas o precipitarse al encuentro de los cosacos, mientras otros se dispersaban por la montaña con el propósito de llegar al estanque. Petia seguía galopando por el patio de la casa, pero en lugar de sostener las riendas del caballo, gesticulaba con ambos brazos de una manera extraña y se ladeaba cada vez más en la silla. De pronto, su caballo tropezó con los maderos de una hoguera medio apagada y Petia cayó pesadamente sobre la tierra húmeda. Sus pies y sus manos se agitaron un momento, pero su cabeza permanecía inmóvil. Una bala le había atravesado el cerebro. Dolokhov se apeó entonces del caballo y se acercó a Petia, que yacía en el suelo con los brazos extendidos.

— ¡Todo ha terminado! —dijo, frunciendo el entrecejo. Luego fue a entrevistarse con Denisov.

— ¡Muerto! —exclamó este último, adivinando en seguida por aquel abandono del cuerpo, que tan bien conocía, que Petia yacía sin vida.

— ¡Todo ha terminado! —repitió Dolokhov, como si experimentara un placer singular en pronunciar esas palabras. Luego se acercó al grupo de prisioneros, a quienes rodeaban los cosacos.

— Los dejaremos aquí —gritó después a Denisov. Éste no contestó.

Con mano temblorosa, Denisov habia levantado el cuerpo manchado de sangre y de barro del pobre Petia.

Entre los prisioneros rusos que acababan de ser libertados se hallaba Pedro Bezukhov.

Capítulo XII

Sus ojos fijos en las desigualdades del camino, no parecían fijarse en nada más, pero lo cierto es que, de vez en cuando, Pedro los desviaba para clavarlos en sus compañeros de infortunio. Esto ocurría el día 22 de octubre.

El perro de las patas torcidas correteaba alegremente a lo largo del camino saltando a veces sobre tres patas como tenía por costumbre y lanzándose luego con las cuatro en persecución de los cuervos que se habían arrojado sobre una carroña. Aparecía ésta por todas partes, de diferentes clases y en distintos grados de descomposición, desde el caballo hasta el hombre. Impedidos los lobos de acercarse por allí debido al continuo paso de las tropas, permitíase el Gris entregarse libremente a sus vagabundas fantasías.

Parecíale que no pensaba en nada, pero su espíritu velaba y meditaba, y de un simple relato que Karataiev le hizo la víspera sacó una gran enseñanza. En efecto, Karataiev, arropado con su manta, con la voz afinada por la enfermedad, había referido a los soldados una historia que Pedro le había oído repetidas veces. Era al filo de la medianoche, la hora en que la fiebre le abandonaba y en que se mostraba contento y alegre como antes.

— ¿Cómo te eneuentras? —le preguntó sin mirarle.

— Llorar sobre la enfermedad ahuyentará la muerte —sentenció Karataiev reanudando su relato.

Como hemos dicho, Pedro sabía de memoria aquella historia que el soldado contaba siempre con singular complacencia, pero aquella noche la escuchó una vez más con señalada atención. Tratábase de un anciano y honrado mercader que vivía con su familia en el santo temor de Dios y que un día se puso en camino con uno de sus amigos para una peregrinación. Hicieron alto en un mesón para pasar alli la noche. Al dia siguiente se encontró al amigo del mercader asesinado y despojado de todos sus bienes. Un cuchillo ensangrentado que fue hallado debajo de la almohada del mercader bastó para que se condenara a éste a cien latigazos, a arrancarle la nariz y ser enviado a trabajos forzados, todo ello según la ley, como decía Karataiev.

— Y he aquí, amigos míos, que durante más de una docena de años el anciano estuvo en las galeras, sometiéndose a tal suplicio sin causar daño a nadie y rogando a Dios que le llamara a sí. Pues bien, una noche, los forzados, reunidos como lo estamos nosotros en este momento, comenzaron a contarse mutuamente los motivos que les había valido la condena y los pecados que habían cometido. Uno confesaba haber dado muerte a un hombre, otro a dos, éste de haber incendiado, aquél de haber desertado. Finalmente preguntáronle al anciano: Y tú, abuelo, ¿por qué sufres condena?

