Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimonono Capítulo trigésimo primeroBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO TRIGÉSIMO

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D. PEDRO CEDE EL CAMPO AL CAPITÁN

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Estando ya los lectores al corriente de una gran parte de los motivos que ocasionaron los sucesos que se refirieron al principio de esta historia, volvamos a tomar el hilo de ella, interrumpido con necesarias explicaciones.

Hemos dejado a Manuel en la casa de D. Pedro. Con mucho tono y prosopopeya se hizo anunciar, y D. Pedro, a la primera noticia que le dió su criado de que un caballero que había llegado en un magnífico coche lo buscaba, se apresuró a salir a encontrarlo.

- Caballero ... -dijo el capitán, haciendo una cortesía y con la voz un poco trémula, porque le costaba trabajo reprimir sus emociones.

El timbre de esta voz hizo estremecer a D. Pedro, y sin acertar a pronunciar ni una palabra, ni levantar la vista, tendió maquinalmente una mano.

El capitán se la estrechó fuertemente, diciendo ya con una voz más tranquila.

- Buenos días Sr. D. Pedro: mucho tiempo hacía que no tenía el placer de ver a usted ... tranquilícese usted, no seré muy molesto.

D. Pedro alzó la vista, y a pesar del elegante traje militar del capitán, y de estar muy cambiada su fisonomía desde la última aventura, que ya sabe el lector, lo reconoció al momento; y procurando afectar alegría, y sacando a luz sus dientes por medio de una sonrisa, le contestó:

- Buenos días, señor capitán; pase usted, pase usted. Yo siempre tengo el mayor gusto de que me visite usted. Vamos adentro.

- Al infierno me echaría de buena gana este zorro pícaro, -dijo el capitán para sus adentros, y con aire de desembarazo obedeció a D. Pedro, que con la mano le señalaba la entrada de la antesala.

- Vamos, amigo; siéntese usted ... Yo hacía a usted muy lejos de aquí.

- En efecto, -le dijo con tono malicioso el capitán,- debía, haber salido para Chihuahua, y tenía mi equipo listo; pero recibí contra-orden, y fue preciso obedecer. Ese es el deber de un militar.

- Justo, amigo mío, y sin adulación, desearía yo que todos los oficiales de nuestro ejército fueran de las cualidades de usted ... un poco calavera ... y mal genio ... pero esto no es nada ... la edad ...

El capitán se vió tentado de dar a D. Pedro una bofetada; pero considerando que la prudencia y disimulo eran indispensables, contestó en el mismo tono afable:

- Usted me favorece demasiado, Sr. D. Pedro, y veo por lo tanto que no estará usted ya tan mal dispuesto.

- ¡Mal dispuesto! ¡Oh! no, nunca lo he estado; lo que ha sucedido es ... ya ve usted, un hombre encargado de la suerte de una niña, debe siempre irse con tiento y examinar ...

Observando D. Pedro que el capitán lo miraba fijamente, acercó su silla, y con aire de mucha confianza le dijo:

- ¡Bien! para que vea usted mi franqueza, le voy a hacer una revelación con tal de que usted la reserve.

- Muy bien; la reservaré, -dijo el capitán.

. Pues yo aborrecía a usted como al demonio, como al infierno.

El capitán retrocedió un poco.

- No, no se alarme usted capitán, -continuó D. Pedro, acercándose más.- Yo aborrecía a usted, y era natural, porque éramos rivales.

El capitán se puso encendido, y dijo entre sí:

- ¡Rival un viejo arrugado, calvo y oliendo mal! ¡Qué vanidad!

D. Pedro continuó:

- Amigo, un versito muy antiguo, y que usted sabrá, es un evangelio:

El amor nunca respeta
Ni los años ni el poder
Al viejo le presta aliento ... etc

Yo, necio y loco, como lo son todos los viejos enamorados, creía que Teresa me podía amar ... ¡ja! ¡ja! ahora me río a carcajadas ... Pero, en fin, eso pasó felizmente ya; hoy son otros tiempos ... quiero a la muchacha como una hija, y nada más ...

D. Pedro hablaba con una apariencia tal de sinceridad que el capitán comenzó a fascinarse, y dijo entre sí:

- Puede ser que este hombre, conociendo su fealdad y sus años, haya variado; no hay más sino ganarlo por interés, porque indudablemente, si se le ha desvanecido el amor, le ha de haber aumentado la codicia.

- Vea usted, -dijo el capitán con un tono de franqueza,- yo a pesar de los remordimientos que tenía, conozco que en el fondo no carecía usted de razón. Un militar pobre, calavera, que no tiene más caudal que su caballo, su montura y su espada, no es uno de los mejores partidos para una joven rica, y de las circunstancias, y de la hermosura de Teresa; pero, ¿qué quiere usted? le citaré el mismo verso: El amor nunca respeta, etc. ... Pero ya todo ha variado también en mí; ya no soy el capitán calavera y tormentista de antes, y hoy ni remotamente puede haber temores de que el interés mueva mi corazón.

- No, eso nunca lo he creído yo; y antes bien, desearía yo un hombre honrado y pobre como usted, que hiciera su felicidad.

- Pobre, sí, -interrumpió con desdén el capitán: solo Rothschild puede llamarse rico; pero para tener un coche, una buena casa, unos cuantos criados, comer regular, y pasear lo mismo, es bastante ...

- Parece que hoy los sueldos no están bien pagados, -dijo D. Pedro sonriendo, y enseñando por consecuencia al capitán sus carcomidos dientes.

- ¡Bah! -respondió el capitán con desenfado, y jugando con uno de sus guantes;- ¿y quién hace caso de los sueldos? Fresco estaba yo con atenerme al sueldo. Figúrese usted que voy a pedir mi licencia absoluta, y a echar al diablo la carrera militar.

- Pero, hombre, no comprendo ... -dijo D. Pedro, abriendo tamaños ojos.

- Son ... -dijo el capitán, sacando un hermoso cronómetro inglés:- bien, aun puedo hablar media hora con usted, pues después tengo que ir a casa de Rubio, en casa de Escandón, en casa de la condesa de la Cortina ...

D. Pedro pensó para sus adentros:

- ¿Qué diablos ha de hacer este trapalmejas en casa de Rubio y las Escandón? ¡Fatuo!

- Pues, Sr. D. Pedro, habiéndonos ya explicado lo bastante, debo decir a usted, que el objeto de mi visita es arreglar con usted la manera de unirme a Teresa.

- Mire usted, -le dijo D. Pedro con calma,- por mi parte no hay inconveniente, puesto que usted y ella lo quieren así ... Ya sabe usted que no está aquí ...

- Sí, sí, -dijo el capitán,- yo no quiero que esto sea en el momento.

- Ahora sí, nos podemos entender, -replicó D. Pedro,- porque excepto esas locuras de que ningún hombre está exento, quiero ser muy cumplido y exacto en punto a intereses.

- Ya he dicho a usted que yo no quiero decir una palabra sobre intereses, pero ya que usted promueve el asunto, le hablaré también francamente. Yo ahora soy rico, mi madre me dejó una considerable herencia, que me ha sido entregada ... Vea usted, si quiere convencerse.

Manuel tomó a D. Pedro del brazo, y lo llevó al balcón, y le enseñó su elegante carruaje y sus rollizas mulas.

D. Pedro se retiró como desvanecido, pues ni remota idea podía tener de que su rival fuese de la noche a la mañana, un hombre rico.

- Ya ve usted, -continuó Manuel,- para nada necesito los bienes de Teresa, pero como usted podrá acaso temer que, siendo yo su marido, emprenda un litigio, me comprometo a ...

- A nada, capitán, se debe usted comprometer, ni yo lo consentiría. Yo he manejado el caudal de Teresa, y debo entregárselo. Con los honorarios que me conceden las leyes, tengo para vivir cómodamente los pocos años que me queden de vida.

El capitán era, como hemos visto, un calavera, pero con el corazón de un niño, y se dejaba engañar de cualquiera; así, aunque le sobraban motivos para desconfiar de D. Pedro, llegaba a persuadirse que acaso este hombre, arrepentido de su tentativa, y desengañado, por otra parte, de lo inútil que sería el querer obligar a Teresa a que fuese su esposa, habría ya variado de plan y de conducta. Alucinado con tales pensamientos, se acercó el capitán a D. Pedro y le dijo:

- Vea usted, yo creo que los enemigos más encarnizados se reconciliarían, si llegasen a explicarse. Creía no tener la calma y serenidad suficiente para hablar con usted, pero mediante estas explicaciones juzgo que llegaremos a estar en completa conformidad.

- Sin duda, en completa conformidad, -respondió D. Pedro,- con tal de que hablemos con franqueza.

- Por mi parte, ya he dicho a used, Sr. D. Pedro, mis intenciones, y ahora me explayaré más. Usted indudablemente ha aumentado mucho la fortuna de Teresa, ha consumido toda su vida en el trabajo, y justo es que tenga usted la debida recompensa.

