Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo primero Capítulo trigésimo terceroBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO TRIGÉSIMO SEGUNDO

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JUNTA REVOLUCIONARIA

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Asi como en otros países el artesano piensa en mejorar sus artefactos; el militar en instruir a su tropa y estudiar la ciencia de su profesión; el abogado en defender a sus clientes; el comerciante en formar compañías para establecer buques de vapor, caminos de fierro y canales; el propietario en hermosear sus fincas y en simplificar la agricultura, aquí todos, y cada uno de los habitantes, desde el oscuro zapatero, hasta el rico agiotista, desde el meritorio de una oficina hasta el magnate que dirige la política del país, están dominados por el constante pensamiento de la conspiración, único recurso que les ocurre para aumentar su fortuna o conservar su posición, y único medio que tienen de emplear la poca o mucha actividad de que están dotados. De esto esencialmente provienen los males de la República, y de esto depende el que después de muchos años de hecha la independencia, aun no haya ni constitución, ni gobierno sistemado y fijo en el país. Cuando cada uno de los ciudadanos se limite a cumplir sus deberes sociales, a formar la felicidad de su familia, y a trabajar asidua y constantemente en el ramo a que se ha dedicado, entonces de muchas familias, felices, honradas, virtuosas y ricas, se formará naturalmente una gran familia felíz, honrada y respetable. Así comprendemos nosotros la formación de lo que se llama una República. Los motivos que hacen nacer esta idea dominante de conspiración en la cabeza de la mayor parte de los ciudadanos, son de los más frívolos e insignificantes. Un coronel, a quien el gobierno quita el mando de su regimiento, es un conspirador; un corredor, a quien se le transtorna un negocio, es un conspirador; un aspirante, que quiere salir electo alcalde o diputado, es un conspirador; un empleado, que quiere subir a un destino de tres mil pesos, es un conspirador: así los gobiernos a los tres días de instalados, no ven más que enemigos a su derredor, y estos enemigos, ayudados del partido caído y de los agraviados, que nunca faltan, pues son también inherentes a los gobiernos las injusticias y los errores, forman una nube; la tempestad estalla, y el gobierno cae a poco tiempo, envuelto en las maldiciones y rechifla de los vencedores. A estos les sucede a su vez lo mismo; y bajo este círculo contiinuo gira esta mal aventurada sociedad. Mas dejemos de disertaciones políticas, poco a propósito para agradar al lector, y sigamos nuestra complicada historia.

A los dos días de la conferencia que los dos jóvenes tuvieron con el padre Anastasio, y que referimos en el capítulo anterior, se reunieron de nuevo de nuevo en casa del capitán Manuel, que continuaba con no poco asombro de la ciudad en su vida opulenta, comparable a la de los más grandes capitalistas.

- Te extrañé anoche en la tertulia de Aurora, -dijo el capitán a Arturo.

- Estuve de un humor pésimo. El espectáculo que presenta la cárcel es capaz de comprimir el corazón más duro. Creo que las gentes condenadas a permanecer allí, sufren más tormentos que los reos que antiguamente secuestraba la Inquisición.

- Todo anda así en este país, -dijo Manuel;- y esbirros y carcelos merecían más bien la cadena al pié, que no esos pobres diablos, que sacan un pañuelo de la bolsa, o quitan una capa de noche. ¿Quién ha cuidado de educar léperos? ¿Quién les ha enseñado a ganar honradamente su vida? Gobierno español, y gobierno central, y gobierno federal, todo es igual para esa pobre gente, que no tiene más medios de corrección que esa cárcel inmunda, que es la escuela de los más grandes y refinados vicios.

- Los padecimientos de Celeste, -continuó Arturo (sin hacer caso de las reflexiones filosóficas que hacía el capitán sobre la cárcel, y las que en su mayor parte eran exactas),- me han afectado de una manera increible; figúrate tú las eternas noches de tormento que ha pasado en aquellas pocilgas. Y luego, durante el día, mezclada con aquella canalla, llena de crímenes y de vicios, moliendo maíz con sus finas y delicadas manecitas; descalzada, casi desnuda, durmiendo en esos bancos de piedra, sucios, fríos, llenos de sabandijas y de insectos ... ¡Oh!, es muy cruel, muy cruel; y una sociedad donde así se hace sufrir a los inocentes, no puede menos de ser bárbara.

- Pero creo que con las declaraciones que hemos dado, y con los resortes que se puedan mover, saldrá libre Celeste dentro de pocos días.

- Así lo espero, Manuel, y por mi parte gastaré hasta el último centavo de mi padre, por conseguirlo.

- A propósito, te contaré: ¿Qué piensas que decían del virtuoso padre Anastasio, esos tinterillo de la cárcel?

- ¿Qué decían?

- Que tenía sus relaciones con la muchacha, y que de ahí viene todo ese empeño en libertarla, lo cual conseguirá, porque el obispo y todo el clero se ha empeñado en favorecer la maldad del padre.

- Esa gente es muy despreciable para que debamos hacerle caso. No habrías hecho mal en darle una puñada a uno de esos habladores, para que así escarmentara.

- Me dieron ganas, -contestó Arturo,- pero temí que le resultara algún mal a la criatura. El padre me ha dicho que saliendo de la cárcel, la pondría en el colegio de las Vizcaínas, bajo de otro nombre, porque difícil sería conseguir que las niñas que se hallan allí, se quisieran asociar con una mujer que ha estado en la cárcel. Yo le he dicho al padre que puede disponer de todo el dinero necesario para hacerle un buen equipo, y lo mejor sería que nosotros nos encargáramos de esto en el acto.

Arturo sonó la campanilla, escribió un papelito, y lo dió al criado que entró.

- Toma, -le dijo,- ve a casa de Goupil y que te den lo que va apuntado en este papel.

- ¿Sabes? -continuó Arturo cuando salió el criado,- que tengo otro motivo profundo de disgusto?

- Será el amor de Aurora, -le interrumpió Manuel,- pues creo que estás ya verdaderamente enamorado. Te diré, para tu consuelo, que anoche estuvo la muchacha tristísima, y cantó unas canciones que por poco me hacen llorar. ¡Cáspita!, si no estuvieras de por medio, capaz era yo de enamorarme de Aurora: canta como un ángel. ¿Qué dices de todo esto?

- Francamente te digo que la amo; pero como tengo particular empeño en no enamorarme de ella, jamás le he dicho una sola palabra de amor, si no es aquellas cosas generales que a todas las mujeres se les dicen. Pero dejemos este asunto para después, y te diré los motivos de disgusto que tengo. Hace muchos días que veo a mi padre triste, preocupado y de un mal humor insufrible: esto hace derramar lágrimas a mi pobre madre, y no sé qué término tendrá esto.

- Tu padre es hombre que tiene siempre grandes asuntos, y es esta sin duda la causa de su desazón. A propósito, ¿qué ha hecho con el asunto de mi licencia absoluta? No aguardo más que eso, para concluir mi carta a Teresa, y anunciarle fijamente el día de mi salida para la Habana. También he escrito a es buen amigo Juan Bolao, imponiéndole detenidamente de todo lo ocurrido.

