Presentación de Omar CortésCapítulo cuadragésimo octavo Biblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO NONO

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D. FRANCISCO VENDE SUS AMORES POR UN PLATO DE LENTEJAS

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Don Francisco durmió profundamente hasta cerca de medio día; a esa hora despertó, bostezando todavía tomó una novela de Pablo Kock, y arrullado con la lectura, volvió a dormitar. Hizo por fin un esfuerzo para levantarse, se lavó, se perfumó, pidió el almuerzo, y después de llenar el estómago con un par de agachonas, una tortilla de huevos a la francesa, un buen plato de frijoles y una botella de cerveza, salió a la calle, y se dirigió a dar una vuelta por la casa de Aurora. Todo estaba en su estado ordinario: las tiendas abiertas; los operarios trabajando; los vecinos y vecinas en los balcones; ninguna señal de la catástrofe de la noche anterior. D. Francisco contempló con una especie de terror el lugar donde había caído de la escalera, echando una mirada al balcón de la recámara, notó que la puerta estaba entrecerrada.

- Vamos, -dijo,- la chica está reponiéndose de la desvelada de anoche;- y satisfecho con sus observaciones, se dirigió al café del Progreso, a echar unas treguas de billar, hasta la hora del paseo. Aurora no se había levantado, porque amaneció con un resfrío, se llamó al médico, que ordenó una bebida calmante y que quedase en cama.

Mientras esto pasaba, referiremos otra escena, importante para el enlace de nuestra historia: el gobernador siguió sus correrías en persecución de los traidores y facciosos; logró sorprender algunos en su casa, y los mandó presos a los cuarteles de confianza: restablecida así la tranquilidad pública, S.E. se retiró a descansar, y durmió como un bienaventurado, hasta cerca del medio día, a cuya hora se dirigió a su oficina. La primera persona con quien se encontró, fue con D. Pedro,que iba a dar ciertas instrucciones, para que se continuara la persecución de los ladrones que lo habían robado: D. Pedro era hombre que no quitaba el dedo del renglón; y había jurado que aunque le costara una talega de onzas, los ladrones habían de ser ahorcados, y su infiel querida de San Cosme condenada a moler maíz en la cárcel, durante diez años.

- ¿Qué vientos traen por acá al Sr. D. Pedro? -le dijo el general gobernador, dando la mano al tutor.

- El maldito negocio de mi robo: me han dicho que por una tiendecita de empeño de la calle de la Cruz Verde, se halla una cadena que me pertenecía; quizá por esto cogeremos el hilo del ovillo.

- Pero ya el juez ...

- Ya sabe usted que es menester actividad; deseo que usted mande a su policía secreta que rastree; y si se encuentran algunas pruebas, las daremos al abogado que sigue este asunto, y el juez obrará entonces ... Es menester tomar todas las avenidas, pues si se deja dormir y no se agita ... ya conoce usted nuestra administración de justicia.

- Muy bien, Sr. D. Pedro, muy bien, haremos todos los esfuerzos posibles: enviaré mi policía secreta por la Cruz Verde ... ¡Oh! no tenga usted cuidado; mi policía secreta es admirable. Tengo en ella muchachos tan guapos, que me dicen lo que piensan las gentes ... Por mi policía privada descubro lo que pasa en las recámaras de las niñas; estoy informado nada menos de que todas las noches entra a la recámara de una jovencita linda, muy linda, un galán afortunado; y que el maldito muchacho sube y baja por la escalera del sereno ...

- ¡Cáspita! ¿Y se puede saber, señor gobernador? -dijo D. Pedro sonriendo, y fingiendo admiración y sorpresa.

- Si no se me escapa nada, absolutamente nada, -continuó el gobernador, con mucha satisfacción.

- ¡Es admirable! ni en París sucede eso; y esto que allí, según nos cuentan, cada habitante tiene un agente de policía que lo sigue y vigila ... Vamos, señor gobernador, -dijo D. Pedro arrimando su silla, y dándole una palmadita en el hombro,- veo que encontraré mis alhajas, si usted toma empeño ... Pero cuénteme usted más pormenores de ese suceso.

