Presentación de Omar CortésDuodécima parteDecimacuarta parteBiblioteca Virtual Antorcha

LA GUERRA Y LA PAZ

León Tolstoi




DECIMATERCERA PARTE

CAPÍTULO I

He aquí la causa. Es lo que cualquiera que no profundiza en las cosas suele exclamar a la primera coincidencia que le impresiona. Es también innata en el corazón del hombre la necesidad de averiguar la correlación de las causas que acontecen, aunque no las comprenda.

Pero cuando se penetra hasta el fondo del más ínfimo hecho histórico, es decir, en el fondo de las masas que han sido intérpretes del mismo, se llega al descubrimiento de que no es la voluntad de un solo individuo la que orienta y guia a las masas, sino que tal voluntad está constantemente dirigida por una fuerza superior. Si bien los acontecimientos históricos no tienen en realidad otro motivo que el propio principio de toda causa, están, con todo, dirigidos por leyes que nos son desconocidas o que apenas entrevemos y que no alcanzaríamos a descubrir más que a condición de renunciar a ver el móvil de ellas en la voluntad de un solo hombre, del mismo modo que el conocimiento de la ley del movimiento de los planetas sólo fue posible cuando el hombre repudió la idea de la inmovilidad de la Tierra.

Después de la batalla de Borodino, luego que Moscú fue ocupado por el enemigo e incendiado, el episodio más importante de la guerra, al decir de los historiadores, fue la marcha del ejército ruso por la carretera de Riazán para ir a tomar la de Kaluga y ocupar el campo de Tarutino. Atribuyen aquéllos la gloria de dicha heroica hazaña a diferentes personas, y los propios franceses, cuando hablaban de aquel movimiento de flanco, ensalzaban el genio de que los generales rusos habian dado pruebas en aquella ocasión. Pero, ¿por qué todos los comentaristas militares, y con ello, los más de los historiadores, admiten que aquel movimiento de flanco fue obra de una sola persona que salvó a Rusia y perdió a Napoleón? Es harto dificil comprenderlo. En efecto, no creemos que se precise de una inteligencia privilegiada para concebir que la mejor posición que pueda ocupar un ejército que no es atacado es la de establecerse cerca de sus bases de aprovisionamiento. El mozalbete menos inteligente hubiera adivinado en 1812 que la carretera de Kaluga ofrecía, después de la retirada del ejército, las mayores ventajas. ¿A través de qué sarta de deducciones llegan los historiadores a descubrir en aquella maniobra una de las más hábiles combinaciones militares? ¿Dónde ven que la salvación de Rusia y la perdición del enemigo fueron los resultados de aquélla? Al contrario, aquel movimiento de flanco, debido a las circunstancias que lo precedieron y a las consecuencias que del mismo se derivaron, podía terminar con la perdición de los rusos y la salvación de los franceses, por lo que no debe sacarse en claro que aquel movimiento tuvo una influencia favorable sobre la situación del ejército. Ningún buen resultado hubiera dado aquel movimiento de no coincidir con otras circunstancias. ¿Qué habría ocurrido si Moscú no hubiese sido incendiado, si Murat no hubiera perdido de vista a los rusos, si Napoleón no hubiera permanecido inactivo, si el ejército ruso —siguiendo el consejo de Benningsen y de Barclay— hubiera entablado batalla en torno a Moscú, si Napoleón, al acercarse a Tarutino, hubiera atacado a los rusos con sólo la décima parte de la energía de que habia dado muestras en Smolensko, si los franceses hubieran marchado sobre San Petersburgo ...; etc., etc. En tales condiciones la salvación se habría convertido en desastre. ¿Cómo es posible que aquellos que han estudiado la historia cierren los ojos a la evidencia atribuyendo aquel movimiento a la voluntad de un solo hombre? Nadie habia preparado y madurado de antemano aquella maniobra, y cuando se verificó fue simplemente el resultado obligado de un conjunto de circunstancias. Sólo se dieron cuenta de todas sus consecuencias, cuando aquel movimiento hubo entrado ya en los dominios de la historia.

En ocasión del Consejo que tuvo lugar en Fili, la opinión casi unánime de los jefes militares rusos era efectuar una retirada en linea recta por la carretera de Nijni-Novgorod. Existen pruebas abundantes de este hecho en la mayoría de votos que apoyaron aquel dictamen y, sobre todo, en la conversación que tuvo lugar, después del Consejo, entre el comandante jefe y Lanskoi, jefe de la Intendencia. Lanskoi notificó en su informe que los víveres para el ejército estaban depositados principalmente a lo largo del Oka, en las provincias de Tula y de Kazan. En el caso, pues, de replegarse hacia Nijni, los aprovisionamientos no podrían ser transportados a través del rio, imposible ya de vadear desde comienzos de invierno. Esta primera consideración fue la causa de que se abandonase el plan primitivo que era, en suma, el más natural. El ejército se mantuvo, pues, cerca de sus bases de aprovisionamiento. Más tarde, la inactividad de los franceses, que habian perdido la huella de los rusos, la necesidad de proteger los víveres al alcance del ejército, forzaron a éste a continuar su marcha hacia el sur.

Después de haber seguido, en un movimiento desesperado, por la carretera de Tula, los jefes del ejército abrigaban el propósito de detenerse en Podoisk, pero la aparición de las tropas francesas y otras circunstancias, entre ellas la abundancia de víveres en Kaluga, impelieron al ejército a proseguir su marcha y a pasar de la carretera de Tula a la de Kaluga en dirección a Tarutino. Del mismo modo que es dificil, si no imposible, determinar el instante en que se habia resuelto el abandono de Moscú, tampoco puede afirmarse con precisión a quién se debió la iniciativa de la marcha sobre Tarutino.

Capítulo II

El mismo emperador, en una carta dirigida a Kutusov, que el comandante en jefe recibió después de su llegada a Riazán, censuraba su conducta por haber conducido a las tropas en retirada por la carretera de Riazán en vez de dirigirse a Tarutino.

El servicio prestado por Kutusov no consistió solamente en una feliz maniobra estratégica, sino en comprender la importancia del movimiento que habia ordenado efectuar a sus tropas. Sólo él atribula a la inactividad de los franceses el alcance que realmente tenía; sólo él sostenía que la batalla de Borodino habia sido una victoria y sólo él, que en su calidad de comandante en jefe parecía destinado a emprender la ofensiva, se esforzaba, por el contrario, en impedir que el ejército ruso consumiera inútilmente sus fuerzas en combates estériles.

La bestia, herida mortalmente en Borodino, se hallaba todavía en el mismo sitio donde el cazador la habia dejado. ¿Estaba agotada? ¿Vivia aún? El cazador lo ignoraba ...

Pero, de pronto, lanzó un gemido que denunciaba que se encontraba en un callejón sin salida. Aquel grito de desesperaeión fue el envió de Lauriston al campamento de Kutusov. Napoleón, convencido como siempre de que lo mejor no era lo que estaba bien, sino lo que a él se le antojaba, escribió a Kutusov, bajo el imperativo del momento, lo primero que acudió a su mente y que, en realidad, carecía de sentido.

Moscú, 30 de octubre de 1812.

Señor principe Kutusov:

Os envío a uno de mis generales ayudantes de campo para hablaros de varios asuntos interesantes. Deseo que Vuestra Alteza dé crédito a sus palabras, especialmente cuando os exprese los sentimientos de estima y de particular consideración que hace mucho tiempo me merecéis. Esta carta no tiene otra finalidad y ruego a Dios, señor príncipe Kutusov, que os tenga en su santa y digna protección.

NAPOLEÓN

— La posteridad me maldeciría si alguien pudiera considerarme como el promotor de un arreglo cualquiera. Éste es el espíritu actual de mi nación —repuso Kutusov.

Y continuó haciendo cuanto estaba en su mano para dirigir el repliegue de sus tropas.

Después de un mes de pillaje por parte del ejército francés y de un tiempo equivalente de reposo para las tropas rusas, sobrevino un gran cambio en las fuerzas de los beligerantes y en el espíritu que las animaba, la balanza se inclinaba a favor de los rusos y la necesidad de pasar a la ofensiva se hizo cada vez más apremiante. Aquella prolongada inactividad habia despertado en ellos la impaciencia y la curiosidad por saber dónde paraban los franceses a quienes se habia perdido la pista desde hacia varias semanas. La osadía con que maniobraban los soldados de nuestras avanzadillas y las noticias de las victorias que lograban sobre el enemigo los partidarios y los campesinos, habian recrudecido los sentimientos de venganza que dormitaban en el corazón de todos los rusos desde que los extranjeros habian hallado las calles de Moscú.

Capítulo III

Dirigido por el propio emperador desde San Petersburgo, el ejército era mandado sobre el terreno por Kutusov y su Estado Mayor. Antes de recibir la noticia de la evacuación de Moscú se habia enviado a Kutusov, con objeto de facilitarle su tarea, un plan detallado de toda la campaña. A pesar del cambio originado por las circunstancias, el Estado Mayor lo aceptó. En cuanto a Kutusov, éste respondió que tales disposiciones tomadas a distancia eran de difícil ejecución, por lo que se le enviaron continuamente correos y más correos con nuevas instrucciones para resolver las dificultades a medida que éstas se iban produciendo.

