Índice de Fausto de J. W. GoethePrólogo en el cieloSegunda parte de la PRIMERA PARTEBiblioteca Virtual Antorcha

FAUSTO

Primera parte de la
PRIMERA PARTE


LA NOCHE

En una habitación de bóveda elevada, estrecha y gótica, Fausto sentado delante de su pupitre

FAUSTO.- ¡Ah! Filosofía, jurisprudencia, medicina y hasta teología, todo lo he profundizado con más y más entusiasmo y ¡aquí estoy, pobre loco, tan sabio como antes! Es verdad que tengo el título de maestro, doctor, y que aquí, allá y en todo lugar cuento con incontables discípulos que dirijo a capricho; pero no lo es menos que nada logramos saber. Esto es lo que me lastima en lo más hondo. No obstante, sé más que todos cuantos necios, doctores, maestros, clérigos y religiosos se conocen: ningún escrúpulo ni duda me atormentan; nada temo de todo lo que causa espanto a los demás; pero debido a esto mismo, no hay para mí esperanza ni gozo alguno. Siento que no sé nada bueno, ni puedo enseñar a los hombres algo que logre convertirlos o hacerlos mejores. No tengo bienes, dinero, honra ni crédito en el mundo; ni un perro podría tener una vida con estas condiciones; por ello no he tenido más recurso que entregarme a la magia. ¡Ah! ¡Si por la fuerza del alma y de la palabra se me revelaran algunos enigmas! ¡Si no hallara por más tiempo obligado a sudar sangre y agua para decir lo que desconozco! ¡Si se me permitiera saber lo que tiene el mundo en sus entrañas y presenciar el misterio de la fecundidad, no estaría, como hasta hoy, forzado a comerciar con palabras huecas! ¡Reina de la noche, dígnate a dirigir tu última mirada sobre mi miseria, ya que tantas veces, después de la medianoche, me has visto velar en este pupitre! Siempre te me mostrabas entonces, pobre amiga, sobre una pila de libros y papeles. ¡Ah! Si se me concediera ahora trepar a tu dulce fulgor las altas montañas, flotar en las grutas profundas con las almas, danzar a la hora de tu crepúsculo en los prados, y libre de toda ansiedad de ciencia, poderme bañar rejuvenecido en tu fresco rocío! ¿Hasta cuándo, ¡ay de mí!, tendré que consumirme en este calabozo? Miserable hoyo de pared tenebrosa, en el que a duras penas penetra la grata luz del cielo, y en el que por todo horizonte observo este montón de libros roídos por los gusanos y legajos de papel con polvo que llega hasta el techo. No veo a mi alrededor más que vidrios, cajas, instrumentos carcomidos, única herencia de mis antepasados. ¡Y eso es un mundo, y a eso se le llama mundo! ¿Y aún preguntas por qué el corazón late con inquietud en tu pecho? Porque un dolor inexplicable detiene en ti toda pulsación de vida, porque vives entre el humo y la carcoma, porque en lugar de la naturaleza viva en que Dios colocó al hombre, no tienes en torno a ti más que huesos de animales y esqueletos humanos. Huye y con audacia lánzate al espacio. ¿Acaso no es un guía lo bastante seguro ese libro de misterio escrito por Nostradamus? Entonces conocerás el caminar de los astros y si la naturaleza se digna a instruirte, se desarrollará en ti la energía del espíritu y sabrás cómo un alma habla a otra alma. En vano por medio de un árido sentido tratas de conocer ahora los signos divinos. ¡Espíritus que flotan en torno a mí, contéstenme, si hasta ustedes llega mi voz!

(Abre el libro y ve el signo del microcosmos)

A esta vista se estremecen todos mis sentidos y desde este momento siento surgir en mí nueva vida que agita con más fuerza mis nervios y venas. ¿Si sería un ser sobrenatural el que diseñó estos signos que calman el vértigo de mi alma, que colman de alegría mi corazón y que por un misterio incomprensible me descubren todo el poder de la naturaleza? ¿Soy yo un destello de Dios? Todo está tan claro para mí, que veo en estos simples caracteres la revelación de la naturaleza activa. Sólo ahora por vez primera he llegado a concebir la exactitud de estas palabras del sabio: El mundo de los espíritus no está cerrado. Tu sentido está aletargado, tu corazón, sin vida. Levántate, discípulo, y ve a bañar sin tardanza tu seno mortal en la púrpura de la aurora.

(Contempla el signo).

¡Cómo se mueve todo en la obra del universo! ¡Cómo todas las actividades viven y obran en consenso! Todas las fuerzas celestes suben y bajan, intercambiando entre sí los sellos de oro, y con el rumor de sus alas, de las que la bendición se emite, dirigidas incesantes del cielo a la tierra, llenan el universo de inexpresable armonía. ¡Qué espectáculo! Pero, ¡ay!, no es más que un espectáculo. ¿Por dónde tomarme de ti, naturaleza infinita? Manantiales fecundos de toda vida, de los que están sostenidos el cielo y la tierra, hacia ustedes se dirige el marchito seno; pero brotas a raudales, fecundan el mundo y me consumo sin razón.

(Vuelve la hoja con desánimo y nota el sigilo del Espíritu de la tierra)

¡De cuán distinto modo actúa este signo sobre mi alma! Cerca estás, sin duda, Espíritu de la tierra, pues mi fuerza aumenta y siento en mí la embriaguez del nuevo vino. Ya no me falta valor para lanzarme al mundo, desafiar la miseria y la dicha mundanas, luchar con las tempestades y ver sin parpadear en el naufragio el desaparecer de mi buque. El cielo se oscurece, la luna cubre su luz, la lámpara se apaga, sin despedir más que humo; cruzan por mi mente y por mi sienes lívidos fulgores, y sufro un estremecimiento profundo. Bien lo veo; eres tú que te agitas a mi alrededor, Espíritu que invoco; preséntate ante mis ojos. ¡Ah! ¡Cómo se me desgarra el seno! ¡Todo mi ser se lanza en busca de nuevos sentimientos! Todo mi corazón se te entrega. ¡Aparécete de una vez, aunque con tu aparición tenga que entregar la vida!

(Toma el libro y pronuncia misteriosamente el signo del Espíritu, surge una llama rojiza y el espíritu aparece en ella)

EL ESPÍRITU.- ¿Quién me llama?

FAUSTO, mientras vuelve el rostro.- ¡Visión terrible!

EL ESPÍRITU.- Me has evocado con todo tu poder; me has obligado con tu llamado incesante a salir de mi esfera, y ahora ...

FAUSTO.- ¡Ah! ¡Tu aspecto me aterra!

