Índice de Edipo rey de SófoclesAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

EDIPO REY
SEGUNDA PARTE



(Sale EDIPO, irritado, de palacio)


EDIPO.- ¡Eh! ¿Tú vienes acá? ¿Tanto es tu atrevimiento que osas poner el pie en mi casa, convicto asesino de este hombre, usurpador desalmado de mi cetro? Dime, por los dioses: ¿Tan importante o tan necio me ves, que te atreves a tamaña felonia? ¿Te figuraste que no había de sorprender el avance de tus ocultos amaños, o que, descubierto, no los sabría castigar?

¿No son una insensatez tales maquinaciones, asaltar sin fuerza y sin tropas un trono que solo a la fuerza y a las riquezas puede rendirse?


CREONTE.- Edipo, haz lo que te voy a decir. Tú ya has hablado; ahora escúchame a mí, y luego que me hayas oído, júzgame.


EDIPO.- Diestro eres tú para hablar, yo soy muy tardo para entender tus razones, pues te he encontrado malévolo y cruel para conmigo.


CREONTE.- Eso mismo es lo que quiero explicarte, escúchame.


EDIPO.- Eso mismo es lo que no debes decirme, que no eres un aleve.


CREONTE.- Si te imaginas que te basta con tu obstinación, aun faltándote la razón, estás muy equivocado.


EDIPO.- Si te imaginas que has de estar persiguiendo a un pariente y no lo has de pagar, estás también equivocado.


CREONTE.- Bueno, sea así, tienes razón en todo. Dime cuál es el daño que crees te he causado.


EDIPO.- ¿Me decías o no me decías que era preciso llamar a aquel reverendísimo agorero?


CREONTE.- Y aun ahora sigo siendo del mismo parecer.


EDIPO.- Bien; ¿cuánto tiempo hace que Layo ...


CREONTE.- ¿Qué es lo que hizo? No sé a qué te refieres ...


EDIPO.- ... que desapareció con muerte violenta?


CREONTE.- Muchos y largos años se podrían contar desde entonces.


EDIPO.- En aquel tiempo, ¿ejercía ya ese agorero su profesión?


CREONTE.- Muy sabiamente y con tanta aceptación como ahora.


EDIPO.- ¿Hizo entonces mención alguna de mi? ...


CREONTE.- Al menos estando yo en su presencia, no.


EDIPO.- ¿Pues no hicisteis averiguaciones en favor del finado?


CREONTE.- Las hicimos, ¿cómo no? Pero nada descubrimos.


EDIPO.- ¿Y cómo no dijo entonces ese sabihondo lo que ahora?


CREONTE.- No le sé; en lo que no estoy informado, a mi me gusta callar.


EDlPO.- Una cosa si sabes, y pues la sabes, me la dirás.


CREONTE.- ¿Cuál? Si la sé, no la negaré.


EDIPO.- Que a no haberse confabulado contigo, no dijera ser cosa mía la muerte de Layo.


CREONTE.- Si eso dice, allá tú lo sabrás. Ahora yo quisiera preguntarte a ti tanto como tú me has preguntado a mí.


EDIPO.- Habla, que a mí no me convencerás de asesinato.


CREONTE.- Vamos a ver: ¿estás casado con mi hermana?


EDIPO.- No se puede negar lo que preguntas.


CREONTE.- ¿No eres tú el rey consorte, con igual poder que ella?


EDIPO.- A donde se extienden sus deseos se extienden mis concesiones.


CREONTE.- ¿No estoy yo igualado a vosotros dos como tercer soberano?


EDIPO.- Eso es precisamente lo que te convence de amigo traidor.


CREONTE.- De ninguna manera, si haces como yo una pequeña reflexión.

Ante todo, ¿hay quién prefiera mandar entre sobresaltos, pudiendo gozar de ese mismo poder en paz y tranquilidad? Yo, por mi parte, y como yo todo el que sepa tener juicio, más quiero reinar que ser llamado rey.

