Presentación de Omar CortésCapítulo quinto Capítulo séptimoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO SEXTO

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RECUERDOS, AMOR Y ESPERANZAS

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El mismo día en que Arturo recibió una especie de desaire de la voluble Aurora, el capitán Manuel tuvo una entrevista con su querida: hacía tres años que se habían separado, y por primera vez se vieron en el gran baile. Como debe suponerse, no pudieron hablarse allí sino muy pocas palabras; pero fue lo bastante, para que, a pesar de las dificultades y riesgos, combinaran una entrevista. Manuel conocía a una mujer que se mantenía de lavar y coser ropa de hombres solos, y vivía en una calle un poco separada del centro de la ciudad: allí pensó Manuel que con seguridad podría platicar a su sabor con Teresa: y dándole a ésta las señas arreglaron la hora, que fue de las nueve de la mañana. La casa de la lavandera estaba en el primer piso; daba a la calle, y constaba de dos piezas, una pequeña cocina y un reducido patio. En vez de la suciedad y del abandono, que, según hemos dicho, hay en la mayor parte de las accesorias de los barrios, todo respiraba allí aseo. El primer cuarto, que servía de sala y de taller al mismo tiempo, estaba envigado perfectamente, pintado de amarilla, y tan limpio, que ni aún el polvo que levanta el viento, se notaba. En las paredes, de un blanco brillante, había algunos grabados finos de modas, de batallas de Napoleón y de santos y vírgenes. Esta extraña mezcla de estampas, resultaba de las necesidades de la lavandera: como devota y buena cristiana, necesitaba de imágenes ante quienes rezar: como algo ilustrada y de un gusto perfecto en su profesión, quería las estampas de modas para arreglarse a ellas al tiempo de aplanchar la ropa; y en cuanto a los cuadros de Napoléon, le había sido forzoso recibirlos de manos de un joven elegante, que, demasiado honrado, quiso pagar de alguna manera el trabajo de la excelente lavandera. El ajuar de esta sala se componía de unas sillas, de un par de rinconeras y de una mesa redonda; todo pintado a imitación de la caoba, colocado en su lugar, y perfectamente lustruoso y bien conservado: en las mesas de rincón, en vez de ricos floreros de cristal o estatuas, había unas modestas jarras de porcelana, de cuyo cuello se desprendían unos ramilletes, compuestos de claveles, de rosas, de chícharos, de amapolas y de otras mil flores, cuyo olor se difundía en la atmósfera de la modesta habitación. En medio de la sala había una gran mesa de cedro, en donde estaban extendidas multitud de piezas de ropa, y en el suelo una hornilla portátil, donde se calentaban las planchas.

La recámara era más pequeña, y contenía un antiguo armario o ropero chino, encarnado y con labores y relieves dorados, y el lecho, que merecía ser observado cuidadosamente. Las almohadas, de seda encarnada, tenían unas fundas llenas de primorosos calados imitando los encajes más exquisitos; la sobrecama era blanca, de un algodón finísimo, y recamada con bordados de seda de vivos colores, imitando campiñas, montañas, animales feroces de toda especie, y figuras de hombres y mujeres las más caprichosas y fantásticas: era un mosaico curioso, que merecía estar detrás de la vidriera de un museo. Sobresalían un poco las sábanas de lino, bordadas con curiosas orlas y tejidos de algodón; y todo esto era obra de la lavandera, que había dedicado sus ratos de ocio a ordenar su lecho, si no con la ostentación de un rico, si con toda la cómoda voluptuosidad de que es capaz una gente de la clase pobre y trabajadora de México. Toda la recámara estaba llena de claveros y cordeles, de donde pendían trajes blanquísimos interiores: todos estaban limpios y lustrosos. Había no sé qué atractivo secreto en este cuarto de la lavandera que involuntariamente se venía a la imaginación que estos trajes pertenecían a otras tantas hermosuras ...

