Índice de Fausto de J. W. GoetheActo tercero de la SEGUNDA PARTEActo quinto de la SEGUNDA PARTEBiblioteca Virtual Antorcha

FAUSTO

Acto cuarto de la
SEGUNDA PARTE


ALTA MONTAÑA
Cimas de enormes peñascos; pasa una nube y se esparce por el llano.

FAUSTO, al desprenderse de la nube.- Fija la vista en los profundos abismos que se abren a mis pies, recorro el borde de estos picachos, dejando ahí el carro de nubes que por la tierra y el mar me ha traído a la morada de la luz, se aleja lento sin disiparse, para que mi vista asombrada le siga al oriente, como globo que surca el espacio. A medida que avanza, se disuelve y parece transformarse. Tendida está ahí majestuosa, en sus cojines inundados de sol, una figura colosal parecida a una divinidad. Sí, Juno será, Leda o Elena, porque es de mujer el bello y sublime el rostro que se presenta a mi vista encantada. ¡Ah! Ya todo se disipa y la masa sin forma se para en oriente, haciéndome el efecto de la lejana nevera en que viera reflejada la imagen de otros tiempos. Sin embargo, me veo envuelto en vapor tibio y grato que serena mi frente y mi pecho, y que toman forma a medida que se alza en el aire. Semblante encantador, primer ser querido de mi juventud, por tanto tiempo lamentado, ¿todavía eres tan sólo una ilusión? Siento de nuevo en mí los tesoros de la primera edad, ocultos en el fondo de mi corazón. Amor de la primera aurora, que vienes raudo a revivir en mí la primera mirada que me penetró el espíritu, apenas comprendida y recordada siempre, borra todo otro esplendor ante su deslumbrante brillo.


UNA BOTA DE SIETE LEGUAS LLEGA A TIERRA.
NO TARDA OTRA EN SEGUlRLA
MEFISTÓFELES pisa tierra. Las botas se alejan.

MEFISTÓFELES.- ¡He ahí a lo que llamo correr! ¿Pero qué es lo que te ocurre? ¿Por qué desciendes al centro de estos horrores? Sé muy bien cuál es esta mansión pues no puedo ignorado por ser fondo del invierno.

FAUSTO.- Nunca te quedas corto al tratarse de leyendas fantásticas y ya estás dispuesto a lanzarme otra.

MEFISTÓFELES, serio.- Cuando Dios, por razones que conozco, nos arrojó de las altas regiones a los abismos, donde se consumía la llama eterna, estuvimos apretados unos contra otros con gran incomodidad; empezaron a toser y estornudar todos los diablos, al respirar el azufre y los ácidos, gas misterioso que no bastaba a contener los infiernos, pues poco después explotó la unida corteza de la tierra con espantoso estruendo. Ahora hemos dispuesto las cosas de otra forma; lo que era antes un abismo es hoy una alta cumbre, gracias a la doctrina de encumbrar lo bajo y de rebajar lo alto; por ello fuimos de la esclavitud sofocante del abismo a la dominación del aire libre, misterio evidente bien resguardado, que no se revelará a los pueblos hasta muy tarde (Ephis, MI, 12).

FAUSTO.- Este grupo de montañas es noblemente silencioso. Cuando la naturaleza se fundó a sí misma, redondeó el globo terráqueo, quiso complacerse en levantar los picachos, abrir los abismos y apoyar la peña sobre la peña, el monte sobre el monte, disponiendo luego las colinas, cuyas pendientes suavizó en el valle.

MEFISTÓFELES.- Esto que parece tan claro como la luz del día no es más que una ilusión: sólo el que estuvo presente puede saber que todo fue distinto; estaba ahí cuando en el abismo incandescente hervía aún la lava en fusión, cuando el martillo de Moloch lanzó a lo lejos los restos graníticos; esparcidas se ven aún por el suelo varias de aquellas moles enormes. ¿Cómo explicar esa erupción? Nada ha podido el filósofo comprender. Ya que está ahí la peña, bueno será dejarla; demasiado nos ha hecho perder: el pueblo inocente y sencillo cree, y sólo a Satán se debe la experiencia que atesora. Por ello el peregrino apoyado en el bodón de la fe visita la piedra y el puente del diablo.

FAUSTO.- Es en verdad curioso ver a los diablos hablar acerca de lo creado.

MEFISTÓFELES.- Poco me importa que sea la naturaleza tal cual quiera ser; sólo es una cuestión de honra y de que estaba el diablo presente cuando se formó. Nadie duda que somos capaces de ejecutar grandes cosas: ahí están el tumulto, la fuerza brutal y la extravagancias para probarlo. ¿Nada te admira en nuestro reino? Tus miradas, al recorrer lo infinito, han alcanzado los imperios del mundo y sus pompas. (Mateo, IV).