Pues bien: ahora yo en ti lo tengo todo sin sobresalto alguno; si fuera rey, habría de obrar en muchas ocasiones contra mi voluntad. ¿Y cómo ha de ser para mí el mando mismo más dulce que esta amable e inofensiva soberanía? No ha llegado a tal grado mi insensatez, que esté hambreando honores que no traen provecho.

Ahora todos me quieren bien, ahora todos me saludan, ahora todos cuantos desean alcanzar algo de ti corren a mí, pues con solo hacerlo lo obtienen todo. ¿Cómo, pues, había yo de renunciar a esta suerte para abrazar la contraria?

Tener juicio basta para no hacerse traidor. Ni soy yo de los que acarician tales ideas, ni sabría tratar con los que las pusiesen por práctica.

Y en prueba de cuanto te digo, ve a Delfos, pregunta por los oráculos y mira si ha faltado a la verdad mi mensaje; y después, si hallas que nos hemos confabulado en nada el adivino y yo, cógeme y dame muerte con el peso, no de una, sino de dos sentencias: la tuya y la mía. Y deja de condenarme arbitrariamente y por vagas sospechas; que no es de justicia tener a los malvados por buenos sin motivo ni tampoco tener a los buenos por malvados. Perder un fiel amigo, tanto vale para mí como perder la vida, que es el mejor amigo.

Con el tiempo lo verás todo claro; que solo el tiempo es el que descubre al ciudadano honrado; para descubrir al malvado basta un dia.


CORIFEO.- Prudentes reflexiones, ¡oh rey!, para quien desea no dar un mal paso. Los precipitados no son seguros en sus juicios.


EDIPO.- Cuando precipitado avanza el que a la sombra maquina mi perdición, precipitado tengo que andar también yo en mirar por mi. Que si me estoy quedo y espero, sus planes obtendrán su fin, y los mios ..., el fracaso.


CREONTE.- Vamos, ¿qué pretendes? ¿Desterrarme?


EDIPO.- Ca, no. El destierro, no; has de morir, para que el mundo aprenda qué es envidia.


CREONTE.- Hablas como quien no piensa ceder ni darme crédito.


EDIPO.- (Porque no eres digno de él).


CREONTE.- Es que veo andas descaminado.


EDIPO.- Para lo mio, no.


CREONTE.- Es que tampoco debieras para lo mio.


EDIPO.- Es que eres un traidor.


CREONTE.- ¿Y si te equivocas?


EDIPO.- Pues hay que mandar.


CREONTE.- Sin faltar a la justicia.


EDIPO.- ¡Oh patria, patria!


CREONTE.- También yo soy de esta patria. ¿Crees que tú solo?


CORIFEO.- Teneos, soberanos, que muy a punto veo sale de palacio nuestra reina Yocasta. Ella sosiegue contienda tan importuna.


(Entra YOCASTA, acompañada de dos doncellas; colócase entre CREONTE y EDlPO)


YOCASTA.- ¡Menguados! ¿A qué viene esa desatentada reyerta y griteria? Está la patria agonizante, ¿y no os da vergüenza de andar asi enredándoos en pleitos privados?

Vuélvete tú, Edipo, a palacio, y tú, Creonte, a casa, y no paren en tragedia las nonadas.


CREONTE.- Es que tu esposo, hermana mia, me infiere un cruel agravio, decretando contra mi uno de dos males: desterrarme de mi patria o quitarme la vida.


EDIPO.- Es verdad; porque, mujer, le he sorprendido tramando alevosamente un atentado contra mi vida.


CREONTE.- No; así sea yo maldito, así acabe yo mal, como he hecho jamás nada de lo que me imputas.


YOCASTA.- ¡Válgante los dioses! Dale crédito, Edipo, ante todo por reverencia a tan sagrado juramento, y aun por respeto a mí y a estos que tienes delante.


CORIFEO.- Escucha, serénate, reflexiona, ¡oh rey!, yo te lo pido.


EDIPO.- ¿En qué quieres, pues, que yo ceda?


CORIFEO.- En tener consideración a un hombre que, si antes no era un niño, ahora es grande por el juramento prestado.


