Indice de Fantomas de Pierre Souvestre y Marcel Allain CAPITULO VIGÉSIMO QUINTO. Cómplice inesperado CAPÍTULO VIGÉSIMO SÉPTIMO. Tres accidentes sorprendentesBiblioteca Virtual Antorcha

Fantomas

Pierre Souvestre y Marcel Allain

CAPÍTULO VIGÉSIMO SEXTO

Un crímen extraño



Para estar algunos minutos más con su padre, a quien ellos amaban tiernamente, Elisabeth y Jacques Dollon decidieron acompañarle a la estación de Verriêres, donde él debía tomar el tren que le llevase a París.

Como habían llegado temprano a la estación, el anciano mayordomo hacía a sus hijos las últimas recomendaciones:

- Tú, mi pequeña Elisabeth, me vas a prometer no cansarte demasiado ... Te prohibo formalmente que te levantes temprano para ir a visitar a los pobres ...

Y como la muchachita prometía ser razonable, el mayordomo se volvió hacia su hijo:

- Tú, mi pequeño Jacques, sabes lo que te he explicado en cuanto a las comisiones de las que yo te encargo durante mi ausencia. Pon mucha atención a las maniobras de las esclusas, que los jardineros descuidan fácilmente.

- Está entendido, papá.

- Por otra parte -prosiguió el mayordomo, si ocurre cualquier cosa en la propiedad, que sea importante o grave, me telegrafías, ¿comprendes? ...

Entre un gran ruido de chatarra, y con el ronco jadeo de la máquina, el tren de París entró en la estación de Verriêres. El mayordomo abrazó a Jacques y Elisabeth; después, divisando un vagón de segunda clase, se dispuso a subir ...

* * *

En el campanario de una aldea próxima, acababan de dar las tres.

Como si la tempestad que azotaba desde el comienzo de la velada, hubiese cobrado fuerza con más rabia, la lluvia golpeaba todavía más duro, el viento silbaba todavía más fuerte, curvando con sus violentas ráfagas los altos y débiles álamos que bordeaban la vía y cuya silueta, toda negra, indecisa, hacía en la sombra contornos fantásticos.

Sin embargo, a lo largo del terraplén de la línea del ferrocarril, un personaje avanzaba con una marcha regular, no pareciendo nada impresionado por el horror trágico de esta tempestad.

Era un hombre de alrededor de treinta años, bastante elegantemente vestido, con un gran abrigo impermeable, cuyo cuello, subido hasta las orejas, ocultaba ]a parte baja del rostro.

Luchando contra el viento que se metía en su amplio vestido, el desconocido iba caminando por los guijarros del balasto.

- ¡Pésimo tiempo! -refunfuño. Hace años que no había visto una noche tan mala ... Viento ..., lluvia ..., nada falta a la fiesta ... ¡En fin!, no debo quejarme demasiado, puesto que esta ausencia total de luna servirá a mis proyectos.

A la luz de un relámpago, el desconocido se orientó rápidamente.

No debo estar muy lejos del punto que he elegido, pensó.

Durante algunos minutos, el hombre caminó todavía; después, de repente, dio un suspiro de satisfacción:

- Esta vez sí que he llegado ...

Comprobó que, a los dos lados de la vía, un ancho declive se erguía encajonando completamente la línea del tren que corría, de esta manera, al fondo de una zanja.

- Se está mejor aquí -dijo el hombre-. El viento pasa por encima de mi cabeza.

Se paró y puso cuidadosamente en el suelo un paquete bastante voluminoso; después, tras resoplar algunos minutos, comenzó a pasear de un lado a otro, tratando de luchar con el frío bastante intenso de la noche.

- Acaban de dar las tres -dijo-. Según el horario, no tengo nada que esperar antes de las tres y diez ... ¡Bah!, es mejor llegar pronto que no tarde.

Contempló, al azar del paseo, el paquete que había dejado.

- Es más pesado de lo que pensaba y extraordinariamente molesto ... ¡En fin, todo sea por Dios!

