Presentación de Omar CortésCapítulo tercero Capítulo quintoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO CUARTO

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FIN DE UN BAILE

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La cuadrilla que tocaba a nuestro joven bailar con la segunda compañera, comenzaba a preludiarse por la música; así es que aquél recorrió el salón para buscar a su pareja, y la encontró efectivamente en su asiento, con el mismo aire triste y doliente.

Arturo, sin decirle una sola palabra, le tendió la mano. La joven, haciendo un esfuerzo, se levantó de su asiento, exhalando un ligero quejido, y presentó a su compañero una manecita blanca como un alabastro.

- Parece que sufre usted algo, señorita, -le preguntó Arturo con interés.

- Continuamente, -le contestó con una voz tenue, pero del más dulce y apacible sonido.

- Si no fuera indiscreción, podría preguntar a usted, ¿qué mal es el que tiene?

- El pecho, me hace sufrir algunas veces; los médicos me curan diariamente, pero jamás me alivian.

La joven suspiró; al suspiro siguió una tos suave también, como el acento de su voz.

Arturo llevó a su compañera al lugar correspondiente; y mientras que se organizaban las cuadrillas, pudo contemplarla más despacio.

Tendría veinte y dos años, su cutis era blanco, limpio y pulido como el de las cabezas de mármol de los antiguos maestros italianos. Sus labios un poco pálidos y sombreados por un leve bozo; sus grandes y rasgados ojos negros estaban llenos de sentimiento y de melancolía, y su cabello, como el ébano, daba más realce a su rostro. En la voz, en los movimientos de esta mujer había un no sé qué de misterioso, que interesaba sobremanera. Arturo olvido en aquel momento a Aurora, y sólo pensaba en contemplar aquella figura que formaba un contraste con la alegría y con el entusiasmo que reinaba en la concurrencia que había en la sala.

Las cuadrillas comenzaron: Arturo sintió que la mano de su compañera estaba helada y temblorosa.

- Si sufre usted, nos sentaremos, señorita, -le dijo. 

- El baile me distrae un poco, y ahora estoy mejor.

En cuanto la ocasión lo permitió, Arturo se atrevió a entablar de nuevo la conversación con la joven.

- Sus males de usted me afligen sobremanera, porque tan joven, tan hermosa como es usted, debe sufrir mucho al verse así ... desgraciada.

La joven suspiró profundamente.

- Señorita: el interés que usted me inspira, me mueve a preguntar a usted su nombre.

- Teresa, servidora de usted.

- Gracias, señorita. Desearía ser a usted útil en algo.

- Mil gracias, -respondió a su vez Teresa,- ¿quién podrá decir que no necesita de otro? -continuó,- y además, la finura y la educación de usted lo recomiendan.

Arturo estaba encantado. Las cuadrillas se acabaron; pero un cierto temor anudaba las palabras de Arturo en la garganta, y no pudo decirle más que frases comunes; así es que sólo sacó una tarjeta de la bolsa, y la ofreció a Teresa.

Esta costumbre usada en Europa, pareció a Arturo que debía generalizarla. Teresa se alarmó al principio, mas viendo que la tarjeta sólo contenía el nombre impreso, la guardó, dando las gracias a Arturo, y despidiéndolo con una triste sonrisa.

Habían ya dado las doce de la noche; el telón se alzó, y apareció una espaciosa mesa de más de cien cubiertos, toda llena de vasos exquisitos de cristal y de jarrones de porcelana, llenos de ramos de flores, cuyo olor se mezclaba con el de los perfumes de las damas y el de los generosos vinos.

Los caballeros tomaron a las señoritas del brazo para conducirlas a la mesa. Arturo, desolado, buscaba a Aurora, pero no tardó en saber que se había marchado. Acordóse entonces de Rugiero; y habiéndole encontrado, se colocaron en un lugar a propósito, para ver pasar todas las parejas que se dirigían a la mesa.

- ¡Cáspita! -dijo Arturo a Rugiero,- este capitán tiene tino para enamorarse de las mismas mujeres que yo. Ved.

En efecto, el capitán Manuel daba el brazo a Teresa, y ambos platicaban con el mayor interés.

- Es una historia de niños, que más tarde sabréis, amigo mío, -le dijo Rugiero,- por ahora veamos.

- Al fin, mañana a las seis, combatiré con el capitán, -contestó Arturo.- y me las pagará todas juntas ...

- ¡Bravo! -interrumpió Rugiero,- hemos comenzado perfectamente: una flor en el frac y un desafío. Seré vuestro padrino.

- No; el capitán no quiere padrinos.

- Os asesinará entonces.

- ¡Bah! -dijo Arturo con desprecio y frunciendo los labios,- he aprendido la esgrima en Londres, mejor que las matemáticas, y ... Pero ahora que recuerdo, ¿cómo escuchásteis nuestra conversación, que Aurora? ...

- Estaba detrás de la cortina, pues ustedes discutían cerca de la puerta, y sin querer, lo oí todo.