EDIPO.- Pero ¿sabes lo que me pides?


CORIFEO.- Lo sé.


EDIPO.- Vamos, ¿qué quieres?


CORIFEO.- Que no condenes y dejes afrentado, por rumores inciertos, a un amigo que así se maldice.


EDIPO.- Mira, tenlo por cierto; al pedir eso, pides mi muerte o mi perpetuo destierro.


CORO.- No. ¡Por este sol, príncipe de todos los seres celestiales! ¡Maldecido de dioses y de hombres muera yo de la manera más desastrada, si tales pensamientos abrigo! Sino que me angustia y desgarra el alma ver que, estándose consumiendo la patria, se van a colmar los males públicos con estos nuevos males.


EDIPO.- Váyase, pues, este, aun cuando tenga yo que morir mil veces o salir ectrado con pública afrenta. Al corazón me han llegado tus palabras, las tuyas, no las de este (Creonte), que este, dondequiera que esté, será execrado por mí.


CREONTE.- Bien se ve que sigues rencoroso al ceder; insufrible eres cuando te domina la pasión. Caracteres así son los mayores verdugos de sí mismos.


EDIPO.- Déjanos ya en paz y sal de ahi.


CREONTE.- Me voy. No he logrado que me conocieras; para estos soy el mismo de antes.


(Vase; corta pausa)


CORIFEO.- ¿No convendrá, ¡oh reina!, llevar al rey a palacio sin demora?


YOCASTA.- Quisiera antes saber lo sucedido.


CORIFEO.- Palabras vagas, sospechas inciertas; sino que ofende aun lo que es infundado.


YOCASTA.- ¿Del uno y del otro?


CORIFEO.- De los dos.


YOCASTA.- ¿Y cuál fue la disputa?


CORIFEO.- Basta, reina; creo que basta, entre tantas amarguras de la ciudad, dejar la cosa donde ha quedado.


EDlPO.- ¿Ves tú adónde me llevas con toda tu buena voluntad, abandonando mi interés y embotándome el corazón?


CORO.- Hételo dicho ya, gran señor, y no una sola vez; sería, en verdad, el más mentecato, el ser más privado de todo buen consejo, si me apartase un punto de ti; de ti, que volviste a su rumbo a mi querida patria, cuando era juguete de las olas. ¡También ahora sálvala felizmente!


YOCASTA.- Por los dioses, dime también a mí, ¡oh rey!, cuál es el motivo que te tiene tan enojado.


EDIPO.- Te lo diré, que tú te mereces mis respetos, aún más que esos. Creonte es, y lo que él ha tramado contra mí.


YOCASTA.- Prosigue, si puedes exponerme todo el altercado.


EDIPO.- Dice que soy yo el asesino de Layo.


YOCASTA.- ¿Lo sabia él? ¿O se lo ha oido a alguien ahora?


EDIPO.- Un canalla agorero nos ha traido acá, porque él no ha soltado palabra que le pueda comprometer.


YOCASTA.- Nada te dé cuidado de cuanto dices, Edipo. Escúchame, y verás que no hay mortal que entienda palabra de vaticinios. Te daré una prueba clara, breve.

Vinole a Layo un oráculo (claro está, no de Apolo mismo, sino de sus servidores), y le decía que era su sino fatal morir a manos de un hijo que él y yo habiamos de tener. Pues bien: él (al menos esa fue la voz que corrió) murió a manos de unos salteadores extranjeros, en un cruce de tres carreteras; y, cuanto al muchacho, no llevaba tres dias de nacido, cuando ya lo habia echado por manos de un tercero en un monte inaccesible, sujetos con un hierro los tobillos. Ya ves que Apolo no logró hacer al niño asesino de su padre, ni que el padre muriera a manos de su propio hijo, como grandemente se temia. Tan certeras como esto anduvieron las profecías.

Asi que nada se te dé ya de todas ellas; cuando un dios necesita y busca algo, él mismo lo descubre, y pronto.