En los mandos del ejército habian sido introducidos cambios importantes.

Tenia que substituirse a Bragation, que habia sido muerto, y a Barclay, que se habia retirado, ofendido por haberle sido asignado un mando subalterno. Deliberábase con la mayor gravedad si sería preferible poner a A en lugar de D o bien a D en lugar de A, y asi sucesivamente, como si se tratara únicamente de una cuestión de personas.

A consecuencia de la enemistad existente entre Kutusov y Benningsen, de la presencia de personas de confianza enviadas por el emperador y de los cambios que se juzgaban indispensables, una partida mueho más complicada se jugaba en el Estado Mayor del ejército. Unos y otros manifestaban opiniones contrapuestas. El objeto de aquellas intrigas era que unos y otros pretendían dirigir a su guisa las operaciones militares, cuando, en realidad, éstas proseguían su camino al margen de la influencia y de las actividades de aquéllos. Y, a fin de cuentas, aquella serie de las más opuestas combinaciones que tenían efecto en las altas esferas del poder hacia presentir lo que iba a ocurrir.

El dia 2 de octubre, en una carta que Kutusov recibió, después de la batalla de Tarutino, el emperador le escribía:

Príncipe Miguel Ilarionovitch:

Moscú está en poder del enemigo desde el 2 de septiembre. Vuestros últimos están fechados el 20 y desde entonces no solamente no habéis emprendido ninguna operación para arrojar al enemigo de nuestra primera capital, sino que, además, os habéis replegado. Serpukhov ha sido ocupado por un destacamento enemigo, y Tula, con su importante manufactura de armas, se halla en peligro. Me he enterado por los informes de Winzengerode que el enemigo ha destacado un cuerpo de diez mil hombres hacia la carretera de San Petersburgo; otro, integrado por varios millares de soldados, ha tomado la dirección de Dimitrovo; un tercero avanza por la carretera de Vladimir, y, por último, un cuarto cuerpo se ha concentrado entre Ruza y Mofaisk. El propio Napoleón se hallaba todavía en Moscú, con su guardia, el día 25. Desde el momento que sus tropas se de tal modo divididas, ¿os enfrentaréis acaso con fuerzas enemigas lo bastante considerables que os impidan tomar la ofensiva? Conjeturo, al contrario, que se os persigue con destacamentos o, a lo sumo, con cuerpos de ejército inferiores en efectivos a las tropas confiadas a vuestro mando. Sacando partido de tales conjeturas podríais, a mi parecer, atacar a un enemigo más débil que vos, destruir o por lo menos forzarlo a replegarse, rescatar la mayor parte de las provincias actualmente ocupadas por Napoleón y preservar así de todo peligro la ciudad de Tula y las demás situadas en el interior del Imperio.

Si el enemigo se hallara en condiciones de dirigir un numeroso cuerpo de ejército sobre San Petersburgo, que no cuenta con suficiente guarnición, toda la responsabilidad recaería sobre vos, pues si con los medios de que disponéis obráis con energía podriais preservaros de esa nueva desgracia.

No olvidéis que debéis dar cuenta a la patria indignada de la pérdida de Moscú. Bien sabéis por experiencia que estoy siempre dispuesto a recompensaros. Lo estoy todavía, pero Yo y Rusia tenemos el derecho de aguardar de vuestra parte una completa adhesión, una firmeza a toda prueba y los éxitos que vuestra inteligencia, vuestro talento militar y el valor de las tropas que mandáis nos autorizan a esperar.

Cuando esta carta llegó a poder de Kutusov habia comenzado ya la batalla y el generalísimo no podia en modo alguno contener el impetu de sus tropas. El dia 2 de octubre un cosaco llamado Schapovalov, corriendo a caballo por la pradera, mató una liebre e hirió otra. Al perseguir a ésta se adentró muy lejos en el bosque y dio con el flanco izquierdo de ejército de Murat que acampaba alli sin adoptar precaución alguna. El cosaco refirió lo sucedido a sus camaradas pero el capitán que lo oyó se lo comunicó al comandante. Se llamó al cosaco, se le interrogó y sus jefes tuvieron la idea de aprovecharse de aquella ocasión para capturar caballos.

Pocos dias antes, Ermolov habia ido a suplicar a Benningsen que usara de su influencia sobre el comandante en jefe a fin de que éste se deeidiera a pasar a la ofensiva.

— Si no me conocierais —repuso Bennigsen—, hubiese creido que deseabais lo contrario de lo que me pedis, pues basta que aconseje una cosa para que Su Alteza haga lo contrario.

El relato del cosaco, confirmado por otros exploradores, demostró que estaba todo dispuesto para la explosión. Se distendieron los resortes, chirriaron los engranajes y se oyó el carillón. Kutusov, a pesar de su pretendido poder, de su inteligencia, de su experiencia y de su conocimiento de los hombres, tomó en consideración el informe enviado por Bennigsen al emperador, el deseo expresado por todos los generales y el que imputaba a Su Majestad. No se sintió, pues, con fuerzas para contener aquel movimiento y, dando su asentimiento al hecho consumado, ordenó lo que juzgaba inútil y hasta contraproducente.

Capítulo IV

El dia 5 de octubre, como último aldabonazo de la necesidad de atacar, se dio la orden, gracias al memorial de Bennigsen, y la información de los cosacos de que las tropas francesas, por su flanco izquierdo, estaban indefensas. Durante la vispera, Kutusov redactó la disposición de las tropas. Toll dio lectura del documento a Ermolov y le propuso que se ocupara de las órdenes que debian darse.

— Está bien —dijo Ermolov—, pero ahora no dispongo de tiempo.

El plan de batalla proyectado por Toll era excelente, tanto, al menos, como el de la batalla de Austerlitz, aun cuando no estaba escrito en alemán: La primera columna avanzará por aqui, la segunda por allá, etc.

Cuando los diferentes ejemplares del plan estuvieron dispuestos fueron entregados a un oficial, que era ordenanza de Kutusov, para que los pusiera en manos de Ermolov. El joven oficial, orgulloso de la importante misión que le habia sido confiada, se trasladó al alojamiento que ocupaba Ermolov.

— El general se ha marchado —le dijo el asistente.

El enviado se dirigió al puesto de mando de un general a quien Ermolov solia visitar con frecuencia.

— No hay nadie —le respondieron.

Fue a ver a otro. La misma respuesta.

— ¡Vaya mala suerte! —decíase el oficial—. ¡Con tal que no me hagan responsable del retraso ...!

Dio una vuelta al campamento. Decian unos que Ermolov acababa de pasar con algunos generales y otros que ya habia vuelto. El desdichado oficial prosiguió su búsqueda hasta las seis de la tarde sin probar bocado. No habia manera de dar con el paradero de Ermolov. El enviado reparó un poco sus fuerzas en la tienda de un camarada y se dirigió luego a los puestos avanzados en busca de Miloradovitch, donde se le dijo que éste y Ermolov debian de estar sin duda en el baile del general Kikin.

— Pero, ¿dónde para eso?

— Allá abajo, en Jeckino —dijo un oficial cosaco, indicándole a lo lejos la techumbre de una casa señorial.

— ¡Cómo! ¡Pero si está más allá de la linea de las avanzadillas!

— Se ha enviado alli a dos regimientos para guardar la linea. Hay un jolgorio tremendo. ¡Dos músicas de regimiento y tres coros de cantores!

El oficial franqueó la linea, y, al acercarse a la casa, llegaron a sus oídos los jubilosos cantos del coro de soldados que casi ahogaban las animadas voces de los que asistían a la fiesta. Aquel bullicio alentó al joven oficial, aun cuando seguia temiendo por su culpabilidad al cumplir con tanto retraso la misión que se le habia confiado. Habian dado ya las nueve de la noche. Se apeó del caballo y subió la escalinata que daba a una grande y hermosa casa, intacta, que se hallaba situada entre los campos ruso y francés.

Por la antesala y por la cocina iban y venían los criados con toda clase de manjares y de vinos. Los cantores se hallaban agrupados en el exterior, debajo de las ventanas. Al entrar en el primer salón el oficial vio de pronto a todos los principales generales del ejército ruso y, entre ellos, el imponente corpachón de Ermolov. Colocados en semicírculo, con el uniforme desabrochado y el rostro encendido, llenaban el salón con sus ruidosas risas. Motivaba aquella algarabía uno de aquellos generales, al bailar con gran desenvoltura una danza rusa.

— ¡Ja! ¡Ja! ¡Bravo, Nicolás Ivanovitch! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

El oficial comprendió que entrar en aquel momento con una misión importante sería hacerse doblemente culpable. Quiso, pues, esperar; pero algunos generales se dieron cuenta de su presencia y uno de ellos lo designó a Ermolov. Éste, frunciendo el entrecejo, se acercó al oficial, escuchó su informe y tomó el papel sin decir palabra.