Reflexionó algunos minutos; después, hablándose a sí mismo. dijo:

- En suma, no tengo por qué inquietarme; aquí el balasto no tiene guijarros ...; la hierba es espesa ..., se puede correr y la vía es completamente recta. Veré desde lejos las dos linternas blancas del convoy ...

Una sonrisa burlona crispaba los labios del personaje.

De todas formas -pensaba-, ¿quién me hubiera dicho. en otro tiempo, cuando hacía el zascandil en América. que me sería tan útil haber aprendido a subir de esta manera al tren en marcha?, Un ruido lejano, vago primeramente, le arrancó de su distracción.

- ¡Atención!

En un segundo saltó junto al paquete, lo cogió, y, tras alcanzar un punto del terraplén, se acurrucó allí, escuchando, sin hacer un solo movimiento.

La línea férrea, en el sitio donde estaba acurrucado el misterioso personaje, presentaba un declive bastante pronunciado. Por la parte baja de la cuesta, en dirección hacia donde el desconocido miraba, el ruido que oyera un momento antes aumentaba, se hacía casi ensordecedor. Era el jadeo formidable, regular, poderoso, que hacen las locomotoras, mientras abordan una pendiente.

El hombre murmuró:

- Nada de equivocaciones, que mi estrella sea conmigo. He aquí el tren ...

En lontananza, dos luces blancas parpadeantes se acercaban bastante rápidamente. Eran. sin duda, las linternas situadas en la delantera de unn locomotora.

Mientras el tren avanzaba, el hombre, como para probar sus músculos y asegurarse de su flexibilidad, se agachaba y se levantaba.

- Ya estoy ágil de nuevo -dijo.

Con gran ruido, el convoy llegó a su altura.

Iba a una velocidad moderada, debido a la pendiente: alrededor de unos veinte kilómetros por hora.

Tan pronto como pasó la locomotora, el hombre, rápido como el rayo, ágil como un felino, se lanzó corriendo con todas sus fuerzas.

El tren, es claro, le adelantaba; sin embargo, envuelto en un remolino de aire, zarandeado, no perdía demasiado terreno y se mantenía casi a la altura de los vagones.

Ya le habían pasado el ténder, el furgón del equipaje y otros vagones de tercera clase; el desconocido, que continuaba corriendo hasta perder el aliento, vio llegar a su altura un coche de segunda clase.

La carrera vertiginosa que sostenía habría impedido a cualquier otro la menor reflexión; pero el individuo, muy ciertamente, era un atleta de primera categoría, pues desde que vio el coche de segunda clase, pareció tomar una decisión. Con un vigoroso esfuerzo, su mano agarró con fuerza el pasamanos de cobre, mientras que de un brinco saltaba sobre el estribo, donde por un prodigio de equilibrio, lograba mantenerse.

Una vez llegado a la cima de la cuesta, el tren activó su velocidad y, con gran ruido, reemprendió su carrera vertiginosa a través de la noche, a través de la tempestad, que a cada minuto parecía aumentar.

Pasaron unos segundos. El desconocido continuaba agarrado en su sitio.

Cuando hubo tomado aliento suficiente, se agachó, sentándose en el escalón más elevado y pegando el oído a la portezuela del pasillo del vagón.

- ¡Nadie! -dijo-. Por otra parte, a esta hora, todo el mundo duerme ... Sería una desgracia ...

No acabó su pensamiento.

Arriesgando el todo por el todo, el desconocido se levantó, abrió la portezuela, teniendo cuidado, sin embargo, de que algún vaivén la hiciese crujir ruidosamente, y, algunos segundos después, se encontraba en el pasillo del coche de segunda clase.

- ¡Uf! -dijo.

Se sacudió, entró algunos minutos, sin tomarse la pena de ocultarse, en el tocador próximo y se pasó el pañuelo mojado por la cara, toda ensuciada de carbón; después, con paso tranquilo y aire natural, salió del lavabo, llegó al pasillo, monologando a media voz, sin temer evidentemente que sus palabras fuesen oídas:

- ¡Es pesado al fin! ¡No se puede dormir con compañeros de viaje de esta naturaleza! ...

Sin dejar de hablar, seguía por los pasillos de los vagones. Cuando llegó casi a mitad del tren, el desconocido tuvo un sobresalto. En un departamento, tres viajeros dormían.