(Pausa)


EDIPO.- Gran desconcierto me ha venido al alma y grande turbación a mi mente al escucharte, Yocasta.


YOCASTA.- ¿Qué es lo que te angustia para hablar asi?


EDIPO.- Creo haberte oido decir que Layo murió junto a un triple crucero.


YOCASTA.- Asi se dijo entonces, y aun se dice todavia.


EDIPO.- ¿Y dónde está el paraje en que todo ello sucedió?


YOCASTA.- La tierra se llama Fócida; es el lugar donde concluyen el camino de Delfos y el de Daulia.


EDIPO.- ¿Y cuánto tiempo ha pasado desde entonces?


YOCASTA.- Precisamente, un poco antes de venir tú a ser rey de este pais se divulgó la noticia por la ciudad.


EDIPO.- ¡Ay Zeus!, ¿qué es lo que has decretado hacer conmigo?


YOCASTA.- Pero ¿qué es lo que así te alarma, Edipo?


EDIPO.- No me lo preguntes todavía. Dime, ¿qué figura tenía Layo, de qué edad era poco más o menos?


YOCASTA.- Era alto, ya le empezaba a blanquear la nieve en la cabeza; su fisonomía, bastante parecida a la tuya.


EDIPO.- ¡Ay de mí! Me sospecho que, sin pensarlo, he estado hace un momento echándome maldiciones a mí mismo.


YOCASTA.- ¿Qué dices? Me da miedo mirarte a la cara, ¡oh rey!


EDIPO.- Mucho me aterra pensar que quizá el adivino oía bien. Tú me sacarás de dudas, si contestas a una pregunta no más.


YOCASTA.- Me da pavor, la verdad; pero a cuanto preguntes contestaré lo que sepa.


EDIPO.- ¿Iba, solo, o llevaba mucha escolta, como persona de autoridad?


YOCASTA.- En total, cinco eran; entre ellos, un heraldo; una carroza, en ella iba Layo.


EDIPO.- ¡Ay! ¡Ay! Esto está claro ya. ¿Quién fue, ¡oh mujer!, el que acá trajo esas noticias?


YOCASTA.- Un criado, el único que sobrevivió y llegó a casa.


EDIPO.- ¿Y todavía vive en palacio?


YOCASTA.- No. Apenas vino de allí y vio luego que tú estabas en el poder después de muerto Layo, estrechándome la mano, me suplicó que le enviase al campo y al pastoreo de los rebaños, a fin, decía, de estar lo más alejado posible de la vista de esta ciudad. Yo le envié, que siervo y todo, digno era de esta y otras mayores mercedes.


EDIPO.- ¿No podria volver acá ahora, en seguida?


YOCASTA.- Poder, si; pero ¿para qué le quieres?


EDIPO.- Me temo, Yocasta, que he hablado más de la cuenta. Tengo que verle de todos modos.


YOCASTA.- Pues él vendrá. Y yo, ¿no merezco saber de ti qué es lo que así te aflige?


EDlPO.- Llegado a este punto en mis zozobras, nada te voy a ocultar, Yocasta. En trance tan angustioso, ¿a quién iba yo a hablar con más razón que a ti?

Era mi padre Pólibo, el Corintio. Mérope, la Doria, mi madre. Pasaba yo por el más feliz de todos aquellos ciudadanos, hasta que me aconteció una cosa que, si se merecía alguna atención, no se merecía toda la que yo le di.

Un hombre, en un banquete, al fin de él, ebrio ya y pasado del vino, me dice que era yo hijo sólo adoptivo de mis padres. Terrible fue mi enojo; pude, a duras penas, contenerme aquel día; pero al siguiente fui y pregunté la verdad a mi padre y a mi madre. Muy a mal llevaron ellos la impostura del que así me había insultado.

Cuando estaba de su parte, me dejaron tranquilo. Con todo, siempre me venía carcomiendo la idea, porque se iba ya divulgando mucho.