— Yo, hijos míos, por mis pecados y por los de los demás. No he matado ni he robado, sino que, por el contrario, daba lo mío a los pobres. Yo soy, amigos míos, un mercader y poseía grandes riquezas ...

Y les contó detalladamente lo que había ocurrido.

— No me quejo —añadió—, porque es Dios, sin duda, quien me ha enviado aquí. Sólo echo de menos a mí pobre mujer y a mis hijos ...

Al llegar a este punto el anciano rompió a llorar. ¡Entre ellos se encontraba el asesino del amigo del mercader!

— ¿Dónde ocurrió, abuelo? ¿Cómo? ¿Cuándo?

El hombre, con el corazón oprimido, continuó interrogándole hasta que, no pudiendo contenerse, se arrojó a los pies del desgraciado anciano.

— Es por m i culpa, buen hombre, que estás padeciendo. Esta es la verdad, amigos míos, es un inocente que sufre sin merecerlo. Yo soy quien cometió aquel asesinato y quien ocultó el cuchillo debajo de la almohada mientras tú dormías. ¡Perdóname, abuelo, perdóname en nombre de Cristo!

Karataiev, con una dulce sonrisa, guardó unos instantes de silencio. Con los ojos fijos en la llama atizaba el fuego ...

— Y entonces el anciano le respondió:

- ¡Que Dios te perdone! Todos nosotros somos pecadores ante Él y es por mis propios pecados por lo que yo sufro.

Luego, derramó copiosas lágrimas.

— Y ahora, ¿qué va a pasar, amigos míos? —prosiguió Karataiev, cuya sonrisa iluminaba cada vez más su rostro y como si la parte que faltaba del relato contuviera lo más interesante y atractivo.

— Pues bien; el asesino se denunció a sí mismo a las autoridades. Tengo seis muertes sobre mi conciencia, decía aquel miserable; pero me apena este anciano y no quiero que siga llorando por mi culpa. Se escribió, pues, lo que dijo y se envió el papel a su destino.

El juicio y las diligencias tomaron mucho tiempo. El asunto llegó a manos del mismo emperador y de allí a poco recibió un ucase: Que se ponga inmediatamente en libertad al mercader y que se le conceda una recompensa digna. Se buscó al anciano. ¿Dónde está ese anciano, preguntaban, ese inocente que sufre? ¡Se ha recibido el ucase del zar! Y se continuó buscando al pobre viejo. —Al llegar a este punto la voz de Karataiev se hizo trémula—. Dios le habia perdonado —prosiguió—. ¡Había muerto! —Y durante un buen rato, conservó en silencio su sonrisa.

Fue preeisamente el sentido misterioso de este relato y la radiante exaltación que se reflejaba en el rostro del soldado lo que en aquellos momentos llenó el alma de Pedro de una confusa y dulce dicha.

— ¡A vuestros sitios! —exclamó de pronto una voz.

Una súbita agitación se produjo inmediatamente entre los soldados de la escolta y los prisioneros. Hubiérase dicho que esperaban algún feliz y solemne acontecimiento. Por todas partes se oían voces de mando. Un destacamento de caballería pasó a la izquierda de los prisioneros. En todos los rostros se dibujaba una expresión de terror causada por la proximidad de los jefes superiores. Los prisioneros fueron empujados a una orilla de la carretera y dos Soldados de la escolta se alinearon.

- ¡El emperador! ¡El emperador! ¡El mariscal! ¡El duque ...!

Inmediatamente después de la caballería, avanzó rápidamente un coche tirado por caballos grises. Pedro se fijó en la serena e impresionante expresión de uno de los mariscales de la escolta cuya mirada se detuvo un instante, para desviarse en seguida, en la estatura colosal del prisionero. Sin embargo, Pedro creyó observar en él un sentimiento de compasión que trataba en vano de disimular. El general que conducía el convoy, con el rostro encendido, hostigaba su enclenque caballo y galopaba detrás del coche.