FAUSTO.- Sólo una cosa grande ha logrado fascinarme: adivinala.

MEFISTÓFELES.- No me será difícil. He aquí la capital que para mí escogería: una ciudad en cuyo centro hubiera un verdadero laberinto de angostos callejones, sin más plaza que la del mercado por no carecer de coles, nabos, cebollas y carne, aunque las moscas acudieran a ella para procurarse el sustento, para encontrar ahí siempre mal olor y actividad. Además, quisiera vastas plazas y anchas calles, para darse cierta apariencia grandiosa y, finalmente, quisiera arrabales que se perdieran de vista en un espacio ilimitado. Ahí me complacería en el eterno rodar de los coches, en el vaivén tumultuoso, en el movimiento continuo de aquel hormiguero y me presentaría siempre a caballo o en coche, en un punto céntrico, honrado por miles de seres.

FAUSTO.- Nada de esto me complacería. Muchos gozan al ver al pueblo crecer, formarse e instruirse, y cuanto mejores son las condiciones de su existencia, mayor es su rebeldía.

MEFISTÓFELES.- Además, me construiría un magnífico palacio en sitio grato, en bosques, llanuras, prados y campos, en forma de jardines, donde hubiera todo tipo de árboles, flores y cascadas, cuyas aguas al caer formaran mil vistosos juegos; construiría para las mujeres casitas elegantes y cómodas, a fin de pasar con ellas horas interminables de encantadora soledad. Digo mujeres, porque sólo en plural me gustan las bellezas.

FAUSTO.- ¡Eres un Sardanápalo!

MEFISTÓFELES.- ¿Puede adivinarse tu propósito? Debe ser un fin sublime. Cuando en tu viaje llegaste cerca de la Luna, ¿puede ser que no te impulsara hacia ella tu deseo?

FAUSTO.- Inmenso es el espacio que ofrece este globo para las grandes acciones; me siento capaz de emprender nobles objetivos, gracias a la actividad que me impulsa.

MEFISTÓFELES.- ¿Ambicionas la gloria? Bien se conoce el roce con las heroínas.

FAUSTO.- Quiero dominarlo todo y poseerlo todo. La acción es el gran medio; la gloria no es nada por sí sola.

MEFISTÓFELES.- Y no faltarán poetas que anuncien tu fama a la posteridad, ensalzando la demencia con la demencia.

FAUSTO.- Todo esto se desconoce. ¿Qué es lo que tú puedes saber de los deseos humanos? ¿Cómo puede tu naturaleza amargada saber lo que conviene ser al hombre?

MEFISTÓFELES.- Confíame todos tus caprichos.

FAUSTO.- Tenía fija la vista en el mar que rugía y se encrespaba cada vez más fuerte, hasta que se calmaba y extendía tranquilo sus olas para llegar a la llanura o a la playa. Aquello me irritaba, como irrita la arrogancia al espíritu justo que respeta los derechos de todos, y me exaltaba la sangre, lo que me causaba un malestar continuo. Primero tomé aquello por accidente cualquiera; pero la ola se detenía, luego volvía a marchar y se alejaba después con orgullo del punto tomado, repitiéndose siempre aquel juego a la hora habitual.

MEFISTÓFELES.- Esto no es nuevo para mí, pues hace más de 100 mil años que sé todo lo que dices.

FAUSTO, mientras prosigue exaltado.- Se acerca y se hincha y crece e invade y se dispersa por la inculta arena y estéril lleva la esterilidad a todas partes. Sólo imperan ahí las agitadas olas, que al fin se retiran sin haber fundado nada. Esa fuerza sin objeto de los indomables elementos excita mi desesperación y fuerza a mi espíritu a tender sus alas sín consultar más que su deseo de luchar y ganar. ¿Y esto es posible? Por más tempestuoso que el mar sea, tiene que ceder ante cualquier eminencia y por más que se agite con orgullo ni hay altura que no le muestre su altiva frente, ni profundidad o abismo que no le atraiga sin remedio. Por eso no he desistido de mis planes: sería para mí un gOzo sublime arrojar de su orilla al mar altivo, contenerle en los límites de la húmeda playa y hacerle retroceder todo lo que pudiera. Ése es mi deseo; atrévete a secundarlo.

(Banda y música guerrera a lo lejos)

MEFISTÓFELES.- ¡Que no consista más que en esto! ¿Oyes el lejano tambor?

FAUSTO.- La guerra, que tanto repugna al hombre prudente.

MEFISTÓFELES.- En guerra o en paz, debemos sacar partido de las circunstancias; no desprecies. Fausto, la oportunidad que tienes enfrente.

FAUSTO.- ¿De qué se trata?

MEFISTÓFELES.- El emperador titubea ante los más grandes obstáculos; cuando nosotros le divertimos procurándole falsas riquezas, controlaba al mundo y como era joven al subir al trono, pensó que era digno de envidia gobernar y entregarse a todos los goces.