- Pues señor, la cosa estuvo graciosa: anoche al bajarse el amante por la escalera del sereno, le echó mano mi policía secreta, y lo trajo a la cárcel ...

El gobernador soltó la carcajada.

- ¡Es posible! pues de veras estuvo gracioso el lance, -repitió D. Pedro riendo.

- Y lo más singular es, que esto no lo sabe nadie: la muchacha es la más linda de México, la más linda, y su madre nada sospecha ... Ya se ve, si las pobres madres ... ¡qué fácil es engañarlas!

El gobernador continuaba riendo.

- ¿Y su padre? -preguntó D. Pedro ...

- ¡Qué! si no tiene padre ...

- ¡Ah! esa ocurrencia será por algún barrio, con una familia pobre, oscura ...

- Nada de eso, nada de eso: es una familia principal, cuya casa está en una de las mejores calles; en la calle de ...

D. Pedro dió un salto en la silla, pues una idea repentina se le ocurrió; pero disimulando, dijo con mucha indiferencia:

- Estoy siempre atormentado por unos dolores nerviosos que me hacen saltar; pero volviendo a la conversación, ¿quién es ese afortunado galán?

- Un calavera, un casquivano, un perdido: D. Francisco B ... Ya ve usted, que no vale la pena ... pero reserve usted este lance, Sr. D. Pedro, pues entonces ya mi policía no surtirá tan buenos efectos.

- Pierda usted cuidado, señor general ...

- Y usted descuide de su asunto, Sr. D. Pedro.

D. Pedro se despidió dando mil agradecimientos al gobernador: estrechándole la mano, elogiando su talento y su actividad y haciéndole suaves presiones en el hombro.

D. Pedro, luego que estuvo fuera del palacio municipal, tomó un coche del sitio, y se fue en busca de D. Francisco, pues había conocido que sus sospechas no eran vanas; que el galán de la aventura era D. Francisco, y la dama nada menos que Aurora.

- Fiése usted, -decía,- en la virtud y en el recato de las niñas; todas son unas. Lo que me admira, es que confesándose Aurora con un padre que le aprieta tanto la naranja, se tome estas libertades ... De todas maneras sacaré partido de ese secreto ... Soy perseguido de los pisaverdes. Felizmente Teresa ... ya no me dará guerra: ya nos compondremos con este otro pícaro.

D. Pedro fue el hotel del Teatro Nacional, donde se había mudado D. Francisco pocos días antes; pero no habiéndolo encontrado, se dirigió al Progreso, paraje donde cuotidianamente asistía el joven; y allí lo encontró en efecto, muy quitado de la pena, jugando a la villa blanca.

- Un momento, un momento, no más; acabaré de ganar las contras, -dijo el galán, luego que notó a D. Pedro.- Este viejo, sin duda, viene a formarme una campaña por la aventura de anoche, -calculó el petimetre; pero ninguna impresión le hizo, porque tenía una sangre fría admirable.

Acabó de jugar su villa blanca; ganó por supuesto las contras, porque era muy buen jugador al billar; se limpió el sudor; encendió su puro, y con mucha marcialidad tomó a D. Pedro del brazo.

- Perdone usted, Sr. D. Pedro, que lo haya hecho esperar tanto; pero era preciso ganarle las contras a ese calavera: estoy a las órdenes de usted; -y diciendo esto, tomó del brazo a D. Pedro, como si fuese su íntimo amigo.

- Tenemos un asuntito que arreglar, -le dijo D. Pedro con mucha gravedad.

- Estoy a sus órdenes; y en mi cuarto del hotel del gran Teatro Nacional podremos hablar, sin que nos interrumpa nadie. Vamos ...

- Será mejor en mi casa, si a usted le parece.

- ¿Tendría usted desconfianza de que yo faltase a la hospitalidad? -preguntó el petimetre, mirando fijamente a D. Pedro.