El desconocido, aprovechando que la puerta estaba entreabierta, se deslizó al interior, sin hacer el menor ruido. Vio que el cuarto asiento estaba desocupado, y se sentó, poniendo el paquete a su lado y haciendo como que dormía.

Sin hacer el menor movimiento, esperó de esta manera más de un cuarto de hora; después, convencido que sus compañeros de viaje estaban completamente adormilados, introdujo delicadamente la mano derecha en el paquete que acababa de depositar en la banqueta junto a él. Durante un minuto pareció efectuar, en el interior del paquete, una maniobra, buscando tal vez alguna cosa; después, retirando la mano sin hacer ruido, pero sin precaución exagerada, dejó el departamento, del que cerró cuidadosamente la puerta.

Una vez llegado al pasillo, el misterioso viajero no pudo contener un suspiro de satisfacción. Sacando un cigarro del bolsillo, lo encendió.

- ¡Uf! -repitió-. Hasta aquí las cosas marchan maravillosamente y puedo felicitarme de haber aprovechado lo más útilmente ese conjunto de circunstancias. Maldigo hace un momento a esta tempestad abominable, y me sirve de maravilla ... Es evidente que con un tiempo como este, a nadie se le ocurrirá la idea de abrir las ventanillas ...

Se paseaba de un lado a otro, comprobando a cada minuto la hora en su reloj.

No tengo mucho tiempo -se dijo-. Importa que me apresure, o mi individuo perderá el tren.

Como si este pensamiento fuese infinitamente agradable, el desconocido se puso a sonreír; después, extendiendo el brazo y apartando el cigarro para evitar que el humo le diese en la cara, se puso a respirar fuerte.

- Evidentemente -dijo-, hay un ligero olor nada más, pero hay que estar prevenido por si se dan cuenta ...

Comprobó otra vez la hora en su reloj y añadió:

- ¡Diablos! ¿Es que son frecuentes los casos de pesadillas en parecidas circunstancias? ... Eso sería terrible.

Suspendió su marcha, escuchó otra vez.

Ningún ruido se oía en el interior del coche.

- ¡Vamos! -dijo el personaje-. Hace veinte minutos que espero ... ¡Operemos! ...

Con paso rápido alcanzó el departamento en el que se había sentado algunos minutos antes y, asegurándose con una furtiva ojeada que no había ningún viajero en el pasillo, abrió la puerta, entró y cerró. Esta vez, sin tomar precauciones, se adelantó hacia la portezuela exterior del vagón, de la que bajó el cristal.

Inclinando la cabeza para que así le diera el viento que penetraba en el departamento, el desconocido se volvió entonces y, a la luz vacilante de la lámpara del techo, casi tapada por la cortina, examinó a sus compañeros de viaje.

Los tres dormían profundamente.

El hombre lanzó una risotada.

- ¡Pardiez! -monologó.

Atrajo hacia sí el paquete de mantas de su pertenencia y deslizó la mano dentro; después de alcanzar lo que él quería probablemente alcanzar, lo volvió a echar en la banqueta.

- ¡Mejor que mejor! -dijo.

El desconocido, marchando entonces a través del vagón, se fijó en uno de los viajeros que se encontraba enfrente de él. Rápidamente introdujo la mano en el interior de su chaqueta, y, sacando una abultada cartera, cogió los papeles que contenía y, uno por uno, los comprobó.

Lanzó una exclamación.

- ¡Vaya! ¡Lo que me temía! ...

Cogió uno de los papeles, lo deslizó en el interior de su propia cartera, sacó de esta otro trozo de papel y lo metió en la cartera de su víctima, en el lugar del documento sustraído; después de efectuada esta sustitución, volvió a colocar la cartera en su sitio, riéndose burlonamente otra vez.

El hombre que acababa de realizar este robo audaz consultó de nuevo su reloj y concluyó:

- ¡Ya es tiempo!

Inclinándose por la portezuela, cuyo cristal había bajado, hizo funcionar el cerrojo de seguridad y abriendo de par en par la portezuela del departamento, cogió al viajero desvalijado por los hombros, le arrancó de la banqueta y, con toda su fuerza, lo envió a rodar a la vía.