- Puedes concluir tus cartas con la seguridad de que tu licencia está concedida. Mi padre me encargó que lo vieras esta noche, pues quería tener el gusto de entregártela en mano propia. Así en la casa de Aurora, a donde pienso ir esta noche, me dirás el resultado.

Es menester dar ahora una idea más cabal de la clase de sociedad que tenía el padre de Arturo. Era un hombre, como hemos dicho, de grandes polendas. En el comercio era respetado, por el seguro cálculo en todos sus negocios. Todas las personas que entraban a desempeñar el ministerio de Hacienda, eran sus amigos; y como muchas veces influía secretamente en que fuesen nombrados, tenía, no sólo acceso con las personas del gobierno, sino una influencia positiva. Si se trataba de contratos de préstamo, él tenía intervención en ellos; si de obras públicas, se escuchaba su opinión, y se seguía su parecer. Secretamente trabajaba en las elecciones, para tener amigos en la Cámara: conseguía grados y empleos en la milicia para conservar también cierto prestigio en el ejército: favorecía los intereses del clero, cuando eran rudamente atacados, para contar con el apoyo de esta clase, y especular a veces a lo divino. Era, en una palabra, un hombre que no tenía partido, ni opinión, ni afección política de ninguna clase, sino que dominándolo exclusivamente un espíritu de especulación, procuraba tener la balanza de manera, que no se inclinase ni a un lado ni a otro, a no ser cuando lo exigían sus cálculos, o la clase de negocios en que se hallaba interesado. La tertulia, pues, se componía de tres o cuatro viejos abogados, de algunos clérigos influyentes, de coroneles, de generales, y de personajes, que a poco más o menos, tenían el sistema que D. Antonio, que así se llamaba el padre de nuestro joven. Regularmente se reunían por la noche; tomaban un rico chocolate en compañía del propietario de la casa; platicaban de asuntos graves de alta política; lamentaban la desgraciada suerte del país, a cuya ruina no dejaban de contribuir, y se retiraban en sus carruajes, porque pocas personas de las que visitaban a D. Antonio carecían de este lujo.

Ya que el lector tiene una idea aproximada de la tertulia, lo introduciremos un momento a un conciliábulo, en que se tramaba sordamente una de esas conspiraciones que quitan algunas noches de sueño a los hombres del gobierno.

Es una casa ricamente amueblada. Cortinajes de brocado, alfombra de alta lana, muebles de París, lámpara y candelabros de reluciente metal, estatuas de alabastro del mejor gusto italiano, grandes espejos y artísticos relojes.

Esta habitación, que se componía de un escritorio, un gabinete y un salón formaba un departamento casi separado, al cual, por rareza, entraban Arturo y la esposa de D. Antonio, y estaba exclusivamente reservado para los asuntos y las visitas de que hemos hablado.

En el salón se hallan dos hombres: el uno es delgado, de unos cincuenta y tantos años de edad, casi con la cabeza encanecida, de negros y penetrantes ojos, de mejillas hundidas y de una fisonomía severa, sin ser desagradable, y que manifestaba mucha viveza. Este es el padre de Arturo; el otro es un hombre de mediana estatura, de tez morena, de ojuelos vivarachos y de fisonomía resueña. Podrían calculársele a primera vista treinta años, pero ya era hombre de cuarenta y cinco, circunstancia que podría reconocerse en algunas arrugas de sus sienes. Este personaje se llama D. Fausto, y tiene idéntico modo de manejarse en la sociedad que el padre de Arturo. Se concibe, pues, que dos pollos gordos, como suele decirse, tienen entre manos un grave asunto.

- ¿Con que nada se ha adelantado en el negocio, señor D. Fausto?

- Nada, Sr. D. Antonio; el hombre tiene una cabeza de fierro que necesitaría un yunque y un martirio de arroba para ablandarla. Quisiera que hoy, por última vez, le volviera usted a hablar, proponiéndole que se sustituirán cien mil pesos de bonos de veintiseis por ciento, a los créditos anteriores a la Independencia.

- Sin hablar con usted se lo propuse ya.

- ¿Y se negó ese bárbaro?

- Redondamente.

- ¿Quiere decir que ese hombre lo que quiere es su ruina?

- Sin duda.

- Pues supuesto que él lo ha querido ... nos lavamos las manos.

- Por mi parte, quedo con mi conciencia tranquila.

- Y por la mía lo mismo.

Ya se vendrá en conocimiento que estos dos personajes se referían al ministro de Hacienda, que se había negado, por una terquedad grande, a aceptar un contrato que por medio de un corredor querían hacer nuestros dos personajes, en el cual se proponían ganar la friolera de cincuenta mil pesos, dando un poco de dinero y muchos créditos comprados a quince y veinte por ciento, en cambio de permisos para exportar plata pasta.

- Creo que lo mejor es, Sr. D. Fausto, dar el golpe de una vez. Colocaremos en el ministerio a nuestro amigo D. Procopio, y ese firmará, sin hacer objeciones, nuestras órdenes. Ya verá usted cómo dentro de cuatro o seis días, las mismas barbaridades que comete este gobierno nos van a dar elementos bastantes. Comenzaremos a trabajar desde esta noche.

- Sí, estoy por la idea de usted; pero cuidado con un compromiso. En todo caso, huir el cuerpo; y si el golpe se frustra, que sufran los tontos y que ...

- ¡Ah!, eso por supuesto, -respondió D. Antonio;- a propósito, han tocado la campana ... Veamos quién llega.

La nueva visita, que con mucha cortesía condujo don Antonio hasta el sofá, era un cleriguito vivaracho, de baja estatura, de ojuelos pequeños y de una cara picaresca.

- ¿Qué nos cuenta de nuevo Sr. doctor y maestro? -dijo D. Fausto, después de haberlo saludado afectuosamente.

- Pocas cosas que ustedes no sepan, -contestó, tomando asiento;- parece que no cabe duda que el gobierno trata de llevar a efecto el préstamo forzoso de dos millones de pesos, y que para su pago hipotecará los bienes eclesiásticos. Esto ya no es tolerable; y el clero, si conoce los verdaderos intereses, debe tomar sus providencias ... hablemos terminantemente: el clero, caiga quien cayere, no debe consentir en que se le toque un centavo. Una vez que consienta en una medida semejante, el mal no tendrá término, pues tras de la hipoteca de dos millones, vendrá otra y otra, hasta que nos dejen sin sotana.

- Todas las tempestades me cogieran a mí como al clero, -dijo D. Fausto ...

- ¿Por qué dice usted eso? - preguntó el doctor.

- Porque el clero tiene dinero, y con dinero ... ya sabe usted ... se hace lo que se quiere ... Si se quisiera gastar, el gobierno tendría muy pocos días de vida.

- Yo, sabe usted, -dijo D. Antonio,- que jamás me mezclo en ninguna revolución,- y creo que los continuos pronunciamientos tienen a la República en el estado en que se ve; pero hay casos en que es imposible tener calma ... por ejemplo, yo nunca podré ver con indiferencia que se arranquen los bienes a la Iglesia, para que se vayan a poder de cuatro sansculotes.