Se reunieron algunos oficiales que se vieron inmediatamente rodeados de soldados. ¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho?, oíase por uno y otro lado con visible inquietud.

En aquel momento Pedro se dio cuenta de que Karataiev, a quien no había visto desde la mañana, estaba recostado contra un álamo. A la dulce expresión que tenía su rostro durante la víspera, mientras refería los sufrimientos del inocente mercader, uníase ahora la de una severa gravedad. Sus ojos, humedecidos por las lágrimas, parecían llamar a Pedro, pero éste tuvo miedo de sí mismo y, simulando no haberse dado cuenta de él, volvió la cabeza. Al emprender de nuevo la marcha miró hacia atrás y vio que Karataiev permanecía aún en el mismo sitio, a la orilla del camino. A su lado había dos franceses que hablaban entre sí. Pedro no prestó a ellos la menor atención y continuó subiendo la cuesta cojeando. De pronto, oyó distintamente dos disparos, detrás de él, pero en aquel mismo momento recordó que el paso del mariscal le había impedido terminar su cálculo respecto a las etapas que le faltaban para llegar a Smolensko y se puso de nuevo a contar.

Dos soldados cuyos fusiles aparecían aún humeantes pasaron rápidamente por su lado. Ambos estaban pálidos y uno de ellos echó una mirada de reojo a Pedro, que le miró a su vez y recordó que dos días antes aquel mismo soldado había quemado su camisa ál ponerla a secar ante el fuego, lo que provocó la risa de todos los circunstantes.

El perro se puso a aullar en el sitio donde yacía Karataiev.

¿Qué le pasa a este animal? ¿Por qué aulla de esta manera?, dijóse Pedro.

Los soldados que caminaban al lado de él no se volvieron, pero en sus semblantes se dibujó una expresión siniestra.

Capítulo XIII

Hicieron alto en el pueblecito de Schamschevo. Los equipajes del mariscal, la caballería, los prisioneros, todo el mundo hizo alto al lado de las marmitas.

Pedro, después de comer un pedazo de carne de caballo, se tumbó de espaldas al fuego y se durmió inmediatamente con el mismo sueño que se había apoderado de él en Mojaisk, después de la batalla de Borodino.

La realidad se fundió una voz más con el sueño y una voz —¿la suya o la de otro?— le repitió los mismos pensamientos que tan claramente había oído en aquella ocasión:

La vida lo es todo. La vida es Dios, todo se mueve y ese movimiento es Dios. Mientras hay vida, existe el goce del reconocimiento de la existencia de la divinidad. Amar la vida es amar a Dios. Lo más difícil y meritorio es amar la vida a pesar de los inmerecidos sufrimientos ...

Y Pedro se acordó de Karataiev.

Luego presentóse a su imaginación un viejecito, a quien había olvidado desde tiempo atrás, que le había dado lecciones de geografía en ocasión de su estancia en Suiza. Espera, le había dicho el anciano; y mostró a Pedro un globo terráqueo.

Aquella esfera sutil, animada de vida, carecía de precisos contornos. Su superficie se componía de gotas de agua apretadas unas contra otras, formando una masa compacta. Esas gotas se deslizaban en todos sentidos confundiéndose en una sola o dividiéndose hasta el infinito; y tratando de ocupar el menor espacio posible, se impregnaban y se absorbían mutuamente. Es la imagen de la vida, le decía el viejo profesor ... ¡Cuan claro y sencillo es todo eso! —se dijo Pedro—. ¿Cómo no lo he comprendido más pronto ...? Dios está en el centro y cada una de esas gotas trata de dilatarse para reflejarlo mejor ... Es eso. Así es como ha desaparecido Karataiev ... ¿Ha comprendido usted, hijo mío?, repitió el profesor.

— ¿Has comprendido, maldita sea ...? —exclamó una voz tonante.

Pedro se despertó. Cuando se incorporó vio a dos pasos de él a un soldado francés que acababa de zarandear a un ruso y que se ocupaba en asar un pedazo de carne clavado en la baqueta de su fusil.

— A ese bandido tanto se le da —murmuró el prisionero, sentado a dos pasos de la hoguera y acariciando al pequeño Gris que meneaba gozosamente la cola.

Nos ha seguido —se dijo Pedro—; y Platón ... No terminó la frase, pues en aquel mismo momento representóse en su imaginación al pobre Platón sentado debajo del árbol, los dos disparos que habían sonado en el mismo sitio, los aullidos del perro, la actitud culpable y temerosa de los soldados que habían pasado por su lado con los fusiles todavía humeantes, la ausencia de Karataiev en la etapa de la noche ... Estaba a punto de comprender que Karataiev había sido muerto, cuando sin saber cómo ni por qué, cruzó por su mente el balcón de su casa de Kiev, donde había pasado una velada de estío con una hermosa polaca.

Un vivo tiroteo y estrepitosos gritos le despertaron mucho antes del amanecer.

— ¡Los cosacos! —exclamó un francés al tiempo que se daba a la fuga.

Un minuto después, Pedro estaba rodeado de compatriotas suyos.

Tardó mucho tiempo en comprender lo que había oeurrido. De todas partes se elevaban exclamaciones de alegría.

— ¡Hermanos, amigos, camaradas! —repetían los viejos soldados llorando y abrazando a los cosacos y a los húsares.

Éstos, por su parte, rodeaban a los prisioneros y les ofrecían vestidos, botas y pan.

Pedro sollozaba. Embargado por la emoción, no podía pronunciar una sola palabra y se echó en brazos del primer soldado que encontró a su paso.

Dolokhov, de pie en la entrada de la casa en ruinas, presenciaba el desfile de los franceses desarmados, golpeándose ligeramente con su látigo la punta de sus botas. Los franceses, bajo la impresión todavía reciente de su infortunio, hablaban entre sí en voz alta pero al pasar frente a Dolokhov y sentir posarse sobre ellos su mirada glacial y penetrante que nada bueno les prometía, las palabras expiraban en sus labios. A dos pasos de él un cosaco contaba los prisioneros y señalaba las centenas con un trazo de yeso sobre uno de los batientes de la puerta cochera.

— ¿Cuántos? —preguntó Dolokhov.

— El segundo centenar —repuso el cosaco.

Filez! Filez! —decía Dolokhov, que usaba a menudo ese vocablo francés.

Denisov, con la cabeza descubierta, triste y abatido, iba en pos de los cosacos que transportaban el cuerpo de Petia para depositarlo en una fosa que habían abierto en un extremo del jardín.

Capítulo XIV

La retirada de las tropas francesas adquiría por momentos un carácter más trágico a medida que avanzaba la estación de los fríos, cosa que se podía contar, quizás, a partir del mismo día 28 de octubre.

El número de hombres helados o que permanecían hasta morir en los fuegos de los vivaques, aumentaba de día en día.

Desde Moscú a Viazma, de los setenta y tres mil hombres, sin contar la guardia, y que durante toda la guerra no habían hecho más que robos y saqueos, sólo quedaban treinta y seis mil. Lo que después ocurrió, había de corresponder matemáticamente a aquel comienzo.

El ejército francés disminuía en las misma proporción de Viazma a Smolensko, de Smolensko a Beresina y desde el Beresina a Vilna, independientemente de la intensidad del frío, de la persecución de los rusos, de los obstáculos imprevistos o de cualesquiera otras circunstancias tomadas aisladamente. A partir de Viazma las tres columnas se fundieron en una masa confusa que continuó su marcha hasta el fin.