A escondidas, pues, de mi padre y de mi madre, voime a Delfos; allí Febo, cuanto al objetivo de mi viaje, no se dignó contestarme. En cambio, me dictó unos pavorosos y tristísimos oráculos: que yo había de contraer nupcias con mi madre y mostrar una descendencia insoportable a la vista de todo mortal, y que había de ser el asesino del padre que me engendró.

Oído esto, yo, calculando por los astros el resto del camino, eché a huir a donde jamás pudiese ver cumplidas las infamias de mis fatales oráculos.

En mi camino llegué a aquel paraje mismo donde tú dices fue muerto el rey aquel, y te lo diré todo cómo pasó, Yocasta. Cuando en mi viaje estaba ya cerca de aquel triple camino, topé con un heraldo y con un hombre montado en una carroza tirada de potros, todo como tú lo has descrito. El guía primero, y después el viejo, se ponen entonces a echarme bruscamente del camino; yo, enojado, doy un golpe al que me empujaba, al espolique; lo ve el viejo, espera a que llegue yo, y desde el carro me descarga en medio de la cabeza su aguijada de dos puntas. Muy caro lo pagó. En un abrir y cerrar de ojos, de un golpe de mi bastón, esta mano le tumbó de espaldas y cayó rodando del medio de la carroza. A mis manos murieron todos.

Si aquel extranjero tenía algo que ver en parentesco con Layo, ¿hay hombre más desgraciado que yo? ¿Hay hombre más odiado de los cielos? Pues que a ningún ciudadano ni a ningún extranjero le será ya permitido darme hospedaje ni aun dirigirme la palabra. sino que todos me han de echar de sus casas. Y esto por las maldiciones que yo, yo mismo y nadie más, me he echado. Además, estoy profanando el lecho del muerto con estas manos que le quitaron la vida. ¿No soy yo un vil? ¿No soy yo la hez de la impureza? ¡Estar forzado a huir y, en mi huida, no serme dado ver a los míos y ni aun poner el pie en mi patria, so pena de contaminarme con mi madre y dar muerte a mi padre Pólibo, que me ha criado, que me ha engendrado! ¿Andaría equivocadó quien dijese que un enemigo demonio rige los destinos de Edipo? ¡Oh, no; no, por la pureza y respeto debidos a los dioses! ¡Jamás llegue tal dia! ¡Desapareza yo de entre los mortales, antes que ver que tan funesta mancha está ya sobre mí!


CORIFEO.- Angustioso es para nosotros todo eso, ¡oh rey!; pero hasta que oigas al que fue testigo de vista, ten alguna esperanza.


EDIPO.- Esa es la única esperanza que queda: aguardar a que el pastor llegue.


YOCASTA.- ¿Y qué sacas con que él comparezca?


EDIPO.- Yo te lo diré: si resulta que narra los hechos lo mismo que tú, ya está conjurada la tormenta.


YOCASTA.- Pues ¿qué has visto de particular en mís palabras?


EDIPO.- Decias que se aseguró que varios ladrones le habían asesinado. Si también ahora habla así, en plural, no fui yo el que le mató; no es lo mísmo uno que varios. Pero si dice que era uno solo el caminante, entonces, no hay duda, todo el hecho encaja en mí fatalmente.


YOCASTA.- Pues no dudes de que eso fue lo que contó, y dificilmente lo podrá ahora desmentir, que toda la ciudad lo oyó y no yo sola.

Pero, en todo caso, aunque se desdíga en algo de lo que entonces dijo, al menos, Edipo, el oráculo relativo a Layo, que, según decia Apolo, había de morir a manos de un hijo mío, ha resultado a todas luces falso, pues es cierto que no le mató aquel pobrecillo, como que murió antes que él.

Así que yo, de hoy más, por vaticinios ni vuelvo la vista acá ni vuelvo la vista allá.


EDIPO.- Tienes razón. Con todo, manda venír al campesino aquel; no lo demores.


YOCASTA.- A toda prisa le llamaré; pero entremos en palacio. Nunca haré yo a sabiendas cosa que no sea de tu agrado.


(Vanse todos. Queda solo el CORO)

Índice de Edipo rey de SófoclesAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha