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MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO DECIMOQUINTO

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LOS LADRONES SON ROBADOS

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Segun es costumbre, a las tres y media de la mañana siguieron nuestros viajeros su camino para el Perote: en esta vez no se acomodaron en el estrecho carruaje para dormitar, sino que todos despiertos y sobre sí, comenzaron a discutir acerca de la conducta que deberían observar, si los ladrones atacaban. Hacía tres días que a la salida de Puebla, había sido detenida la diligencia, y los pasajeros amarrados y despojados de cuanto tenían; pero como la civilización y finura de los ladrones de la República mexicana excede a cuanto puede apetecerse, cosa que, en obsequio de la justicia, deben reconocer y confesar los viajeros extranjeros, los transeuntes fueron atados de pies y manos, y colocados con el rostro contra la tierra, habiendo tenido algunos la ventaja de conservar su ropa interior. Los ladrones, habiendo recogido relojes, anillos y algunas monedas de oro y plata, se internaron en el bosque, sin olvidarse de dirigir tiernos adioses a las víctimas, que por su parte tuvieron la descortesía de guardar un profundo silencio. Esta anécdota, de fresca memoria, hizo una impresión profunda en el ánimo de los pasajeros, tanto que a la luz de un fósforo, que encendió uno de ellos, se vieron todas las fisonomias azuladas, descompuestas, y como incrustadas en los amarillentos cojines del carruaje. En cuanto a Juan Bolao, con su eterno puro habano en la boca, tarareaba un retazo de su ópera favorita: el pasajero del capote azul permanecía frío, impasible, silencioso, como el día anterior.

La diligencia pasó la garita, y cuando entró en una calzada llana y cesó por consiguiente el crujir de las ruedas, volvieron a comenzar las historias de ladrones; y cada cual contó la suya, con los más negros colores que le pudo sugerir su imaginación: daba miedo el escuchar los horrores y crueldades cometidas por los honrados ladrones que pululan en el camino a Veracruz.

- ¿Y bien, amigo? -dijo Juan Bolao, dirigiéndose al pasajero del capote azul, cuando todos acabaron de hablar.

- Y bien, -contestó éste,- mis pistolas están cargadas. ¿En qué disposición están los trabucos de usted?

- Corrientes y listos, -repuso Bolao;- y le aseguro a usted que ya tendrán buena fiesta esos señores ladrones, si nos asaltan.

- ¡Qué! ¿tratan ustedes de defenderse? -preguntó alarmado uno.

- Por supuesto, -dijo Bolao:- no faltaba más sino que nos dejáramos, como unos chicos de escuela, tender boca abajo y azotar.

- Es que así se compromete inútilmente la vida de todos, -interrumpió otro mucho más alarmado.

- ¡Toma! ¿y qué se me da a mí de eso? -respondió Bolao, en tono de chanza.

- ¿Cómo qué se le da a usted? -dijo un hombre gordo y de trabajosa respiración:- ¿pues le parece a usted grano de anís el que me maten?

- Ya se ve que sí.

- Entonces ...

- Pues, camaradas, si ustedes me pagan sesenta onzas que traigo atadas a la cintura, no me defenderé ... de lo contrario, voto a dos mil diablos que ... Con permiso, caballeros ...

Juan Bolao sacó de debajo de los cojines un par de trabucos y una espada toledana, y encendiendo un fósforo los examinó con cuidado: sacó en seguida la espada de la vaina, y se desembarazó de todos los estorbos que podían impedirle sus movimientos.

- ¡Este hombre es un demonio! -dijo el pasajero gordo, en voz baja.

- ¡Eh! camarada, yo estoy ya listo, -dijo Bolao dirigiéndose al del capote azul.

- Y yo lo estaré dentro de dos minutos, -contestó éste, sacando sus pistolas, y desenvainando también un hermoso sable curvo.

- Estos son unos caribes, -dijo a media voz el hombre gordo,- y si los ladrones salen, nos van a matar como unos pollos.

