Presentación de Omar CortésCapítulo octavo Capítulo décimoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO NOVENO

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AVENTURA NOCTURNA

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Rugiero llevó a su amigo Arturo por uno de los barrios de México, y lo hizo entrar en una casa medio arruinada y completamente solitaria y silenciosa: luego que Rugiero entró, cerró la puerta, la atrancó con una viga, y ambos subieron la escalera. Las telarañas y el polvo de que estaba cubierta, daban evidentes pruebas de que la casa hacía muchos años que no era habitada: una mecha vacilante de aceite ardía ante un cuadro maltratado de la Virgen de los Dolores. Arturo se sintió sobrecogido de cierto temor; más cuidó de no manifestarlo. Su compañero le recomendó el silencio: atravesaron dos o tres piezas, y en la última, que estaba completamente oscura, Rugiero detuvo a su compañero, diciéndole en voz baja:

- Ya veréis, joven, lo que es el corazón humano: un mal consejo germina con una prontitud asombrosa; en cuanto a las acciones buenas, dificil es ejecutarlas: por eso el mundo es, no como Dios lo hizo, un lugar lleno de bosques, de ríos, de montañas, de aves, de peces de oro y de perlas, donde puso al hombre para que gozara de tanta delicia, para que bendijera la mano del que pinta el horizonte en la aurora y en el crepúsculo con los colores de esmalte y de oro, que no puede copiar pincel humano, del que sustenta al pajarillo, y del que levanta con su soplo las olas del océano, y enciende con su mirada los luceros y los soles del firmamento; sino una fétida e incómoda prisión, donde no se puede encontrar la felicidad. ¿Pero creéis, que de todas estas bellezas, que de todas estas maravillas goza el hombre como debiera? ... No sin duda: las miserables pasiones lo tienen continuamente sumergido en un fango de vicios: ya veréis lo que pueden la lujuria y la avaricia.

Las palabras de Rugiero, dichas con un metal de voz rarísimo, y en la oscuridad más profunda, tenían cierto eco misterioso y solemne, que no podía menos de hacer viva impresión en el alma del joven.

- Vamos, -decía,- este hombre, conoce el mundo mucho; pero habla con cierta amargura, que desconsuela. O es muy desgraciado, o está ya saciado de tanto gozar.

- Mirad, -le dijo Rugiero;- pero tened cuidado de no mezclaros en nada. Acontecimientos como éste están ordenados por Dios ... o por el diablo; y en vano querréis impedirlos, a no ser que os resolváis a pasar mañana por un asesino. Mirad.

Rugiero llevó a Arturo a una mampara, y le indicó un pequeño agujero donde Arturo ávidamente colocó la vista: era una pieza sucia, con una pintura antigua y maltratada, y, como la escalera, llena de polvo y de telarañas, que pendían de las vigas. En una mesa de madera tosca, estaba colocada una vela delgada y un par de pistolas. Junto a la mesa había un tosco sillón de paja, y en él sentado un hombre embozado en una capa, y cubierta la cara con una máscara negra. Delante de este hombre permanecía de pie un sacerdote.

- ¿Me juráis, padre, guardar sigilio como el de la confesión, de lo que pase aquí?

- No puedo jurar, caballero, sino hacer mi deber como ministro de Jesucristo. Se me ha llamado para que confiese a un moribundo. ¿Dónde está el moribundo? ... cumpliré con mi deber, y me iré inmediatamente.

- Padre, -dijo el hombre de la máscara- ¿Una persona a quien le faltan pocas horas de vida, no puede merecer el nombre de moribundo?

- Sin duda.

- Pues entonces no os han engañado; tenéis que confesar a un moribundo.

- My bien, -dijo el padre,- ¿Dónde está? Podría preguntar qué significan ese disfraz y esas armas que veo sobre la mesa; pero como ministro de Jesucristo, no quiero saber más que lo que el pecador quiera decirme, con arreglo a su conciencia.

- Me agrada sobremanera vuestro lenguaje conciso, y vuestra rectitud, padre: así es que, bajo el sigilo de la confesión, os digo, que una mujer que encontraréis en la otra pieza, va a morir por mi mano: es una infame hipócrita, que sale de su casa, diciendo que va a la iglesia, y entre en las casas de prostitución; y que ahora mismo ha venido a esperar a su amante.

- Es muy extraño ese lenguaje, caballero, -dijo el sacerdote alarmado:- si he venido aquí para ser cómplice de un crimen, permitidme que me vaya.