EL ESPÍRITU.- Te esfuerzas en invocarme; quieres escuchar mi voz y mirar mi rostro; cedo a la invocación poderosa de tu alma, aquí estoy, y ahora se apodera de tu naturaleza sobrehumana un terror miserable. ¿Dónde está pues aquella invocación potente, dónde aquel seno que se creaba un mundo que a su antojo dirigía y fecundaba, y que en sus arrebatos de gozo se enorgullecía al grado de ponerse al nivel de los espíritus? ¿Qué se ha hecho de aquel Fausto, cuya voz incesante llegaba a mis oídos y que se lanzaba hacia mí con todas sus fuerzas? ¿Eres tú ese Fausto, tú a quien mi soplo asusta al extremo de secarte la fuente de la vida? Sólo eres un vil gusano que se arrastra trémulo.

FAUSTO.- ¿Yo, retroceder ante ti, espectro flamígero? Sí: soy Fausto, soy Fausto, tu igual.

EL ESPÍRITU.- En el océano de la vida y en las borrascas de la acción, subo, bajo y floto por doquier, tan pronto en torno de la cuna como en torno del sepulcro, llevando siempre una vida agitada y ardiente en medio de un mar proceloso e interminable. Tal es mi constante trabajo en el telar atronador del tiempo para tejer el espléndido ropaje de la divinidad.

FAUSTO.- ¡Espíritu ardiente que flotas alrededor del extenso mundo, casi me considero tu igual!

EL ESPÍRITU.- ¡Puedes parecerte al espíritu que creas, pero no a mí!

FAUSTO, aterrado.- Si no es a ti, ¿a quién sí? Yo, que soy la imagen de la divinidad, ¿ni aun a ti puedo parecerme?

(Llaman a la puerta)

FAUSTO.- ¡Oh, muerte! No hay duda, es mi discípulo; aquí está toda mi dicha desvanecida. ¡Es posible que una visita tan sublime no tenga resultados por un imprevisto tan despreciable!

(Entra Wagner en traje de casa y gorro de cama, con una luz en la mano. Fausto voltea de mal humor)

WAGNER.- ¡Perdóname! Te he oído declamar. ¿Leías acaso una tragedia griega? Desearía mucho conocer el arte que puede ser tan útil hoy en día. He oído decir a menudo que puede un cómico enfrentarse con cualquier predicador.

FAUSTO.- Cuando el predicador es un cómico, como suele suceder.

WAGNER.- ¡Ah! Cuando siempre se está recluido en su gabinete, sin ver a la gente más que en días de fiesta, y aun de lejos y a través del cristal, ¿cómo podrá nunca arrastrarla con la persuasión?

FAUSTO.- Es inútil que pienses en eso si no estás poseído de un verdadero sentimiento, si no haces surgir del fondo de tu alma el entusiasmo que ha de conmover y arrebatar los corazones de los espectadores. Reconcéntrate para siempre en ti mismo, y a fuerza de soplar, haz saltar una llama de tu montón de cenizas. Sólo de este modo podrás producir el asombro de los niños y de los monos, si ese es tu deseo; pero nunca podrás admirar a los hombres, si tu elocuencia no se origina en el corazón.

WAGNER.- A pesar de eso, es indudable que la liberación da gran importancia al orador y que estoy muy lejos de tener tal cualidad.

FAUSTO.- Aspira sólo un éxito mediano, nunca imites a los locos que sin cesar agitan sus cascabeles, pues no se necesita tanto artificio para mostrar la razón y el buen sentido: además, si es importante lo que tienes que decir, no necesitas ir a caza de palabras. Los brillantes discursos para decir cosas superfluas acerca de la humanidad son estériles, como el nebuloso viento de otoño que gime entre las hojas secas.

WAGNER.- ¡Ay, Dios mío! El arte es largo y la vida corta. De mí puedo decir que en medio de mis lucubraciones críticas, siento que a menudo se me turban la cabeza y el corazón. ¡Qué de problemas para obtener los medios que nos llevarán al conocimiento de las causas! Y eso que un pobre diablo puede muy bien morirse antes de alcanzar la mitad del camino.

FAUSTO.- ¿Será lo que encierra el pergamino el manantial sagrado que siempre haya de extinguir la sed espiritual? Nunca alcanzarás la gracia del consuelo mientras no te la dé tu propio corazón.

WAGNER.- Perdóname, pero siempre es un gran gozo remontarse al espíritu de la antigüedad, ver cómo pensó un sabio antes de nosotros y desde tan lejos le hemos adelantado nosotros de mucho en su camino de investigación.

FAUSTO.- ¡Ah sí, hasta las estrellas! Querido mío, los siglos pasados son para nosotros un libro de siete sellos; lo que llamas espíritu de los tiempos no es en sí sino el espíritu de los grandes hombres en que los tiempos se reflejan. Y esto aun para observar a veces una miseria que nos fuerza a desviar la mirada; cuando no es un montón de inmundos escombros, es a lo más uno de esos espectáculos de mercado llenos de hermosas máximas de moral que se ponen por lo regular en boca de los muñecos.

WAGNER.- ¡Pero el mundo, el corazón y el alma humana quieren saber siempre algo de aquello!

FAUSTO.- Sí, desean eso que se llama saber. ¿Quién podrá gloriarse de dar al niño su verdadero nombre? Los pocos hombres que han sabido algo y han sido lo bastante locos para dejar desbordar sus almas y hacer fehacientes al pueblo sus sentimientos y sus visiones, han sido en todos los tiempos perseguidos y condenados a las llamas. Pero, excúsame, amigo mío, es ya tarde; dejemos esto para otra ocasión.

WAGNER.- De buen ánimo hubiera continuado velando, para hablar de la ciencia con un hombre como tú. Pero mañana, que es primer día de Pascua, espero que me permitas una o dos preguntas. Me he entregado con ardor al estudio y si bien es verdad que ya sé mucho, deseo llegar a saberlo todo.

(Se va)