FAUSTO.- ¡Error profundo! El hombre destinado a gobernar sólo en el poder ha de buscar la dicha máxima. Esos actos lo harán siempre el primero y más digno. El goce embrutece.

MEFISTÓFELES.- Él hizo lo contrario, se entregó a los placeres y cayó su reino en la anarquía; grandes y pequeños empezaron una guerra cruda; tornó el hermano los bienes del hermano, el feudo se alzó contra el feudo, ciudad contra ciudad y penetró el fuego de la discordia entre el obispo y el clero. Nada se respetó, ni siquiera la santidad del templo; llegando ser para vivir circunstancia indispensable la propia defensa. Y nadie tenía la facultad de reclamar esa condición, porque podía cada quien buscar el crédito necesario y pasar hasta el más pobre por un personaje de alta alcurnia; los de más recto juicio conocieron al fin que se había generalizado la demencia y los hombres de valor se alzaron con la proclama siguiente: Soberano será el que nos dé paz; ya que el emperador no puede ni desea hacerlo, elijamos un nuevo gobernante, saquemos al imperio de su inacción y mientras el nuevo monarca dé a cada quien la seguridad que requiere, unamos la paz y la justicia.

FAUSTO.- He aquí lo que desea el sacerdote.

MEFISTÓFELES.- Sacerdotes eran los que deseaban salvar sus tesoros, por ser los más interesados. Empezó la revuelta que fue santificada y nuestro emperador se refugió en estos lugares para rendir su última batalla.

FAUSTO.- Lo compadezco, ¡era tan generoso!

MEFISTÓFELES.- Ven; el que vive debe siempre esperar. ¡si lográramos sacarlo de este valle! Salvarlo una vez, salvarlo mil. ¿Quién sabe cómo irán las cosas? Sonríale la fortuna y no le faltarán súbditos.

(Suben a la cumbre del monte y contemplan la posición de las tropas, escuchan los sonidos de las bandas y de las músicas castrenses)

MEFlSTÓFELES.- Ventajosa es la posición que toma; unámonosle y suya será la victoria.

FAUSTO.- ¿Qué podremos prometemos?

MEFISTÓFELES.- Por medio de la estrategia se ganan las batallas. Conservemos al emperador su trono y sólo tendrás que hincarte para obtener en feudo un país extenso y rico.

FAUSTO.- Dame ahora el placer de verte ganar una batalla.

MEFlSTÓFELES.- Tú eres quien debe ganarla; a ti toca ser general en jefe.

FAUSTO.- Dirigir lo que no entiendo será una honra digna y merecida.

MEFISTÓFELES.- Con sólo el bastón de mando del jefe te respondo de éste. Por tanto tiempo sufrí la guerra, que terminé por formar un consejo con la fuerzas elementales del hombre y de los montes.

FAUSTO.- ¿Quiénes son aquellos hombres armados? ¿Acaso has sublevado al pueblo de la montaña?

MEFISTÓFELES.- No; pero como Peter Squenz, he sacado de entre la multitud la quinta perfecta.

(Los tres valientes se adelantan. Sam. II, XXIII, 8)

MEFISTÓFELES.- Mira a mis tres aliados; no te arrepentirías de haber visto en ellos edad, trajes y armadura diferentes.

RAUFEBOLD, joven de armadura elegante y en traje colorido.- Si alguno hay que ose mirarme, le hundiré el puño en la cara y al cobarde que trate de huir le tornaré de los cabellos.

HABEDALD, de aspecto marcial y traje vistoso.- Las vanas querellas son necedades en que se pierde el tiempo. Procura adquirir sin pararte en los medios hasta después de haberlo conseguido.

HALTEFEST, hombre de edad, con armas y sin ningún adorno.- Bueno es en verdad adquirir, pero es mucho mejor conservar. Sigue los consejos del viejo si no quieres que te exploten.

(Bajan juntos al valle)


AL OTRO LADO DE LA MONTAÑA
Rumor de bandas y de mÚsica militar
La tienda del emperador
EL EMPERADOR Y EL GENERAL EN JEFE Trabans

EL GENERAL EN JEFE.- Me parece correcto el plan de concentrar todo el ejército en el valle; gracias a él tendremos la victoria.

EL EMPERADOR.- Ya veremós; sin embargo, esta especie de fuga me aflige.

EL GENERAL EN JEFE.- Contempla nuestra ala derecha; sólo un guerrero puede haber creado la posición que ocupa; sus alturas, aunque un poco ásperas, no son accesibles y, por ello, ventajosas para los nuestros y peligrosas para el enemigo; no creo que se exponga la caballería en este plano ondulado en que estamos emboscados.

EL EMPERADOR.- Dispuesto estoy a recompensar a quienes destaquen en esta jornada.