El pequeño patio no desdecía de las piezas de que se ha hablado: una higuera y un frondoso fresno le formaban un toldo de verdura. Alrededor del fresno había algunas macetas de platas trepadoras, que enredaban sus zarcillos en el tronco de los dos árboles. Algunas campánulas y mastuerzos subían por las paredes, y ostentaban su hermosura. En medio de estas plantas verdes y nácar, se veían las jaulas, con zenzontles y calandrias que saltaban y gorjeaban contentos: dos o tres gallinas vagaban por el patio, y un corderillo, limpio, peinado, y con una campanilla al cuello, estaba atado a un poste. Tal era la habitación de la lavandera; y si nos hemos detenido en estos pormenores, no es sino por la idea que tenemos de dar a conocer, en cuanto sea posible, las diversas clases de que se compone la sociedad de México.

La dueña de esta casa estaba en armonía, por decirlo así, con cuanto le rodeaba. Tenía como treinta años; era alta y robusta, de color moreno y cutis finísimo: su pié pequeño y su pierna redonda y mórbida, lucía perfectamente, pues vestía unas enaguas altas de fina muselina, y las ropas interiores estaban adornadas con encajes y calados, tan curiosos como los de su lecho: calzaba siempre un zapato de seda verde oscuro. Su camisa, dejando descubierto su cuello, estaba bordada con chaquira negra formando labores, de las cuales se desprendían unos botoncitos o adornos, que llaman piñitas. la fisonomía de esta mujer era, si no hermosa, al menos agradable: tenía grandes ojos negros; labios gruesos, pero frescos; una dentadura blanquísima; mejillas encarnadas, en las que se revelaba la salud y la robustez; y su pelo negro pasaba dividido en dos bandas por encima de las orejas y anudado por detrás con listones rojos: tal era la propietaria de esta casa. Como lavandera de profesión, tenía conocimiento con las mejores casas de México: su exactitud, su habilidad y su honradez le habían dado mucha fama, y con esto le sobraban parroquianos. Se levantaba con la luz; aseaba cuidadosamente la casa; limpiaba las jaulas de los pájaros, en seguida se ponía a trabajar hasta las ocho o las nueve de la noche, sin más interrupción que las horas precisas para comer. Tenía a su servicio, durante la mañana, algunas muchachas oficiales, y así lograba cumplir con todo lo que tenía a su cargo.

A esta mujer, pues, ocurrió Manuel: impaciente toda la coche, apenas pudo cerrar los ojos, y a la mañana siguiente antes de las siete se dirigió a la casa de la lavandera.

Esta se hallaba ocupada en sus quehaceres; y limpia y alegre, cantaba una de esas canciones populares, tan lindas, y que a veces tienen más eco en el corazón que la música de las óperas.

- Dios te guarde, Mariana, -le dijo el capitán entrando y pasándole familiarmente el brazo por el cuello.

- Guarde Dios a usted, señor capitán, -le contestó la lavandera, interrumpiendo su canción.- ¿Qué se ofrece, que tan de madrugada anda usted por estos barrios? ¿Quiere usted su ropa ya, cuando apenas es jueves?

- No se trata de ropa ahora, Mariana, -continuó el capitán sentándose,- sino de pedirte un favor. ¿Me lo concederás?

- Según sea. Ya usted sabe que, aunque pobre, soy honrada, y vivo de mi trabajo.

- Tampoco se trata de que dejes de ser honrada, Mariana.

- Pues entonces, ¿qué me pediría usted que sea yo capaz de negarle?

- Deseo tener una conversación, en tu casa, con una muchacha ...

- ¡Vaya, señor capitán!, usted quiere quitarme el crédito ...

- ¿Por qué, Mariana?

- Porque ya usted ve ... esas citas de señoras de coche en casa de una pobre como soy yo ... Luego no querrán fiarme su ropa las gentes decentes, y ...

- ¿Has salido de ejercicios, Mariana? ¿Te has confesado ayer, que estás hoy tan escrupulosa?

- Bien sabe Dios, -contestó con voz compungida,- que soy una gran pecadora; pero mi casa es muy honrada ...

- Que se te quiten esos temores: la mujer que hoy debe venir aquí, es muy desgraciada ...

- ¿De veras?

- Positivamente.

- Su marido la molestará acaso; sus padres le prohibirán que le hable a usted ... ¿no es verdad? En ese caso conciento con todo mi corazón. Soy enemiga declarada de los maridos imprudentes y de los padres tiranos. Pregúntele usted a las niñas Doloritas y Antoñita, y Lugardita, y ...

- ¡Jesús, Mariana! -le interrumpió el capitán,- y dices que eres buena cristiana.