En un segundo, y como si los minutos hubieran sido preciosos a partir de este instante, cogió de la red las maletas que pertenecían evidentemente a la víctima y los tiró también fuera.

Cuando hubo terminado su horrible trabajo, hizo aún un gesto de satisfacción.

- ¡Muy bien!

Y cerrando la portezuela, pero dejando el cristal abierto, se apresuró, sin llevarse el paquete, a abandonar el departamento donde acababa de matar cobardemente, pero ¡con qué habilidad!

Los dos viajeros continuaban dormidos.

Algunos minutos después, el misterioso desconocido se había instalado en otro departamento de segunda clase, situado en cabeza del tren y al que había llegado siguiendo los pasillos que comunicaban entre sí los diferentes coches.

¡Tengo suerte! -pensó, y se tendió a todo lo largo, en una posición cómoda para dormir-. ¡Tengo suerte! ¡Todo ha salido bien!

Pero se estremeció violentamente: un tren venía en sentido inverso y, pasando a toda velocidad por la vía opuesta, le había causado una sorpresa desagradable. Se contuvo y prosiguió, sonriendo:

¡Pardiez! ¡Bien había dicho yo que el buen hombre no perdería su tren! Dentro de cinco minutos lo alcanzará; dentro de cinco minutos, maletas, cadáver y toda la barahúnda serán aplastados, ¡lo que viene a pedir de boca! ...

- ¡Juvisy! ... ¡Juvisy! ... Dos minutos de parada ...

Los empleados del tren corrían a lo largo del que acababa de parar, anunciando la estación, despertando en la madrugada (eran apenas las seis y media) a los viajeros aún dormidos. De un departamento de segunda clase, el desconocido saltó ágilmente al suelo y se dirigió hacia la salida de la estación. Tenía en la mano un pase de libre circulación que enseñó al empleado.

- Abonado -dijo.

Y rápidamente pasó.

En la calle, mientras se alejaba a grandes pasos en dirección del subterráneo que atravesaba la vía, pensaba:

Excelente idea la que tuve en otro tiempo de tomar una tarjeta de abono; eso no deja ninguna huella ... Es mil veces menos peligroso que un billete, que la Policía siempre puede encontrar ...

Y, atravesando la carretera, se metió por un sendero que descendía hacia el Sena.

Sin tomar el terreno fangoso, el desconocido llegó pronto a un campo y fue a ocultarse en medio de una pequeña espesura de la orilla del río. Apenas hubo llegado, y cuando, después de inspeccionar los alrededores, se aseguró minuciosamente que nadie podía verle, se despojó de su gran abrigo, se quitó el pantalón, tiró la chaqueta, y, sacando de uno de los bolsillos del impermeable un paquete, cambio de vestimenta.

Cuando estuvo completamente dispuesto, el desconocido extendió cuidadosamente en el suelo el gabán cauchutado que llevaba algunos minutos antes y le echó encima las piedras más grandes que pudo encontrar; después, plegando cuidadosamente la chaqueta, el pantalón y el sombrero que acababa de quitarse, hizo con el abrigo un sólido paquete, que ató con una cuerda muy fuerte.

Ahora ya estoy completamente cambiado ...

Y, cogiendo el paquete que acababa de cerrar, lo balanceó entre los brazos y lo envió en medio del río, donde se hundió rápidamente por el lastre de las piedras.

Poco después, un albañil, llevando su traje ordinario de trabajo, se presentaba en la estación de Juvisy y pedía a la taquillera:

- ¿Me hace el favor, madrecita, de un billete de tercera clase para obrero, ida y vuelta a París?

* * *

El ómnibus de París-Luchón acababa de atravesar las fortificaciones. La estación de Austerlitz no quedaba muy lejos.

De repente, cuando el convoy se acercaba a la estación de mercancías, y antes de llegar a la estación de viajeros, se detuvo lentamente. Sorprendidos, se inclinaron a las ventanillas. ¿Por qué esta parada?

- ¿Un accidente, tal vez?

- ¡Maldita compañía!