- Pues bien, -dijo el clérigo entusiasmado,- me explicaré francamente,- hay dinero, y hay elementos bastantes para derrocar al gobierno ... pero es menester que hombres de influjo de usted se hagan el ánimo ... ¿Aceptaría usted el ministerio de Hacienda, Sr. D. Antonio?

- ¡Oh, señor! -contestó éste con la voz hueca y haciendo una reverencia al clérigo ... mi capacidad es muy corta ... mis talentos ... ningunos ... no ... agradezco tanto honor ... pero podríamos pensar en otra persona más a propósito ... El Sr. D. Fausto, por ejemplo ...

- ¡Oh, señores! -dijo a su vez D. Fausto inclinándose,- yo no tengo los elementos y la capacidad del Sr. don Antonio ... ninguno mejor que él desempeñaría tan espinoso encargo ... yo ayudaré con mi grano de arena ... pero lejos ... sin mezclarme en la cosa política.

- Pues señores, si la cosa debe cambiar, alguno de ustedes debe ser el ministro, y tendrán recursos prontos para pagar la guarnición ... y ... elSr. D. Fausto será el ministro.

- No, sino usted, Sr. D. Antonio, -respondió éste.

Ya ve el lector que los dos magnates se daban evidentes pruebas de amistad.

Estos cumplimientos sobre quién debería aceptar el futuro ministerio de Hacienda, fueron interrumpidos por el sonido de la campanilla, que anunciaba otras visitas.

Eran nada menos que dos generales, que fueron recibidos con la mayor aceptación. D. Antonio ordenó que sirvieran chocolate; e instalados ya al derredor de una mesa, saboreando un rico Caracas excelentes biscochos de la calle de Tacuba, siguieron la conversación.

Uno de los generales era D. Hermenegildo Bamboya, y el otro D. Pablo Furibundo; ambos habían hecho su carrera en los pronunciamientos y en las oficinas, y eran opositores natos de toda administración de la que no componían parte.

- ¿Qué nos cueta usted, Sr. D. Hermenegildo? -dijo el clérigo.

- Nada notable para el público, y sí sólo para nosotros.

-Yo he recibido esta noche orden de marchar dentro de tres días a Durango.

- Ese es un destierro honroso, -dio D. Antonio,- sonriendo maliciosamente.

- Esa es una infamia de ese pícaro ministro de la Guerra, -interrumpió D. Pablo;- pero más gorda la quiere hacer conmigo, pues un oficial del ministerio me ha dicho que está ya puesta la orden para mi prisión.

- ¡Prisión!, ¿es posible? -exclamaron todos.

- Eso es inicuo; pero entonces, ¿qué garantías tiene con este gobierno la gente honrada? -prosiguió D. Fausto con calor, y arrebatando la palabra a los demás que querían hablar.

- Ningunas, ningunas, -dijo el clérigo;- ya ven ustedes a nosotros qué ataques más bruscos nos dan.

- ¿Y qué les parece a ustedes, -dijo D. Antonio,- la conducta del gobierno respecto a sus acreedores? A sus favoritos les paga y los mima, y a los infelices que han enterado su dinero peso sobre peso en la Tesorería, ni les quiere oir. Que el Sr. D. Fausto les diga a ustedes lo que nos ha pasado.

- No hay más sino guerra a muerte, y yo juro por mi palabra de honor que ese ministro de la Guerra no ha de durar ocho días. ¡Bah!, ni sabe con quién se ha metido. Los regimientos de infanteria son míos a la hora que quiera. La caballería tengo modo de seducirla ... Sobre todo, yo no me metería en nada; pero obro por mi propia defensa, porque no he de consentir que impunemente me mande a Perote.

- Ni yo he de ir a Durango, -interrumpió el otro general;- pero lo que nos para, es una cosa sin la cual nada se puede hacer: el dinero.

- Ese no es obstáculo, -dijo D. Fausto;- ya habrá persona que facilite lo necesario, con tal de que se le pague religiosamente ... Sólo exige que no se sepa ...

- Muy bien, -contestó el general D. Pablo; ¿y qué nos importa eso?, ni preguntaremos quién es tan caritativa alma.

- Ya que ustedes se arrojan a dar ese paso, sería conveniente que alguno de ustedes ocupara el ministerio de la Guerra, sosteniendo los derechos de la Iglesia, no faltaran recursos.

- Eso no sería delicado de mi parte, -dijo el general D. Pablo;- pero mi amigo D. Hermenegildo podría desempeñar maravillosamente ese puesto; entonces verían ustedes el ejército disciplinado y ... y ...

- Sin que se crea adulación, nadie es capaz de desempeñar ese puesto, -dijo D. Hermenegildo,- como mi compañero D. Pablo: por su valor, por las muchas campañas que ha hecho y por su genio amable, tiene mucho séquito entre el ejército, y él podrá arreglarlo definitivamente, y jamás volvería a verificarse un pronunciamiento, porque entonces y con el palo en la mano más de cuatro saldrán fuera de la República, o quizá peor ...

- Parece que nos han escuchado esos bribones, -dijo D. Fauso al oído a D. Antonio.

- Pues señores, mi opinión está fijada, -dijo el doctor. Uno de los señores generales presentes deberá ser el ministro de Guerra y otro comandante general, o jefe de la plana mayor.

La campanilla volvió a llamar, anunciando nuevas visitas.

- Ese debe ser D. Pedro, -dijo el clérigo;- lo cité esta noche, porque es hombre de mucha reserva y de mucha astucia y talento, y puede servir para los proyectos de que tratamos.

- ¿Pero es hombre de discreción y de reserva? -preguntó alarmado el general Bamboya.

- Se puede depositar en D. Pedro un secreto, como se deposita en una tumba. Repito, es hombre de mucha reserva y de un talento asombroso.

D. Pedro entró con la cabeza inclinada, saludando a todos con mucha cortesía y agrado y dando a su fisonomía un aire humilde y amable. Fue presentado por el clérigo a los concurrentes con la debida recomendación, y éstos le estrecharon la mano, le ofrecieron sus personas y servicios, como se acostumbra hacerlo siempre aun entre gentes que se detestan; y tranquilizada la concurrencia y colocados los personajes al derredor de la mesa, donde se notaba aún los restos del opíparo chocolate, volvió a tomar su giro la conversación.

- Sr. D. Pedro, -dijo el clérigo,- los señores quieren consultar con usted un asunto algo grave, y yo le ruego que dé su opinión con el aplomo y madurez que acostumbra.

- Yo no tengo ningún mérito para recibir ese honor; pero, en fin, haré lo que pueda por complacer a tan respetables señores.

D. Pedro, al acabar de decir esto, escudriñó disimulada y maliciosamente los rostros de todos los que estaban presentes.

- Se trata solamente, Sr. D. Pedro, -le dijo D. Antonio,- de una conversación amistosa, y nada más.

- ¡Ah!, por supuesto, conversación amistosa; esa es la base; la amistad, -dijo D. Pedro.

- Todas las noches, -continuó el dueño de la casa,- me hacen algunos amigos el favor de acompañarme a tomar chocolate, y reformamos el mundo, como suele decirse, pues que en algo se ha de pasar el tiempo. De esto, pues, se trataba ahora. ¿Qué le parecen a usted los desaciertos que está cometiendo este gobierno? ¿Cree usted que podrá durar mucho tiempo?