- Pero eso sí; nada de malo han hablado; se han dicho que se quieren, pero todo conforme Dios manda. Le contaré a usted, señor capitán, un cuento muy divertido ...

- Lo dejaremos para otro día, si te parece, Mariana, -dijo el capitán algo violento:- por ahora márchate, que deseo estar sólo.

- ¡Márchate! -repitió Mariana, remedando la voz del capitán ... -como si fuera eso tan fácil; y mi trabajo, y el tiempo que pierdo ...

- Toma, Mariana, -le dijo el capitán, quitándose un anillo de oro y esmalte que tenía en el dedo; es muy justo te indemnice; pero vete pronto,, y acuérdate de que mis bolsillos han estado siempre abiertos para tí ...

- ¡Guapo y liberal como el capitán no hay ninguno! -exclamó Mariana mirando el anillo y pasándolo a su dedo-. Me voy, me voy: cuidado con espantar a mis pájaros y a mi borrego, ni descomponer los vestidos, ni la cama ¡eh, señor capitán!

Mariana se puso encima unas enaguas limpias; tomó su rebozo reluciente de seda, y salió de su casa, haciendo nuevas recomendaciones.

El capitán quedó sólo: lo necesitaba por cierto. Cuando después de mucho tiempo se va a hablar, a ver, quizá a estrechar contra el corazón a una mujer que se ha idolatrado en los primeros años de la vida, se necesita prepararse con la meditación y el aislamiento para un acto tan sublime. Cuando alguna vez nos hemos aislado de todo cuanto nos rodea para no creer más que en una mujer; para no pensar más que en ella, y para no adorar sino a ella sola, hemos comprendido los éxtasis de los santos, hemos creído entonces en la vida contemplativa de los anacoretas, a quienes el amor y la esperanza ha hecho felices por muchos años en medio del desierto y de la silenciosa soledad. Si algo hay de divino en la miserable organización humana, es el amor.

Luego que salió Mariana, el capitán quedó inmóvil, mudo, fuera de sí: su corazón latía con fuerza; una especie de calofrío recorría todo su cuerpo; y pálido, silencioso y con la respiración trabajosa, se dirigió a un sillón, se sentó, e inclinó su cabeza sobre el pecho. Cualquiera habría dicho que este hombre agonizaba, cuando no había más que aguardar a su querida. Si las mujeres vieran cómo sufrimos, con qué vehemencia las amamos, jamás nos harían una traición.

El capitán permanecía con la cabeza inclinada y los ojos entrecerrados: todos sus pensamientos, todas sus potencias, toda su alma, su vida pasada y futura, aunque parezca atrevida la expresión, estaba reconcentrada en el pensamiento de Teresa. La veía venir pálida, doliente, desgraciada; pero se le figuraba que una aureola de luz la rodeaba; que ángeles con alas de oro y de esmalte la circundaban; que por doquiera que pasaba aquella mujer, dejaba un aroma desconocido, cuya esencia no podía definirse: Manuel se figuraba las delicias del cielo, y no las podía comprender sin la compañía de Teresa. Y a pesar de este amor, estos jóvenes no se casaron, sino que arrojados por un camino distinto, vagaron tres años, solos, absolutamente solos, porque hay seres sobre quienes pesa una negra fatalidad; porque rara vez se realiza esa fusión de dos almas en una; porque no es frecuente que se cumpla esta santa idea de unir con el matrimonio al hombre y a la mujer.

Manuel se levantó; dió algunos paseos por la sala, y salió después al patiecillo: las calandrias cantaban; las campánulas pendían de sus tallos, como si fueran los arabescos de este toldo de verdura; y en el cáliz de los mastuerzos aun temblaban las gotas de rocío. Manuel suspiró, y sus ojos se llenaron involuntariamente de lágrimas: envidiaba la felicidad de Mariana, que, exenta de pasiones, trabajaba como una hormiga para juntar algunos granos para el invierno de su vejez.

Dieron las nueve en el reloj de una iglesia cercana.