Harto sabido es hasta qué punto se permiten los jefes apartarse de la verdad cuando describen la situación de un ejército. Sin embargo, Berthier escribió a su soberano lo siguiente:

Me creo en el deber de comunicar a Vuestra Majestad el estado de las tropas en los diferentes cuerpos de ejército, según he podido observar personalmente dos o tres días en distintos sitios. Marchan casi a la desbandada. En la mayor parte de los regimientos el número de soldados que siguen las banderas apenas alcanza la cuarta parte de sus efectivos. Los demás, cada uno por su cuenta, toman diferentes direcciones con la esperanza de agenciarse víveres y, sobre todo, para manumitirse de la disciplina. En general, consideran Smolensko como el sitio donde pueden reorganizarse. En estos últimos días se ha podido observar que muchos soldados tiran sus cartuchos y sus armas. En presencia de tal estado de cosas, el interés del servicio de Vuestra Majestad exige —sean los que fueren sus ulteriores puntos de vista— que se reagrupe el ejército en Smolensko, desembarazándose de los no combatientes, tales como los hombres que van a pie, de la impedimenta inútil y del material de artillería que no guarda ya proporción con nuestras fuerzas actuales. Además, los soldados están extenuados por el hambre y la fatiga y precisan de víveres y de un par de días de reposo. Gran número de ellos han muerto en la carretera y en los vivaques. Este estado de cosas va agravándose de día en día y, sí no se remedia pronto, es de temer que no seamos ya dueños de nuestras tropas caso de presentarse un combate.

—A 9 de noviembre, a treinta verstas de Smolensko.

Al entrar en Smolensko, que constituía para unos la tierra prometida, los franceses se mataron unos a otros para apoderarse de las provisiones, saquearon sus propios depósitos y, una vez realizada tal devastación, emprendieron de nuevo su retirada sin ni siquiera saber por qué ni dónde habían de detenerse. Napoleón, aquel genio a quien nadie aventajaba, tampoco lo sabía. A pesar de todo, el emperador y cuantos le rodeaban continuaban observando la etiqueta acostumbrada escribiendo cartas, informes, órdenes del día, etc.

Llamábanse: Sire, Mi querido primo, Príncipe de Eckmühl, Rey de Nápoles, etc. Pero esos informes y esas órdenes del día eran letra muerta. Nada se hacía de cuanto se ordenaba, y, a pesar de los títulos pomposos con que se adornaban, cada uno se daba cuenta de que tenia mucho que reprocharse y que el momento de la expiación había llegado. Así, no obstante la atención que parecían dispensar al ejército, en realidad cada uno sólo pensaba en sí mismo, en huir lo más pronto posible y en salvarse.

Durante la retirada desde Moscú al Niemen, los movimientos de los ejércitos ruso y francés se parecían a los del juego de la gallina ciega, cuando se vendan los ojos a dos jugadores y uno de ellos hace sonar la campanilla para advertir al que tiene que atraparle.

Al principio agita la campanilla sin temor alguno por el enemigo, pero a medida que el juego se prolonga, trata de apartarse silenciosamente y, ocurre con frecuencia que, al tratar de eludir al adversario, cae de pronto entre sus manos.

Así, pues, durante el primer periodo de la retirada por la carretera de Kaluga, podía aún saberse dónde paraban las tropas francesas, pero cuando enfilaron la de Smolensko, arrancaron el badajo de la campanilla y, sin darse cuenta, chocaron más de una vez con los rusos. Un ejército huía y otro le perseguía. Al partir de Smolensko, los franceses podían elegir entre varios caminos. Hubiera podido suponerse que, después de una estancia de cuatro días en aquella ciudad y dada la proximidad del enemigo, se aprestaran a un ataque en buenas condiciones, pero aquella muchedumbre desbandada se lanzó en plena confusión y desorden, sin dirección precisa, por la carretera de Krasnoie a Orcha, que ya conocían.