- ¿Mas por qué razón lo dijísteis a la muchacha?

- ¡Bah! Sois muy tonto; un desafio es un motivo para hacerse interesante con cualquiera mujer de estas que concurren a los bailes, a los teatros y a los banquetes.

- Tenéis razón, Rugiero; sois mi maestro, y os estoy muy agradecido. -dijo Arturo estrechándole la mano.

La mesa presentaba un aspecto encantador. escuchábanse mil palabras confusas, cortadas, confundidas con el ruido de los cubiertos, con el estrépito del hirviente Champaña que de las brillantes copas de cristal pasaba a los labios de rosa de las jóvenes. Mil manos blancas y redondas aparecían en movimiento; mil rostros, encendidos con el placer, se descubrían de uno y otro lado en la espaciosa línea que presentaba la mesa, y que terminaba en un medio punto para volver a extenderse en una doble dirección paralela, hasta donde lo permitía el salón que estaba formado en el foro, y adornado con cortinajes transparentes y vistosos.

Arturo y su compañero dieron una vuelta al derredor de la mesa tropezando con los mozos que traían los pavos, los vinos y las gelatinas, con no poca dificultad.

Arturo notó a Teresa un poco más triste y pensativa; dos jóvenes la obsequiaban; pero ella rehusaba sus atenciones, con una fría política. El capitán Manuel no estaba allí.

- Es singular esta mujer, -pensó Arturo,- y debe ser muy desgraciada.

- Las señoras mexicanas son demasiado modestas y sobrias, -dijo Rugiero,- comen poco, y casi nada beben; pero en cambio ...

- ¿Pero en cambio, qué? -interrogó Arturo amoscado.

- En cambio, -contestó Rugiero con calma,- hieren sin consideración los corazones de los jóvenes.

Arturo sonrió, sin dejar de observar a la interesante Teresa.

La mesa concluyó pronto, pues en los grandes bailes de México se ponen más bien por lujo; y las señoras por ceremonia toman algo de los manjares y apenas acercan a sus labios las copas de vino. No sucede así con los hombres, pues algunos se arrojan con un furor bélico a los platos, después de que se han retirado las señoras; y hay quienes tienen la sangre fría necesaria para guardarse un pavo en el faldón de su casaca, y llenar su sombrero de pastillas y dulces.

Así que sólo quedaron los tristes despojos de la mesa, y que terminó la sangrienta batalla que trabaron los concurrentes con los inocentes pavos y los durísimos jamones, la sala se volvió a animar con la concurrencia; los músicos, con el vapor del Champagne, soplaban con más vigor en los instrumentos; y algunos pisaverdes y militares de dorados uniformes, cuyo estómago se hallaba satisfecho, abandonaron su fingido aire de gravedad, y tomaron el tono amable y jovial, propio del carácter mexicano; y que, en honor de la verdad, se debe confesar que por lo general no degenera en grosería o liviandad.

Arturo bailó con dos o tres jovencitas, a las cuales no dejó de echar flores, que fueron recogidas con agrado; pero no interesándole ya ninguna, pues Aurora y Teresa se habían marchado, se sentó en una silla colocada en un rincón, a donde a poco fue a reunírsele Rugiero.

- ¡Vaya!, decidme francamente, -le dijo Rugiero,- ¿qué tal os ha ido en el baile?

- Francamente ... mal, -contestó Arturo;- deseos irrealizables, celos, tormentos amorosos, fatigas, desaires, esto no puede llamarse diversión, sino martirio.

Rugiero sonrió irónicamente, y dijo:

- Este es el mundo, Arturo; y mientras más andéis en él, más delicias tendréis ... semejantes a las de esta noche, se supone ... pero dejemos eso, y contentáos con besar vuestra rosa, a falta de otra cosa mejor.

Arturo, con la obediencia de un niño de la escuela, besó dos o tres veces la rosa, y la volvió a colocar en el ojal de su casaca.

Rugiero rió maliciosamente, y acercándose más al joven, le comenzó a hablar en voz baja.

- ¡Qué locos y miserables son los hombres! -dijo:- el que se considera con más experiencia, no es más que un niño. Creedme, Arturo; en el mundo se necesita descargarse de ese fardo que se llama consciencia: una vez conseguido esto, se abre al hombre una carrera de gloria, de amor, de honores, de distinciones y de riquezas. ¿Veis aquel hombre que se pasea orgulloso y erguido, y a quien una multitud de fatuos y de pisaverdes siguen y colman de atenciones? Pues su fortuna la ha conseguido especulando con la sangre de los infelices; adulando a los ministros; haciendo oficios rastreros y bajos, al lado de los grandes personajes. Si alguna infeliz vieja entra en su casa, el portero la arroja de la escalera; los perros la muerden; los lacayos la burlan, y nuestro hombre, sin dolerse de su miseria, le dice con voz insultante: No tengo; váyase usted de mi casa. este hombre va en seguida, y se arrastra, como un reptil, con los que necesita; pero todo esto no importa, él ha conseguido su fin: tiene carrozas, caballos, criados, palco en el teatro, y es lo bastante para que toda esta sociedad, que no quiere más que el aparato y las exterioridades, y que desprecia altamente las virtudes privadas, lo honre, lo admita en su seno y lo colme de distinciones. Cualquiera de los miserables que andan con los grillos al pié, en medio de las filas de los soldados, tiene menos delitos que este hombre; pero ... así es el mundo, y así es la vida. Como este hombre hay más de una docena en la sala.