FAUSTO, solo.- Nunca abandona la esperanza al hombre que piensa en miserias. Su mano escarba con avidez la tierra para encontrar tesoros, y se da por muy contento con hallar un gusano. ¡Cómo es posible que semejante voz haya resonado en este sitio donde me rodeaba una legión de espíritus! Pero no importa, te lo agradezco por esta vez, aunque sea el más miserable de los hijos de la tierra, ya que me liberaste de la desesperación que comenzaba a alterar mis sentimientos. ¡Ah! Era la aparición tan enorme, que a su lado debí sentirme enano. ¡Yo, la imagen de Dios, que creía haber alcanzado ya el espejo de la verdad infinita! ¡Yo, que privado de la mortal cubierta, tomaba parte de su propia vida en todo el resplandor de la luz celeste! ¡Yo, que superior a los querubes, cuya fuerza libre empezaba a dispersarse por todas las arterias de la naturaleza, y que creando disfrutaba de la dicha de un Dios, cuán caro pagaré ahora mi presuntuoso orgullo! Una sola palabra ha sido suficiente para humillarme. Imposible me será igualarte; si he tenido fuerza para atraerte, por otro lado me ha faltado la de conservarte. ¡En aquel dichoso instante me sentía a la vez tan pequeño y tan grande! ¿Por qué con tanta violencia me hundiste de nuevo en la incertidumbre de la humanidad? ¿Quién podrá instruirme ahora? ¿Cómo saber lo que debo evitar? ¿Debo ceder al impulso que siento, cuando nuestras acciones, como nuestros sufrimientos, acaban por parar el curso de la vida? La materia se opone sin ceder a todo cuanto de más elevado concibe el espíritu; por poco que alcancemos la felicidad de este mundo, calificamos de sueño y de quimera todo lo que vale más y todos los sentimientos sublimes que nos daban antes de la vida, mueren para siempre ante los intereses mundanos. La imaginación pretende con audaz vuelo erigirse en un principio hasta la eternidad, pero pronto le basta un limitado espacio para dar cabida a sus esperanzas defraudadas. No tarda la ingratitud en apoderarse entonces de nuestro corazón y en causarle ocultos dolores que destruyen por completo el placer y la tranquilidad que antes en él reinaban. Cada día se presenta el dolor bajo nueva forma: tan pronto en el hogar, como en la corte, como una mujer, un niño, el fuego, el agua, el puñal o el veneno. Tiemblan, ¡oh, hombres!, ante todo lo que no puede dañarles, y lloran sin cesar como un bien perdido lo que conservan aún. Lejos de llevar mi loco orgullo al punto de compararme con Dios, percibo que es cada vez mayor mi miseria; sólo me parezco al vil gusano que se alimenta del polvo, en el que le aplasta y sepulta la planta del que pasa. ¿No es también polvo todo lo que aquel alto muro me enseña arriba colocado sobre numerosos estantes, y todas esas mil bagatelas que me encadenan a este carcomido mundo en que existo? ¿Iré a recorrer esos millares de libros para leer que en todas partes los hombres se han esforzado para labrar su suerte, y que sólo en algunos puntos del globo habrá existido un hombre dichoso? Y tú, cráneo vacío, que pareces burlarte de mí, ¿quieres, por piedad, decirme con esto que el espíritu que antes vivía en ti se esmeró también como el mío para buscar la luz, y que vagó siempre de manera miserable entre tinieblas abrasado por la sed de verdad? También ustedes, instrumentos míos, parecen reírse de mí con sus ruedas, dientes, cilindros y palancas; había llegado hasta la puerta y debían ustedes servirme de llave. Misteriosa en pleno día, no permite la naturaleza que nadie rasgue sus velos y todo cuanto quiera ella ocultar al espíritu, no hay afán humano que pueda arrancarlo de su seno. Antiguo ajuar del que no sé qué hacer, sólo estás aquí porque serviste en otro tiempo a mi padre, y tú, vieja polea, estás también ennegrecida, como lo está el pupitre debido al humo de mi lámpara. ¡Ah! Mejor hubiera sido disipar lo poco que tenía y no sucumbir aquí bajo el peso de la necesidad. Procura, sin embargo, adquirir lo que heredes de tu padre para poseerlo. Lo que no sirve es siempre una carga pesada; sólo es útil lo que puede servir en un momento específico. Pero, ¿por qué siempre he de fijar mi vista en ese sitio? ¿Qué atracción tiene para sus ojos ese diminuto frasco? ¿Por qué a su sola vista he de sentirme inundado de una luz benéfica, como la que derraman en el bosque sombrío los plateados rayos de la luna? Con respeto me apodero de ti, frasco querido, en el que honro al alma del hombre y su ciencia. Esencia de los jugos que procuran con dulzura el sueño, contienes también todas las fuerzas sutiles que pueden dar la muerte; sé propicia a quien te posee. A tu sola imagen mi dolor se mitiga: te tomo y desciende mi angustia y se adormece poco a poco la agitación del espíritu. Luego me siento arrastrado hacia el inmenso océano; tranquilo el mar se extiende ante mis pies, como si fuese la luna de un espejo y una fuerza superior me atrae hacia playas que no conozco. Veo de manera súbita en el espacio un carro de fuego que se dirige hacia mí con veloces alas, voy a subir para recorrer las esferas etéreas y abrirme un nuevo camino que ha de conducirme a las regiones de la actividad pura. Pero, ¿cómo es posible que piense merecer aquella vida sublime, aquellos transportes divinos, cuando no soy más que un gusano? No importa, bastará para poder hacerlo volver con decisión la espada al dulce sol de la tierra; coraje, pues, y derriba las puertas por las que nadie pasa sin estremecerse. Ha llegado el momento de probar con actos que la dignidad humana no cede ni aun ante la grandeza de los mismos dioses. Deja de temblar ante ese abismo donde la imaginación se condena a sus propios tormentos, y en el que el fuego del infierno parece obstruir la entrada. Hora es ya de sondearle con faz serena, por más que debiera precipitarme en la nada. ¡Copa de purísimo cristal, por tanto tiempo olvidada, deja tu viejo estuche, tú que en otro tiempo brillabas en los festines de nuestros padres y que, pasando de mano en mano, no parabas hasta desarrugar todas las frentes; con qué entusiasmo te celebraban por tu riqueza y te vaciaban de un solo trago! ¡Nada hay que me recuerde las noches idas de mi juventud! Ya no volveré a ofrecerte a ninguno de mis compañeros, ni avivaré mi ingenio para alabar al artista que supo embellecerte. Contienes un licor que produce una embriaguez súbita, que yo mismo he preparado y elegido; será mi última bebida, que consagro como una libación solemne a la autora del nuevo día.

(Lleva la copa a la boca. Sonido de campanas y coros)

CORO DE LOS ÁNGELES.- ¡Jesucristo ha resucitado! Paz y dicha completas al mortal que llora aquí abajo en los lazos del vicio y de la iniquidad.

FAUSTO.- ¡Qué rumor solemne! ¡Cuán puras y suaves son las voces que hacen caer la copa de mis labios! ¿Así anunciarán esas campanas con su tañer la primera hora de los días de Pascua? ¿Entonan por ventura esos coros celestiales los cantos de consuelo que en la noche del sepulcro exhalaron antiguamente los labios de los ángeles como prenda de una alianza nueva?

CORO DE MUJERES.- Nosotras, sus fieles, habíamos bañado su precioso cuerpo con agradables aromas, le habíamos acostado en su tumba, cubriendo con bandoletas y finos lienzos sus desnudos miembros. Pero, ¡ay de nosotras!, Cristo ha desaparecido y no lo encontramos en ningún lugar.

CORO DE LOS ÁNGELES.- ¡El Cristo ha resucitado! ¡Dichosa el alma que en medio del dolor que la agita sabe amar y sufrir sin quejarse de los tormentos e injurias que le sirven de prueba!