Esperando al enemigo por detrás y no enfrente, iban escalonándose de tal modo que, con frecuencia, los cuerpos de ejército se hallaban a veinticuatro horas de distancia unos de otros. El ejército ruso, suponiendo que Napoleón tomaría el camino de la derecha más allá del Dniéper —lo que era por otra parte la única maniobra sensata que podía ejecutarse—; siguió la misma dirección y desembocó a la carretera de Krasnoie. Entonces, cual en el juego de la gallina ciega, los franceses se encontraron frente a nuestra vanguardia.

Después del primer momento de pánico causado por aquella súbita aparición, se detuvieron y luego reemprendieron su alocada carrera abandonando a los heridos y a los rezagados.

Así fue cómo, por espacio de tres días, los cuerpos del ejército del virrey, desfilaron delante de las tropas rusas. Ninguno de los jefes se preocupaba de los demás y cada uno de ellos, desembarazándose de su artillería, de su impedimenta y de la mitad de sus hombres, sólo pensaba en escapar de los rusos circunvalando durante la noche su ala derecha.

Ney, que se habia retrasado debido a la inútil tarea de hacer saltar los muros de Smolensko, marchaba en pos de todo el resto del ejército. Vióse obligado a abrirse paso durante la noche a través de los bosques para alcanzar el Dniéper y finalmente pudo reunirse con Napoleón en Orcha. De los diez mil hombres que tenía bajo su mando, sólo le quedaban mil. Los nueve mil restantes, con numerosos cañones e importantes impedimentos, se habían desperdigado durante el trayecto.

Desde Oreha a Vilna prosiguió la huida y la persecución. Las orillas del Beresina fueron testigo de la más espantosa confusión. Muchos hombres se ahogaron, otros se rindieron y los que tuvieron la fortuna de vadear el río, reanudaron a través de los campos su desesperada carrera. En cuanto al jefe supremo, se puso una pelliza, montó en un trineo y partió, dejando tras sí a sus compañeros de infortunio, de los cuales, unos siguieron su ejemplo, otros se entregaron prisioneros y otros fueron a aumentar la cifra de los muertos.

Cuando se ve a los franceses durante todo el curso de la campaña de Rusia correr a la pérdida inevitable, sin subordinar a ninguna combinación estratégica el conjunto de sus operaciones o los detalles de su marcha, no llega uno a comprender por qué los historiadores reproducen, a propósito de aquella retirada, su teoria acerca de la puesta en movimiento de masas por la voluntad de un solo hombre. Sin embargo, han escrito volúmenes y más volúmenes para enumerar las notables disposiciones tomadas por Napoleón para guiar sus tropas y ensalzar el talento militar desplegado en tal ocasión por sus mariscales. Echan mano de los más caprichosos razonamientos para explicarnos los motivos que indujeron al emperador francés a elegir, para batirse en retirada, la carretera devastada que habían tomado para marchar sobre Moscú en lugar de hacer uso de la que atravesaba provincias ricas en provisiones. Exaltan su heroísmo en el momento en que, preparándose para librar una batalla en Krasnoie y asumir personalmente el mando, dijo a cuantos le rodeaban: Bastante he hecho ya de emperador; ahora me toca hacer de general. Y a pesar de aquellas nobles palabras, prosigue su huida, abandonando a todo su ejército a su desdichada suerte.

Los historiadores nos describen luego la bravura de los mariscales, en especial la de Ney, que se limitaba, después de un rodeo por el bosque, a pasar de noche el Dniéper y a llegar a Orcha sin banderas, sin artillería, y luego de haber perdido las nueve décimas partes de sus hombres. Y nos relatan, finalmente, con todo detalle y visible complacencia, la marcha del emperador, del emperador que dejaba en los campos de Rusia a su grande y heroico ejército.