EL GENERAL EN JEFE.- ¿No ves en la llanura la cohorte dispuesta a luchar? Brillan sus pies con los rayos del sol entre los vapores de la montaña; muchos son los miles de hombres que arden en deseos de mostrar heroísmo; no habrá fuerza enemiga que no retroceda ante tan irresistible empuje.

EL EMPERADOR.- Por vez primera contemplo este gran espectáculo; vale este ejército lo que otro de doble poder.

EL GENERAL EN JEFE.- En nuestra ala izquierda, esmerados héroes resguardan la sólida peña; aquel pico granítico en que brillan tantas armas, cuida el paso del estrecho desfiladero. Impotentes serán los esfuerzos del enemigo por tomar aquella posición que ha de causar su derrota.

EL EMPERADOR.- Ya se acercan ahí aquellos falsos aliados que me daban los nombres de tío, primo y hermano, y que en abuso del favor que tenían, no pararon hasta quitar al cetro su fuerza y al trono su respeto; devastaron el imperio, al alzarse después en contra mía. La multitud vacila, pero acaba al fin por ceder ante el ímpetu que la empuja.

EL GENERAL EN JEFE.- Uno de nuestros soldados, encargado de reconocer el terreno, viene precipitado hacia aquí. ¡Ojalá le haya favorecido la suerte!

PRIMER MENSAJERO.- Hemos logrado insinuarnos a fuerza de valor y astucia, sin muchos resultados; muchos ofrecen prestarte homenaje y obediencia como el cuerpo más fiel de tus tropas; pero sólo vemos un pretexto por lograr la inacción, la discordia intestina y la ruina de tu reino.

EL EMPERADOR.- El egoísta nunca actúa por el reconocimiento,la simpatía, el deber o el honor, sino tan sólo por interés propio.

EL GENERAL EN JEFE.- Ahí llega el segundo mensajero; desciende lento, exhausto y tembloroso.

SEGUNDO MENSAJERO.- He visto gran tumulto, pero aparece un nuevo emperador y la multitud se lanza al llano, cual manada de carneros que sigue la funesta bandera que ondea al viento.

EL EMPERADOR.- Veo avanzar a un rival y por primera vez me siento emperador. Casco y armadura me despiertan grandes designios; comprendo lo que faltaba en medio del brillo de la corte: peligro. Todos aconsejaban los juegos caballerescos y sólo pensaba en torneos; otra sería la gloria de mis altos hechos de no haberme distraído de la guerra. Desde el momento en que miré al imperio de fuego, he sentido el sello de la independencia y se ha apoderado de mí el elemento con todo su horror. Soñé con victoria y fama. Debo comprender mi descuido.

(Parten los heraldos para provocar al antiemperador. Fausto, con armadura y visera. Los tres valientes en el traje antes descrito)

FAUSTO.- Nos adelantamos sin temor de que nos reprendan; el montañés medita para descifrar los caracteres de la naturaleza y del granito; los espíritus viven más que nunca en la montaña. Ahí en silencio actúan en el laberinto de los abismos y entre el gas de los vapores metálicos, todo analizan y combinan, y tienden a hacer nuevos descubrimientos. Con la mano maestra de lo sobrenatural alistan las formas transparentes, luego ven en el cristal los sucesos del mundo superior.

EL EMPERADOR.- Oigo y quiero creerte; ¿a qué viene todo esto, buen hombre?

FAUSTO.- El nigromántico de Nurcia, el Sabina, es tu fiel súbdito. Le amenazaba un día inminente peligro, chisporroteaban los tizones, la llama agudizaba sus lenguas, el azufre y la pez embadurnaban la pira a su alrededor; ni el hombre ni el diablo podían salvarlo y, no obstante, tu poder rompió el ardiente círculo. Desde que ocurrió esto en Roma, se olvidó de sí por no pensar más que en ti, y así ha seguido amoroso y ansioso todos tus pasos. Por ti consulta la estrella y el abismo; por salvarte nos ha confiado la misión de acudir en tu auxilio con la mayor rapidez y toda la imponente fuerza de la montaña. Obra ahí la naturaleza en total libertad y da la estupidez a sus obras el nombre de brujería.

EL EMPERADOR.- Si con placer saludamos al que con alegría acude a compartir nuestro placer en las fiestas y nos complace tanto ver a la multitud en nuestros salones, ¿qué no sentiremos por el hombre de corazón, que sin interés nos apoya en momentos de prueba y cuando está en el fiel de la balanza de nuestro destino? No empuñes en esta hora solemne tu espada sedienta de gloria; respeta el momento en que miles de hombres avanzan por defenderme y combatirme. Tiene el hombre grandes deberes de por sí. Quien aspire al trono y a la corona debe merecer honra tan señalada; arrojemos nosotros mismos el imperio de los muertos al fantasma que se ha levantado en nuestra contra, proclamándose emperador, jefe de nuestros estado, general del ejército y soberano de nuestros vasallos.