Mirad aquel viejo general lleno de bordados y de fatuidad: cualquiera diría que es uno de esos valientes que rodeaban a Napoleón en los tiempos de su gloria. Pues en las pocas acciones, donde la casualidad lo ha colocado, siempre ha quedado a retaguardia; porque en él la prudencia se ha sobrepuesto siempre al valor; y sus ascensos los ha conseguido especulando, en nombre del pueblo y de la libertad, con las discordias civiles: esto le ha valido una reputación colosal, y ha sido honrado, confiándosele puestos en el Estado, que debían de estar reservados a la virtud y a la honradez. Pero así es el mundo y así es la vida.

¿Veis aquel viejo?, sus dientes han caído, y están sustituídos por el dentista; su cabello ha emblanquecido, pero está reformado por un maravilloso específico, y su cuerpo acaso está en lo interior lleno de vendajes y medicinas, pues lo único que sobrevive en este hombre, a quien va abandonando la carne, es la avaricia y el amor físico. Es magistrado, a él le están confiados los santos derechos de la justicia, que los tribunales deben administrar; pero lejos de amparar al huérfano, a la doncella, o al desválido, lo que hace es dejar al huérfano sin tener qué comer, seducir a la doncella y mandar al diablo al desválido. Sin embargo, no hay cargo público que no se le confíe; no hay familia que no le entregue sus tiernas hijas; no hay gobierno que no le consulte sobre los puntos más graves de la administración. No os canséis, Arturo, jamás habrá entre los mexicanos una felicidad duradera, mientras los escándalos y la inmoralidad se toleren, desde el camino real, hasta el ministerio, desde el palacio del gobierno, hasta el centro del hogar doméstico ...

Pero ved otra cosa digna de atención: esta gran señora que pasa ahora junto a nosotros, llena de perlas y diamantes, es una historia entera de escándalo y de maldad. La soga de diamantes se los ha regalado un ex-conde ... los aretes un rico comerciante; todos los días muda amantes como trajes; el marido tiene todas las noches una inocente tertulia de tresillo, que le produce para mantener el coche y el palco, y la hija acompaña a la madre a todas las orgías y los paseos al campo. ¿Qué queda, pues, de una mujer, cuando desnuda de toda belleza, lleno su rostro de arrugas y marchita por los años, se ven las viciadas inclinaciones de su alma?

¿Creéis, Arturo, que entre todas estas mujeres que bailan, y que se hallan como ebrias con el placer y el deleite, se puede sacar una inocente esposa, una buena madre de familia?

Creéis que los que han dado este baile, aman a ese gran magnate, que tiene como sujetos a un hechizo a ocho millones de habitantes? La dulación y el interés son los únicos sentimientos que dominan en estos hombres; y cada uno calcula que los mil pesos que ha gastado, le producirán veinte o treinta mil.

Creéis que esos diplomáticos de bordados uniformes y cruces en el pecho, que se pasean del brazo con los generales, aman al país y están interesados en su prosperidad? Pues nada de eso; en el fondo de su alma detestan a los mexicanos, y sin acordarse de la infancia de sus pueblos y de los errores de sus revoluciones, pintan al país como si fuese habitado por salvajes y asesinos.

Y esas mujeres que veis que se abrazan, que se dan al despedirse amorosos besos en las mejillas, ¿creéis que se aman? Pues se detestan cordialmente: el peinado, el traje, el calzado, es entre las mujeres un motivo de odio y de envidia, como lo es entre los hombres el talento, el dinero o los empleos.

Nunca hay más enemistad entre la sociedad, que cuando, como ahora, espléndida y brillante, se reune al parecer para divertirse, pero en la realidad para especular y aborrecerse ...

Arturo permanecía pensativo, y estas palabras de Rugiero, parecía que le quitaban una venda de los ojos, y que una por una iban deshojándose todas las flores de su corazón: en su enajenamiento le parecía que las luces se opacaban; que la belleza de las mujeres se desvanecía; que los hombres aparecían armados de puñales y prontos a despedazarse; que los graciosos giros del vals eran una danza fantástica e infernal; y que la música, al exhalar sus armonías dulces, tenía un tono que desgarraba el corazón. Cuando volvió la vista, se encontró con los ojos de ópalo de Rugiero, y un ligero calosfrío recorrió todo su cuerpo.

Rugiero se puso en pié, y lentamente salió de la sala. Arturo no pudo hablar una palabra, y permaneció todavía un gran rato sumergido en profundas cavilaciones.
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