Estos hechos, que en lenguaje vulgar serían simplemente tachados de cobardía y se enseñaría a los niños a tenerlos en menosprecio, los presentan los historiadores como algo grande y maravilloso, producto de un genio. Y cuando carecen de argumentos para justificar una acción contraria a cuanto la humanidad reconoce como bueno y justo, ¡ah!, entonces evocan con tonos solemnes la noción de la grandeza como si ésta pudiera excluir la noción del bien y del mal. Si fuera posible compartir sus puntos de vista, nada malo habría en las acciones de quien es grande y ninguna atrocidad podría serle atribuida. ¡Es grande!, dicen los historiadores y eso les basta. El bien y el mal no existen para ellos. Sólo cuenta lo que es grande y lo que no lo es, y lo grande es para ellos el atributo esencial de ciertos personajes a los que dan el título de héroe. El propio Napoleón que, arrebujado en una magnífica pelliza, se marcha abandonando a cuantos entraron en Rusia con él, se califica a sí mismo de grande.

Y entre todos cuantos, desde hace cincuenta años, le llaman Napoleón el Grande, no hay siquiera uno que comprenda que admitir la grandeza al margen de las leyes eternas del bien y del mal equivale a reconocer su inferioridad y su pequeñez moral. A nuestro sentir, la medida del bien y del mal dada por Cristo debe aplicarse a todas las acciones humanas. No puede haber grandeza donde no existen ni sencillez, ni bondad, ni verdad.

¿Quién entre nosotros, rusos, al leer el relato de la última parte de la campaña de 1812, no ha experimentado un sentimiento de vago y penoso despecho? ¿Quién no se ha preguntado por qué nuestro ejército, después de haber aceptado la batalla de Borodino cuando era inferior en efectivos al de los franceses, no logró, luego de tenerlos cercados por tres puños a la vez, cortarles la retirada y hacerlos a todos prisioneros, ya que casi muertos de hambre y de frío se rendían por destacamentos enteros? La historia —al menos la que se intitula con este nombre— nos contesta que debe hacerse responsable de ello a Kutusov, Tormasov y otros jefes, que no supieron tomar determinadas disposiciones. Pero entonces, ¿por qué no se les juzgó y condenó? Incluso imputándoles este pretendido olvido de su deber, resulta difícil, en efecto, comprender dadas las condiciones en que se hallaba él ejército ruso en Krasnoie y el Beresina, por qué no alcanzó a capturar a todas las fuerzas francesas, con sus mariscales, sus reyes y su emperador, sobre todo si, como se asegura, era éste el objetivo señalado desde lo más alto. Explicar ese extraño fenómeno, achacando a Kutusov el fracaso de tal tentativa, es completamente inadmisible porque todos sabemos hoy día que, a pesar de su firme voluntad de no tomar la ofensiva, no había podido oponerse al deseo manifestado por sus tropas en Viazma y en Tarutino.

Se pretende que el proyecto de los rusos era cortar la retirada del ejército francés y hacerlo prisionero en masa. Ahora bien, las consecuencias que se desprenden del fracaso de tal tentativa son que los franceses consideren ese último periodo de la campaña como una serie de victorias para sus armas y que, por tanto, yerran los historiadores militares rusos al describir tales operaciones como una marcha triunfal de nuestros soldados. Si a pesar de su entusiasmo lírico y patriótico quieren razonar con lógica, se verán obligados a reconocer que la retirada de los franceses desde Moscú constituyó una serie ininterrumpida de éxitos para Napoleón y de derrotas para Kutusov. Sin embargo, dejando de lado todo amor propio naeional, existe evidentemente en tal conclusión una flagrante contradicción, puesto que, en definitiva, las sucesivas victorias del enemigo condujeron a su aniquilamiento, mientras que las derrotas rusas tuvieron por resultado la liberación de la patria. La causa real de esa contradicción reside en el hecho de que los historiadores, habiéndose limitado a estudiar los acontecimientos según la correspondencia de los emperadores y generales, han supuesto erróneamente que el plan prefijado consistía en cortar la retirada a Napoleón y a sus mariscales y hacerlos prisioneros.

Este plan no existió jamás y no podía existir porque no había ninguna razón para ello.