Cada vibración de la campana fue a resonar en el corazón del capitán. Inquieto salió a la puerta: la calle estaba solitaria; uno que otro hombre embozado, pero no sospechoso, se veía en ella: Manuel se metió agitado y dió unos paseos. Volvió a salir a la puerta, y en la esquina divisó una mujer de un cuerpo flexible y gallardo, vestida con un rico traje de seda negro y una mantilla, cuyo velo bordado de ricas y exquisitas flores, cubría totalmente su rostro.

El corazon del capitán latió más violentamente, y no se engañó: era Teresa, que vacilante y llena de temor, entró a la casa donde la aguardaba el capitán, con esa indefinible mezcla de alegría, de susto y de agitación que hemos procurado describir.

- ¡Teresa! -le dijo el capitán tendiéndole la mano.

Teresa no pudo responder; y apenas tuvo el tiempo necesario para echarse atrás el espeso velo que le cubría el rostro, y dejarse caer en una silla.

- Estás muy pálida, -le dijo el capitán.- ¿Te ha sucedido algo?

- Nada, Manuel, -le contestó la muchacha;- hacía tres años que no te hablaba; que no tenía esas dulces conversaciones del tiempo de nuestros amores, y la idea de felicidad que hoy me aguardaba, me ha hecho un efecto terrible y que ni yo misma creía. Necesité de mucho esfuerzo para llegar aquí.

- ¡Si vieras, Teresa, que me ha sucedido lo mismo! -le dijo Manuel sentándose junto a ella, y clavando melancólicamente sus ojos en el rostro pálido e interesante de su querida.

- ¿De veras, Manuel?

- Pon la mano en mi corazón, Teresa; verás como late.

El capitán tomó la pequeña mano de la muchacha y la puso sobre su pecho.

- ¿Y no me has dejado de amar nunca? -le dijo Teresa.

- ¡Nunca! ¡nunca!

- ¿Pero tú has sido felíz, no es verdad?

- Ni un sólo día, Teresa: desde que te conocí, al despertar, al dormir, al hacer las más insignificantes acciones de mi vida, siempre tu imagen ha estado delante de mis ojos y grabada en mi corazón. Puedo decir que has vivido conmigo; que tu alma ha estado dentro de la mía, y que he sentido el contacto de tu mano, el calor de tu cuerpo, el sonido de tu voz. Yo creía que era posible olvidarte ... pero ni un momento te he olvidado, Teresa: ya ves ... Dios, nos ha unido en pensamiento y en verdad; ¿por qué nos hemos de separar?

- Pero tú has tenido otras queridas, y tal vez las has amado ...

- Te creía muerta, Teresa, como te dije la otra noche.

El rostro de Teresa se cubrió con una nube de tristeza; el capitán la observó, y con acento sincero y apasionado continuó:

- ¡Bien, ángel mío! si ahora me arrodillara delante de tí y te dijera: Teresa, ningún amor más que el tuyo ha llenado mi corazón; a ninguna mujer más que a ti he visto con la confianza y con la ternura de una madre, de una amiga, de una esposa; en vez de placeres, no he tenido más que desengaños y amarguras; he pasado las noches en las orgías, y he vivido en los cafés, reunido con una porción de hombres desmoralizados; he vagado errante de ciudad en ciudad, buscando pendencias y aventuras; pero todo esto ha sido porque me faltaba mi Teresa, porque la creía en el sepulcro; y despechado, y sin porvenir, y sin esperanza, procuraba ahogar la tristeza y el fastidio que me consumían en una vida disipada, pero activa: si todo esto te lo revelara con el acento de la más pura verdad, y te dijera: perdóname, Teresa mía; echa un velo sobre todas estas desgracias, vuélveme tu amor; sé generosa, y dame la felicidad y la paz del corazón, ¿no es verdad, que no serías cruel? ¿no es verdad que tu corazón bondadoso, no resistiría a estos ruegos, dichos con el acento del amor y de la verdad?

Mientras el capitán decía estas palabras, que en efecto le salían de lo íntimo del corazón, se había aproximado más a Teresa; y estrechaba con sus dos manos la blanca mano que ésta le había abandonado.

Teresa estrechó las manos de Manuel, y cuando éste levantó sus ojos, se encontraron con los de su querida, que estaban algo brillantes con las lágrimas próximas a desprenderse y a rodar por sus mejillas.

Manuel estaba perdonado.

- Las mujeres, Teresa, -le dijo Manuel con acento solemne, y volviendo a tomar la postura que tenía al principio de la conversación,- son nuestros ángeles de la guarda en el mundo. He encontrado ya a mi ángel, y desde hoy seré otro, Teresa mía; pero dime tú ahora, ¿qué has hecho desde que no me ves? Acaso mientras yo estaba siempre pensando en tí, mientras era yo desgraciado, tú me habrías olvidado ...

- Ni un instante, Manuel: los hombres son muy injustos; nos creen volubles e ingratas, y no ven que su memoria hace caer nuestras lágrimas sobre la tela que bordamos, o el lienzo que cosemos. Cuando creía que me habías abandonado; que tantas protestas de amor eran mentira; que lo mismo que escribías a mí lo decías a otras, entonces ... me venían ganas de matarme ... pero después pensaba en Dios, le ofrecía mis pesares, y formaba la resolución de no amar a nadie más que a El; de abandonar el mundo, donde no veía más que traición y engaños ... de no volver a pensar jamás en tí ...

- Teresa: ¿y por qué hacías eso?

- ¿Qué quieres? es uno de los tormentos a que se condena la mujer, cuando ama de veras: cada hora, cada minuto, asaltan nuevas dudas al corazón, y esto hace padecer mucho.

- Pero ahora estás tranquila ¿no es verdad?

- Si, Manuel, soy un poco menos desgraciada.

- Teresa, le dijo Manuel, mirándola fíjamente con mucha ternura;- ¿me concederías un favor?

- ¿Cuál, Manuel?

- Cuando me separé de tí, me abrazaste; ahora que te vuelvo a ver, deseo que me des otro abrazo.

Teresa pasó su brazo por la espalda del capitán, y éste estrechó a su querida contra el corazón diciéndole:

- Teresa, soy el más felíz de los hombres: no cambio una caricia tuya, por todos los tesoros del mundo: quisiera que tu cuerpo se uniera al mío, y no hablar sino por tu voz, no oír sino por tus oídos, no ver sino por tus ojos ...

Teresa encendida con una ligera tinta nácar, que se hacía más notable por la palidez de su rostro, quería seararse de los brazos de Manuel; pero éste le dijo con una voz muy suave:

- Así, bien mío, así; otro momento más, porque me haces muy felíz.

Teresa, abandonó su linda cabeza al capitán, que silencioso y extasiado acariciaba su negro cabello.

Después de un momento de este silencio solemne, de estas caricias llenas de amor y de inocencia, el capitán volvió a tomar la palabra.

- Ahora que estás más tranquila, Teresa mía, cuéntame algo de lo que te ha pasado. ¿Dónde está tu madre? ¿Quién es ese hombre que te acompañaba?

- Mi madre murió, Manuel.

- ¿Y ese hombre?

- Es mi tutor.

- Pero, Teresa, ¿qué no hemos de vernos en lo de adelante? ¿ha de acabar nuestro amor? ¿he de perder la esperanza de que seas mía? Eso es imposible.

- Ya lo veo, Manuel; pero si tú me amas, debes por lo mismo alejarte de mí.

- ¿Alejarme de tí ... vida mía? -siguió Manuel con voz muy suave.- No; jamás; una vez que te he vuelto a encontrar, te veré, te hablaré, a pesar de todo el mundo.

- ¿Y si hubiera un imposible?

- ¿Cuál, Teresa? ... Sólo que tú me arrojes de tu lado, sólo que no me ames ...

- ¿Y si fuera yo casada?

- ¡Casada! -repitió Manuel con cólera, levantándose de su asiento.- Tú me engañas, Teresa, eso no puede ser.

- Es la verdad,- dijo Teresa en voz baja, e inclinando la cabeza sobre el pecho.

- Me has hecho muy desgraciado, Teresa; -y luego, en un rapto de desesperación, exclamó:- ¿Y qué importa que seas casada? Te arrancaré del lado de tu marido, y serás mía, siempre mía, porque mataré a ese hombre, a quien ya detesto ...

- Vamos, Manuel, cálmate, -le dijo Teresa, dándole su mano y sonriendo:- lo que te he dicho ha sido para probar tu amor. Ahora estoy persuadida de que me quieres ... te diré que no me he casado, que sólo pensaba en tí ... ¡Ingrato! ya verás lo que he sufrido. ¡Qué! ¿no conoces en mi rostro los martirios de mi alma?