- ¿También usted está resuelto a defenderse? -le dijo el pasajero del capote azul a uno de los viajeros, procurando dar a su voz el tono más melifluo que pudo.

- También, -contestó secamente el del capote azul.

- En ese caso, señor mío, -repuso sacando una mohosa navaja de cortar fruta,- ayudaré a ustedes en lo que pueda.

- Señores, -exclamó el hombre gordo,- tengan compasión de mí: yo no tengo armas, soy casado, tengo siete angelitos y nueve sobrinitos; además soy gordo ... y ya ven ustedes que tengo más probabilidades de recibir un golpe ...

Bolao se echó a reir a carcajadas; pero el pasajero del capote azul dijo:

- Quizá no habrá nada, amigo; pero si algo hubiere, no hay más que resignarse.

El hombre gordo contestó con un suspiro: los otros se pusieron a vomitar blasfemias contra el gobierno, que descuidaba de quitar de los caminos tanta piedra y tanto bandido, ambas cosas muy perjudiciales para los míseros pasajeros. Juan Bolao cantaba; el pasajero del capote azul permanecía silencioso.

La diligencia caminaba rápida, y sólo se oía de vez en cuando el chasquido del látigo y la voz del cochero: los caballos volaban, sacando chispas con el choque de sus herraduras contra las piedras y guijarros de la calzada. La atmósfera estaba tibia, y las ráfagas de viento que venían de vez en cuando a levantar cortinas del coche, estaban impregnadas del perfume de los campos: las estrellas iban poco a poco palideciendo, y el azul de la bóveda celeste se aclaraba visiblemente: una línea blanquecina con un ligero matiz rosado, aparecía detrás de las montañas, que se levantaban negras e inmóviles, y parecían como unidas al firmamento. Los árboles solían inclinar levemente sus copas al impulso del viento de la mañana, y el espectáculo que presentaba la naturaleza al despertar, era bellísimo; pero nadie lo notaba, porque estaban ocupados con una idea fija: los ladrones.

La diligencia siguió por largo rato su camino sin novedad, pero el cochero, al internarse en un terreno barrancoso y lleno de árboles, observó, con las primeras y pálidas claridades del crepúsculo, unos hombres a caballo, y dió parte de ello a Juan Bolao, con quien tenía ya íntimas relaciones.

- ¡Eh! amigo mío, -dijo el pasajero del capote azul,- parece que el momento ha llegado; abajo, abajo ... para, párate, Juan.

Juan detuvo los caballos, y Bolao, ligero y alegre, sin dejar de tararear su ópera favorita, abrió la portezuela, y bajo seguido del pasajero del capote azul, que con una calma y tranquilidad envidiables, preparaba sus pistolas y colgaba en su puño el curvo y reluciente sable. El hombre de la navaja descendió temblando del carruaje, teniendo cuidado de formarse un escudo con el cuerpo de Bolao, mientras el hombre gordo entonaba en voz baja la Magnífica y la Letanía, diciendo por intervalos:

- Estos hombres son unos caribes.

Los demás pasajeros, que hubieran querido volverse insectos, para ocultarse entre las arrugas de un cojín, reduciéndose a su menor volumen, formaron un todo compacto e informe, algo parecido a los bultos de ropa sucia que llevan las lavanderas en la cabeza.

La diligencia siguió su camino poco a poco, por orden de los dos campeones que iban escoltándola a pie y con sus armas dispuestas; mas apenas había avanzado unos treinta pasos, cuando un grito enérgico, acompañado de un horrible juramento, salió del bosque, y la diligencia se detuvo. El pasajero del capote azul y Bolao se miraron: el uno sonreía tristemente, y el otro, con sus labios entreabiertos y risueños, tarareaba suona la tromba; los dos se comprendieron, y se apretaron la mano, mientras el hombre de la navaja, que temblaba como un azogado, hacía un esfuerzo sobrenatural para echar bravatas sin cuento.

Los bultos que con su vista ejercitada columbró el cochero, se percibieron más clara y distintamente; los tres pasajeros se agruparon detrás de las ruedas del carruaje, y los ladrones, porque ya no se podía dudar que lo eran, se aproximaron, y rodeando el carruaje, impusieron silencio en los términos más enérgicos y terminantes. El pasajero del capote azul tendió su pistola, y acertó a dar en el cráneo de uno que estaba a caballo, que cayó al suelo. Otro de a pie se avalanzó rápidamente sobre el hombre de la navaja; pero éste, con la desconfianza que inspira el miedo, hundió dos o tres veces el arma en el costado de su adversario, y ambos cayeron rodando por la tierra.

Juan Bolao no había permanecido ocioso, como es de suponerse, sino que descargó un trabuco, sin más éxcito que poner en fuga a dos de los ladrones de a caballo; y no habiendo podido descargar el otro, por haberse visto cercado de tres bandidos, repartía porrazos con la culata, guarnecida de cobre, del que le quedaba. Cubierta su espalda con el juego del carruaje, se defendía valerosamente, cuando uno de los ladrones, que se deslizó por debajo, lo asió por el cuello y sacó un puñal; pero el pasajero del capote azul, con su fisonomía pálida y serena, y su amarga sonrisa, se acercó, y poniendo el cañón en el oído del bandido, que alzaba ya el brazo para herir a Bolao, tiró del gatillo, y entre una nube de humo, volaron los fragmentos del cráneo. Este fue un golpe decisivo; cinco o seis bandidos, que, mientras pasaba esta refriega, se habían dedicado a registrar los baúles y maletas, colocados en el pescante y covacha del carruaje, se pusieron en una precipitada fuga, dejando en el campo dos cadáveres y un herido.

Todo esto pasaba a la media luz del crepúsculo, cuando los pajaros cantaban, cuando un ambiente delicioso jugaba entre las copas de los árboles, cuando los rayos del sol doraban las nubes y levantaban de las praderas el velo de la niebla que las cubría; hubo un momento de silencio solemne.

- Y bien, -dijo Bolao,- parece que hemos quedado dueños del campo de batalla. ¡Viva la patria! ¡viva la República, donde los pasajeros se ven obligados a matar a estos pobres diablos, que la justicia debía ahorcar en los árboles! ... Pero ... ¿estáis herido, amigo mío? -continuó, acercándose con interés al pasajero del capote azul.

- Creo que no, -respondió éste.

- ¿Pues esa sangre? ...

- Sin duda es de ese hombre que os iba a atravesar con su puñal, y que lo hubiera hecho, a no haber yo tenido la precaución de acertarle con mi excelente pistola.

- ¡Es posible! -dijo Juan Bolao con emoción, abrazando al pasajero,- ¿con que me habéis salvado la vida? ¿Cómo os llamáis? Decídmelo, porque ambos somos jóvenes, nos encontraremos acaso algunas ocasiones más en el mundo, y puede ser que entonces os pueda pagar esta deuda.

- Creo que traré en mi cartera algunas tarjetas ... Sí ... en efecto ... tomad; pero no veáis mi nombre, ni me preguntéis por ahora nada, pues me conviene permanecer incógnito ...

- Está muy bien, -dijo Bolao, guardando la trajeta; pero al menos no me negaréis otro abrazo.

El pasajero y Bolao se abrazaron con la efusión que es natural, cuando ha pasado un gran peligro.

- Ahora, -dijo Juan Bolao,- vamos a proceder a registrar a los muertos, y será acaso la primera vez que suceda que los pasajeros roben a los ladrones; esto se llama ir por lana y volver trasquilado. Ayudadme, amigo mío.

El pasajero, con visible repugnancia, se acercó a donde estaban los cadáveres desfigurados y cubiertos de sangre.

- Ya veo que esto os molesta, -dijo Bolao,- a mí me sucede otro tanto, y hubiera preferido que estos miserables hubiesen huído; pero acaso podremos devolver a los pasajeros, que hace tres días fueron robados, algo de lo que perdieron.

- Me parece bien, -dijo el pasajero,- veamos lo que tienen.

Diciendo esto, los dos campeones comenzaron a registrar los bolsillos de los difuntos, y luego que hubieron concluído, -dijo Bolao:

- ¿Qué encontrasteis, caballero?

- Mirad, contestó el pasajero del capote azul, dando a Bolao una cajita verde y diez onzas de oro.

Bolao abrió la cajita, y los dos exclamaron:

- ¡Magnífico! ... Esta es prenda de mucho valor ... ¡Qué brillo! parece un sol.

Era un hermoso prendedor, de brillantes.

- Ved ahora, -dijo Bolao a su compañero,- lo que yo he sacado de las bolsas de este bribón; un bolsillo de seda, lleno de oro, este anillo y esta cajita.

- Veamos, -y diciendo esto se pusieron ambos a examinar los objetos dichos.

El anillo era de oro, con un hermoso granate, en cuyo centro estaban grabadas estas iniciales G.H. y la cajita contenía una delicada miniatura, que representaba una mujer bellísima.

- ¡Oh! -exclamó el pasajero del capote azul,- esto es increible ... y con la mayor presteza cerró la cajita, y la guardó en la bolsa.

Juan Bolao abría tamaños ojos, pero el pasajero del capote azul dijo:

- Perdonad estos misterios y estas reservas, con un hombre tan franco como vos; permitidme que me quede con este retrato, y no me preguntéis nada sobre el particular.

- ¡Toma! -dijo Bolao,- ¿y qué derecho tengo yo para preguntaros nada? Haced lo que gustéis, y si me necesitáis para algo, disponed de mí, como si fuera vuestro hermano. Además, ya os he dicho que yo me voy a embarcar para la Habana; así es, que vos debéis depositar este dinero y estas alhajas, hasta que aparezcan sus dueños; pero, por Dios, amigo, continuó con un aire de ingenuidad, no las entreguéis, ni a los escribanos, ni a los jueces, porque ya sabéis ... cuerpos de delito como estos, son enterrados en sepultura de caoba ...

- Muy bien, seguiré vuestro consejo, -dijo el pasajero,- y yo tengo esperanza, de que este retrato me conduzca a la averiguación del verdadero dueño de estas prendas ... pero, vamos a indagar la suerte de nuestros compañeros de viaje.

Bolao y el intrépido pasajero, se asomaron por las portezuelas de la diligencia, miraron una aglomeración informe de pies, cabezas y brazos, que no pudo menos de incitarlos a risa, a pesar de la seriedad del lance. Los que habían permanecido dentro del coche, al escuchar el estruendo de los tiros y el chis chas de las espadas, se habían estrechado, abrazado, enlazado, revuelto y confundido de tal manera, que era una maraña incomprensible, y sin aliento, y con los ojos cerrados pertinazmente, encomendaban interiormente su alma a Dios.

- ¡Eh, camaradas! -gritó Bolao, removiendo con la mano aquel grupo informe;- ya todo concluyó, y los ladrones se han fugado.

Los pasajeros permanecieron silenciosos.

- Vamos, amigos, -dijo el del capote azul,- tranquilizaos, pues ya no hay riesgo.

Los pasajeros no chistaban.

- Estos hombres se han muerto de miedo, -dijo Bolao,- veamos.

Y habiendo los dos entrado a la diligencia, comenzaron a enderezar a los compañeros.

Al primero que levantaron fue al hombre gordo; estaba pálido como un cadáver; un sudor frío goteaba por su frente; sus brazos caían descoyuntados, y tenía sus ojos cerrados fuertemente.

En cuanto a los otros pasajeros, luego que reconocieron a sus amigos, recobraron el ánimo, y comenzaron a echar bravatas, de lo que Juan Bolao no pudo menos de reír a carcajadas, pues dijeron que habían permanecido ociosos por falta de armas.