Mientras que cada uno buscaba así el motivo de esta parada, tres hombres estacionados en el borde de la vía se habían acercado al convoy y lo recorrían, examinando cuidadosamente cada portezuela.

Era un señor correctamente vestido y dos obreros del ferrocarril, que se apresuraban exageradamente a cada una de sus indicaciones.

- Mire, señor comisario -dijo, de pronto, uno de los factores-, mire. Aquí hay una portezuela cuyo pestillo de seguridad no está puesto o lo han levantado. Es el único, por otra parte, de todo el convoy ...

El comisario, de una ojeada, comprobó la exactitud de la advertencia.

- En efecto -dijo.

Y, cogiendo la empuñadura. abrió el departamento, en el cual subió; dos viajeros se dedicaban a cerrar sus maletas. Ambos volvieron la cabeza con un mismo movimiento, asombrados de que alguien montase en un sitio semejante.

- Señores -comenzó el que había llegado-, ustedes excusarán mi visita en razón de mi cargo ...

Y, entreabriendo su levita. dejó ver el paño de una banda tricolor.

- Soy el comisario especial de la estación de Austerlitz -dijo- y encargado de hacer una indagación muy minuciosa, relacionada con un cadáver encontrado en la vía, en los alrededores de Brétigny. como así se nos acaba de informar por telegrama, cadáver que probablemente se ha caído del tren en que ustedes se encuentran ...

Los dos viajeros le miraron, estupefactos.

- ¡Ah!, es horroroso -dijo uno-. Señor comisario, justamente esta noche, mientras el señor y yo dormíamos, uno de nuestros compañeros de viaje ha desaparecido ... Yo lo he hecho notar, pero el señor me dijo que, sin duda, habría bajado durante nuestro sueño en una parada cualquiera ...

El comisario, vivamente interesado, preguntó:

- ¿Cuáles eran las señas de ese viajero?

- Bastante fácilmente identificable. señor comisario: patillas ..., una corpulencia bastante fuerte; podía tener unos sesenta años ...

El comisario de Policía interrumpió:

- ¿No se extrañaría usted si se lo señalasen como encargado de hotel?

- No, eso parecía ser.

- Es el hombre del cual se ha encontrado el cadáver entonces ... Pero -continuó el comisario- no sé si debo creer en un suicidio o en un crimen, señores; pues han descubierto en la vía varias maletas ... Un suicida no hubiera tirado sus cosas ... Un ladrón no hubiera tenido ningún interés en desembarazarse de ellas ...

Uno de los viajeros, aquel que no había dicho todavía nada, interrumpió al comisario:

- Está usted equivocado, señor. Todo no ha sido lanzado a la vía ...

Y designó con la mano un paquete de mantas depositado sobre la banqueta.

- Yo creía que esto pertenecía al señor -señaló al otro viajero-, pero acaba de decirme él mismo que este paquete no es de él ...

El comisario rápidamente desató las correas.

Retrocedió, estupefacto.

- ¡Caramba! -dijo-, Una botella de ácido carbónico ..., de ácido carbónico licuado ... ¿Qué quiere decir esto?

Mientras pensaba, aturdido, preguntó:

- ¿Este paquete era del maitre d'hôtel desaparecido? ...

Los dos viajeros dijeron no con la cabeza.

- No creo -explicó uno de ellos-; yo hubiese notado esta manta escocesa, ciertamente; pero nada he visto.

- ¿Habrá ocupado un sitio en este departamento un cuarto viajero?

- No -respondió uno de los interlocutores-. Hemos viajado solos ...

Pero el segundo viajero movió la cabeza.

- Es raro -dijo-. No estoy seguro; pero me pregunto, en efecto, si esta noche, mientras dormíamos, no se habrá introducido alguien en nuestro departamento. Yo he tenido una vaga sensación ...

Por un instante el comisario permaneció silencioso.

- Han tenido ustedes, creo yo, mucha suerte de escapar, señores, al golpe de ese asesino ... No veo todavía muy bien cómo ha matado, pero adivino que ha dado pruebas de una audacia inverosímil ... Además ...

El comisario se asomó a la ventanilla y gritó a un factor:

- ¡Haga usted que detengan el convoy!
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