- De ninguna suerte; ni por pienso, -dijo D. Pedro, afectando mucha tranquilidad.- Es un asunto, que si usted es hombre racional, podremos terminar amistosamente.

- Pues ya se ve que sí; muy amistosamente podremos arreglar todo lo que usted quiera. Vamos, vamos; -y enlazando más fuertemente el brazo de D. Pedro, echó a andar con mucha precipitación, llevando a remolque al anciano, que, fatigado y con la lengua de fuera, no tenía fuerzas, ni para hablar, ni para resistirse.

En un momento llegaron al hotel: D. Francisco lo hizo subir de dos en dos los peldaños de la altísima escalera; llegó a la puerta de su cuarto; metió la llave, e introduciendo al tutor; cerró la puerta por dentro: don Pedro se sentó sofocado en una silla.

El cuarto del petimetre presentaba un aspecto muy singular: casacas, levitas, pantalones, chalecos, botas, todos los atavíos con que día por día se engalanaba como un cómico, estaban esparcidos sobre las sillas colocadas en desorden en medio de la pieza. En el tocador había multitud de frasquitos de pomadas y aceites olorosos, cepillos chicos y grandes, cosméticos para teñir el bigote, colorete para la cara, fierros para rizar el cabello; y un obervador curioso habría descubierto dos corsés y algunos pechos postizos.

- Cuarto de hombre solo, por ahora ... ¿qué quiere usted, caballero? -dijo D. Francisco, haciendo un montón de la ropa, y arrojándola sobre la cama;- pero en, fin ... ya estamos solos ... descanse usted un poco de la fatiga y hablaremos ...

En efecto, D. Pedro estaba sin aliento, y le fue necesario reposar un poco antes de comenzar a hablar: después de un rato, durante el cual D. Francisco se puso una bata y un gorro griego, el tutor comenzó.

- Caballerito, -dijo,- yo soy poseedor de un secreto.

- ¡De un secreto! Veamos ... cabalmente yo soy afectísimo a poseer secretos ajenos ... porque es mi fuerte contar todo lo que pasa.

- Es que se trata de un secreto que pertenece a usted.

- ¿A mi? bien, mucho mejor entonces, -replicó el joven riendo;- cabalmente yo no acostumbro guardar mis secretos; y mis aventuras las saben todos mis amigos.

- Se trata de cosas muy serias, y del honor de una familia.

- Parece que usted quiere que hablemos con seriedad: sea enhorabuena; y como dice usted que se trata del honor de una familia, ya es otra cosa: yo no quiero deshonrar a ninguna familia. Diga usted, Sr. D. Pedro.

- Pues, caballerito, usted se ha subido por el balcón a la recámara de una niña, que goza de una intachable reputación; y esto ...

D. Francisco se desconcertó un poco al oír estas palabras del tutor; pero alisándose el bigote y tomando una postura más teatral, dijo con la mayor sangre fría:

- Y bien, ¿y qué? ...

- ¡Y qué! ...¿y qué? -repuso el viejo lleno de cólera.- ¡Conque le parece a usted un grano anís! ...

- Vamos, no hay que enfadarse, -respondió el joven;- una vez que ya sucedió y que usted lo sabe, ¿para qué negarlo?

- ¡Ya sucedió! ... ¿y qué ha sucedido, infelíz? ¡Hable usted, por Dios!

- Pues nada: que me he subido por los balcones, y que he tenido mis platiquillas amorosas con la chica. La verdad estaba bastante enamorado. ¡Es tan linda ... tan amable ... tan mona! ...

- Bien, bien: de lo que se trata ahora es de enmendar lo hecho.

- Enmendarlo, ¿y cómo? Sólo casándome con Aurora.

- ¡Casarse! -exclamó el viejo abismado de la deschatez del petimetre. ¿Y con qué cuenta usted para eso? ¿Cree usted que va a llevar a su lado a una fregona, o a una cocinera?

- ¡Toma! la chica tiene con qué mantener su coche y su lujo: yo le cuidaré su dinero: eso no le gustará mucho a la madre, pero paciencia ... Ahora, permítame usted preguntarle: ¿con qué carácter me viene usted a preguntar lo que toca a cosas muy particulares mías?

- Caballero, soy amigo de la casa; me intereso por el bien de esa niña, y en el momento en que quiera, tendré autoridad bastante para hacerle a usted entender, que no se cometen impunemente ciertos crímenes. Por una casualidad se escapó usted de pasar unos días en la cárcel; pero no sería remoto ...

- ¡Cómo, caballero! usted me insulta ... usted abusa de mi moderación ... usted me precipita ... Pues bien gritaré en los cafés; contaré a todo el mundo que yo me he subido a deshoras de la noche al cuarto de Aurora; y veremos quién se atreve a decirme una palabra.

- No, no se trata de violencias, ni de escándalos, caballerito; al contrario, yo quiero ser el ángel de la paz ... Se trata sólo de que ya que usted ha cometido una imprudencia, que felízmente no ha tenido consecuencias ningunas hasta ahora, no vaya a asesinar a la pobre madre, que se moriría si supiese lo que ha pasado. Vamos, dígame usted qué piensa hacer ... pero con calma, con meditación.

- No es fácil responder de pronto, Sr. D. Pedro.

- Pues bien, yo se lo diré a usted sin adulación: usted es joven, de talento, de disposiciones, y puede aprovechar mucho en un país extranjero ...

- Bien, usted me quiere desterrar sin necesidad de la séptima base: no me gustará echar un paseo; pero veamos las condiciones.

- ¿Las condiciones? ... ¡Bah! no serán malas: yo cuando trato de servir a un amigo, lo hago con todo gusto, y no omito sacrificio alguno: lo aprecio a usted de veras y ...

- Gracias, -dijo el petimetre inclinándose, y sonriendo maliciosamente;- pero vamos al asunto ... Conque yo debo ir a viajar, ¿y adónde?

- Sí, los viajes son muy provechosos a los jóvenes: puede usted ir a los Estados Unidos, a Francia, a Inglaterra , a Bélgica, adonde a usted le acomode.

- Pero ya se supone que esto no se hace con deseos. Yo pierdo la esperanza de viajar: figúrese usted, amigo, que el pasaje en el paquete inglés ... En la Habana es todo muy caro ... En Inglaterra es peor.

- ¡Oh! no vale eso la pena: cuando un amigo se interesa ...

- Gracias. ¿Y cuando podré marcharme?

- Mañana ... o pasado mañana ... lo más pronto que se pueda.

- Es decir, que puedo arreglar mis asuntos ...

- Cuando usted guste ... Siéntese usted en la mesa, y escriba cuatro letras.

D. Francisco se sentó en la mesa, tomó un pliego de papel y una pluma.

- Diga usted, Sr. D. Pedro.

- Escriba usted, caballerito.

- Lo que usted guste.

Señorita de mi respeto:

Tratando de reparar mis faltas, y de evitar un pesar a su buena madre, he resuelto partir mañana para Europa: yo no he amado a usted lo bastante para hacerla felíz, y no debo engañarla por más tiempo.

- ¡Cáspita! -dijo el petimetre, arrojando la pluma:- eso no lo escribo yo, ni por todo el oro del mundo: a una mujer, aunque sea la más despreciable, nunca se le dice que se la engañó ... La pobre chica se volvería loca, si yo le enviara esta carta.

- Muy bien; entonces no habrá viaje a Europa, -dijo D. Pedro tomando su sombrero, y dirigiéndose a la puerta.

- Pero, caballero, usted exige cosas imposibles.

- Yo ... nada exijo, nada absolutamente: me intereso por la felicidad de usted, y por la tranquilidad de una buena familia; es todo.

- Perfectamente, -respondió el joven;- pero acaso se podría decir otra cosa, que en sustancia fuera lo mismo.

- Bien, ponga usted lo que se le ocurra, y veremos.