— ¿Crees que se marchó por pura casualidad? —decia aquella noche el oficial de la guardia, refiriéndose a Ermolov, a uno de sus camaradas del Estado Mayor—. No, querido, es una mala pasada que quiere jugar a Konovnitzin. ¡Ya verás mañana qué lio se va a armar!

Capítulo V

Kutusov, al dia siguiente, se levantó muy temprano, se aseó y después de rezar subió a la carretela. Tenia, al hacerlo, la desagradable impresión de que se iba a dar una batalla, dirigida por él mismo, pero que se daba contra su parecer, contra su criterio. Tomó la carretera de Letaschovka, situada a cinco verstas detrás del Tarutino, que era el lugar designado para la concentración de todas las columnas. Cerca ya de Tarutino se cruzó con dos soldados de caballería que llevaban a abrevar sus bestias. Mandó detener su coche y les preguntó a qué regimiento pertenecían. Formaban parte de una columna que debería estar ya en operaciones. Quizá se trate de un error, pensó, pero de alli a poco vio un grupo de infantes que habian abandonado los fusiles y comían su rancho. Llamó al oficial y éste le dijo que no habian recibido ninguna orden de ataque.

— ¡Cómo! —exclamó Kutusov; pero, interrumpiéndose a si mismo, dio orden de que llamaran al comandante.

Entretanto, se apeó de la carretela y con la cabeza baja y una opresión en el pecho se puso a pasear a grandes zancadas. Cuando llegó Eichen, un oficial de Estado Mayor, Kutusov montó en cólera no porque tuviera ante si al culpable, sino porque tenia finalmente alguien sobre quien poder descargar su mal humor. Trémulo y jadeante, en el paroxismo del furor, se abalanzó sobre Eichen amenazándole con el puño y dirigiéndole las más groseras injurias. Un capitán llamado Brozin, que se hallaba alli casualmente y que era asimismo totalmente inocente, fue objeto del mismo trato.

— ¿De dónde sale este canalla? ¡Fusilad a este miserable! —rugió Kutusov con voz ronca y gesticulando como un demente.

¿Cómo era posible que él, comandante en jefe, cuyo poder nadie hasta entonces habia podido igualar, fuera el hazmerreír del ejército?

A poco le traicionaron sus fuerzas, se serenó, comprendió que aquel arrebato habia sido inoportuno y subiendo de nuevo a su carretela se alejó en silencio.

Aquel ataque de cólera no volvió a repetirse y Kutusov escuchó apaciblemente las objeciones e instancias de Bennigsen, Konovnitzin y Toll tendiendo a demostrarle la necesidad de reanudar, al dia siguiente, el mismo movimiento cuya ejecución habia fracasado.

El generalísimo se vio obligado a condescender. En cuanto a Ermolov, no se presentó a Kutusov hasta al cabo de dos dias.

Capítulo VI

Las tropas que desde la noche anterior estaban acampadas en los sitios o lugares predestinados de antemano, se pusieron en marcha la noche del dia siguiente. La oscuridad era completa. Espesas nubes de un negro violáceo cubrían el cielo, pero no llovía. La tierra estaba húmeda y los soldados avanzaban en silencio. Sólo la artillería delataba su presencia con el ruido metálico de los furgones. Estaba prohibido fumar, hablar y encender fuego; hasta los mismos caballos parecían contener sus relinchos. El misterio que encerraba la empresa acrecentaba sus atractivos y los hombres marchaban alegremente.

El conde Orlov-Denisov con su destacamento de cosacos poco numeroso, fue el único que alcanzó a tiempo el objetivo señalado. Acampó en un soto cercano a los limites de un bosque, cerca de un sendero que unia el pueblo de Strimiloco con el de Dmitrovskoie.

El conde, que se había dormido un poco antes del amanecer fue despertado para que interrogase a un desertor del campo francés. Era un suboficial polaco del cuerpo de ejército de Poniatovsky. Declaró que era victima de una injusticia, que debia haber ascendido a oficial desde hacia mucho tiempo, que era el más valiente de todos y que habia jurado vengarse de los franceses. Aseguró que Murat habia pernoctado a una versta de distancia de los rusos y que si se le proporcionaba una escolta de cien hombres se comprometía a cogerle prisionero. El conde Orlov consultó con sus compañeros. La proposición les pareció demasiado seductora para rechazarla y se mostraron dispuestos a intentar la empresa. Por último, después de largas discusiones y consideraciones, el mayor Grekov se decidió a seguir, con dos regimientos de cosacos, al suboficial polaco.

— Anda con cuidado —dijo el conde a este último—, porque si mientes te despellejaré como a un perro; pero si dices la verdad recibirás cien monedas de oro. El suboficial no contestó y montando diestramente a caballo siguió al mayor Grekov con resuelto continente. A poco, desaparecieron por el bosque. El conde, a quien la brisa matutina producía escalofríos, sentíase inquieto por la responsabilidad que acababa de asumir y avanzó hasta más allá del bosque para examinar el campo enemigo que, a la vaga y confusa luz del amanecer y de los fuegos de los vivaques que iban extinguiéndose, se columbraba apenas a la distancia de una versta.

No cabía la menor duda: aquel suboficial era un traidor que le había engañado y a pesar de los dos regimientos de Grekov, que Dios sabe dónde pararían en aquel momento, el proyectado ataque abortaría. ¿Es posible pensar que en medio de fuerzas tan considerables se va a sorprender al comandante en jefe? ¡El canalla ha mentido!

— Se puede hacer regresar a Grekov —dijo un oficial del séquito del conde, que, como éste comenzaba a poner en duda el éxito de la empresa.

— ¿Qué piensa usted de ello? ¿Aguardamos o no el resultado?

— Hágalo usted volver.

— Sí, será mejor,—dijo el conde—. Pero temo que sea tarde. Pronto será de día.

Se envió a un ayudante de campo en busca de Grekov. Cuando éste volvió, el conde, consternado por el fracaso de su tentativa y excitado tanto por la infructuosa espera de las columnas de infantería como de la proximidad del enemigo, se decidió a emprender el ataque.

— ¡A caballo! —dijo en voz baja.

Todo el mundo ocupó su puesto, se persignó y emprendió la marcha. Un ¡hurra! formidable resonó por el bosque; los cosacos, desplegándose como los granos que escapan de un saco de trigo, avanzaron vertiginosamente, empuñando las lanzas, vadearon el rio y se dirigieron hacia el campo francés.

El grito de alerta que lanzó el primer centinela que vio a los cosacos puso en conmoción a todo el campo enemigo. Los franceses, medio dormidos y apenas vestidos, se precipitaron hacia los cañones, los fusiles y los caballos, corriendo alocadamente de una parte para otra. Si nuestros cosacos los hubiesen perseguido sin parar mientes en lo que ocurría a su alrededor, habrían capturado a Murat como deseaban los jefes, pero resultó imposible evitar el saqueo y que hicieran prisioneros. Nadie prestaba atención a la voz de mando.

Con todo, fueron cogidos al enemigo mil quinientos prisioneros, treinta y ocho cañones, banderas, caballos y arreos de todas clases. Los franceses se recobraron de la primera impresión y, al ver que nadie se lanzaba a perseguirles, formaron de nuevo sus unidades y contraatacaron a las fuerzas de Orlov-Denisov. Pero como éste continuaba esperando todavía los refuerzos prometidos, no pudo responderles con el vigor que hubiera deseado.

Las columnas de infantería marchaban con retraso. Bajo el mando de Bennigsen y la dirección de Toll se habian puesto en marcha a la hora fijada, pero habian alcanzado un punto que no era el que se les habia señalado. Los hombres que iban contentos al principio no tardaron en dejar tras si a muchos rezagados, y la sensación de que se habia cometido un error provocó tal contrariedad y abatimiento que se optó por hacer alto. Finalmente se reemprendió la marcha, aunque sin rumbo determinado.

— A alguna parte llegaremos —se decian los jefes. Llegaron, en efecto pero no al lugar previamente establecido. Algunas de las columnas alcanzaron, sin duda el punto que les habia sido asignado, pero el momento propicio habia pasado ya y las fuerzas sólo podían servir de objetivo para el fuego enemigo.

Toll, que en aquella batalla habia desempeñado el mismo papel que Weirother en Austerlitz, corría a caballo por toda la linea y comprobaba que todo habia sido ejecutado completamente al revés de las órdenes dadas.

Asi, a media mañana, encontró en el bosque las fuerzas de Bagovuth, que eran las que debian haber ido a apoyar a los cosacos de Orlov-Denisov. Toll, desesperado y despechado por su fracaso, atribuyó la culpa de todo lo ocurrido a un solo individuo y, abordando a Bagovuth, le lanzó los más violentos reproches y hasta lo amenazó con mandar que le fusilaran. Bagovuth, un militar viejo y apacible y de un valor a toda prueba, exasperado por las órdenes contradictorias que recibía conjuntamente de diferentes altos mandos, por la detención que se impuso a las tropas sin motivo alguno y por el desorden que reinaba a su alrededor, se sintió poseído, con gran asombro de todos y en contraposición con su carácter habitual, de un acceso de rabia y le espetó:

— ¡Yo no recibo lecciones de nadie y sé morir con mis soldados tan bien como cualquier otro!