- ¡Eh! ... ¡quién sabe! -contestó el tutor,- este es un país de fenómenos; pero si hay un impulsillo, si se le aplica un poco la palanca ... ja ... ja ... esto va de broma; pero ya ustedes me entienden, en este país no se necesita más que obrar.

- Exacto, caballero, exacto, -dijo uno de los generales,- y ya decía yo a los señores, que a poco que yo influyera con la tropa de infantería ...

- ¡Oh!, por supuesto, -exclamó D. Pedro,- demasiado público es el influjo de usted. Y a propósito, y sin que parezca indiscreto, supongo que sabrá usted que el gobierno ha dado orden para prender a usted.

- ¿Y cómo sabe usted ya? ...

- ¡Toma! -dijo el tutor,- pues no se habla de otra cosa en la calle; y no me ha dado poco placer el que una persona tan digna y de tan buenos servicios sea perseguida; me admira ver a V. aquí, pues muchos aseguran que estaba usted ya en la Inquisición o en Santiago.

- ¡Maldito sea ese ministro de la Guerra! -exclamó el general.- Yo juro a ustedes por lo más sagrado, que me he de pronunciar más que sea por Mahoma, con tal de salir de este infame gobierno.

- Vamos, calma y prudencia, señor general, y ya que la ocasión se presenta, exijo absolutamente que vaya usted a mi casa, donde estará perfectamente seguro, y lo mismo puede hacer el otro señor general, que también me parece no está muy bien con el gobierno ... ¡errores! ¡desgracias! Válgame Dios, -continuó D. Pedro, alzando las manos al cielo,- ¿nunca habrá justicia ni paz en este reino?

D. Antonio, que quería soplar la revolución, pero de ninguna manera comprometerse, apoyó la idea del tutor diciendo:

- En efecto, general, me parece oportuno el pensamiento de nuestro amigo; su casa es muy segura, y allí será usted tratado como un príncipe, y podrá trabajarse mejor. Si, por ejemplo, nos sorprendiera ahora la policía, quién sabe cómo la pasaríamos.

- Malísimamente, -dijo el clérigo,- por lo cual opino que lo mejor es, que los señores generales, envueltitos en su capa, se metan en uno de los coches, y se vayan a la casa del Sr. D. Pedro.

- Como ustedes gusten, -dijo el tutor.- Tomen ustedes esta llave, y mi cochero, que es hombre de confianza, les enseñará en la casa unas recámaras apartadas, donde hay lechos, muebles y todo lo necesario. Eran las piezas de mi buena hija Teresa; y mientras regresa de mudar su temperamento, serán dignamente ocupadas.

Uno de los generales se inclinó, en señal de agradecimiento; tomó la llave, y dijo:

- En efecto, las razones de ustedes, me convencen, y podríamos perjudicarnos todos sin utilidad. Nos vamos a encerrar, contando con que no se nos abandonará.

- A los buenos amigos y a los valientes servidores de la patria, nunca se les abandona, -dijo D. Pedro estrechándoles la mano.

Los generales se despidieron; y al salir, dijeron al oído al clérigo que los acompañó hasta dejarlos en el coche:

- ¿Se puede contar con dinero?

- Hay sobrado, contestó el clérigo,- pero mucha resrva, pues nadie debe saber de dónde sale.

- ¿Se puede contar con ustedes?

- Sí, pero mucha reserva hasta que llegue la hora.

El clérigo volvió a la sala con una cara alegrísima, y restregándose las manos.

Los generales cuando entraron al coche, dijeron:

- Esta reunión que acabamos de dejar, es de solemnes pillos, santurrones, hipócritas, agiotistas y cobardes.

- Será todo lo que quieras, Hermenegildo, pero nos deben de servir de escalones para subir, y de instrumentos de nuestra venganza; y poco importa que hagan su negocio.

- Bien dicho, y ahora vamos mañosamente a combinar el medio de hacer soltar el dinero a los clérigos, y de sembrar la seducción en la tropa. Lo demás, Dios dirá.

- ¿Pero el plan?

- ¡Qué plan ni qué diablos! El plan debe ser el mismo; es decir, llamar traidora e imbécil a la administración, porque no ha hecho la guerra de Tejas, y prometer otra regeneración; al fin, cada semana se promete un nuevo programa, y ya veremos en lo que para; los empleados de hacienda hacen su negocio, los militares el suyo, y los agiotistas el suyo, y todo queda peor que antes. Aprovechemos, pues, la oportunidad; la vida es corta, y la fortuna la pintan calva; es menester no dejarla escapar. Lo que debemos hacer, es aprovechar los pocos días de nuestro encierro para escribir a los amigos de los Departamentos.

Los viejos de la tertulia, por su parte, suspiraron ampliamente luego que oyeron alejar el coche.

- ¡Gracias a Dios! -dijo D. Antonio,- que se marcharon estos fantasmones.

- Es una desgracia, -interrumpió D. Fausto,- tener que valerse de semejante canalla.

- Pero al fin, -dijo D. Pedro con una sonrisa maliciosa.- ¿Qué son estos hombres más que ruedas de la máquina que se quiere mover, sabiendo usar bien de ellas? ... ¡Eh!, ¿no les parece a ustedes?

- Lo malo es, -dijo el doctor clérigo,- que son avaros hasta un grado increible. ¿Qué les parece a ustedes que me dijeron al salir?

- ¿Qué cosa? -preguntaron los circunstantes con viva curiosidad.

- ¿Se puede disponer de dinero? -me preguntaron.- Yo les dije que sí; pero no somos tan tontos para dejarnos robar así ... sin sacar la utilidad debida de semejantes personajes.

- Veo, señores, salvo que me halle equivocado, -dijo D. Pedro,- que se trata aquí de cosas algo serias, y en ese caso sería conveniente caminar con pasos más seguros. Si hay una revolución en México, ¿tendrá acogida en los Departamentos?

- Ya eso está andando; la tendrá, y muy buena, porque en todas partes aborrecen ya de muerte al gobierno por sus actos arbitrarios, -contestó D. Fausto.

- En ese caso, -dijo D. Pedro,- supongo que habrán pensado en el plan.

- Pocos artículos, -interrumpió el clérigo,- 1° Los bienes de la Iglesia son sagrados y nadie podrá tocarlos.- 2° Son nulos todos los actos de la administración.- 3° El gobierno hará, lo más pronto posible, la campaña de Tejas.- 4° Se procederá a la elección de una junta de próceres, para que formen la constitución. Estas son, en globo, mis ideas, con tal de que no entre esa canalla federalista, que todo lo ensucia y todo lo trastorna.

- Eso será más adelante; y por ahora, para no alarmar, será conveniente proclamar también la unión, -dijo D. Antonio.

- ¿Pero debemos quedarnos con esa canalla, que se llama ejército? -preguntó D. Fausto.