D. Francisco tomó un papel lleno de franjas y de labores doradas, y escribió una carta, que presentó a dos Pedro: decía así:

Aurora:

La fatalidad, con su helada mano de hierro, me conduce a otros climas: voy a atravesar los mares; voy a surcar el piélago tempestuoso; voy a hundirme tal vez y a perecer entre las nieves de Rusia ... No me preguntes nada ... Te he hecho desgraciada, porque el destino es más fuerte que nuestra voluntad. ¡Maldición! Yo no debí haberte conocido, hermosa flor de Jericó ... pero mi aliento emponzoñado turbó la tranquilidad de tus días, como turba la del cielo el negro nubarrón que se forma en la región de los rayos ... Sé felíz, calma tu pasión; olvida para siempre a tu infortunado amante.

Francisco

D. Pedro pasó los ojos por esta retumbante epístola, y no pudo menos de sonreír.

- Vamos, ¿qué le parece a usted, caballero?

- Bien, muy bien: expresa usted los sentimientos con mucho calor; y esta carta podrá causar mucho mal a la niña.

- Pues si no se conforma usted con ella, yo no puedo hacer otra cosa: jamás, jamás he de escribir a una mujer que la aborrezco: ese es un crimen que no lo perdonan: y yo aconsejo a usted que nunca lo haga ... Aunque ya se ve, su edad de usted no ...

D. Pedro estuvo a punto de soltar la carcajada.

- Ahora, arreglemos un punto importante, -continuó el joven,- ¿usted quiere esta carta?

- Sin duda, -dijo D. Pedro, alargando la mano para tomarla.

- Pues arreglemos primero el viaje, y entonces tendrá usted la carta.

- ¡Hombre! ¿se atreverá usted a desconfiar?

- No, no, de ninguna manera; -contestó el joven con tranquilidad:- es una simple precaución ... somos mortales; podría esta noche acometer a usted algún accidente, y entonces ya las cosas se transtornaban.

- Tiene usted razón, -dijo D. Pedro,- veo que la lógica de usted es irresistible, y que es usted un joven que promete esperanza: déme usted un papel.

D. Pedro se acercó a la mesa, escribió unos cuantos renglones en un cuarto de papel, y lo presentó en seguida al petimetre.

- Veamos si está usted conforme, -le dijo,- en cambiar la carta por este papel.

El joven leyó:

Sr. D. N ...

Puede usted entregar al dador la suma de seis mil pesos, cargándolos a la cuenta de su atento servidor, etc., etc.

- No me parece tan malo, -contestó el joven, arrojando con desdén el papel sobre la mesa;- yo soy franco, y no me gusta engañar a nadie. Con seis mil pesos tendré apenas para pasearme un año, porque yo gasto mucho dinero; y al cabo de este tiempo volveré a México y procuraré comenzar de nuevo mis amores con la chica: aunque esté casada, no importa, pues justamente me salgo de misa para enamorar a una mujer casada: que digan Tulitas, Francisquita, y Teodorita, si he tenido el más leve temor de sus maridos, y uno de ellos es coronel.

- Caballero, estamos tratando formalmente, y ese lenguaje ...

- Formalmente trato con usted: si conviene esa condición, bien; si no, recoja usted su papel y yo cambiaré el estilo de mi carta, y vamos a entrar en la lucha ... sí, porque usted es un rival, y nada más, que trata de ver cómo se casa con la muchacha; y quizá por eso se descartó usted de su pupila Teresa, que por cierto era hermosa como un ángel.

- Vamos, usted me quiere embromar, y confieso que tiene muy buen humor: sea enhorabuena; paso por la condición. De aquí a un año el asno, el rey o yo nos moriremos, como dice el refrán ... y además, yo no he de ser jamás el marido de Aurora; así es que la sentencia de usted caerá realmente sobre la cabeza del desgraciado que sea el marido.

D. Pedro se puso a reir.

No se puede negar que es usted hombre de mundo, caballero ... Bien, tenga usted la carta; pero con la condición de que no la entregue usted hasta dentro de cuatro días.

- También la condición es, que usted, bajo fe de caballero, me prometa cumplir su palabra, y salir de la ciudad mañana si es posible.

- Perfectamente. Cumpliremos, según creo, con nuestros compromisos.

- Así lo espero; quedad con Dios.

- Id con él, caballero.

- ¿Nos volveremos a ver?

- Tendré la honra de pasar a despedirme de usted.

- Enhorabuena, cuando usted guste; le repito que soy su amigo. Adiós, adiós.

D. Pedro se retiró, y el petimetre, así que se vió sólo en su cuarto, dió una patada en el suelo, y dijo:

- A lo hecho pecho; no hay mas recurso ahora que viajar: cultivaré la pintura en Roma; y después de algunos meses vendré a competir con los más famosos retratistas.

Inmediatamente comenzó a arreglar sus papeles y a disponer su marcha con la mayor reserva, porque es menester advertir que estaba lleno de acreedores, y que temía materialmente una sublevación. En la noche, como si nada hubiera pasado, se marchó al teatro. Aurora llegó después del segundo acto de la comedia, y el petimetre notó con el anteojo alguna melancolía, pero nunca le pareció tan bella ni tan interesante. Comprendió toda la gravedad de su falta y la villanía de su conducta, y formó por lo pronto la resolución de deshacer el contrato y de dar otra dirección a sus amores. Se retiró del teatro, triste, disgustado de sí mismo, y toda la noche tuvo en su imaginación, fijo y constante, el pensamiento de desbaratar lo hecho y seguir sus relaciones con Aurora, aun cuando le costara la vida.

Antes de las seis de la mañana tocaron la puerta: y se presentó Emilia, que era una muchacha de cosa de veinte años, morenita, de facciones finas, y costurera de Virginia Gourges. D. Francisco le había dado palabra de casamiento, y venía a echarle en cara su ingratitud, porque hacía muchos días que no la había visto; lo amenazó con quejarse con un tío capitán de granaderos. D. Francisco la conjuró a que guardara silencio; le protestó que la amaba más que nunca, y que muy pronto se casaría con ella, con lo cual Emilia salió más contenta de lo que habia entrado. En cuanto D. Francisco la vió alejarse, tomó su sombrero; pero en la escalera se encontró con el dependiente de la sastrería de Lamana, que le cobraba cien pesos; con el peluquero que traía una cuenta de sesenta pesos de pomadas y agua de colonia; con el mozo de la fonda de la Estrella que reclamaba veinticinco pesos, resto de los almuerzos de un mes; con una estanquillera, a quien pedía suplementos no sólo de cigarros sino de dinero, en fin cayeron los acreedores como si hubiesen sido llamados con campanilla. A todos los contentó, hizo promesas de pagarles en dos o tres días y de pronto conjuró la tormenta.

- ¡Canario! -dijo luego que se vió solo,- es necesario tomar una providencia enérgica: si el viejo no me hubiera proporcionado modo de viajar, tendría yo necesidad, o de suicidarme, o de abandonar esta ciudad maldita ... Ya ... cabal, he discurrido un modo de sacar mi equipaje, que me quitará de compromisos; de otra manera los acreedores y las novias me aniquilaran sin remedio.

D. Francisco salió a la calle; recogió su dinero, tomó su boleto en las Diligencias, pasó lo más del día paseando por la ciudad en un coche del sitio con los vidrios echados. A cosa de las nueve, con muchas precauciones se fue al hotel; mandó comprar cuerdas, y acomodó perfectamente toda su ropa y baratijas en los baúles; y como la calle de Vergara las noches en que hay comedia, está absolutamente sola, despachó a su mozo al pórtico del teatro a que esperara los baúles, y asegurándolos bien con los lazos, los descolgó por el balcón. Acabada con felicidad la fatiga, los baúles caminaron a la Casa de Diligencias, y el dueño, cerrando el cuarto se echó la llave en la bolsa, y se dirigió a hacer algunas visitas en cumplimiento y de despedida.
Presentación de Omar CortésCapítulo cuadragésimo octavo Biblioteca Virtual Antorcha