Y el esforzado Bagovuth, lleno de cólera, sin tomarse la molestia de juzgar si su maniobra era o no oportuna, avanzó con su división hacia el fuego enemigo. Lo que de momento era lo más apropiado para calmar su irritación era el peligro, los obuses y las balas. Uno de los primeros proyectiles lo hirió mortalmente y los que siguieron mataron un gran número de sus bravos soldados. Y así fue cómo la división de Bagovuth permaneció expuesta, sin utilidad alguna, al fuego enemigo.

Capítulo VII

Sabiendo como sabia que el ataque iba a ser un fracaso, quizá por ir en contra de su propio parecer, Kutusov procuraba contener a sus tropas, no permitiéndoles que abandonaran sus posiciones. Montado en un pequeño caballo gris, respondía perezosamente a cuantas proposiciones se le hacían para pasar a la ofensiva:

— Me están ustedes hablando continuamente de ataque, pero ya se han podido dar cuenta de que nada entendemos en cuestión de maniobras complicadas —dijo a Miloradovitch, al pedirle éste permiso para emprender la ofensiva—. Esta mañana no han sabido ustedes hacer prisionero a Murat —agregó, dirigiéndose a otro—. Han llegado ustedes tarde y ya no hay nada que hacer.

Cuando se le anunció que dos batallones de polacos venían a reforzar a los franceses, miró con el rabillo del ojo a Ermolov, a quien no habia dirigido la palabra desde la vispera.

— Y asi ocurre todo —murmuró—. Todo el mundo quiere pasar a la ofensiva, se trazan diferentes planes, pero cuando llega la hora de actuar nada está preparado y el enemigo, que está sobre aviso, ha tomado ya sus precauciones.

A estas palabras, Ermolov sonrió imperceptiblemente. Comprendió que la tormenta se habia disipado y que las observaciones de Kutusov no encerraban más que una simple alusión.

— Eso va para mi —dijo Ermolov en voz baja a Raievsky, tocándole con la rodilla.

Al cabo de un rato, Ermolov se acercó a Kutusov y respetuosamente le dijo:

— Nada se ha perdido. Alteza. El enemigo está frente a nosotros. ¿No ordenará usted pasar al ataque? De otro modo, la guardia ni siquiera olerá el humo de la pólvora.

Kutusov guardó silencio. Cuando se le informó del repliegue de Murat, ordenó que las tropas avanzaran, pero a cada centenar de pasos dispuso que hicieran alto durante tres cuartos de hora. La batalla se redujo, pues, a la carga de Orlov-Denisov y a la pérdida de algunos centenares de hombres. El resultado de ella fue el siguiente: para Kutusov, una condecoración con diamantes; para Bennigsen, otros diamantes y cien mil rublos, pingües recompensas para los demás oficiales superiores y un gran número de promociones y cambios en el Estado Mayor.

— En nuestro país se hacen siempre las cosas al revés —decian los oficiales y generales rusos después de la batalla de Tarutino. Daban a entender que se habian encontrado alli con un imbécil que cometió un sinfín de dislates. Sin embargo, quienes así se expresan no tienen ninguna idea acerca de la cuestión que critican, o a sabiendas se engañan. Cualquier batalla, sea la de Tarutino, la de Borodino o la de Austerlitz, no transcurre nunca de acuerdo con las previsiones de quienes conducen las operaciones.

Es evidente que la batalla de Tarutino no obtuvo el resultado que se proponía alcanzar el conde Toll, es decir, conducir las tropas al combate según el orden prescrito, ni tampoco el que pretendía el conde Orlov de hacer prisionero a Murat, ni el que esperaba Bennigsen que confiaba aniquilar al enemigo, ni el que aspiraba a conseguir el oficial que soñaba en distinguirse o el cosaco ávido de más rico botin del que habia caido en sus manos, y asi sucesivamente.

Pero si el objetivo a alcanzar era, correspondiendo al deseo unánime de todos los rusos, hacer retroceder a los franceses e infligir un golpe mortal a su ejército, es de todo punto evidente que aquel objetivo fue logrado. En aquel periodo de la campaña, la batalla de Tarutino fue en todos sus aspectos la más necesaria y más oportuna.

Capítulo VIII

El pequeño perrito de patas cortas y torcidas se acercó a Pedro cuando éste abandonó la cabaña aquella mañana del dia 6 de octubre, y tan pronto como se detuvo en el umbral de la puerta. Este animal solia dormir a los pies de Karataiev, se marchaba con frecuencia a la ciudad, pero volvia infaliblemente todas las noches. Nadie lo habia reclamado y ningún nombre estaba inscrito en su collar.

La indumentaria de Pedro se componía de una camisa sucia y desgarrada, último vestigio de sus antiguas ropas, de un pantalón de soldado sujeto a los tobillos para mejor resguardarse del frío —según el consejo de Karatiev— y de un caftán.

Pedro habia cambiado mucho. No era tan corpulento como antes, pero su sólido armazón hacia de él la imagen del vigor físico. Una espesa barba y un largo bigote cubrían la parte inferior de su rostro; sus cabellos largos, enmarañados y plagados de parásitos, se escapaban por debajo de su gorro de campesino; la expresión de sus ojos era más firme y serena que antes y su habitual displicencia habia dado paso a una renovada energía y a una enteriza actividad. Andaba descalzo.

Un cabo francés, con el uniforme desabrochado, la cabeza cubierta con un gorro de policía y una mala pipa entre los dientes, guiñó amistosamente un ojo y se acercó a Pedro

— ¡Qué sol más espléndido, señor Kiril! —Asi llamaban los franceses a Pedro— Diriase que nos hallamos en primavera.

El cabo se apoyó contra la puerta y reiteró a Pedro su invitación habitual, y siempre denegada, de fumar una pipa con él.

— ¡Ah, si cuando estemos de marcha tuviéramos un tiempo asi! —añadió.

Pedro le interrumpió para preguntarle qué noticias sabia. El viejo soldado le dijo que las tropas evacuaban la ciudad y que se esperaba para aquel dia una orden relativa a los prisioneros. Pedro le recordó que uno de los soldados que estaban prisioneros, llamado Sokolov, se hallaba gravemente enfermo y que a este respecto deberían tomarse las medidas necesarias.

— Esté tranquilo, señor Kiril. Disponemos para tales casos de hospitales de campaña y es de incumbencia de las autoridades prever lo que pueda ocurrir ... Y, además, señor Kiril, no tiene usted más que decírselo al capitán. ¡Oh, es un ... no se olvida nunca de nada! Dígaselo al capitán cuando venga y estoy seguro de que le atenderá.

El capitán en cuestión conversaba a menudo con Pedro y le demostraba mucha simpatía.

¿Lo ves, santo Tomás?, me decia el otro dia. Kiril es un señor ruso en quien se ha cebado la desgracia, pero es todo un caballero. Y él entiende mucho de esas cosas, Si desea algo, que me lo diga y no se lo negaré. Ya lo ve usted; cuando uno ha hecho sus estudios aprecia a la gente instruida y bien educada. A usted se lo digo, señor Kiril. De no haber intervenido usted, la cuestión del otro dia hubiera terminado mal.

Y el cabo, después de una larga perorata, se marchó. Su alusión se refería a una disputa que habia surgido uno de los últimos dias entre los prisioneros y los franceses, en la que Pedro consiguió apaciguar a sus compañeros. Algunos de éstos, que lo habian visto departir con el cabo, le pidieron noticias acerca de la marcha de la guerra. En el momento en que Pedro les daba cuenta de las novedades que había formulado el cabo, un soldado francés, de tez amarillenta, y andrajoso, se acercó a la barraca. A modo de saludo llevó la mano a su gorro de policía y preguntó a Pedro si el soldado Platotche, a quien habia dado a coser su camisa, se hallaba en la barraca.

Los franceses habian recibido la semana anterior una partida de cuero y tela que habían entregado a los prisioneros rusos para que confeccionaran con ello botas y camisas.

— ¡Está lista! ¡Está lista! —dijo Karataiev, mostrando una camisa cuidadosamente doblada.

Debido al buen tiempo, o tal vez con objeto de poder trabajar con más desahogo, Karataiev llevaba solamente unos calzoncillos y una camisa estropeada, negra como el carbón.

— Lo prometido es deuda. Dije que la tendría para el viernes y aqui está.

El francés miró azorado a su alrededor. Luego, dominando su indecisión, se quitó el uniforme y se puso rápidamente la camisa, pues en lugar de ella llevaba un largo y mugriento chaleco de seda floreada que cubría su desmedrado cuerpo.

— ¡Te sienta a maravilla! —dijo Platón, arreglando la camisa, mientras el francés examinaba atentamente las costuras de las mangas—. Ten en cuenta, amigo mío, que esto no es un taller y no disponemos de lo necesario para coser; y sabes, además, que incluso para matar un piojo es indispensable una herramienta.