FAUSTO.- Por gloriosa que sea la empresa, no debes exponer así tu vida. A toda costa debe conservarse el que inflama nuestro valor. ¿Qué sería del ejército sin jefe? Si el jefe duerme, todos se aletargan; si cae herido, priva el desaliento en las filas y se animan al verle sano y salvo. Así no hay quien deje de cumplir su deber, ni broquel que no se levante para proteger el cráneo ni espada que evite el golpe que luego asesta. Hasta el pie cumple y oprime la nuca del enemigo caído.

EL EMPERADOR.- Tanto le odio que quisiera hacer un escabel de su cabeza.

LOS HERALDOS, regresan.- No hay en el campo opuesto dignidad. Han tomado con risa nuestra posición noble y enérgica. ¡Su emperador ya no existe; se ha esfumado como un eco ahí abajo en el estrecho valle!

FAUSTO.- Su respuesta ha sido acorde al deseo de los que fieles están contigo; ya que el enemigo se acerca y los tuyos aguardan impacientes, ordena el ataque, que el momento es correcto.

EL EMPERADOR, al general en jefe.- Te cedo el mando. Príncipe, haz tu deber.

EL GENERAL EN JEFE.- Adelántese, pues, el ala derecha, para que la izquierda del enemigo, que quiere tomar la altura, ceda ante la fidelidad de nuestros jóvenes esmerados.

FAUSTO.- Manda que ese joven héroe entre tus filas sea incorporado a tus batallones, para que sirva en ellos de ejemplo su impulso generoso.

(Indicando a su derecha)

RAUFEBOLD, avanza.- El que me mire cara a cara no volverá la espalda sin tener la mandíbula y la cabeza rotas, y si tus hombres usan como yo maza y espada, el enemigo quedará vencido y ahogado en su sangre encharcada.

(Se va)

EL GENERAL EN JEFE.- El centro del ejército siga el movimiento y oponga toda su fuerza; el valor indomable de nuestros soldados neutraliza abajo toda maniobra.

FAUSTO, indicando al hombre del centro.- Que aquél reciba también tus órdenes.

HABEBALD, se adelanta.- Al valor de las legiones debe unirse la sed de botín. Sea la rica tienda del antiemperador blanco de nuestro ataque; no permanecerá mucho en su trono; déjenme poner al frente de las tropas.

EILEBEUTE.- Aunque no esté casada con él, será para mí el veterano favorito. La mujer es terrible cuando toma y despiadada cuando roba. Marchemos al triunfo, pues todo se nos permite.

(Parten)

EL GENERAL EN JEFE.- Su ala derecha se arroja vigorosa a nuestra izquierda, pero como están decididos nuestros soldados a luchar cuerpo a cuerpo, no logrará el enemigo tomar el estrecho paso del desfiladero.

FAUSTO, indicando a su izquierda.- General, te ruego no olvidar esta máxima: Bueno es que aumenten los refuerzos de los fuertes.

HALTEFEST, se adelanta.- Que el ala izquierda no les preocupe, porque donde estoy la posesión no se pierde; ni siquiera el rayo puede destruir lo que yo poseo.

(Se va)

MEFISTÓFELES, mientras baja de la montaña.- En cada garganta se agrupan hombres armados que llenan los senderos; esperan la señal de combate formando un muro con sus cascos, armaduras, espadas y broqueles. (En voz baja a los iniciados). No me pregunten de dónde viene esto; sepan que he aprovechado el tiempo y que están todas las salas de armas vacías en nuestros alrededores. Ahí estaban de pie o a caballo aquellos caballeros, reyes y emperadores, que son ahora conchas vacías, en las que habrá ido a envolverse más de un espectro para resucitar la Edad Media. (En voz alta). Oigan cómo se irritan y se entrechocan jirones de banderas que ansiaban salir al aire libre. He ahí un antiguo pueblo dispuesto a participar en las batallas de nuestros tiempos.

(Resuena la bélica trompa en las cumbres; gran cOnfusión en el ejército enemigo)

FAUSTO.- El cielo acaba de encapotarse; se ve brillar en él un resplandor que es gran presagio. La peña, el bosque, la atmósfera y el cielo están envueltos en caos.

MEFISTÓFELES.- El ala derecha se mantiene firme; veo en la pelea, sobrepujando a todos, a Hans Raufebold, el gigante que atiende vivamente su empresa.

EL EMPERADOR.- Sólo vi al principio levantarse un brazo y ahora veo que hay más de una docena en batalla. Esto no es natural.