- Estáis muy engañado, padre, -le dijo el enmascarado.- ¿No es vuestra obligación confesar a los que van a morir? Pues os repito que no exijo otra cosa de vos, y por supuesto el sigiilo de lo que habéis oído, pues de otra manera, vuestra vida iría de por medio.

El padre sonrió con desprecio, y respondió:

- ¿Me amenazáis acaso? ... Esto no me asusta; y si a costa de mi vida puedo impedir un crimen, la daré gustoso: el que ha ofrecido una vez al Señor su corazón, su alma y su vida, no debe temblar jamás, cuando por una buena obra pone en riesgo su existencia.

- Vamos, padre, no queráis hacer de mí un procónsul y de vos un mártir. Lo que yo deseo es evitar palabras, y que cumpláis con vuestro deber: entrad y confesad breve a esa mujer ...

- Yo no entraré, si no me explicáis ...

- Lo que tengo que explicaros es muy sencillo: yo tengo la resolución de matar a esa mujer: si esto es un crimen, lo acepto, y a la hora de mi muerte a vos, o a otro padre lo confesaré. He querido, sin embargo, que antes, confiese ella sus culpas, y salve acaso su alma; y para esto os he llamado: si no queréis, será vuestra toda la responsabilidad.

- Pero esa resolución es imposible que la llevéis a cabo, porque aun suponiendo que las faltas sean muy graves, le debéis perdonar, evitando al mismo tiempo el remordimiento eterno de vuestra conciencia. Acordaos de que Dios dice, que si el pecador cae siete veces al día, otras tantas será perdonado.

- Entrad padre, -dijo el enmascarado, sin darse por entendido de estas palabras:- yo os ruego; el tiempo urge, y después de cinco minutos ... ya sería tarde.

El enmascarado se levantó, y condujo al sacerdote a una puerta, lo introdujo por ella, y cerró diciendo:

- Si este hombre quiere mezclarse en algo, la otra pistola se empleará en él; el diablo sin duda me ha dado una energía que no creía tener, y al fin el capitán aparecerá como el asesino.

Arturo estaba como petrificado; le parecía que soñaba.

Rugiero lo tomó del brazo, y lo condujo a otra mámpara situada en el costado de la pieza, indicándoles otro agujero pequeño.

Arturo clavó la vista en él, como obedeciendo a un impulso sobrenatural y desconocido.

Era otra pieza tan lóbrega y tan triste como la anterior: en un canapé antiguo forrado de viejísimo damasco rojo, estaba una mujer joven, pálida, de grandes y rasgados ojos: dos rizos de ébano caían ondeando sobre su cuello de alabastro; un traje blanco le daba más interés, pues merced a la postura descuidada, en que se hallaba, se dibujaban los suaves contornos de su cuerpo. Era Teresa, que nunca había estado más interesante que en ese momento, en que el amor y la esperanza le habían dado el inaudito arrojo de aventurarse a esas citas peligrosas, a las cuales pueden concurrir sólo aquellas mujeres, que, como Teresa, están profundamente enamoradas, y conservan al mismo tiempo cierta inocencia, que les hace desconocer los peligros e inconvenientes de tales acciones.

Luego que Teresa vió entrar al sacerdote se puso en pie; sus ojos brillaron con una alegría infinita, y dejó asomar en sus labios una sonrisa de esperanza.

El sacerdote callaba, y no podía comprender, cómo estaba tan alegre una mujer que iba a ser asesinada.

- Os aguardaba con impaciencia, padre, -dijo la muchacha, haciendo seña al sacerdote para que tomara asiento.

-Supongo, -dijo el padre con voz grave,- que todo lo sabéis.

- Todo, -dijo Teresa con bastante tranquilidad.

- ¿Y estáis preparada?

- Sí.

El asombro del padre crecía a cada momento.

- La hora va a dar ya, y quisiera que cuanto antes fuera, -continuó Teresa.

- Entonces, -contestó el padre, arrodillaos y oiré vuestra confesión.

- ¡Confesarme!

- Sin duda, -replico el padre.

- Muy justo es.

Teresa cubrió su rostro y su cabeza con un chal de lana rosado y blanco que llevaba, y se arrodilló ante el padre.

Cuando Teresa acabó su confesión, el eclesiástico, que tenía una faz juvenil todavía, pero en la cual estaba retratada la virtud y la caridad, levantó los ojos húmedos de lágrimas, y bendijo a Teresa.

Teresa, sin levantar los ojos, continuó rezando.

La confesión de Teresa era de esas confesiones, que en vez de revelar la maldad y el crimen, daban a conocer un corazón virgen, y una alma llena de sencilla y envidiable inocencia de un niño. Teresa se confesó de que amaba mucho; de que estaba dispuesta a dar por su amante su existencia entera: el círculo de su vida giraba entre la impaciencia y martirios que le causaba su tutor, y la contemplación de un amor que había idealizado, con toda la poesía de que es capaz un corazón candoroso y limpio, como el de una paloma.