— Está bien, gracias ... pero debe de haberte sobrado tela —objetó el francés.

— Te sentará todavía mejor cuando la hayas llevado unos dias —continuó Platón admirando su obra.

— Gracias, gracias; pero la tela que ha sobrado ... Pedro, que se daba cuenta de que Platón se obstinaba en no comprender el francés, no quiso mezclarse en la conversación.

Karataiev daba las gracias por el dinero recibido y el francés insistía sobre la tela sobrante.

Finalmente, Pedro se decidió a traducir a Platón la reclamación del soldado.

— Pero, ¿por qué diablos quiere la tela sobrante? Podría sernos de utilidad ... pero, en fin, si tanto insiste ... —Y Karataiev, visiblemente contrariado, extrajo de su camisa un paquetito de retazos cuidadosamente atado, lo entregó sin decir palabra y volvió la espalda al francés.

Éste examinó los trozos de tela y, después de una deliberación consigo mismo, dirigia Pedro una mirada inquisitiva, y de pronto, sonrojándose de la cabeza a los pies, exclamó:

— Escucha, Platotche, ya te puedes quedar con ello.

Se lo entregó y huyó a escape.

— Y luego dirán —sentenció Karataiev— que no son cristianos. Pues si, amigos, a pesar de todo poseen un alma. Los viejos tenian razón cuando decian: La mano sudada es generosa, pero la seca es avara. Va casi desnudo y no obstante, me ha regalado la tela. ¡De algo va a servimos, amigo mío!

Y entró sonriendo en la barraca.

Capítulo IX

Varias veces, en el transcurso de las cuatro semanas que llevaba prisionero, los franceses le propusieron trasladarle de la barraca de los soldados a la de oficiales, pero Pedro rehusó.

Durante aquel tiempo, sufrió las mayores privaciones, pero gracias a su fuerte complexión física y a su salud perfecta, pasó por ellas casi insensiblemente, tanto más cuanto que se produjeron de una manera gradual. Incluso llegó a soportarlas con una cierta alegría. Y, por último, sintió adentrársele en su alma aquella paz, aquella satisfacción de si mismo que hasta entonces se había esforzado en vano en alcanzar. Ello fue lo que tan viva impresión le causó en los soldados de Borodino y lo que inútilmente habia perseguido en la filantropía, en la francmasonería, en las distracciones de la vida mundana, en la bebida, en el heroísmo del sacrificio y en su amor romántico por Natacha. Y de pronto, el miedo a la muerte, las privaciones y la filosofía estoica de Karataiev hicieron brotar en él esa serenidad y esa tranquilidad interior que siempre le habian faltado. La horrible angustia que habia experimentado durante el fusilamiento de sus compañeros de infortunio habian ahuyentado para siempre de su espíritu las ideas y sentimientos a las cuales habia atribuido hasta entonces tanta importancia. Ya no pensaba en Rusia, ni en la guerra, ni en la política, ni en Napoleón. Comprendía que nada de todo ello le afectaba, que no tenia que erigirse en juez de cuanto ocurría, y su propósito de matar a Napoleón se le antojaba no solamente incomprensible, sino ridiculo, tanto al menos como sus cálculos cabalísticos sobre el número de la bestia del Apocalipsis. Su cólera contra su mujer y sus aprensiones ante la posibilidad de ver su nombre deshonrado, le parecieron en aquellos momentos tan vanas como risibles. Después de todo, poco le importaba que su mujer llevara el género de vida que más le placiera y que se supiera que el nombre de uno de los prisioneros era el del conde Bezukhov.

Pensaba con frecuencia en el principe Andrés, quien aseguraba, con una mezcla de amargura e ironía, que la felicidad era absolutamente negativa, e insinuaba que todas nuestras aspiraciones hacia la dicha real nos habian sido imbuidas para atormentarnos, dado que jamás podríamos realizarlas ... Mas, en aquellos momentos, la ausencia de sufrimientos, la satisfacción de las necesidades de la vida y, por consiguiente, la libertad en la elección de las ocupaciones o del género de existencia constituían para Pedro algo asi como el ideal de la felicidad en este mundo. Solamente alli, en aquella barraca y por primera vez en su vida, Pedro apreció, porque habia estado privado de ello, el placer de comer cuando tenia hambre, de calentarse cuando sentía frío y de conversar cuando deseaba cambiar unas palabras. Sólo una cosa olvidaba, y era que en este mundo la abundancia de bienes mengua el placer que uno siente al servirse de ellos, y que una excesiva libertad en la elección de las ocupaciones —proveniente de la educación, de la riqueza y de la posición social— hacen aquella elección complicada, difícil y, a menudo, hasta inútil.

Pedro pensaba continuamente en el momento en que recobraría su libertad. Sin embargo, tiempo después, se referia siempre con exaltación a aquel mes de cautiverio, y no cesaba de hablar con el más encendido entusiasmo de las profundas e imborrables sensaciones que experimentara y, sobre todo, de la paz moral de que gozara.

Cuando al dia siguiente de su encierro, al rayar el alba, vio al salir de la barraca las cúpulas grisáceas y las cruces del monasterio de Novo-Dievitchi, la escarcha que refulgía sobre la hierba, las montañas de los Gorriones y sus boscosas vertientes que se difuminaban en lontananza entre una bruma lechosa; cuando se sintió acariciado por una fresca brisa, cuando oyó el batir de alas de las cornejas sobre la llanura, cuando vio que la luz disipaba instantáneamente los vapores de la neblina, que el sol se elevaba majestuosamente detrás de las nubes y las cúpulas y que las cruces, el rocío, la lejanía, el rio centelleaban al beso de sus rayos gozosos y deslumbrantes. Pedro experimentó un sentimiento de alegría vital que hasta entonces desconocía. Este sentimiento no solamente no le abandonó, sino que, al contrario, centuplicó sus fuerzas a medidas que las dificultades de su situación se iban agravando. Esta disposición moral contribuyó asimismo a cimentar el elevado concepto que tenian de él sus compañeros de cautiverio. Su conocimiento de idiomas, el respeto que le atestiguaban los franceses, su sencillez, su bondad, su fuerza, la humildad de que daba muestras en sus relaciones con sus camaradas, la facultad que tenia de abismarse en profundas reflexiones, todo, en fin, hacia aparecerle a los ojos de sus compañeros como un ser misterioso y superior. Las cualidades que en su esfera habitual le eran tal vez nocivas y molestas, lo transformaban en aquella barraca casi en un héroe, y Pedro comprendió que tal opinión exigia de su parte deberes que cumplir.

Capítulo X

Empezaban a desmontarse las cabañas, las cocinas, se cargaban las carretas, y de un lado a otro, por doquier, se veian tropas y furgones en retirada. Aquello ocurría en la noche del 6 al 7 de octubre. A las siete de la mañana, un numeroso grupo de franceses con uniforme de campaña, el chacó en la cabeza, el fusil sobre los hombros y cargados cada uno con su mochila y un saco voluminoso, hallábanse alineados ante el cuerpo de guardia conversando animadamente y acompañando sus palabras con toda suerte de blasfemias.

En el interior de la barraca todo el mundo, calzado y vestido aguardaba la orden de marcha. Únicamente el pobre Sokolov, pálido, extenuado, no estaba calzado ni vestido y lanzaba continuos gemidos. Sus ojos hundidos, desorbitados, interrogaban en silencio a sus compañeros, que no hacian ningún caso de él. No eran sus sufrimientos —estaba enfermo de disentería— lo que le atormentaba, sino el temor de que lo abandonaran. Pedro, que iba calzado con unas botas confeccionadas por Karataiev, fue a arrodillarse junto a él.

— Escucha, Sokolov. No se marchan todavía definitivamente. Tienen aqui un hospital donde estarás sin duda mejor atendido que entre nosotros.

— ¡Oh, Dios mió! Esto será mi muerte. ¡Oh, Dios mió! —exclamaba tristemente el soldado.

— ¿Quieres que vaya a hablarles? —dijo Pedro, y sin aguardar respuesta se levantó y se dirigió hacia el exterior.

En aquel momento se abrió la puerta y entraron un cabo y unos cuantos soldados con uniforme de campaña. El cabo, que era el mismo que la vispera habia ofrecido a Pedro tabaco para la pipa, venia a llamarlos.

— Cabo, ¿qué vamos a hacer con el enfermo? —le pregunta Pedro, que tardó en reconocer al cabo, pues éste, con la cabeza cubierta con el chacó y su guerrera abrochada, no se parecía en nada al que veía todos los dias.

A esta pregunta el cabo frunció el ceño y, mascullando una injuria inteligible, dio un violento portazo. La barraca quedó sumida en una semioscuridad. En los campos cercanos redoblaron los tambores y su rumor ahogó los lamentos del enfermo.