- Por ahora lo creo indispensable, salvo que me equivoque, -contestó el tutor.- Pero después, como dice muy bien el Sr. D. Antonio, y así que el nuevo gobierno tenga respetabilidad y poder, al ejército se le mandará a que se muera de hambre a la frontera, y a los liberales se les da de mano y ... ese es el único modo de reformar este pobre país ... Yo, señores, les repito, no me mezclo en nada; pero sólo por amor a la patria, y porque veo que ustedes tienen rectas intenciones, y me han hecho el honor de dispensarme su confanza, me atrevo a aventurar mi opinión en materia tan grave. A propósito ... no deben ustedes fiarse sólo de esos señores generales, que en un abrir y cerrar de ojos se componen con el ministro de la Guerra, porque todos son lobos de una misma camada ... Decía, pues, que yo conozco un muchacho calavera, valiente y decidido, que tiene mucha influencia con los soldados de caballería; sería bueno valerse de él ...

- ¿Y cómo se llama? -le preguntó D. Antonio.

- El capitán Manuel.

- Cabalmente es amigo de mi hijo, y esta noche lo he citado, para darle razón de un encargo que me hizo; no tardará en venir.

En cuanto el tutor oyó esto, se puso en pie, dijo:

- Voy a ver a mis huéspedes, a quienes había ya olvidado. No sería malo que comprometa usted al capitán Manuel; pero no hay que mentarle mi nombre, pues el muchacho, que es bueno en el fondo, tiene su genio fuerte, y creerá que se le trata de hacer instrumento ... Es menester mucho tacto ... Conque, señores ... me repito; pueden contar con mi fortuna, y con todo lo que poseo, pues todo lo sacrificaré gustoso, con tal de contribuir a la felicidad de esta desgraciada nación.

- Gracias, Sr. D. Pedro; nuestras intenciones son sinceras, y la Providencia nos ha de ayudar, -le contestó D. Antonio, estrechándole la mano.

El clérigo también se despidió, y el tutor salió, mirando cautelosamente por todos lados, tapándose la cara con su pañuelo, a pretexto del constipado, y temiendo encontrarse con el capitán. Luego que los dos amigos oyeron rodar el carruaje, siguieron la conversación.

- ¿Qué le parece a usted, D. Antonio, de lo que ha pasado?

- Las cosas no van mal hasta ahora, pues se puede sacar mucho partido de estos bribones. El doctor está entusiasmado, y sacará el dinero necesario, para evitar el golpe que se quiere dar el clero. Los generales, además de ser revoltosos de profesión, están resentidos con el ministro de la Guerra, y han de hacer cualquier esfuerzo para evitar que los persigan. Sólo este zorro viejo es el más cauto de todos, y no he comprendido qué interés lo mueve.

- Es el consejero y director oculto del clero, -dijo D. Antonio,- y también podremos aprovecharnos de él.

- Pues no resta más, sino saber aprovecharse de estos elementos.

- Ya se ve ... pues de otro modo el negocio vendrá abajo ciertamente, y entonces ...

- Entonces ... -repitió D. Antonio con mal humor,- entonces ...

Una nube siniestra oscureció su frente; se quedó un momento pensativo y con la vista clavada en el suelo; después dijo:

- Es menester no perder la serenidad en estos momentos, D. Fausto; la idea del viejo D. Pedro me parece buena; necesito hablar a solas con ese oficial amigo de mi hijo.

- Bien, bien; combine usted sus cosas, D. Antonio, que yo haré lo mismo; mañana temprano estaré aquí, después de haber hablado con los generales y con algunas otras personas.

D. Fausto salió y a poco la campanilla resonó; el criado anunció al capitán Manuel.

- Que pase al momento, -dijo D. Antonio.

Manuel entró: estaba elegantemente vestido, y en su camisa estaba prendido un diamante que brillaba como un sol. D. Antonio no pudo menos de fijar su atención, y por más que quería poner los ojos en otra parte, los clavaba en el valioso y deslumbrador prendedor. Era el fistol de Rugiero que le había prestado Arturo porque el capitán, que en todo era raro, quería llamar la atención del público de México; y en efecto, lo había conseguido, pues el lujo con que se presentaba, la buena presencia y finos modales que tenía, lo habían convertido en el joven de moda, y no había muchacha que no lo conociera y se ocupara en hablar de él en las conversaciones con las amigas. El capitán, pues, decimos, fue recibido con una afabilidad que no era común en el padre de Arturo, el cual lo hizo sentar, y le puso delante una charola de china con excelentes puros. El capitán, por su parte, sabiendo que el padre de Arturo lo tenía por un calavera, quiso darse el tono de un hombre de importancia.

- Capitán, -le dijo el padre de Arturo,- ¿será usted capaz de guardar un secreto?

- Si lo duda usted, no me lo confíe.

- Bien -dijo D. Antonio,- me gusta que los hombres tengan ese sentimiento de orgullo, que tanto los ennoblece.

- Gracias, Sr. D. Antonio.

- Se trata de un asunto de interés, en que se necesita discreción, ¿la tendrá usted?

- Si le doy a usted mi palabra, la cumpliré.

- ¿Lo que usted promete, lo cumple?

- Aun a costa de mi vida.

- Perfectamente: entonces deseo que sea un eterno secreto lo que voy a decirle.

El capitán se inclinó ligeramente.

- ¿Desempeñará usted el encargo que yo le confíe?

- De ninguna suerte.

- ¿Cómo? -preguntó D. Antonio algo inquieto.

- No sé cuál será el encargo que usted tenga que confiarme; y yo cuando hablo de asuntos serios, soy extremadamente escrupuloso en cumplir mis promesas.

- Perfectamente, -dijo D. Antonio,- usted es el hombre que yo necesitaba, y no tenía idea de usted, pues francamente, lo creía yo una tronera, propio para gastar el dinero en compañía de mi hijo Arturo.

- Mucha honra me hace usted, Sr. D. Antonio.

- No ... hoy es otra cosa, capitán, y desde ahora tengo un concepto muy diverso de usted.

- Mil gracias, -repitió Manuel, inclinándose.

- Capitán, ¿es usted amigo verdadero de mi hijo?

- Lo amo como a un hermano.

- Y dígame usted, capitán, sé que los soldados de caballería lo quieren a usted mucho.

- Al menos, así me lo dicen; me he criado en los regimientos y en el campo, y creo que los soldados viejos me deben tener cariño.

- Bien, ¿y sería usted capaz de hacer lo que se llama una acción de valor?

- Sin modestia, Sr. D. Antonio, tengo el concepto más desventajoso de mi propia persona; pero repito, cuando empeño mi palabra para una cosa, la cumplo.

- Es decir, que si la patria exigiera de usted un gran sacrificio, ¿lo haría?

. La patria muy poco puede necesitar de mí; pero si fuese necesario, la serviría muy bien.

- Muy bien, -dijo D. Antonio con alegría, y restregándose las manos.

- No tenga usted por empeñada mi palabra; no sé de qué se trata, y no he de andar a tientas en asunto de gravedad; si no me cree usted digno de su confanza, entonces ...

- Puesto que usted lo desea, voy a darle una prueba: se trata de ... una revolución ...

- ¿De una revolución? ...

- Sí, capitán ... pero ...