Teresa no dijo al confesor los nombres de las personas; pero fue bastante para que un pensamiento rápido pasara por su cabeza, y le alumbrara.

- Esta es una traición infame, -dijo para sí;- esta joven sin duda es víctima de una trama horrible, y no lo sabe ... Dios mío, inspírame un medio de salvarla.

- ¿Ninguna otra cosa más tenéis que decirme? -le dijo el padre.

- Ninguna.

- Es decir, que si, por ejemplo, os sorprendiera ahora la muerte, ¿creerías entrar en el cielo?

- Sin duda que sí, contando con la misericordia de Dios. ¡Quién es aquel que se puede decir justificado ante sus ojos!

El padre pensaba, revolvía mil proyectos en la cabeza, y hasta la idea se le venía de cometer una violencia, con riesgo de su vida.

- Esta criatura es muy joven, muy hermosa y muy santa; no debe morir, a menos que el Señor tenga decretado su martirio.

Luego, dirigiéndose a Teresa, le dijo con acento profundo:

- Si esta confesión fuera la última de tu vida, si dentro de poco debieras morir ...

A estas palabras un ligero temblor agitó los miembros de Teresa; se puso pálida, y sintiendo que se desvanecía, se reclinó un poco en el canapé. No era la idea de la muerte la que asustaba a Teresa, sino la de no ser felíz. Recuparada un poco, y sonriendo tristemente respondió al padre:

- Si es voluntad de Dios que muera yo, me resignaré ... pero desearía morir en sus brazos.

Esta palabra arrojó nueva confusión y dudas en el alma del padre.

- ¿Qué capricho de mujer será este, -dijo para sí,- que se resigna a morir en los brazos de un hombre? ¿Hablará del enmascarado? ¿Será su marido? Si es su amante, la confesión no es buena; y esta criatura, tiene en peligro su alma y su cuerpo ... Estoy resuelto a aclarar este misterio.

- Hija; tengo que consultar con un caballero negocios que pertenecen a tu alma y a tu cuerpo; así, volveré a verte.

- Haced lo que queráis,- le dijo la muchacha con voz dulce, y besándole son respeto la mano.

El padre salió, y Teresa se dejó caer de nuevo murmurando entre dientes:

- ¿A qué hora vendrá Manuel?

Teresa aguardaba a Manuel llena de amor, de susto, de esperanza.

La puerta se abrió, y el hombre enmascarado entró.

- ¿Manuel, eres tú? -dijo Teresa, yendo hacia la puerta.

El enmascarado se desubrió.

Teresa se tapó los ojos con las dos manos y retrocedió exclamando:

- ¡D. Pedro!

D. Pedro permaneció inmóvil.

Teresa, pasado un rato, se arrojó a los piés de su tutor diciéndole:

- Pues lo sabéis acaso todo, perdonadme.

- ¿Te has confesado, Teresa? -le dijo D. Pedro con voz bronca.

- Sí, para casarme con él.

- ¡Para morir! -gritó D. Pedro, y luego continuó con voz apagada:- si tienes algo más que decir a Dios, que sea breve.

Teresa cayó en el suelo anonadada, y luego arrastrándose a los pies de D. Pedro, exclamó:

- Perdonadme, señor; venía a casarme con él: ¿qué os cuesta darme esta felicidad?

D. Pedro hizo un gesto infernal, y apoyó el cañón de la pistola sobre la frente pálida de Teresa.

Arturo quiso en aquel momento romper la mampara, pero Rugiero lo asió de la cintura, y con una fuerza sobrenatural lo sacó de la pieza, lo bajó por la escalera, y abriendo el zaguán, lo puso en la calle, y desapareció entre las sombras.

Arturo permaneció inmóvil un rato; se limpió los ojos; se tocó la frente, y un sudor frío corría por ella. Cerciorado de que no soñaba, y poseído de un rapto de furia, quiso entrar de nuevo, pero se encontró con un hombre que lo detenía. Preocupado alzó un bastón con puño de fierro que llevaba, y aplicó en la cabeza al hombre un golpe terrible; el hombre cayó, dando un ronquido.

Arturo, que lo vió, se inclinó, y reconoció al capitán Manuel.

- ¡Maldición! -exclamó;- lo he matado, y no puedo salvar a su querida.

Y ya fuera de sí, abandonó la fatal casa, y echó a andar precipitadamente por enmedio de la calle.
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