¡Ah, ahi está!, dijose Pedro; y un escalofrío corrió por su espalda. En el rostro transfigurado del cabo, en el acento de su voz, en el ruido ensordecedor del tambor. Pedro acababa de encontrar de nuevo aquella fuerza brutal, impasible y misteriosa que arrastra a los hombres a matarse unos a otros, aquella fuerza cuya existencia habia ya comprobado durante el suplicio de sus compañeros. Sabia que era inútil tratar de sustraerse a ella, ablandar con súplicas a quienes eran sus meros instrumentos. No habia más que esperar y tener paciencia, por lo que permaneció en silencio en la puerta de la barraca.

Cuando ésta volvió a abrirse, los prisioneros se apiñaron, como un rebaño de carneros, junto a la angosta abertura. Pedro consiguió abrirse paso y se dirigió a aquel capitán que, al sentir del cabo, se mostraba dispuesto a atenderle.

— ¡Venga, daos prisa! —decía severamente a los prisioneros que iban desfilando delante de él.

Pedro conjeturó que su gestión no daría ningún resultado, pero, no obstante, se acercó al oficial.

— ¿Qué pasa? —dijo el capitán con voz ruda y como si no reconociera al prisionero—. ¡Qué diablos! ¡Que ande como los otros! —añadió en respuesta a la pregunta de Pedro.

— Pero si está agonizando —objetó este último.

— ¿Quieren ustedes hacer el favor de ...? —exclamó el capitán, montando en cólera.

Los tambores continuaban redoblando sin parar. Pedro comprendió que todo lo que dijera seria inútil. Aquellos hombres no se pertenecían ya a si mismos; eran esclavos de la fuerza.

Entre los prisioneros se separó a los oficiales de los soldados y se dio orden para la marcha. Los oficiales entre los cuales se contaba Pedro eran treinta y los soldados unos trescientos. Los oficiales que salieron de las barracas contiguas eran todos extranjeros e iban mejor vestidos que Pedro, por cuyo motivo miraban a éste con desconfianza. Un funcionario, con botas forradas y uniforme de intendencia, comunicaba a los que iban a su lado sus impresiones sobre cada barrio de la ciudad incendiada que atravesaban. Un tercer oficial, de origen polaco, discutía con el funcionario y le demostraba su error respecto a la designación de los barrios.

— ¿Qué vais a lograr con discutir? —intervino el mayor con impaciencia—. ¿Qué más da que sea San Nicolás o San Blas? ¡Todo está incendiado ...! ¿Por qué empujáis? ¿Acaso no hay bastante sitio para todos? —gruñó, dirigiéndose a uno de sus compañeros que ni siquiera le habia tocado.

— ¡Ah, Dios mío! ¡Mirad, mirad lo que han hecho! —exclamaban los prisioneros al divisar las destrucciones del incendio.

— Seguramente más de la mitad de la ciudad está en ruinas ...

— Ya te dije que el incendio se habia extendido hasta la otra orilla del rio.

— Puesto que ya está incendiado y que todos lo sabéis, ¿por qué hablar de ello? —objetó el mayor.

Al atravesar uno de los escasos barrios que habian quedado intactos, los prisioneros retrocedieron repentinamente al pasar delante de una iglesia y prorrumpieron en exclamaciones de horror y de odio.

— ¡Oh, qué miserables, qué salvajes! Es un muerto, un hombre al que han rociado con algo ...

Pedro se volvió y distinguió confusamente un cuerpo adosado al muro de la iglesia.

Según dijeron sus compañeros, era el cadáver de un hombre que habia sido colocado de pie y cuyo rostro aparecía tiznado de hollín.

— ¡Adelante! ¡Maldita sea ...! ¡Aprisa ...! ¡Por todos los diablos! —vociferaron los oficiales y soldados franceses de la escolta. Y a culatazos hicieron avanzar a la multitud de prisioneros que se habian detenido ante aquel horrible espectáculo.

Capítulo XI

En todo el proyecto no se habia encontrado ni un solo moscovita, y eso que se les habia hecho pasar, en fila de a dos, por las callejas de Kamovniki. Por fin, la comitiva llegó al depósito de víveres. En el lugar donde hicieron alto habia una batería de artillería que avanzaba trabajosamente a causa de que numerosos vehículos particulares se habian abierto paso a través de los furgones ...

Todos se detuvieron a la entrada del puente para dejar pasar a ios primeros que habian llegado. Veíanse delante y detrás interminables hileras de carruajes y a la derecha, en el cruce de la carretera de Kaluga, extendíase hasta perderse de vista una masa enorme de tropas con su impedimenta ... Era el cuerpo del ejército de Beauhamais, el primero que habia salido de la ciudad; detrás de éste, a lo largo del rio y por el puente de piedra, avanzaba el cuerpo de ejército mandado por Ney. Llenaba el aire un ruido incesante que semejaba el rugir de las olas en un mar tempestuoso, causado por el chirriar de las ruedas, el pataleo de los caballos, las blasfemias y los gritos. Pedro, apoyado contra la pared en una casa medio incendiada, oía con indiferencia aquella estrepitosa algarabía que se asociaba en su imaginación al redoblar de los tambores. Algunos de sus compañeros se encaramaron a la pared contra la cual estaba reclinado.

— ¡Oh, qué gentío, qué muchedumbre ...! ¡Hasta sobre los cañones ...! ¡Oh, los canallas! ¿Has visto lo que han robado? Mira aquél de alli, detrás del carro ... Han robado una imagen ... ¡Santo Dios! No hay duda de que deben ser alemanes ... ¡Ah, los miserables! Van tan cargados que no pueden ni andar ... ¡Fíjate! Hasta se llevan un cabriolé ... ¡Vamos, merecerían que ...! ¡Y cuando uno piensa que esto va a durar todo el dia ...! ¿No son aquellos los caballos de Napoleón? ¡Qué magníficos animales! ¡Qué arreos! ¿Y aquellos escudos y aquellas coronas? ¡Ah, esto no va a terminar nunca!

La curiosidad movió a todos los prisioneros y Pedro, gracias a su aventajada estatura, pudo ver por encima de la cabeza de sus compañeros lo que de tal modo excitaba su interés. Tres carretelas, que a duras penas podían avanzar, conducían a varias mujeres pintarrajeadas y emperifolladas que gritaban desaforadamente. A partir del instante en que Pedro reconociera la existencia de esa fuerza misteriosa que en un momento dado somete a los hombres a su terrible influencia, nada podia impresionarle: ni el cadáver con el rostro tiznado de hollín para regodeo del populacho, ni aquellas mujeres que iban Dios sabe dónde, ni el incendio de Moscú.

Finalmente, el jefe de la escolta de los prisioneros consiguió abrirse paso y alcanzó con ellos la carretera de Kaluga. Caminaron sin parar y no se detuvieron hasta la puesta del sol. Se desengancharon los vehículos, y los hombres, en medio de blasfemias, de gritos y de disputas interminables, se dispusieron a pasar la noche al raso.

Los soldados de la escolta de los prisioneros trataban a éstos más duramente que cuando salieron de la ciudad y, por primera vez les dieron a comer carne de caballo. Desde los oficiales hasta el último de los soldados, todos daban muestras de un mal humor y de una excitación colérica que contrastaba con las anteriores cordiales disposiciones. Esta hostilidad se acentuó todavía más cuando los oficiales, al pasar revista, comprobaron que un soldado ruso, con el pretexto de sufrir una indisposición del vientre, habia huido. Pedro vio que un francés golpeaba a un ruso porque se habia apartado demasiado de la carretera, y oyó a su amigo el capitán injuriar groseramente al suboficial, bajo cuyo mando estaba el prisionero evadido, amenazándole con formarle juicio.

Una sopa de harina de centeno con un pedazo de carne de caballo constituyendo su cena. Luego conversó con sus camaradas, no de lo que habian visto en Moscú ni de la conducta cruel de los franceses, ni de la orden de fusilarlos en caso de huida, sino de sus recuerdos personales y de algunos jocosos incidentes de sus campañas militares. Esto bastó para que recobraran un poco su buen humor y se olvidaran momentáneamente de la gravedad de la situación en que se hallaban.

Hacía ya un buen rato que el sol había desaparecido tras la linea humosa del horizonte. Pedro se levantó, dejó a sus nuevos compañeros y pasó, a través de las hogueras, al otro lado de la carretera donde se hallaban, según le habian dicho, los soldados prisioneros. Un centinela lo detuvo y le obligó a volver sobre sus pasos, pero Pedro, en lugar de retomar junto a sus camaradas, se sentó en el suelo detrás de unas carretas, y apoyando la cabeza en sus rodillas permaneció durante más de una hora inmóvil y pensativo. De repente estalló en una estrepitosa risotada, esa risa de muchachote que hacia sacudirle su cuerpo de pies a cabeza. Ante aquella extraña explosión de alegría, todos cuantos estaban cerca de él se volvieron a mirarle.

¡Ja, ja, ja! —exclamaba Pedro hablando consigo mismo—. El soldado me ha prohibido el paso. Me han cogido, me han encerrado y me guardan prisionero. ¿A quién, a mi a mi alma inmortal ...? ¡Ja, ja, ja!