FAUSTO.- Cantos celestiales, potentes y dulces, ¿por qué me buscan en el polvo? Diríjanse más bien a aquellos a quienes pueden consolar; oigo la nueva que me traes, pero me falta la fe para creer en ella, y el milagro es el hijo querido de la fe. No puedo elevarme hacia esas esferas donde resuena tan fausta nueva y, no obstante, esas dulces voces ante cuyo arrullo me dormí en la infancia, me regresan de nuevo a la vida. En el recogimiento solemne del domingo descendía antes sobre mí el beso de amor divino; el grato clamoreo de las campanas me llenaba de dulces presentimientos, y era la oración para mí un goce estático: un ardor tan puro como incomprensible me empujaba hacia los bosques, praderas y campos, donde deshecho en deliciosas lágrimas sentía en mí un mundo nuevo. Esa campana era también la que anunciaba las felices diversiones de la juventud y las fiestas inocentes de la primavera; este grato recuerdo aguza en mi alma los sentimientos de la infancia y me contiene de la muerte. ¡Cantos del cielo, háganme oír una vez más su santa armonía! Ruedan mis lágrimas: la tierra me ha reconquistado.

CORO DE LOS DISCÍPULOS.- Ya se levantó del fondo del sepulcro la víctima inmaculada para ir a la región de la luz. Radiante sé eleva al seno de los cielos, cruzando gozoso el océano inmenso de éter. ¿Y nosotros? ¡Ah! ¡Por nuestro dolor nos quedamos aún en este mundo de miseria y pesar! Maestro, tú te vas a la gloriosa mansión de la dicha y nos dejas solos en esta árida llanura. ¡Cuán digna es tu suerte de envidia!

CORO DE LOS ÁNGELES.- El Cristo resucita del seno de los muertos. Rompan, mortales, sus cadenas con la alegría de estar poseídos. Almas ardientes, generosas, tiernas, que edifican con la acción, que sufren por sus hermanos y enjuagan su llanto; sepan que no tardarán en recibir la recompensa eterna. ¡Ahí viene el Señor que ha de ofrecérsela; ya se acerca, ya está entre ustedes!

(Frente a la puerta de la ciudad. Sale de la ciudad gente de toda clase)

ALGUNOS OBREROS.- ¿Por qué vamos por ahí?

OTROS.- Porque vamos de caza.

LOS PRIMEROS.- Pues nosotros nos dirigimos al molino.

UN OBRERO.- Más bien les recomiendo ir al río.

OTRO.- El camino por aquella parte es muy poco agradable.

LOS DOS, al unísono.- ¿Qué haces tú?

OPERARIO 3.- Voy con los otros.

OPERARIO 4.- Vayan a Burgdorf; ahí seguro encontrarán a las muchachas más hermosas, la mejor cerveza y entablarán relaciones de otra clase.

OPERARIO 5.- ¡Me agrada la idea! ¿Acaso deseas una tercera paliza? Lo que es yo no me expongo a ella; con sólo pensar en aquel lugar tiemblo de miedo.

UNA CRIADA.- No, no, yo me regreso al pueblo.

OTRAS.- De seguro le hallaremos debajo de esos álamos.

LA PRIMERA.- ¿Y a mí qué me importa ? Vendrá en seguida a ponerse junto a ti y como siempre sólo bailará contigo en el césped. ¿Qué interés pueden tener para mí tus placeres?

OTRA.- Casi te puedo asegurar que no estará solo; me ha dicho que iría con él aquel joven de pelo rizado.

UN ESTUDIANTE.- ¡Cáspita! ¡Mira qué garbo tienen esas lindas jóvenes! Anda, chico, si quieres que las acompañemos. Buena cerveza, tabaco exquisito y una muchacha bien vestida, en realidad, no sé qué más pedir, pues quedan satisfechos todos mis deseos.

UNA JOVEN DE LA CLASE MEDIA.- ¡Mira esos muchachos! ¡Qué vergüenza! ¡Corren a buscarlas, cuando podrían ir mejor acompañados!

EL SEGUNDO ESTUDIANTE, al primero.- No te apures; he aquí que vienen detrás de nosotros dos muy bien puestas. Una de ellas es mi vecina, que no me es, por cierto, nada indiferente. Aunque van despacio, no demorarán en alcanzarnos.

EL PRIMERO.- No, chico; a mí no me agradan los cumplidos. Anda, aprisa, no perdamos de vista la caza. La mano que el sábado maneja una escoba, es la mejor para acariciarte el domingo.

UN HOMBRE DE LA CLASE MEDIA.- De mí les digo que no soy partidario del burgomaestre; ahora que está en el poder, será aún más intolerable. Y ¿qué hace por la ciudad? ¿No va todo cada día de mal en peor? Todo consiste en obedecer más que antes y en pagar más que nunca.

UN MENDIGO, canta.- Buenos señores y hermosas damas, que alegre recorren la campiña porque todo en el mundo les sonríe, no se muestren indiferentes a mis males, y ya que es hoy para todos ustedes un día de gozo, hagan que lo sea de cosecha para mí.

OTRO HOMBRE DE LA CLASE MEDIA.- Nada me gusta tanto como hablar de guerras y batallas en los días festivos; mientras que allá muy lejos, en Turquía, se están destrozando los pueblos, está uno a la ventana, bebe su copa y ve pasar por el río numerosos buques con banderas de diferentes naciones. Luego por la noche entra uno alegremente en su casa y bendice la paz y los dichosos y tranquilos tiempos que vivimos.

UN TERCERO.- Estoy de acuerdo contigo, querido vecino; poco me importa que los demás se rompan el alma y que todo se lo lleve el diablo, con tal de que en mi casa siga todo en orden.

UNA VIEJA, a unas seiioritas.- ¡Qué lindos trajes! ¡Cuánto me admira esa juventud hermosa! ¿Quién no se volverá loca al verlas? Pero, créanme, no sean tan altaneras: vamos, así me gusta; sabré dar les todo lo que deseen.

PRIMERA SEÑORITA.- Ven, Ágata, pues sentiría que nos vieran con una bruja así. Sin embargo, en la noche de San Andrés me hizo ver a mi futuro marido.

OTRA.- También a mí me lo mostró a través de un cristal; iba vestido de militar y estaba con otros jóvenes calaveras. Sin notarme miró en torno a mí y le busco en todas partes; nunca se presenta en mi camino.

SOLDADOS.- Cuanto más inexpugnables sean las ciudades que hayamos de tomar a la voz del deber y del honor, mayor será nuestra intrepidez, sobre todo si hay en ellas hermosas damas que puedan admirar nuestro valor. Si es inminente el peligro, grande es también el premio. La trompa guerrera da la señal a la vez tan anhelada y temida; no hay corazón que no lata de temor y de esperanza; no tardarán en ser patrimonio de muchos el triunfo y la muerte; pero no importa, los que sucumban ceñirán la corona de la inmortalidad y los demás lograrán la recompensa de la victoria.