El hombre gordo estaba encaprichado en no abrir los ojos, y sólo, después de muchas súplicas, los fue desuniendo muy poco a poco, porque, según decía, no quería ver ni sangre, ni armas, ni ladrones.

- ¡Eh, señores, nos falta un pasajero, pues éramos nueve! -dijo Bolao.

- En efecto, recuerdo ahora que bajó detrás de mí, -dijo el del capote azul.

- Habrá perecido el infelíz, -exclamó Bolao con interés.

- ¡Jesús me valga! -dijo el hombre gordo suspirando y volvió a cerrar los ojos dejándose caer en el respaldo del coche.

Bolao y su compañero se dirigieron a buscar al pasajero que faltaba, y entonces notaron que el cochero estaba atado en un árbol y con la boca tapada con un pañuelo; los caballos, desuncidos, vagaban a corta distancia, paciendo la yerba muy tranquilos. Cómo los ladrones habían tenido tiempo para hacer estas operaciones, era lo que no comprendían; pero ya se sabe que en lances semejantes, todo lo que pasa, es extraordinario y singular.

- Veo debajo de aquel árbol dos bultos, -dijo Bolao a su compañero.

- En efecto, veamos.

- ¡Infeliz! ¡muerto! -exclamaron los dos al acercarse.

El pasajero que faltaba estaba abrazado con el bandido, y ambos sin vida y nadando en sangre.

- Pero, no murió solo, -dijo Bolao con alegría.- Separémoslo de su enemigo, -y al decir esto, se inclinó y levantándolo por el pecho dijo:

- ¡Demonio! este hombre no está muerto, le late aún el corazón.

- ¡Es posible! -respondió el pasajero del capote azul,- entonces estará herido y nada más, y en ese caso lo podremos salvar.

Los dos comenzaron a examinar el supuesto difunto; le desabotonaron el vestido, registraron minuciosamente todo su cuerpo, y con grande asombro notaron que no tenía ni la más leve herida; lo abrigaron, y recobró el calor, por último, entreabrió los ojos, y creyéndose muerto, los volvió a cerrar; el miedo lo había matado por un momento, pues el bandido lo arrastró en su caída.

En esto estaban, cuando unos agudos quejidos les llamaron la atención, y detrás de un matorral descubrieron a uno de los ladrones herido.

El pasajero se acercó, y con gran sorpresa exclamó:

- ¡El es! ¡él es!

- ¿Pero quién es? -preguntó Juan Bolao.

- Ojo de pájaro.

- ¡Ojo de pájaro! ¿Y quién es ese bicho?

- Ya lo veis, un miserable ahora, pero que ha sido muy valiente.

- ¿Lo conocéis? 

- Perfectamente, y ya os contaré ...

- Sois el hombre de los misterios, amigo mío, -dijo Bolao sonriéndose,- pero estad tranquilo, y sólo os pido que cuando nos volvamos a ver ...

- Todo lo sabréis, -respondió el pasajero,- pero mirad, parece que se acerca una partida de tropa.

- En efecto, siempre sucede que la tropa llega después de buena hora.

El sol se asomaba ya por la cumbre de la sierra y sus rayos reflejaban en los cascos y lanzas de una partida de caballería, que no tardó en acercarse al sangriento campo de batalla. A ese mismo tiempo, y por el camino opuesto, venían muchos vecinos del pueblo de Amozoc, que tuvieron la calma, o la malicia de permanecer tranquilos, a pesar de haber escuchado los tiros y la vocería.

Era de ver cómo corrían los soldados en todas direcciones, blandiendo las lanzas y echando juramentos; y cómo pasajeros, vecinos y soldados echaban bravatas sin cuento; mas Bolao y el pasajero del capote azul pusieron término a todo, recomendando al jefe de la escolta y al alcalde del pueblo, que enterraran los muertos y cuidaran del herido. Fuéronse luego al pueblo a lavarse, a cambiar vestido y a almorzar, para poder continuar el viaje, interrumpido de una manera tan trágica.
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