- Teresa, eres capaz de volverme loco, contestó el capitán ... -No me vuelvas a atormentar así ... dime la verdad.

- Ahora te la puedo decir: desde que murió mi madre, quedé huérfana y entregada al cuidado de un tutor; éste, en los principios, me trataba bien; mas después me comenzó a celar y a oprimir; últimamente, es decir, hace seis meses, me declaró que me amaba, y que deseaba casarse conmigo; yo resueltamente le dije que no; pero es un hombre de un genio feroz y orgulloso hasta el extremo; con su riqueza y el favor que goza con las gentes influyentes, le parece que nada puede resistirle. Conociendo esto, me he valido de la astucia; lo he tratado mejor; él ha concebido algunas esperanzas, y con esto me da gusto en cuanto quiero.

Ha condescendido en llevarme al paseo, al teatro, al baile donde te encontré, Manuel, y en donde tenía cierto presentimiento de encontrarte, porque mi corazón me decía que México sería para mí el lugar donde hallaría la felicidad. Ahora, lo que se necesita es que tú apeles a la justicia, porque debe haber justicia para proteger a las mujeres desvalidas; que me saques de su poder; le reclames mis bienes, y después ... si me amas ...

- ¡Si te amo, Teresa! ... Júrame que serás mi mujer ... Nos casaremos ... es lo primero que debemos hacer. Yo buscaré un eclesiástico a quien confiar nuestro secreto; él nos casará, y yo podré entonces reclamarte con derecho que nadie me podrá negar. En cuanto al dinero, yo no quiero nada más que a tí ...

- Dices bien, Manuel, conozco tu desinterés; pero ¿será justo que los cuantiosos bienes que me dejó mi madre, se queden en poder de este hombre, que ha sido mi verdugo? Yo te contaré toda mi historia, y verás si tengo razón.

- Haré lo que tu quieras, Teresa de mi corazón, -exclamó el capitán,- pero sobre todo, la idea de casarme contigo me vuelve loco, me enajena.

Manuel, recobrando su buen humor, comenzó a saltar como un chicuelo en la pieza; rió, bailó, tomó las manos de Teresa, y las cubrió de besos; acarició sus mejillas, y luego sentándose de nuevo junto a su querida, limpió sus ojos que estaban algo húmedos, y le dijo:

- Soy muy felíz, Teresa ... Decididamente seré ahora hasta buen cristiano; y después de ser muy dichoso en esta vida, lo seré en la otra ... Gracias, Teresa, gracias, vida mía.

Teresa, llena de júbilo, miraba complacida y silenciosa las locuras de su amante, y decía para sí:

- Seré muy felíz con Manuel; tiene un excelente corazón, y me ama mucho.

- Bien, Teresa, hablaremos formalmente.

- Diga usted lo que quiera, señor capitán,- le dijo Teresa en tono chancero.

- Hoy veo al cura, a mi amigo el Gobernador, al Presidente, a todo el mundo; el caso es que mañana a las nueve venga aquí mi Teresa a ser mi esposa; ¡no haya miedo, muchacha! te quiero mucho, y has de ser felíz. En cuanto al dinero, lo reclamaremos si quieres; pero será para tí; yo cumpliré con entregarte mi pobre paga de capitán, y ser tu amigo, tu compañero, tu amante, tu esclavo: ¿estarás contenta? ...

Teresa sonrió con esa dulce satisfacción que se apodera de la mujer que se cree verdaderamente amada, y dijo con una voz amorosa:

- Lo que tú hagas, lo doy por bien hecho; mañana vendré a esta hora, y ... tú harás lo demás; por hoy es preciso retirarme; la menor sospecha de mi tutor nos sería funesta. Así, adiós Manuel.

- Adiós, Teresa, adiós.

La joven su cubrió el rostro con su velo, y salió.

- ¡Adiós, ídolo mío! repitió el capitán, espiando por la hendedura de la puerta a su querida, hasta perderla de vista. Después entró, y tomando su sombrero y su capa, salió también, cerrando la puerta por fuera, y diciendo: Si de esta echa no me muero de alegría, digo que viviré eternamente. Mañana me caso; pero hoy parece que sueño todavía.
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