FAUSTO.- ¿Has oído de las nubes que se ciernen sobre las costas de Sicilia? Ahí verás extrañas formas vagar por el cielo claro, llevadas a los espacios intermedios y reflejadas en vapores únicos; ahí ciudades que van y vienen en jardines que suben y bajan, según la forma que se destaca en el aire.

EL EMPERADOR.- No deja de ser sospechoso. Veo brotar rayos de los picos y envueltas en un mar de llamas las brillantes armas y todo luce fantasmagórico.

FAUSTO.- Perdona, señor; son sólo vestigios de naturalezas ideales que han desaparecidó, un recuerdo de los Discursos, por quienes juraban todos los navegantes. Reúnen aquí sus últimas fuerzas.

EL EMPERADOR.- ¿Pero gracias a quién nos colma de prodigios la naturaleza?

MEFISTÓFELES.- ¿A quién sino a aquel maestro sublime que lleva tu destino? Las amenazas de tus enemigos le han conmovido hasta lo más hondo y su reconocimiento quiere verte salvado, aunque la vida le cueste.

EL EMPERADOR.- Me conducían con gran fiesta porque era entonces algo; quise probar si sería bueno devolver el aire libre a la barba cana y lo hice sin pensarlo mucho. Por este medio consagré una fiesta al clero sin que lograra atraérmele. Quizá ahora coseche el fruto de aquella buena acción.

FAUSTO.- Todo beneficio tiene ventajas. Creo que va a enviarnos una señal que podremos entender.

EL EMPERADOR.- Un águila se cierne en el cielo y un grifo la persigue con escarnio.

FAUSTO.- El enigma no puede ser más propicio: el grifo es un animal fabuloso, ¿cómo se atrevería a medir sus fuerzas con el águila real y verdadera?

EL EMPERADOR.- Se observan describiendo ambos círculos. Pero ya se atacan para desgarrarse el pecho y la garganta.

FAUSTO.- Mira cómo el grifo, vencido y escarmentado, va a esconder su derrota en el bosque que corona la cumbre, desapareciendo en él con la cola entre las patas.

EL EMPERADOR.- Que se cumpla el enigma que acepto asombrado.

MEFISTÓFELES, volviéndose a la derecha.- El enemigo cede a nuestros golpes y sin orden se repliega sobre la derecha,llevando así la confusión al ala izquierda. Nuestro centro se dirige hacia la derecha y cae con la velocidad del rayo sobre el flanco más débil y como onda agitada por la tempestad se atacan con furia los dos ejércitos, empeñándose por todas partes un doble combate. No puede ofrecerse espectáculo más grandioso. Hemos ganado la batalla.

EL EMPERADOR, hacia la izquierda y dirigiéndose a Fausto.- Abrigo temores sobre nuestra posición, que no deja de ser arriesgada; el enemigo ocupa los picos inferiores y acaban de abandonar los más altos; avanza el enemigo en masa habiéndose apoderado tal vez de desfiladero y coronando el mejor resultado de su sacrílega intención. De nada han servido sus artificios.

(Pausa)

MEFISTÓFELES.- Ya vienen mis dos cuervos; veamos qué noticias traen: mucho temo que vayan mal las cosas.

EL EMPERADOR.- ¿Qué querrán de nosotros esas odiosas aves, que escapadas de la ardiente batalla dirigen hacia nosotros sus negras velas?

MEFISTÓFELES, a los dos cuervos.- Acérquense a mi oído. El que ustedes protegen no puede estar perdido, pues es sensato su consejo. La posición de nuestros héroes en aquella escarpada roca me parece triste; si son tomadas las alturas y logra el enemigo forzar el paso estaremos en serios apuros.

EL EMPERADOR.- Siempre he temido ser su víctima y que me envolverían en sus lazos; tiemblo desde que me encierran.

MEFISTÓFELES.- Ánimo, ya que nuestra situación no es desesperada: paciencia y astucia para superar estos últimos obstáculos; es siempre cuando más se complican los sucesos. Ya que tengo a mis mensajeros, entrégame el mando.

EL GENERAL EN JEFE, se presenta durante esta discusión. Te has unido con esos. Nunca produce la fantasmagoría un bien que perdure; ya que ellos han propuesto el plan de ataque, que continúen dirigiéndole; aquí depongo el mando.

EL EMPERADOR.- Consérvalo para cuando la suerte nos favorezca. Me horroriza ese repugnante cofrade, sobre todo al ver su familiaridad con los cuervos.

(A Mefistófeles)

EL EMPERADOR.- No puedo confiarte el mando, porque no me pareces lo bastante apto para llevarlo. Sin embargo, dispón y procura salvarnos.

(Entra a su tienda con el general)

MEFISTÓFELES.- Que su bastón le proteja más de lo que nos habría protegido a nosotros, porque había en él algo de la cruz.

FAUSTO.- ¿Qué haremos?