FAUSTO y WAGNER

FAUSTO.- He aquí el río y los torrentes que han quebrantado su cárcel de hielo por la dulce sonrisa de la primavera; verdea la esperanza del valle; el decrépito invierno, con paso lento en su debilidad creciente, se ha retirado hacia lo más áspero de los montes, desde donde en su fuga nos envía los últimos hielos, espantajo impotente que sólo ayuda a embellecer con sus líneas de plata la verde llanura. El sol, sin embargo, se complace en derretir su obra y desaparece en breve toda mancha blanca; la actividad y la forma renacen por doquier y empieza la naturaleza a ostentar su rico manto de colores nuevos. Sin duda, las flores no han aparecido aún en la pradera; pero no importa, tendrá por flores a esa multitud engalanada que cubre sus campos. Mira desde estas alturas la ciudad y verás cómo se precipita una multitud compacta junto a la puerta sombría para poder tomar el sol con libertad. Todos quieren hoy celebrar la resurrección del Señor, y hasta ellos mismos puede decirse que han resucitado del fondo de sus lóbregas moradas, en las que los sepultan sus ocupaciones diarias; libres, en fin, de los bajos techos que los cobijan, han recorrido sus angostas y fangosas calles, han pasado algunas horas recogidos en el fondo de sus iglesias y ahí están ahora listos a tomar el sol y a entregarse en el campo a sus sencillos placeres. ¡Mira con cuánta rapidez la multitud llena todos los jardines y los prados; mira cómo por todos lados cruzan el río alegres barcas y cuán cargado va aquel pequeño barco que se aleja de la costa! Hasta los senderos más lejanos del monte ostentan los variados colores de miles de trajes; escucho desde aquí los gritos y la animación que reinan en aquella población, que es el verdadero paraíso de los aldeanos; grandes y pequeños, todos saltan de júbilo; aquí puedo decir que soy hombre, aquí me atrevo a serlo.

WAGNER.- Querido doctor, sus paseos me reportan honra y provecho; no obstante, si estuviera yo solo, no me mezclaría con esa gente, porque soy enemigo de la rusticidad y me es imposible resistir su algarabía, su juego de bolos y su desafinada música. Aúllan como energúmenos y llaman a eso diversión y gozo.

(Varios aldeanos a la sombra de algunos tilos. Bailes y canto)

WAGNER.- Ya se aproxima el pastor cargado de cientas y guirnaldas y con perfecto atuendo para entregarse al placer del baile; no tardan en seguirle muchos más, excitados por el mismo deseo, al oír que tamboriles y zampoñas han resonar el valle. No menos prontas asisten también las zagalas y empieza por supuesto el baile, en el que se propone cada quien hacer nuevas travesuras. Pronto llega a su colmo el desorden por codear los pastores de intento a las zagalas más animadas, y los chistes, las risas y los gritos ahogan las notas más o menos dulces de la música campestre. Pero lejos por ello de renunciar al baile, le continúan con ardor creciente y zagalas y pastores, como arrastrados todos por un huracán, se arremeten y estrechan confundidos mientas dura la danza. Sólo después de terminada, va cada pastor a sentarse con su pareja bajo un sauce, para decir palabras de cariño que le hacen sonreír con dulzura, por más que finja no creerlas.

UN VIEJO ALDEANO.- Señor doctor, ya que es tan bueno al punto de venir a participar de nuestra fiesta, dígnese a perdonar la locura de los jóvenes turbulentos; usted, que es tan sabio, no ignora que son buenos en el fondo. Acepte al mismo tiempo este jarro de bebida fresca, pues es lo mejor que podemos ofrecerle: no sólo deseo que apague su sed, sino que también cada gota de agua que contiene sea para usted un año más de vida.

FAUSTO.- Con gusto acepto tu bebida sana y les deseo a todos, en cambio, salud y alegría.

(El pueblo se reúne en torno a ellos)

UN VIEJO ALDEANO.- Has hecho bien en asistir hoy a nuestra fiesta, ya que tantas veces no has visitado en días de desgracia. Más de uno de los que aquí está gozando fue liberado por tu padre de la ardiente fiebre cuando acabó el contagio. Y tú también, entonces joven, ayudabas a todos los enfermos sin que te hiciera retirarte nunca el peligro latente al que te exponías durante aquella terrible enfermedad que dejó nuestras casas casi desiertas. En verdad, fue para ti aquella época de terrible prueba; pero el Salvador desde lo alto velaba por nuestro salvador de aquí abajo.

TODOS.- ¡Viva el hombre esmerado! ¡Ojalá pueda visitarnos muchos años!

FAUSTO.- Póstrense ante aquel que está en los cielos; sólo él enseña a socorrer y sólo él socorre.

(Se adelanta con Wagner)

WAGNER.- ¡Qué alegría debe ser la tuya, oh grande hombre, al verte honrado por toda esta muchedumbre! ¡Ah! ¡Feliz aquel a quien produce su talento estas ventajas! El padre te presenta a su hijo; se preguntan, se reúnen, se estrechan, se interrumpe la música, para el baile; pasas tú y todos acuden ávidos de verte, se descubren para saludarte y casi llegan a postrarse ante ti como ante el Altísimo.

FAUSTO.- Lleguemos hasta aquella piedra, en la que descansaremos de nuestro paseo. ¡Cuántas veces al pasear solo me he sentado en ella absorto en una meditación profunda y exhausto por la oración y la vigilia! Rico de esperanzas y firme en mi fe, esperaba con mis lágrimas y suspiros lograr que el Soberano de los cielos nos liberara de aquella temible peste. Por esto las aclamaciones de la multitud resuenan ahora en mis oídos como una burla sangrienta. ¡Ah! ¡Si pudieras leer en el fondo de mi alma, te convencerías de cuán poco merecen padre e hijo tan grande gloria! Era mi padre un buen hombre oscuro, que había tomado en la manía de discurrir a su modo, y con la mayor buena fe, sobre la naturaleza y sus sagrados misterios; así que, rodeado por sus discípulos, se encerraba en un laboratorio ennegrecido, donde por medio de innumerables recetas obraba la transfusión de los contrarios. Tomaba un león rojo, novio silvestre que unía con la azucena en un baño tibio, y, poniendo después aquella mezcla al fuego, la pasaba de uno a otro alambique. Aparecía entonces en un vaso la joven reina de diversos colores; se daba aquella pócima, y los enfermos morían, sin que nadie preguntara quién se había encargado de su sanación. Es innegable que con nuestras diabólicas mixturas causamos en estos valles y montañas muchos más estragos que la misma peste. Yo mismo he presentado a miles de personas el veneno funesto que debía causarles la muerte, mientras que yo vivo aún para oír alabar a sus osados matadores.

WAGNER.- ¿Por qué se turban por eso? ¿Por ventura el hombre honesto no ha cumplido su misión, después de haber ejercido puntualmente el arte que se le ha enseñado? El hijo, honrado como debe a su padre, debía complacerse al recibir su enseñanza; el hombre, al creer que hacía dar un paso a la ciencia, pensaba que su hijo debería alcanzar mayor gloria.

FAUSTO.- ¡Feliz el que espera aún sobrenadar en este océano de errores! Siempre se requiere aquello que se ignora y nunca podemos hacer uso de lo que sabemos. Pero, ¿por qué turbar con tristes recuerdos la grata alegría de esta hora? Mira cómo lucen con los rayos de sol poniente esas cabañas medio sumergidas por un mar de verdor: el sol desciende y se extingue, el día expira, pero se va a llevar a otras regiones una nueva vida. ¡Ah! ¡Que no tenga yo alas para subir por los aires y poder sin interrupción lanzarme en busca de él! Vería entonces en eterna claridad bajo mis plantas a un mundo en silencio: vería inflamarse las alturas, oscurecerse los valles e inclinarse el plateado arroyo hacia los ríos de oro, sin que el duro monte, con sus profundos abismos, pudiera oponer a mi vuelo divino. Ya el mar presenta sus encendidos golfos a mis asombrados ojos; sin embargo, se desvanece el día y siento en mí un nuevo encanto que me regresa el ánimo y obliga a bañarme en sus eternos rayos; así es que está ante mí el día; tras de mí, la noche; el cielo sobre mi cabeza y bajo mis pies, las olas. Sueño sublime, que va disipándose, por no tener el cuerpo alas que puedan seguir el vuelo del espíritu. Y sin embargo, nadie hay que en las alas de su sentimiento no se eleve hasta las nubes cada vez que oye el himno de la alondra en el azul del cielo, cada vez que más allá de los picachos cubiertos de pinos, ve levantarse al águila, y cada vez que sobre las llanuras o los mares ve a la grulla en camino hacia su lugar de origen.

WAGNER.- Yo tengo también a veces ideas fantásticas, si bien no me he visto nunca animado por semejante deseo. Como no nos faltan bosques y praderas, no pienso envidiar las alas de las aves; para mí los placeres del espíritu consisten en un libro, en una hoja, en una página; sólo los libros pueden hacer soportable y hasta feliz una larga noche de invierno, y hacemos llevar una vida alegre que reavive todos nuestros miembros. ¡Ah! ¡Y cuando puede uno desenvolver un respetable pergamino, se sienten en el pecho todas las inexpresables delicias celestiales!

FAUSTO.- Tú no tienes más que aspiración. ¡Quiera Dios que no sientas nunca otra! Hay en mí dos almas y una tiende siempre a separarse de la otra; esa es apasionada y viva, está apegada al mundo por medio de los órganos del cuerpo; la otra, en forma opuesta, lucha siempre por disipar las tinieblas que la cercan y abrirse un camino para mansión etérea. ¡Ah! ¡Si hay en las regiones aéreas espíritus soberanos que se ciernan entre la tierra y el cielo, dígnense bajar de sus nubes de oro y llevarme hacia una nueva y luminosa vida! Si tuviera una túnica mágica que me permitiera ir a aquellas regiones lejanas, no la cambiaría por los más preciosos vestidos ni por el manto de un rey.

WAGNER.- No llames a esa turba de espíritus malignos que se reúne en los vapores de la atmósfera, para tender al hombre constantes lazos. Los espíritus que vienen del Norte aguzan contra ti sus afilados dientes y sus lenguas de tres aguijones; los que vienen del este llegan en alas de un viento abrasador y nuestros pulmones les sirven de alimento. Si nos los envían los desiertos de Mediodía, amontonan torrentes de llamas sobre nuestra cabeza; el oeste a su vez regurgita una multitud de ellos, que si bien al principio te reaniman, acaban por devorarte junto con tus campos y cosechas. Poseído por el instinto del mal, atienden a tus invocaciones, y hasta llegan a realizar en parte tus propósitos para que les tengas fe y puedan engañarte con más facilidad; se denominan enviados del cielo y mienten con voz angélica. Pero ya es hora de retirarnos; el horizonte se oscurece, el aire es cada vez más frío y empieza a subir la niebla. Nunca como al anochecer conoce el hombre lo que vale su casa. ¿Por qué te quedas inmóvil? ¿Cómo es que te impacta tanto el crepúsculo?

FAUSTO.- ¿Ves aquel perro negro que vaga entre los sembradíos y el rastrojo?

WAGNER.- Tiempo hace que lo veo, pero apenas he reparado en él, porque nada tiene de extraordinario.

FAUSTO.- Obsérvalo bien, ¿qué es lo que piensas de él?

WAGNER.- Pienso que es un perro de aguas que busca el rastro de su amo.

FAUSTO.- ¿No notas que traza una espiral y que se acerca cada vez más a nosotros? O yo me engaño o deja por donde pasa un rastro de fuego.

WAGNER.- No veo más que un perro de aguas negro; puede la vista te pierda.

FAUSTO.- Se me figura verle tender en torno nuestro lazos mágicos para atraparnos.

WAGNER.- Yo lo veo brincar con timidez alrededor nuestro, porque en lugar de su dueño encuentra a dos desconocidos.

FAUSTO.- El círculo se estrecha y ya está cerca de nosotros.

WAGNER.- Lo ves bien. Es un perro y no un fantasma. Gruñe y no se atreve a acercarse, y como todos los de su raza, se arrastra y agita la cola.

FAUSTO.- Acompáñanos, ven aquí.

WAGNER.- Son esos perros de una especie rara. Si te detienes, te espera; si le hablas, se te acerca; si pierdes algo, no ceja hasta encontrarlo y se lanzaría al agua para ir en busca de tu bastón.

FAUSTO.- Tienes razón; nada veo en él que me indique que sea un espíritu; todo cuanto hace se debe a su raza y a lo que ha aprendido.

WAGNER.- El perro, cuando está amaestrado, es hasta digno del afecto de un sabio; así es que puede merecer éste tus bondades y ser el más aprovechado de todos tus aprendices.