- Entonces, Sr. D. Antonio, -dijo el capitán con seriedad, y levantándose,- yo no puedo servir a usted en nada ...

- Espero usted, y no sea tan violento. En esta revolución se trata de hacer al país todo el bien posible, mejorando sus instituciones, dando al pueblo verdadera libertad, poniendo a la cabeza de los puestos a hombres honrados, y dando, en una palabra, nueva forma y vida a esta sociedad, que camina a su perdición y ruina.

- Todo eso está muy bueno, Sr. D. Antonio, pero yo tengo mis razones particulares para no mezclarme en estas cosas; y cabalmente por esa causa había pedido a usted el favor, por conducto de Arturo, de que me consiguiera mi licencia ilimitada.

- Y he puesto tanto empeño en esta friolera, -contestó D. Antonio,- que aquí la tengo en la bolsa, capitán, tomadla.

Al decir esto D. Antonio, puso en manos de Manuel la orden del ministro de la Guerra.

- Muy bien, Sr. D. Antonio, está enteramente satisfecha mi ambición.

- ¿Si en vez de esta licencia para dejar el servicio, pusiera yo a usted en la mano un despacho de coronel de caballería y la orden para que se encargara del mando de un regimiento? ...

- Daría yo a usted las gracias, pero no lo aceptaría.

- Es decir, que usted no tiene ya ambición ninguna.

- Usted no me conoce, -dijo el capitán sonriendo con desdén.- Una vez que yo me decidiera a admitir una distinción de esa clase, sería fiel al gobierno, y lo sostendría aún a costa de mi vida.

- Esas son quimeras, joven, quimeras y nada más. El militar no sirve, como un suizo, al gobierno existente, sino a la nación en general, y su ascenso, y las halagüeñas esperanzas de ceñir pronto la banda verde, proporcionaran a usted la ocasión de prestar un servicio a la patria, entonces ...

- Tengo diversas opiniones, Sr. D. Antonio; los revolucionarios no hacen, cualquiera que sea la causa que invoquen, más que agravar los males de la patria. Desde que entré al ejército, en clase de cadete, hasta que he llegado a capitán, no he cometido falta alguna, y no tengo de qué avergonzarme. Si por una revolución yo ascendiera a coronel, o a general, tendría que ruborizarme delante de los hombres de 1820.

- Es decir, -dijo D. Antonio con algún mal humor,- que decididamente se niega usted a mi súplica.

- Decididamente, -respondió el capitán.

- Es decir, que tengo que sufrir un dasaire de parte del que mi hijo titula hermano.

- Los amigos que tenga su hijo de usted, deben ser hombres honrados y de conciencia, Sr. Antonio, y usted hará bien de echar de su casa a todos los que no tengan esos títulos.

D. Antonio se mordió los labios, y dijo lentamente:

- Creo que usted no trata de insultarme.

- Ni lo he pensado, -respondió el capitán con seriedad.- Amo demasiado al hijo, para que yo me atreviera a ofender al padre, y a mi vez seame permitido creer que usted no ha tratado de mortificarme, y que lo que ha pasado no es más que una prueba que ha querido usted hacer de mí, para cerciorarse de que mi amistad en nada puede perjudicar a Arturo.

- Es usted inflexible, -dijo D. Antonio tristemente, y quedó un rato en silencio.

El capitán, mirando que la conversación se había cortado, y temiendo ser molestado con nuevas insinuaciones, se levantó y tomó su sombrero.

D. Antonio levantó la vista, y como fascinado con el brillo del fistol de Rugiero, se quedó inmóvil. El capitán notó sus ojos fijos y su rostro descompuesto, y creyó que alguna enfermedad repentina le había atacado.

- Sr. D. Antonio, -le dijo,- puesto que usted no tiene otra cosa que mandarme, me retiro. Espero que no conservará usted un recuerdo desagradable de mi visita.

- No, no, ninguno absolutamente, -respondió D. Antonio, volviendo en sí del vértigo que había sufrido;- pero antes de que usted se marche, tengo que decirle una palabra; siéntese usted otro momento.

El capitán obedeció.

- Lo que he dicho a usted, joven, no ha sido por probar su honradez, sino porque a toda costa necesito de usted ... Escúcheme:

Si el gobierno no cambia, me arruinará, tendré que declararme quebrado ... ¿lo escucha usted? ... Me ha obligado su honradez de usted a hacerle esta penosa confesión.

El capitán quedo tan asombrado, que no supo qué responder.

- Usted, capitán, -continuó el padre de Arturo,- no sabe lo que es tener una familia, y un rango en la sociedad, y perderlo de repente ... ¡Es horrible! la miseria después de la opulencia; el desprecio después de la consideración universal. Usted es joven, amigo mío, y no conoce el mundo. Todos esos personajes que vienen diariamente en sus magníficos carruajes a tomar la sopa en mi mesa, a gustar mis exquisitos vinos, no volverán más; huirán de mí, como se huye del contagio de un leproso, porque la pobreza es todavía más temible que la lepra. En vez de aduladores, que diariamente procuran lisonjear mi amor propio, y me tratan con respeto, tendré inicuos e inexorables acreedores, que se llevarán sin misericordia mis carruajes, mi plata labrada, mis muebles, hasta las alhajas de mi pobre mujer, y que después me arrastrarán ante los tribunales, donde tendré que sufrir humillaciones y desengaños. En cuanto a mí, soy viejo; pero mi pobre mujer morirá sin remedio, y ¡Arturo! ¿cuál será su porvenir? ... Repito, capitán, usted no es capaz de comprender mi amarga situación ...

El tono patético y verídico con que D. Antonio decía estas palabras, conmovieron profundamente al capitán.

- Voy a dar a usted una prueba de que soy amigo de Arturo, caballero, -dijo Manuel:- yo tengo veinte mil pesos en una casa de comercio. En una de mis calaveradas, la fortuna me sopló, y gané en el juego. Deme usted una pluma y un papel, y al momento daré orden para que los pongan a disposición de usted.

D. Antonio, conmovido de esta muestra de nobleza, estrecho la mano del capitán.

- Desde este momento ocupa usted en mi corazón el mismo lugar que mi hijo. Rico o pobre, mi familia es la familia de usted, y mi casa es su casa.

- Mil gracias, Sr. D. Antonio, -respondió el capitán, estrechándole a su vez la mano.- Yo no he hecho más que pagar con esta sincera oferta lo que su hijo de usted ha hecho conmigo. Cuando yo he estado pobre, ha tenido la bolsa abierta para mí.

- Su generosidad de usted no me salvaría, capitán, y lo dejaría a usted arruinado; explicaré a usted algo más. De un negocio en otro, siempre con la esperanza de realizar uno que me indemnizara de todo lo prestado al gobierno, he consumido, no sólo mi capital, sino que tengo comprometidas gruesas sumas, que he pedido a premio. Antes de ocho días, se me comenzarán a cumplir las libranzas; y si no pago la primera que se me presente, mi ruina es indefectible: veinte mil pesos, repito, no son nada ...

- Entonces, ¿qué medio nos queda? -preguntó el capitán afligido.

- El único que he dicho a usted; una revolución que haga variar al gabinete, porque los que actualmente están en el gobierno, decidamente son enemigos míos.