MEFISTÓFELES.- Todo está listo; negros primos míos, que se nos sirva pronto: vayan al gran lago de la montaña y después de saludar de mi parte a las ondinas, pídanles la apariencia de sus olas. Hábiles en toda clase de artificios femeniles, sabrán separar la apariencia de la realidad, al grado de que se confundan.

FAUSTO.- Los emisarios deben haber hecho la corte a las ninfas de las aguas. Ahí abajo empieza ya a brotar un manantial abundante y claro. Adiós, victoria de los hostiles.

MEFISTÓFELES.- He aquí una singular recepción; son derrotados al asaltar los más intrépidos.

FAUSTO.- Ya el arroyo se junta al arroyo. Hay además aquel torrente en que flota el arco-iris, que mugidor y blanco de espuma poco a poco se arroja al valle. La fuerte corriente se lanza sobre ellos para cubrirlos.

MEFISTÓFELES.- Reina la confusión por doquier.

(Los cuervos han regresado)

MEFISTÓFELES.- Si quieren dar un golpe, diríjanse hacia la ardiente fragua en que el pueblo pigmeo trabaja el metal y piedra hasta arrancarle muchas chispas. Pidan ahí un fuego que brille, resplandezca y chispee, un fuego que apenas y se conciba.

(Parten los cuervos y sucede lo que se ha prescrito)

MEFISTÓFELES.- Envuelvan al enemigo en la más espesa tiniebla y deslúmbrenle con un repentino brillo, será en verdad admirable; debe buscarse además un rumor que le espante.

FAUSTO.- Las huecas armaduras salidas del sepulcro parecen revivir al aire libre; puesto que hay en la altura un chirrido, un estruendo y una música discordante.

MEFISTÓFELES.- Nada puede contenerlos; sus caballerescas legiones hacen resonar el espacio. Ya el tumulto retumba a lo lejos y como en toda gran fiesta del averno, es el odio de los partidos el que trae más horrores. La confusión crece aguda, penetrante y terrible, y siembra el miedo en el valle.

(Tumulto militar en la orquesta, que toca himnos guerreros)


LA TIENDA DEL ANTIEMPERADOR
TRONO DE RICOS ADORNOS
EL EMPERADOR Y cuatro príncipes avanzan.

EL EMPERADOR.- La victoria es nuestra; los últimos enemigos se han perdido en la llanura. Aún se alza el trono que recién se abandonó, con los grandes tesoros. Aquí mismo, con honores, esperaremos como emperador a los enviados de los pueblos, pues de todas partes se reciben noticias a favor. ¡Llegue la paz al imperio que reconoce la soberanía! Si ha habido en ello algo de hechicería, caro lo ha pagado nuestra persona; ruda ha sido la prueba que pasaron nuestros luchadores hasta que han empezado a llover piedras y sangre sobre el enemigo y a salir de las cavernas voces poderosas y extrañas que han dilatado nuestro pecho y disminuido el de nuestros rivales. Cayó el vencido para su eterno baldón; en su gloria el vencedor entonó un himno a la divinidad propicia, mismo que repiten al unísono millares de súbditos. Entre tanto, como alabanza suprema, dirijo al cielo y a mi conciencia una mirada compasiva, lo que sólo hacía antes esporádicamente. Por más que un joven príncipe en su dicha pierda el tiempo sin utilidad, vendrá el día en que la experiencia le enseñe la importancia de todos sus momentos.

(Entra el arzobispo)

EL EMPERADOR.- Cuando una bóveda está bien construida, nada le hace el tiempo. Aquí ves a los cuatro príncipes, con los que recién procedimos a la constitución de nuestra casa imperial; ahora que todo lo que el imperio contiene se apoya con fuerza y poder en el número cinco, quiero que brillen los cuatro príncipes sobre el resto, y aumento desde ahora la extensión de sus dominios con el patrimonio de todos los que nos han sido infieles. Entonces, a ustedes, que han sido leales, les adjudicaré un país hermoso, junto con el derecho de extenderle a lo lejos, por herencia, adquisición o cambio. Luego que ejerzan los derechos señoriales que les pertenecen, podrán pronunciar sentencias y será inapelable el fallo de su tribunal sublime. Además les concedemos los impuestos, el censo, los derechos de homenaje y escolta, los peajes y los monopolios de minas, salinas y moneda; porque deseando mostrar nuestro reconocimiento, les hemos dado el rango más elevado.

EL ARZOBISPO.- ¡Suban hasta ti las gracias que te doy a nombre de todos! Tú nos das poder y afirmas al mismo tiempo el tuyo.

EL EMPERADOR.- Vivo por mi imperio y me anima el deseo de hacerlo. ¡También yo al fin tendré que separarme de mis fieles! Y ahora para entonces les elijo para que me nombren un sucesor, que luego de coronado llevará el ara santa, para que nuestras sangrientas diferencias sucedan en su reino días de bonanza.