- Es verdad lo que usted dice, -le interrumpió,- pero no sé dónde irá usted a parar.

- A lo siguiente, Sr. D. Pedro. Teresa haría una renuncia formal de la mitad de sus bienes, en favor de usted. Esto, no sería más que una compensación debida por los trabajos de usted, y con lo que podrá vivir con todas las comodidades de que es digno. En cuanto a mí, también haré una renuncia de cualquier derecho que, según la ley, pudiese tener de los bienes de Teresa. Ya ve usted, quiero nada más su mano, y no tengo otro género de interés.

- Esos sentimientos, capitán, honran a usted mucho, pero ya he dicho, no quiero más, sino que de parte de usted haya una poca de paciencia, y aguarde el tiempo muy limitado para que pueda yo poner en orden los negocios, y entonces lo que usted desea, se hará, y todos quedaremos contentos y tranquilos.

- Me parece muy en el orden lo que usted acaba de decir, pero si no fuera indiscreción, ¿podría yo saber qué tiempo debo aguardar?

- Poco, muy poco, -contestó D. Pedro,- dos meses, un mes, por ejemplo. Entre tanto, puede usted escribir a Teresa, y disponer sus asuntos.

- Estoy conforme, absolutamente conforme, -dijo el capitán levantándose muy contento y satisfecho del resultado de la conferencia.

- Y esta pobre casa, señor capitán, está a sus órdenes, y mucho placer tendré en que la honre, -le contestó D. Pedro con mucho afecto, y tendiéndole la mano.

- Gracias, gracias, Sr. D. Pedro, tendré el mayor placer en hacerlo.

El viejo se despidió cortés y afablemente, y mientras el capitán bajaba la escalera, le arrojaba unas terribles miradas, que el tutor habría deseado fuesen rayos, para aniquilarlo.

El capitán montó en su coche, y se fue a esperar a Arturo.

D. Pedro se retiró a su gabinete, y sonriendo, dijo:

- Creerá ese tuno que me ha engañado. Ese lujo y ese carruaje no provienen de la herencia que dice que le dejó su madre ... Yo lo averiguaré ... debe ser una nueva infamia ... alguna viuda rica a quien ha enamorado ... el juego ... sí, cualquiera de esas cosas ... Esta fortuna no es legal: con todo, un hombre que tiene algún dinero, es más temible que un pobrete, y este capitán es audaz, y sabe disimular perfectamente. parece que ha aprendido a mí. Es menester, con todo, tomar enérgicas medidas ... yo creo que si me voy a España, a Francia, a los infiernos, allí se me ha de aparecer este maldito hombre. ¿A qué hora se retirará a su casa? ... el puñal de un lépero lo compondría todo ... Yo no quisiera llegar a ese extremo, pero estoy decidido a quitármelo finalmente de encima, porque esto no es vivir. ¿Quién va a fiarse de sus promesas y sus renuncias? ... Estoy seguro, que en cuanto sea marido de Teresa, me dará doscientas patadas en lugar de dinero. Ya pensaremos.

D. Pedro se puso un birrete negro de seda, con el cual se cubrió, no sólo la cabeza, sino las orejas y parte de los ojos, y se hundió, por decirlo así, en una butaca, a meditar el medio de deshacerse del capitán. Manuel, por el contrario, joven, confiado, y de un corazón bellísimo, donde no se abrigaba el dolo ni la maldad, se retiró quizá dudando, pero en el fondo confiado en las promesas de D. Pedro y absolutamente ajeno de que el depravado viejo se quedó fraguando una nueva intriga.

Arturo llegó casi al mismo tiempo que Manuel, y éste pidió la comida, que era exquisita y acompañada de vinos de larga edad.

- ¿Cómo fue de conferencia, Manuel?

- Perfectamente, Arturo. No creo que el tutor tenga buena fe, pero sí que convencido de su locura, ha desistido de sus proyectos, y casi nos hemos arreglado. Yo le he ofrecido que Teresa le cederá la mitad de los bienes, él la quiere echar de generoso, y sólo me ha puesto por condición que espere yo un mes, tiempo en que concluirá de arreglar sus asuntos, y que entre tanto, escriba yo a Teresa, y disponga los míos. Estoy loco, de contento Arturo. Tomemos una copa. Mañana, Arturo, es menester que veas a tu padre, para que me consiga en el Ministerio mi licencia absoluta. Escribiré a la Habana, y veremos, pues, a ese buen eclesiástico, cuyos consejos de tanto nos han servido. El primer día que lo vea, le daré una sotana de paño, y un sombrero acanalado de lo mejor que encontremos.
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