A fuerza de reír tenia los ojos llenos de lágrimas. Un soldado se acercó a Pedro a fin de descubrir la causa de aquella risa estúpida. De pronto, Pedro se calló, se levantó alejándose de aquel indiscreto miró a su alrededor.

Pedro alzó sus ojos hacia el firmamento en el que, a la sazón, centelleaban miríadas de estrellas.

Y todo esto es mío —pensaba—, todo esto está en mi, todo esto soy yo ... ¡Y es esto lo que han tomado, es esto lo que han encerrado en una barraca! Sonrió y fue a tumbarse junto a sus camaradas.

Capítulo XII

Napoleón entregó, por mediación de un parlamentario, una carta a Kutusov, en los primeros dias de octubre, que contenia proposiciones de paz. Esta carta estaba fechada en Moscú, pero esto era una superchería, porque Napoleón se hallaba entonces en la carretera de Kaluga, un poco destacado de sus tropas. A esta carta, como a la primera que le llevó Lauriston, respondió Kutusov que no quería ni oír hablar de paz.

Poco tiempo después, se supo por un informe de Dorokhov, que mandaba un destacamento de partidarios, que las fuerzas enemigas que habian sido vistas en Fominskoie, estaban integradas por la división Broussier y que esta división, separada del resto del ejército, podia ser fácilmente exterminada. Oficiales y soldados pedían a gritos que se le hiciera salir de la inactividad a que estaban sometidos, y los generales de Estado Mayor, alentados por el recuerdo de la brillante victoria de Tarutino, insistían cerca de Kutusov para que accediera a la proposición de Dorokhov. Sin embargo como el comandante en jefe seguia manteniéndose firme en su criterio de no tomar ninguna ofensiva, se zanjó la cuestión con una medida de término medio: se enviaría un pequeño destacamento para atacar a Broussier.

Por una extraña casualidad, aquella misión —de la mayor importancia, como más tarde se demostró— fue confiada a Dokhturov, a quien todo el mundo consideraba, a causa de su ingénita modestia y su desmedrado cuerpo, indeciso y poco previsor y a quien nadie se hubiera imaginado, como tantos otros, trazando planes de batalla y cabalgando al frente de su regimiento. Era, sin embargo, aquel mismo Dokhturov a quien vimos durante todas las guerras con los franceses, desde Austerlitz hasta el año 1813, al frente de las más arriesgadas empresas. Fue Dokhturov quien salió el último de Auhets, en ocasión de la batalla de Austerlitz, reorganizando los regimientos y salvando cuanto podia ser salvado en aquella desbandada en la que ni un solo general permaneció en la retaguardia. Enfermo, con calentura, defendió con veinte mil hombres a Smolensko contra todo el ejército de Napoleón. En la batalla de Borodino, cuando fue muerto Bragation y cuando nuestras tropas del flanco izquierdo eran diezmadas en la proporción de nueve a uno bajo el fuego de la artillería francesa, fue también a ese Dokhturov indeciso y poco previsor a quien envió Kutusov para reparar el error que antes habia cometido al hacer una desafortunada elección. Dokhturov entró en acción, y Borodino ha pasado a la historia como una de las más gloriosas jornadas del ejército ruso.

Muchos héroes han sido ensalzados en verso y en prosa, pero de Dokhturov apenas se ha dicho una palabra.

De nuevo fue mandado a Fominskoie, y desde alli a Malo-Yoroslavetz, donde tuvo lugar la última batalla con los franceses, con la que se dio comienzo a la derrota del ejército napoleónico. Y aqui hemos de repetir que muchos héroes y genios fueron ensalzados durante aquella campaña, pero sobre Dokhturov apenas encontramos una sola mención, o en todo caso referencias dudosas. Pero incluso este silencio sobre Dokhturov no es más que una demostración de sus méritos.

Es natural que el hombre que no entiende el funcionamiento de una máquina, viéndola en movimiento, le parezca que la pieza más importante de aquélla sea el pedazo de astilla que, inmiscuyéndose en los engranajes, impide la rotación de los mismos. El hombre que ignora la constmcción de la máquina no puede comprender que una de sus piezas más esenciales es aquel diminuto rodete de transmisión que gira sin hacer ruido, en vez de la astilla que obstaculiza el funcionamiento y deteriora todas las demás piezas.

El dia 1 de octubre, el mismo dia en que Dokhturov se detuvo en el pueblo de Aristovo, situado a la mitad del camino que conducía a Fominskoie, y se disponía a ejecutar la orden de Kutusov, el ejército francés alcanzó, después de una marcha desordenada, las posiciones de Murat. Las tropas francesas, parecían abrigar la intención de trabar batalla, pero de pronto, sin razón aparente volvieron bruscamente hacia la izquierda por la carretera de Kaluga y entraron en Fominskoie, ocupado hasta entonces por Broussier. Dokhturov tenia bajo sus órdenes el destacamento de Dorokhov y otros dos destacamentos de menor importancia, los de Figner y de Seslavin.

El dia 11 de octubre por la noche, Seslavin hizo prisionero a un soldado francés de la guardia, quien aseguró que las tropas establecidas en Fominskoie estaban integradas por las retaguardias del ejército, que habia salido de Moscú cinco dias antes, y que Napoleón se hallaba también en aquella ciudad. Los cosacos del destacamento de Dorokhov, que habian visto los regimientos franceses de la guardia por la carretera de Borovsk, confirmaron la declaración del soldado. Parecía, pues, evidente que tenian ante si no solamente a una división, sino a todo el ejército enemigo que habia salido de Moscú y que marchaba en una dirección imprevista. Dokhturov, que habia recibido la orden de atacar a Fominskoie, vacilaba acerca de lo que tenia que hacer, vista esta nueva complicación. Ermolov le instaba a que tomara una decisión, pero Dokhturov insistió sobre la necesidad de aguardar nuevas órdenes del comandante en jefe. A tal efecto, se envió un informe al Estado Mayor y se confió esta misión a Bolkhovitinov, un oficial inteligente que debia añadir al informe explicaciones verbales. A medianoche, después de haber recibido el pliego y las instrucciones pertinentes, Bolkhovitinov, acompañado de un cosaco y llevando dos caballos de recambio, marchó al galope hacia el cuartel general.

Capítulo XIII

Los caminos, las carreteras, el campo incluso, estaban convertidos en un barrizal, encharcados, a causa de las lluvias que habian caido ininterrumpidamente durante los últimos cuatro dias. No obstante la noche era cálida, y también oscura. Después de haber recorrido treinta verstas en una hora y media, Bolkhovitinov llegó a Letaschiovka a las dos de la madrugada, y se apeó del caballo ante una isba rodeada por un seto y en cuya fachada habia clavado un madero con la siguiente inscripción: Cuartel general. Un cosaco cogió de la brida al caballo de Bolkhovitinov y éste entró en el vestíbulo donde reinaba la más completa oscuridad.

— ¿El general de servicio ...? ¡Muy importante! —dijo a alguien que se levantó sobresaltado al verle entrar.

— Desde ayer está muy enfermo. Hace tres noches que no duerme —repuso la voz soñolienta de un asistente.

— Entonces, vaya usted a despertar al capitán. Vengo de parte del general Dokhturov y es muy urgente —continuó diciendo el enviado siguiendo a tientas, después de transponer la puerta entreabierta, al asistente que iba a despertar al capitán.

— Alteza, Alteza, un correo.

— ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿De dónde viene? —exclamó el capitán.

— De parte de Dokhturov. Napoleón está en Fominskoie —dijo Bolkhovitinov adivinando por la voz que quien le habia contestado no era Konovnitzin.

El capitán se desperezaba y bostezaba.

— Le confieso a usted que no quisiera despertarle. Está bastante enfermo y, a fin de cuentas, tal vez no sean más que rumores.

— Tengo orden de entregar inmediatamente el informe al general de servicio —repuso Bolkhovitinov.

— Espere un poco. Voy a encender la luz. ¿Dónde diablos escondes la bujia? —añadió, dirigiéndose al asistente. Quien asi hablaba era Scherbinin, ayudante de campo del general Konovnitzin—. ¡Por fin, ya la he encontrado! —añadió.

A la luz de la bujia que Scherbinin acababa de encender, Bolkhovitinov reconoció en seguida al ayudante de campo y vio en el extremo opuesto de la estancia a un hombre dormido. Era el general Konovnitzin.

— La noticia no ofrece ninguna duda —repuso Bolkhovitinov—. Los prisioneros, los cosacos y los espias aseguran lo mismo.

— Entonces tendremos que despertarle —dijo Scherbinin.

Y se acercó al hombre que dormia, con un gorro de algodón y que yacia envuelto con una manta militar.

— Pedro Petrovitch —dijo Scherbinin en voz baja.

Pero Konovnitzin no se movió ...

— ¡Al Cuartel General! —añadió alzando la voz, con la seguridad de que tales palabras producirían un efecto mágico.