(Llegan a la puerta de la ciudad)


GABINETE DE ESTUDIO

FAUSTO, entrando seguido del perro de aguas.- He dejado la campiña envuelta en noche honda; el alma superior despierta en mí en medio de presentimientos que me infunden un miedo sagrado. Los groseros instintos se adormecen y con ellos toda actividad borrascosa, y el amor por los hombres y también el amor por Dios se agitan en mi pecho. Perro, estáte quieto, no corras de un lugar a otro. ¿Qué es lo que olfateas en el umbral de la puerta? Échate detrás de la estufa y te daré mi mejor abrigo. Ya que en el camino de la montaña me has entretenido con tus vueltas y tus saltos, justo es que ahora te trate como a un huésped querido y pacífico. ¡Ah! Desde que alumbra una lámpara amiga nuestra estrecha celda, entra una luz grata y dulce, que alegra asimismo al alma que tiene conciencia de sí. La razón empieza a hablar, la esperanza florece y se baña uno en los torrentes de la vida, en el puro manantial de donde se vino. ¡No gruñas, perro! Mal podrían avenirse tus aullidos con los acentos sagrados que llenan mi alma. No es raro Ver despreciar a los hombres las cosas que no entienden, y mUrmurar ante lo bueno y lo bello que les importunan. ¿Si el perro gruñirá también como ellos? ¡Ah! Noto que a pesar de mi deseo, no puede surgir de mí satisfacción alguna. ¿Por qué se seca tan pronto el río sin apagar nuestra sed? ¡Cuántas veces he sufrido la misma decepción! Sin embargo, tiene esta miseria sus compensaciones; así aprendemos a conoCer el precio de lo que se levanta sobre las cosas de la tierra; así aspiramos a la revelación que en ninguna parte brilla con luz tan pura como en el Nuevo Testamento. Su texto me resulta atractivo; quiero leerlo, entregarme enteramente a los sentimientos que me inspire y hasta traducir su original sagrado a mi querido alemán.

(Abre un libro y se alista a leerlo)

FAUSTO.- Está escrito: En un principio existía el Verbo. Ya, aquí, tengo que detenerme. ¿Quién me ayudará para ir más lejos? Es esta traducción tan difícil, que tendré que darle otro sentido si el espíritu no me alumbra. Escribo: En un principio existía el Espíritu. Reflexionemos bien sobre la primera línea y no dejemos que la pluma se deslice. Es indudable que el espíritu hace y dispone todo; por lo tanto, debe decir: En un principio existía la fuerza. Y, sin embargo, al escribir esto, siento en mí algo que me dice que no es éste el verdadero sentido. Por fin, parece venir el espíritu en mi auxilio; ya comienzo a ver con más claridad y escribo con mayor confianza. En un principio existía la acción. No me opongo a compartir contigo mi cuarto, con tal de que dejes, perro, de gritar y ladrar, porque no puedo tolerar por más tiempo a un compañero tan turbulento. Con dolor mío estaré obligado a violar los derechos de hospitalidad: la puerta está abierta y tienes libre el paso. Pero ... ¿qué es lo que veo? ¡Esto raya en prodigio! ¿Será ilusión o realidad? ¡Cómo se hincha mi perro! Se levanta con fuerza y hasta ha perdido su forma primitiva. ¿Si habré abierto mi casa a un fantasma? Parece un hipopótamo con ojos de fuego y boca terrible. Desde ahora vas a pertenecerme, porque la llave de Salomón es infalible para semejante aborto del infierno.

ESPÍRITUS, en el corredor.- Hay uno de nuestros compañeros que está detenido ahí dentro; espíritus ardientes, quédense en la parte exterior, ya que como un zorro ha caído en la trampa un viejo diablo. Volemos alrededor y no tardará en estar libre; no abandonemos a un amigo que tanto ha hecho siempre por defendernos.

FAUSTO.- Para acercarme al monstruo, empezaré por emplear el conjuro de los Cuatro: La salamandra se inflame, la ondina se enrosque, el silfo se desvanezca, el gnomo trabaje. El que no conozca los elementos, su fuerza y sus propiedades, nunca podrá ser dueño de los espíritus. Salamandra, conviértete en llama; Ondina, húndete murmurando en la onda azul; brilla, SilfO, en el resplandor del meteoro; y tú, íncubo, ven a cerrar la marcha y a ofrecerme tu poderoso socorro. Ninguno, sin embargo, de los cuatro existe en el interior del monstruo. Queda inmóvil y rechina los dientes, sin que yo le haya dañado. Pero aguarda, que ya sabré combatirte con conjuros de más poder. Compadre, ¿eres un desertor del infierno? Si lo eres, abre los ojos y contempla este signo, al que en vano intentaría resistir la infernal cohorte. Ya empieza a hincharse y ya se le erizan las crines. Ente maldito, ¿puedes leerle? ¿Puedes descifrar el nombre del incomprensible, del que no fue creado, de aquel a quien los cielos adoran, y al que intentó derrocar el crimen en su delirio? Se hincha detrás de la estufa como un elefante, llena el espacio; al verle hincharse de ese modo diría cualquiera que va a volverse una nube. No subas hasta el techo: mejor será que vengas a arrojarte a los pies de tu amo. Vamos, obedece sin dudar, pues ya sabes que no amenazo en vano y que soy capaz de abrasarte en un mar de fuego; no esperes la luz tres veces incandescente; no esperes al más temible de todos mis conjuros.

MEFISTÓFELES, mientras se extiende la nube, aparece detrás de la estufa y se adelanta ell traje de estudiante.- ¿Por qué tanto alboroto? Caballero, ¿en qué puedo servirle?

FAUSTO.- ¡El perro de aguas transformado en estudiante viajero, no deja de divertirme!

MEFISTÓFELES.- Salud al sabio doctor, que tanto sudor me ha producido.

FAUSTO.- ¿Cuál es tu nombre?

MEFISTÓFELES.- Muy inocente me parece la pregunta, sobre todo para quien desprecia tanto las palabras y que, en su retraimiento de las apariencias, sólo desea conocer el fondo de los espíritus.

FAUSTO.- Entre ustedes, señores, todo ser podrá conocerse con facilidad por el nombre que lleva, pues que se les llama blasfemos, corruptores, mentirosos. Con todo, dime quién eres.

MEFISTÓFELES.- Una porción de aquella fuerza que siempre quiere el mal y que siempre obra el bien.

FAUSTO.- ¿Qué significa ese enigma?

MEFISTÓFELES.- Soy el espíritu que lo niega todo, y no sin razón, porque todo cuanto existe en el mundo debería arruinarse y sería aún mejor que no existiera. Para mí no hay más elemento que el que ustedes conocen con los nombres del mal, destrucción y pecado.

FAUSTO.- Te nombras en parte, y te veo, sin embargo, completo ante mí.

MEFISTÓFELES.- Te digo la pura verdad: si el hombre, ese pequeño mundo de orgullo y de locura, cree generalmente ser Un todo, de mí sé decir te que sólo soy una parte de la parte que en un principio era todo; una porción de las tinieblas de donde provino la luz, la luz soberbia, que ahora disputa a su madre la noche su antiguo rango y el espacio en que imperaba; si bien con poco éxito, porque, a pesar de todos su esmero, se ve rechazada en todo lugar, logrando tan sólo arrastrarse por la superficie de los cuerpos. Brota de la materia y la embellece, y basta, no obstante, un solo cuerpo para detener su carrera. Por eso espero que no dure mucho y que acabe por quedar anonadada con la materia.