EL CANCILLER MAYOR.- Los príncipes de la tierra se inclinan ante ti con la humildad en el rostro y el orgullo en el fondo del pecho. Mientras hierva la sangre en nuestras venas, seremos siempre el cuerpo que tu voluntad moverá.

EL EMPERADOR.- Están en total y libre posesión de todos los bienes que han recibido de nosotros, con la condición de que deben ser invencibles y que de cualquier modo que logren acrecentarlos, han de pasar a su primer hijo.

EL CANCILLER MAYOR.- Desde ahora voy a confiar al pergamino ese importante estatuto, que conducirá a la dicha del imperio y a la nuestra. Las copias selladas deberá expedirlas la cancillería, autorizadas con tu firma santa.

(Los príncipes temporales se alejan)

EL PRÍNCIPE DE LA IGLESIA, se queda y habla enfático.- El canciller se aleja y el obispo se queda, pues su corazón paternal tiembla por ti.

EL EMPERADOR.- Dime qué es lo que te angustia en este victorioso día.

EL ARZOBISPO.- ¡Con dolor te veo unido con Satán! Estás seguro de tu trono; pero ¡ah! Lo debes a tu falta hacia Dios y nuestro santo padre. Si el Papa estuviera informado, te impondría un castigo terrible y no tardarían los rayos de su justicia en aniquilar tu imperio, producto del pecado; no ha olvidado aún que el día de tu coronación salvaste al hechicero, ni que el primer rayo de gracia que brotó de tu diadema fue para él, en perjuicio de la cristiandad. Pero arrepiéntete y da al santuario parte de esa fortuna mal habida. El país montuoso en que flota tu tienda, adonde acudió en tu auxilio el maligno espíritu, por haber prestado atención al príncipe de la mentira, cédelo para que se haga en él a]guna obra compasiva. Añade además el monte y el abundante bosque que se pierden de vista a los lejos, las alturas que se cubren de pastos interminables, los lagos límpidos llenos de peces, los muchos arroyos que rápidos serpentean y se arrojan al valle que deberás también entregar con sus prados, llanuras y barrancos; así manifestarás tu arrepentimiento y alcanzarás el perdón de tus faltas.

EL EMPERADOR.- Tanto me espanta la enormidad de mi falta, que quiero que tú me indiques lo que he de hacer para repararla.

EL ARZOBISPO.- Primero debe cederse a la iglesia el territorio donde se consumó el pecado; me parece ver ya levantar en él fuertes paredes; que el sol de la mañana ilumina el coro; que el edificio en construcción se ensancha en forma de cruz y que la nave se prolonga y se eleva con gran gozo de todos los fieles, que fervorosos se reúnen en la puerta principal. El primer tañido de la campaña resuena ya por el monte y el valle, mientras que su sonido hace retemblar aún el alto campanario que se pierde en las nubes, y a su acento atiende el pecador para recuperar la calma y la felicidad. ¡Ojalá podamos ver pronto el día solemne de la inauguración!

EL EMPERADOR.- ¡Que esa santa obra pruebe el deseo que nos anima de alabar al Señor y redimir nuestros pecados! Siento ya que mi espíritu se eleva.

EL ARZOBISPO.- Como canciller, me encargo de dar las órdenes y disponer las formalidades.

EL EMPERADOR.- Puedes extender un documento por el cual pueda la Iglesia incorporarse esos terrenos y yo le firmaré con el mayor placer.

EL ARZOBISPO, retrocediendo después de despedirse.- ¿Se entiende que consagras para siempre a la nueva construcción todas las rentas del país, diezmos y censos? De otra manera sería imposible sostener con dignidad semejante fundación; para anticipar la erección del monumento en un terreno tan inculto, será necesario que nos auxilies con un poco de oro de tu rico botín. Tampoco debo ocultarte que necesitaremos maderas, cal, pizarra y otros materiales que deben venir de muy lejos. El pueblo se encargará del transporte, al recordarle que la iglesia bendice al que trabaja en su favor.

(Se va)

EL EMPERADOR.- ¡Qué enorme es la falta en que he incurrido! Ese maldito hechicero es el origen de todas mis preocupaciones.

EL ARZOBISPO, se presenta otra vez haciendo una profunda reverencia.- Perdona, señor; el hombre de mala fama ha recibido en feudo el litoral del reino; pero puedes tener la certeza de que se le condenará al destierro, si no cedes a la iglesia los diezmos, el censo, los derechos y las rentas de ese dominio.

EL EMPERADOR.- Ese país está sumergido en las profundidades del mar.

EL ARZOBISPO.- Para el que tiene el derecho llega siempre su día. Sólo exigimos tu palabra.

EL EMPERADOR, a solas.- A este paso, pronto tendré que ceder todo el imperio.

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