Y asi ocurrió, pues el general levantó la cabeza y en su grave fisonomía, cuyas mejillas aparecían encendidas a causa de la fiebre, pisó cual un relámpago la impresión de su último sueño, muy distinto, sin duda, de la realidad. De pronto se estremeció y recobró su continente habitual.

— ¿Qué pasa? ¿Hay alguna novedad? —preguntó.

Después de haber escuchado el informe verbal del oficial, abrió el pliego y lo leyó.

— ¿Cuánto tiempo has empleado en el viaje ...? Vamos a ver a Su Alteza.

Konovnitzin comprendió en el acto que la noticia era de suma importancia y que no habia tiempo que perder. ¿Era un bien o un mal? No llegó a preguntárselo y, por otra parte, poco le importaba.

Konovnitzin, al igual que Dokhturov, figuraba por pura conveniencia en la relación de los héroes de 1812: Barclay, Raievsky, Ermolov, Miloradovitch, Platov, etc. Se le consideraba un hombre de muy limitada capacidad y de escasos conocimientos. En suma, Konovnitzin, al igual que Dokhturov, era uno de esos engranajes que, sin ruido y sin brillo, constituyen los órganos esenciales de un complicado mecanismo.

Al salir de la isba, Konovnitzin frunció el ceño, en parte a causa del dolor de cabeza que iba en aumento y en parte conjeturando el efecto que aquella noticia iba a producir en los personajes del Estado Mayor, sobre todo en Bennigsen, que después de la batalla de Tarutino estaba contra Kutusov. En efecto, Toll, a quien dio parte el primero de tamaño acontecimiento, se apresuró a exponer en el acto sus planes al general que se alojaba con él, pero Konovnitzin, silencioso y no de muy buen humor, hubo de recordarle que lo más conveniente era presentarse al cuartel de Su Excelencia.

Capítulo XIV

Por la noche, Kutusov se tendia en el lecho sin desnudarse y se pasaba las horas sumido en sus reflexiones, en sus pensamientos. Como todos los ancianos, dormia poco y dormitaba en pleno dia, con su voluminosa cabeza apoyada en una mano.

Desde que Bennigsen, el personaje más poderoso del Estado Mayor y que mantenía correspondencia directa con el emperador, rehuia a Kutusov, éste estaba más tranquilo en el sentido de que nadie le instaría a comprometer sus tropas en acciones ofensivas que ofrecieran poca seguridad de éxito. La lección de la batalla de Tarutino y de la vispera de aquella jornada, dolorosamente impresa en su memoria, debieron producir su efecto.

Sabia que no hay que coger la manzana cuando aún está verde. Ésta caerla por si sola una vez madura; cogiéndola verde se pierde la manzana, se estropea el árbol y sólo se consigue un sabor agrio en los dientes. Como un cazador experimentado, sabia que la bestia estaba herida, con la fuerza con que solamente el pueblo ruso sabe herir; pero si estaba herida de muerte o no, éste era un problema todavía no puesto en claro.

El problema todavía no puesto en claro, el de si la herida infligida en Borodino era mortal o no, inquietaba desde hacia algún tiempo la mente de Kutusov. Por un lado, los franceses habian ocupado Moscú; por otro lado, Kutusov estaba firmemente persuadido de que aquel golpe, asestado con todas las fuerzas tensas del pueblo ruso, habia de ser mortal. Pero, en todo caso, hacian falta pruebas de ello, y las estaba esperando desde hacia un mes y medio y a medida que el tiempo transcurría, más crecía su impaciencia.

El informe de Dorokhov a propósito de la división Broussier, las noticias que llegaban de los territorios ocupados, las penalidades por las que pasaba el ejército francés, los rumores que corrían acerca de la salida de Moscú, todo ello le confirmaba en la idea de que las fuerzas enemigas estaban vencidas y se preparaban a retirarse. Sólo eran, en verdad, suposiciones plausibles tal vez a los ojos de la gente joven, pero no a los de Kutusov. Éste sabia, por dilatada experiencia, el caso que debia hacerse de los se dice, y sabia igualmente cuan inclinados se sienten los hombres a sacar deducciones conforme a sus deseos sin tener en cuenta lo que a éstos pueda contraponerse. Cuanto más apetecía una solución, menos próxima la veía.

La noche del 11 de octubre hallábase sumido en tales reflexiones cuando oyó ruido en la habitación contigua. Toll, Konovnitzin y Bolkhovitinov acababan de entrar.

— ¡Eh! ¿Quién está ahi? ¡Adelante! ¿Qué novedades hay? —exclamó el mariscal.

Mientras el asistente encendía una bujia, Toll comunicó la noticia al generalísimo.

— ¿Quién la ha traído —preguntó con severa frialdad.

— No hay la menor duda, Alteza.

— ¡Que venga inmediatamente!

Kutusov puso un pie en el suelo y se incorporó en el lecho cargando el peso de todo su cuerpo en la otra pierna. Su ojo medio cerrado, fijo en Bolkhovitinov, trataba de descubrir en el rostro del oficial lo que tanto deseaba saber.

— Habla pronto, amigo —murmuró en voz baja, mientras se abrochaba la camisa—. Acércate. ¿Cuáles son las buenas noticias que me traes? ¿Ha salido Napoleón de Moscú? ¿Es eso cierto?

El oficial comenzó por darle cuenta de lo que se le habia confiado verbalmente.

— ¡Vamos, pronto, habla más aprisa! —interrumpió Kutusov.

El enviado terminó su relato y guardó silencio esperando órdenes. Toll hizo un movimiento para hablar, pero Kutusov le detuvo con un gesto y trató de decir algo. Su rostro se contrajo y se volvió hacia el extremo opuesto de la isba donde estaban las imágenes.

— ¡Oh, Dios Creador, has escuchado mi plegaria! —murmuró con voz trémula juntando las manos—. ¡Rusia está salvada!

Y prorrumpió en sollozos.

Capítulo XV

Kutusov, sabiendo que la derrota del enemigo era ya segura, se esforzaba en contener a sus tropas, a su ejército para que no se lanzara a una loca ofensiva, empleando para ello unas veces la astucia, otras la persuasión y finalmente, su autoridad.

Los historiadores de Napoleón, al describir sus hábiles maniobras en Turatino y Maio-Yaroslavetz, formulan toda clase de suposiciones respecto a lo que hubiera podido ocurrir si el emperador de los franceses hubiese irrumpido en las ricas provincias del sur. Olvidan que no solamente nada impidió a Napoleón que tomara esa dirección, sino que aun cuando hubiera efectuado tal movimiento, tampoco hubiese podido salvar a su ejército, que llevaba en si mismo los gérmenes de su propia destrucción. Estos gérmenes latentes de disolución no le hubieran permitido tampoco reorganizar y alentar sus fuerzas en la provincia de Kaluga, cuya población estaba animada de los mismos sentimientos que la de Moscú.

¿Acaso pudo mantenerse en esta capital a pesar de la abundancia de víveres que los mismos soldados pisoteaban? Los hombres de aquel ejército en desbandada huían con sus jefes. A todos les impelía el mismo deseo: salir lo más pronto posible de aquella desesperada situación de la que, aunque vagamente, se daban cuenta.

Asi las cosas. Napoleón y sus generales celebraron consejo en Malo-Yaroslavetz, consejo que fue una pura fórmula. El general Montón aconsejó que se abandonara el pais lo más pronto posible y nadie, ni siquiera Napoleón, impugnó tal opinión. Sin embargo, si estaba presente en el ánimo de todos la imperiosa necesidad de retirarse, precisaba todavía que una cierta presión exterior justificara militarmente, y por propio decoro y dignidad del jefe, el proyecto de repliegue.

Esta presión no se hizo esperar mucho. Al dia siguiente de la reunión. Napoleón, acompañado de varios mariscales y de su escolta habitual marchó muy de mañana a inspeccionar las tropas. De pronto se vio rodeado por un nutrido grupo de cosacos que merodeaban por aquellos alrededores y pudo salvarse gracias al afán de rapiña que habia sido ya la causa de la perdición de los franceses en Moscú. Los cosacos, acuciados como en Tarutino por el deseo de apoderarse de un rico botin, no hicieron el menor caso de Napoleón, que tuvo tiempo de escapar.

Cuando se propaló la noticia de que los muchachos del Don habian estado a punto de coger prisionero a Napoleón en medio de todo su ejército, era a todas luces evidente que no quedaba ya otra solución que tomar el camino más próximo y más conocido. Napoleón, que habia perdido osadia y vigor, comprendió el alcance de aquel incidente y, de acuerdo con el dictamen de Montón, ordenó la retirada por la carretera de Smolensko.

El hecho de que Napoleón se sumara al parecer del general Montón instando a sus tropas a que emprendieran el camino de regreso, no prueba en modo alguno que fuese precisamente él quien ordenara aquel movimiento, pero si que el propio emperador estaba sometido a la influencia de las fuerzas ocultas que impelían a todo el ejército a retirarse.
Presentación de Omar CortésDuodécima parteDecimacuarta parteBiblioteca Virtual Antorcha