- ¿Y no ha tentado usted antes otros caminos, señor D. Antonio?

- Todos los medios se han agotado ya, y hoy la revolución es indefectible. El clero, varios generales, el comercio, todos contribuirán a ella, con la diferencia de que si yo no la dirijo, todos se aprovecharán y mi situación no cambiará. He aquí, capitán, descubierto mi secreto, y por qué quiero tener un brazo cuando yo soy la cabeza.

- Es duro, Sr. D. Antonio, resolverse a un paso semejante. Yo tengo determinado marcharme a casar a la Habana, y esta es para mí una idea única y exclusiva en este momento; de esto proviene parte de mi repugnancia.

- Si ese es el único obstáculo, muy fácilmente se puede salvar. Las cosas se abreviarán, y usted quedará expedito dentro de breves días.

El capitán bajo la cabeza, y quedó meditando.

- Por última vez, capitán, insto a usted para que ayude a salvarme. Usted sabrá si deja morir a la madre de Arturo.

- Sr. D. Antonio, -dijo resueltamente el capitán,- me es imposible hacer lo que usted desea. Mi escasa fortuna la pondré a la disposición de la madre de Arturo, y no morirá de hambre.

- ¿Y yo, capitán? ¿y yo? ... el único recurso que me quedará será darme un tiro ...

- Bien, Sr. D. Antonio; estoy a las órdenes de usted, y voy a hacer el sacrificio acaso de la felicidad de toda mi vida, -dijo resueltamente el capitán. ¿Qué quiere usted que hagamos?

D. Antonio, después de la tenaz resistencia que le había opuesto Manuel, apenas podía creer sus palabras, y no pudo menos que abrazarlo, diciéndole:

- Capitán, usted es mi salvador, y le juro a usted por la Hostia Consagrada, que jamás olvidaré este favor.

- Una vez que he dado mi palabra, no tiene usted ya nada que temer. ¿Qué quiere usted que haga?

- Lo explicaré. Es necesario que se decida usted a encargarse del mando de una fuerza de caballería.

- ¡Pero aceptar una comisión honorífica y traiciones despues! ...

- ¡Usted se ha puesto a mis órdenes, y es necesario que el sacrificio sea completo!

- Es verdad, soy esclavo de mi palabra.

- Colocado usted en el mando de un cuerpo de caballería, podrá usted con actividad influir con los sargentos; si es necesario dinero, con una firma mía habrá en abundancia. Preparadas así las cosas, y contando también con la artillería, se dará un golpe de mano a Palacio, apoderándose de las personas de los ministros y del Presidente, y proclamando inmediatamente un plan en que se convoque una junta de próceres para que reforme la constitución. Entre tanto esto se verifica, se nombrará un gabinete que inspire confianza a la nación. Usted, capitán, ha de ser el que se ponga a la cabeza de una columna que sorprenda la guardia de Palacio, en el caso de que no podamos ganar al oficial.

- Es muy fuerte todo esto, Sr. D. Antonio.

- ¡Qué! ¿no será usted capaz de ejecutarlo?

- He dicho, Sr. D. Antonio, que cumplo mi palabra. Ya no hablaremos más sobre el particular; deme usted las instrucciones que guste.

- Poco tendría que decir a usted, supuesto que ya conoce mis intenciones. Mañana recibirá usted el nombramiento para mandar en comisión un regimiento de caballería. A los oficiales les puede usted prometer ascensos, a los sargentos dinero, y a los soldados palos, si no obedecen. Durante tres o cuatro días que usted dilate en hacer esto, yo habré trabajado ya mucho con el cuerpo de artillería e ingenieros; y lograré al menos que no se opongan al movimiento, que es lo bastante; vea usted si logra hacerse de dos o tres batallones de infatería. Por mi parte le aseguro que uno de ellos hará lo que yo quiera, porque el coronel Relámpago es ahijado mío, y me debe su carrera.

- Veo que poco necesita usted de mí, teniendo ya tan avanzado el plan.

- Se equivoca usted, capitán; algunos de esos, al primer tiro, echarán a correr, y entonces ... Yo he dicho que necesitaba un brazo, y usted es mi hombre de acción. Con tal de que haya voluntad de parte de usted, los dominaremos a todos; y disponiendo de la capital, dispondremos de la nación como se nos antoje. ¿No lisonjea el orgullo de usted esta perspectiva?

El capitán sonrió tristemente y movió la cabeza.

- Parece que no está usted muy entusiasmado.

- Francamente, digo a usted que mi pensamiento está muy lejos de aquí; mas no por eso desconfíe usted de mis esfuerzos. Una vez decidido, acostumbro hacer las cosas con la mayor frialdad posible.

- ¿Es decir que nos veremos? ...

- Cuando usted guste.

- Mañana a estas horas.

- Seré exacto.

El capitán tomó su sombrero y se despidió del padre de Arturo. Este no pudo menos que clavar una triste y última mirada en el hermoso fistol de Rugiero.

- Si fuera fino, -dijo cuando el capitán se había retirado,- valdría cincuenta mil pesos; jamás he visto una piedra más hermosa. ¡Bah! los franceses tienen talento para hacer piedras falsas que parecen verdaderas.

Después de este corto soliloquio se restregó las manos, se comenzó a pasear en el salón hablando solo, y al fin, aunque era ya tarde, se metió en el coche y se fue a ver al coronel Relámpago, quien recibió a nuestro D. Antonio con los mismos respetos y consideraciones que el más humilde vasallo al más poderoso rey.

El coronel Relámpago estaba ya acostándose; pero en cuanto oyó la voz de D. Antonio, se volvió a vestir, puso en movimiento toda la casa y mandó encender cuanta vela tenía en ella.

Así que se quedaron solos y que D. Antonio se persuadió que nadie los escuchaba, le impuso de sus deseos, se supone con mucha menos delicadeza y circunloquios que al capitán Manuel.

- Coronel, -le dijo,- se proporciona oportunidad ahora de ceñirse una banda verde y de hacer alguna fortunilla, se entiende, honrada y legalmente.

El coronel puso, a pesar de que lo quería disimular, la cara más alegre del mundo, y los ojos le brillaban de contento.

D. Antonio, con la perspectiva de un hombre de mundo, observaba las emociones del coronel.

- Amigo, las cosas no pueden ya subsistir.

- No pueden, señor, no pueden; dice usted muy bien, -dijo el coronel.

- El gobierno está cometiendo muchas aberraciones.

- Erraciones, muy bien dicho, y muchas infamias.

- Esos hombres no saben lo que traen entre manos.

- No saben, señor, no saben.

- Todo lo están echando a perder.

- Todo, señor, dice usted muy bien.

- Lo peor es que no tiene remedio.

- No tiene, señor; dice usted muy bien.

- Tiene uno solamente.

- Uno solamente; muy bien dicho.

- Y es tirarlos de los puestos.