FAUSTO.- Ahora conozco las dignas funciones que ejerces, y que si no puedes destruir el todo, procuras eliminar una parte.

MEFISTÓFELES.- Y la verdad es que no he adelantado mucho en mi tarea. Lo que se opone a la nada, ese algo, este mundo material, no he podido destruirlo hasta aquí, pese a todos mis esfuerzos: las olas, las tempestades, los terremotos, los incendios, nada puede desquiciarle en su totalidad; siempre el mar y la tierra terminan por ponerse otra vez en equilibrio; nada puede esperarse de esa maldita semilla, principio de animales y hombre. He sepultado a muchos, y veo, sin embargo, circular siempre sangre nueva. Hay para volverse loco del modo con que van las cosas; en el aire, en las aguas, en la tierra, en todos los lugares; en fin, es cada vez más potente la fuerza creadora, y siempre brotan por doquier nuevos seres. Nada tendría para mí de no haberme reservado la llama.

FAUSTO.- Así pues, a la eterna actividad y a la fuerza felizmente creadora, opones tú la mano helada del diablo, que sin resultado se crispa delirante. ¡Te será preciso cambiar de rumbo, hijo raro del caos!

MEFISTÓFELES.- Ya hablaremos de eso con amplitud en nuestro próximo encuentro. ¿Me permitirás por esta vez retirarme?

FAUSTO.- No sé por qué preguntas. Ahora que te conozco, podrás visitarme como lo desees; aquí tienes la Ventana, la puerta y hasta la chimenea; puedes elegir para partir.

MEFISTÓFELES.- ¿Lo confesaré? Hay un pequeño obstáculo que impide mi partida: el pie mágico de su umbral.

FAUSTO.- ¿Tanto te inquieta el pentagrama? Dime, hijo del infierno, ¿si tanto te incomoda, por qué has entrado? ¿Es posible que un espíritu como tú se haya dejado atrapar de este modo?

MEFISTÓFELES.- Después lo comprenderás porque está mal colocado; el ángulo que apunta a la calle se presenta algo abierto, como es evidente.

FAUSTO.- Por una rara casualidad eres mi prisionero y casi había logrado mi fin.

MEFISTÓFELES.- Nada notó el perro al entrar de un salto en el cuarto, pero ahora es del todo distinto, y el diablo no puede dejar la casa.

FAUSTO.- Pero, ¿por qué no sales por la ventana?

MEFISTÓFELES.- Es una ley para diablos y fantasmas el salir por donde se ha entrado. El primero de estos dos actos depende de nosotros, pero somos esclavos del segundo.

FAUSTO.- ¿Así que el infierno también tiene sus leyes? Me complace saberlo. De este modo un pacto hecho con ustedes será cumplido con fidelidad.

MEFISTÓFELES.- Puedes gozar por completo de lo que se te promete sin que nadie te prive ni de la más pequeña parte; pero como es cosa de mucho interés, ya volveremos a hablar de ello en nuestro próximo encuentro. Ahora te ruego y te suplico que me dejes ir.

FAUSTO.- Quédate un momento más para decirme la buena ventura.

MEFISTÓFELES.- Pues bien, suéltame; yo no tardaré en volver y podrás preguntarme cuanto quieras.

FAUSTO.- No te he puesto celada y sólo por tu culpa caíste en la trampa. Dicen que el que tenga al diablo no deje que escape, porque no volverá a tomarle tan pronto.

MEFISTÓFELES.- Si tanto lo deseas, me quedaré para hacerte compañía, pero a condición de que he de emplear todos los recursos de mi ciencia para que pases el tiempo con dignidad.

FAUSTO.- Con alegría me pongo a tu disposición, con tal que tu arte me divierta.

MEFlSTÓFELES.- Querido amigo, van a ganar más tus sentidos en una sola hora de lo que ganarían con la monotonía de todo un año. Lo que te canten los tiernos espíritus y las bellas imágenes que les envuelven no serán vanas ilusiones de la magia. Se deleitarán tu paladar y tu olfato, y sentirá tu corazón un dulce éxtasis. Fuera preparativos inútiles y ya que estamos reunidos, comienza.

ESPÍRITUS.- Desaparezcan, arcos sombríos, para que la luz del cielo penetre hasta nosotros y de alegría a la mirada. Disípense las nubes que oscurecen el éter y enciéndanse las blancas estrellas y los bellos solares. Ángeles de níveas alas, salgan del seno de sus nubes purpúreas para recorrer el espacio y seguir las huellas de nuestros ardientes deseos. Dulces céfiros, brisas puras, templen el ardor que abrasa a las plantas de los valles y hagan que tiemblen de tierna emoción sus hojas al recibir de ustedes el beso de amor que debe fecundarles. Agrúpense en la viña de los racimos, ya que no cabe más zumo en los lagares, y salte el vino en espumosas olas hasta que crucen las verdes praderas arroyos de púrpura. Vean cómo se reflejan en el mar las verdes colinas al tiempo que el ganado que se apacienta en ellas. También se descubren en lontananza islas afortunadas que Se parecen deslizar sobre las tranquilas ondas y ofrecen al navegante delicioso oasis que le hace olvidar todas las tormentas que ha vivido. Sólo reinan en aquel mundo ideal la alegría y los placeres. Así en el fondo de los mares como en los espacios del aire, todo tiende a la vida, todo sigue su curso constante, todos los seres se sienten con vida ante el astro que el cielo encendió para que los alumbrara.

MEFISTÓFELES.- Muy bien, ya está dormido. Hijos hermosos de aire, lo han encantado con facilidad y agradezco su coro. No, no eres aún hombre capaz de sujetar al diablo. Fascínenlo con dulces emociones, sumérjanlo en un mar de delicias. En cuanto a mí, para vencer el encanto de esta puerta, requiero del diente de un ratón; me parece que no tendré que conjurar mucho: he aquí que roe cerca y que no tardará en oírme. El señor de las ratas y los ratones, de las moscas, las ranas, las chinches y los piojos, te ordena sacar el hocico y venir a morder el umbral de esta puerta, como si estuviera untado con aceite. Muy bien; veo que obedeces con presteza la orden que se te ha dado; ya que estás aquí, sólo falta dar inicio a la obra. La punta que me ha rechazado se halla en el borde: una dentellada más y todo estará concluido. Ahora, Fausto, ya puedes soñar libremente; hasta pronto.

FAUSTO, despertando. - ¿También esta vez saldré burlado? ¿Cómo ha podido aquella multitud de espíritus desvanecerse así? He visto en sueños al diablo y se me ha escapado un perro ... A eso se reduce todo.

Índice de Fausto de J. W. GoethePrólogo en el cieloSegunda parte de la PRIMERA PARTEBiblioteca Virtual Antorcha