Por otra parte, hubiera sido totalmente imposible llevarlo a la práctica, pues el ejército de Napoleón, al huir con vertiginosa precipitación, apresuraba por sí mismo el desenlace deseado. Hubiera sido, pues, absurdo emprender operaciones hábilmente combinadas contra los fugitivos, la mayoría de los cuales morían por el camino y cuya captura, incluso la del emperador y de sus generales, no hubieran hecho más que entorpecer la acción de los perseguidores. La idea de cortar la retirada a Napoleón era tan insensata como impracticable, pues la experiencia nos demuestra que los movimientos de las columnas a una distancia de cinco verstas del campo de batalla no concuerdan nunca con los planes preestablecidos.

Podría conjeturarse que Tchitchagov, Kutusov y Wittgenstein convergieran a una hora determinada y a un sitio señalado de antemano, pero eso era, en realidad, tan inverosímil como imposible. Harto lo sabía Kutusov cuando al recibir el plan que se le envió desde San Petersburgo dijo que las disposiciones redactadas a distancia no dan nunca el resultado que se espera de ellas. En cuanto a la expresión militar de cortar la retirada, carece igualmente de sentido. Se corta un pedazo de pan, pero no un ejército ni cerrarle el paso, pues siempre hay posibilidad de efectuar un rodeo, y los ejemplos de Krasnoie y el Beresina deberían convencer a los señores tácticos de cuan favorable es la noche a los movimientos imprevistos.

Respecto a los prisioneros, no se cogen más que aquellos que se prestan a ello, como la golondrina no se deja atrapar más que cuando se posa sobre la mano, o como los alemanes, que se rinden solamente según todas las reglas de la táctica. Los franceses pensaban —y no les faltaban motivos para ello— que no habia opción alguna, pues prisioneros o fugitivos no tenían ante sí otra perspectiva que morirse de frío o de hambre.

En su marcha desde Tarutino a Krasnoie, el ejército ruso, sin trabar un solo combate, perdió cincuenta mil hombres entre enfermos y rezagados. Durante aquel periodo de la campaña, nuestras tropas, faltas de víveres, de calzado y de vestidos, vivaqueaban meses enteros en medio de la nieve a una temperatura de quince grados bajo cero. Los días no tenían más que siete u ocho horas de duración, las noches eran interminables y, por consiguiente, no podía haber disciplina entre las tropas que luchaban continuamente con la muerte y los sufrimientos. A ese respecto los historiadores se contentan con decir que Miloradovitch hubiera debido efectuar una marcha de flanco, otro tanto Tormasov por el lado opuesto y Tehitchagov iniciar un avance —con nieve hasta la rodilla— para rechazar y exterminar al enemigo.

Los soldados rusos, terriblemente mermados en su número por el hambre y el frío, hicieron cuanto era posible e indispensable para salvaguardar el honor de la nación, y no es culpa suya si entretanto otros rusos, confortablemente sentados en mullidas butacas, se divertían en combinar planes absolutamente irrealizables.

Esta extraña e inconfundible contradicción entre los hechos reales y los relatos oficiales proviene del hecho de que los historiadores se han limitado a describirnos los sublimes sentimientos de ciertos generales y a repetir sus palabras en lugar de referir prosaicamente los acontecimientos.

Sólo les interesan las sentenciosas expresiones de Miloradovitch, y las recompensas otorgadas a tal o cual militar por sus profundas combinaciones estratégicas, pero, ¡ah!, los cincuenta mil hombres que yacían en los hospitales o en los cementerios no merecieron de su parte la menor atención, como si fueran indignos de sus sabias investigaciones ... Y, sin embargo, ¿no basta —dejando de lado el estudio de los informes y de los planes bélicos— con penetrar en el movimiento íntimo de aquellos centenares de miles de individuos que tomaron parte directa en los acontecimientos para dar a todas las cuestiones, hasta entonces insolubles en apariencia, una solución clara como la luz del día?
Presentación de Omar CortésDecimatercera parteDecimaquinta parteBiblioteca Virtual Antorcha