- Eso iba yo a decir, señor, tirarlos; son unos pícaros infames, y yo tengo muchos motivos para no estar contento. Figúrese usted que hace ya ocho días que sólo dan en la Tesorería seiscientos pesos diarios, en lugar de mil; y ese ministro es un déspota, que habla muy mal de los soldados, y se da mucho tono. pues el otro día, no piense usted, por poco le doy de patadas al viejo portero, como se las dí a un cochero que no quería llevarme a San Cosme, cuando llovía. Si no es capaz, señor, vivir en este país. Nada se puede hacer.

D. Antonio no podía menor de oír con impaciencia la cadena de necedades del coronel; y en el fondo de su alma hacía plena justicia a la dignidad y honradez del capitán Manuel y despreciaba altamente la degradación de este hombre, que era el eco de sus palabras.

- ¿Puedo, pues, coronel, -dijo con tono imperioso D. Antonio, -contar enteramente con usted y con su cuerpo?

- Sí, señor; lo que usted quiera, señor; yo estoy dispuesto a cooperar en todo lo que usted quiera, con tal de tirar a esos bribones, y a esos licenciadillos, enemigos del ejército, es menester arrastrarlos por las calles ...

- No, no se trata de tanto, -interrumpió D. Antonio;- sólo de variar el gabinete, para colocar hombres honrados y que premien a los buenos servidores de la nación, como por ejemplo, a mi digno amigo el coronel Relámpago.

- Muchas gracias, señor; pero no se canse usted, señor, que mientras que no ahorquemos a seis docenas de licenciados, no hemos de estar en paz. Figúrese usted, señor, que nosotros estamos llenos de años y de buenos servicios a la patria, que somos gente pacífica, que no nos metemos con nadie, señor; pero también nos tiran, y es fuerza ... ¿no le parece a usted, señor?

- Sí, sí, -dijo D. Antonio, tomando un polvo;- yo en esto no tengo más interés que el que me inspiran varios amigos que tengo en el ejército ... y si el ejército no se defiende, sin duda que los licenciados lo arruinarán; y usted dice perfectamente, coronel.

- Y dígame usted, si la cosa se hace, ¿quién entrará de ministro de la Guerra y de jefe de la plana mayor? no sea que no se vayan a acordar de mí.

- No haya cuidado, coronel; serán amigos los que entren a esos puestos; y tengo tal seguridad, que voy mañana a mandar bordar una banda verde, que le quiero regalar a usted.

- Muchas gracias, señor, muchas gracias; usted es muy bueno conmigo, y yo no sé con qué pagarle ...

El padre de Arturo se levantó para retirarse; buscó la mano del coronel y le dió un significativo apretón.

- ¿Y cuándo tendrá lugar la cosa? -preguntó nuestro héroe.

- Muy pronto, -contestó D. Antonio;- prepare usted a los muchachos del batallón.

- No hay cuidado, señor; ya sabe usted que todos hacen lo que yo les digo. Sólo hay un teniente medio díscolo; pero yo le buscaré un ruido para sepultarlo arrestado en Santiago.

- Perfectamente, coronel; usted es un hombre de talento, y me ha comprendido. Recibirá usted pronto mis instrucciones; y a la persona que presente a usted un anillo, que recibirá como prueba de mi amistad, puede darle entero crédito.

- Y dígame usted, señor, dispensando la confianza, ¿podemos contar con algún dinero? Esto es necesario, señor, porque ya sabe usted, señor, que los muchachos y los gastitos ...

- Sí, se puede contar con el dinero que sea necesario, -respondió D. Antonio con cierto mal humor;- pero tenga usted entendido que en todo esto no ha de sonar para nada mi nombre ... para nada, ¿comprende usted?

- Está muy bien, señor; no mentaré a usted ni aunque me esté muriendo, señor.

- Si acaso usted cometiera una indiscreción, todo se perdería, y entonces yo jamás volvería a ser su amigo.

- Ni lo permita Dios, señor ... No, señor, todo se hará en reserva, y quiero mejor morir, señor, que usted deje de favorecerme con su amistad.

D. Antonio, por fin, se despidió y montó en su coche.

- Ciertamente, -dijo entre sí,- que será más fácil que me denuncie este hombre, que se sujeta como un esclavo a mi voluntad, que no el capitán altanero, amigo de mi hijo. Ese es un hombre digno, con una conciencia segura de lo que vale el honor y la firmeza en un hombre; este coronel es una alma mezquina, capaz de todas las infamias posibles. En fin, como dice el otro viejo D. Pedro, que tampoco me simpatiza mucho, son ruedas de la máquina, y es menester moverlas bien. El capitán es una rueda de brillante acero, y el coronel una rueda de grosero y mohoso fierro ... ¡Bah! por ahora los obstáculos se allanan, el horizonte va despejándose, y mi ruina ... mi ruina por lo menos está hoy dudosa ... Ayer era cierta.

Esto hizo D. Antonio, después de haberse descartado de esa tertulia turbulenta, que tomando chocolate, maquinaba contra el reposo público de la manera más fría y egoísta, pues cada una de las personas no veía más que su particular interés. Acaso alguno de los lectores que haya vivido en la inocente tranquilidad de algún pueblo lejano de las grandes capitales, creerá que hay grande exageración en lo que acabamos de referir; pues todo lo contrario. De algún tiempo a esta parte las revoluciones ya no se hacen en antros secretos e ignorados, ni los conjurados se reunen a deshoras de la noche disfrazados, envueltos en una luenga capa, como lo vemos en las comedias, sino que para maquinar contra el gobierno, se escoge la casa de un magnate, situada en una de las calles más públicas y más centrales de la población; se conspira también con franqueza, en el Café del Progreso, en las glorietas de la Alameda, en las plazas públicas, en los corredores del mismo Palacio; y el ministro y el presidente tienen que desconfiar hasta del amanuense que escribe sus cartas, y del soldado que está de centinela; de esto viene la perpetua alarma de los que mandan, el continuo sobresalto de los que están en el poder; las puertas de fierro, los cerrojos y entradas y salidas secretas que sirven de seguridad a los magnates, que hoy a poco más o menos, viven siempre temerosos y espantados, como el rey Pygmaleón del Telémaco.

Y no se crea que para hacer en México las revoluciones, se necesita ni de una grande capacidad, ni de un grande arrojo. Basta, pues, un mediano atrevimiento y una pobrísima inteligencia, pues los gobiernos, en vez de aplicar todo el rigor de las leyes a los conspiradores, suelen premiarlos con empleos, y satisfacer así momentáneamente una ambición innoble, que aumenta a medida de la facilidad con que del polvo y del olvido se elevan los hombres a los más altos puestos y distinguidas dignidades.

El camino más seguro para progresar y pasarse buena vida en México, es ser de la oposición. Un periodista de oposición que blasona de independencia y de patriotismo ante el público, en una entrevista secreta con el ministro de Hacienda, saca en una hora más ventajas que el empleado honrado y sincero amigo del gobierno en diez o veinte años de buenos servicios. Un general de división que manda cuatro o cinco mil hombres, es una potencia. Un coronel calavera que está de comandante militar, domina un Estado. Un sargento que tiene prestigio y amistad con los soldados, es un personaje. Todos mandan, todos tienen poder e influencia. El gobierno es el único débil, y necesita del último escribiente de una secretaría.
Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo primero Capítulo trigésimo terceroBiblioteca Virtual Antorcha