Índice de Atenea, novela incluida en Cuentos Invierno de Ignacio Manuel AltamiranoAnterior apartadoSiguiente apartadoBiblioteca Virtual Antorcha

ATENEA

IX

Venecia, 25 de mayo.

Venecia presenta el aspecto de una fiesta matinal. El cielo está azul y transparente como si fuera un inmenso zafiro. El sol brilla alegre sobre el Adriático; corre una brisa tibia y juguetona que hace ondular las aguas azules, las velas de los barcos y las cortinas de las ventanas y de las góndolas. La gente circula riendo y murmurando en los puentes, en las calles y en los canales, como regocijada ... Todo canta y todo brilla. Y hay fiesta también dentro de mi corazón.

Acabo de verla un momento en sus ventanas; arreglaba una planta trepadora que festona sus balcones de mármol con racimos de flores blancas y rojas. Me detuve a contemplarla. Ella examinó las flores y luego tendió la vista al mar, que se dilataba a su frente, azul, tranquilo, inmenso. Después me ha visto; una sonrisa graciosa entreabrió sus labios y me saludó, inclinando la frente.

Y yo sentí, al ver aquella sonrisa, la frescura y la claridad del alba en mi espíritu.

Y entré en mi hotel con insensata alegría. Ahora es un placer para mí, escribir.

Antes de anoche fui presentado a ella. ¡Con qué alborozo verdaderamente infantil me preparé a este acto solemne y en el que yo esperaba algo definitivo para mi existencia! ¡Con qué gravedad y recogimiento religioso me acercaba a su casa! Pero ¡con qué timidez casi rústica penetré en ella! Diríase que jamás había yo pisado un salón; que acababa de abandonar la vida del campo y de los bosques para entrar por vez primera en la sociedad. Tal fue la opresión de pecho que sentí; me acometió una especie de entumecimiento y de parálisis. El doctor reparó seguramente en mi emoción.

- ¿Qué os pasa? -me preguntó.

- Nada -le constesté-; un ligero malestar, vestigio tal vez de la enfermedad pasada.

- Y sin embargo, os sentíais muy bien antes de salir.

- En efecto, y esto no es nada; la humedad tal vez me ha causado una ligerísima impresión. Ya estoy bien.

Diciendo esto, subíamos las magníficas escaleras de mármol que conducen al primer piso en que se halla la habitación de Atenea.

El doctor se anunció; mi corazón comenzó a palpitar fuertemente. Se nos hizo entrar y se oyó la voz dulce y clara de la señora que decía en el fondo del salón:

- Buenas noches, doctor Gerard.

En cuanto a mí, estaba como deslumbrado y me había avanzado manteniéndome como oculto tras el doctor. El salón, aunque forma parte de un edificio de carácter antiguo, como todos los de Venecia, es por sus dimensiones y por su aspecto un salón enteramente moderno. Ni pequeño, ni grande, decorado con gran gusto; alta chimenea artísticamente labrada, espejos, esos famosos espejos que no tuvieron rival en el mundo, jarrones antiguos con admirables flores naturales, flores por dondequiera, y bellas pinturas antiguas y modernas. Todo pude abarcar a la primera ojeada y a la luz de hermosas lámparas de gas que pendían del techo artesonado con primor. Es un salón en que el lujo se asocia bien con el gusto artístico.

Había allí cuatro o cinco personas. El doctor me presentó a la señora, que me recibió con una amabilidad y distinción de gran dama. Luego se avanzó hacia donde estaba Atenea junto al piano, de cuyo asiento acababa de levantarse. Así es que pude contemplarla en toda la gallardía de su talle majestuoso y esbelto. Pero estaba yo ofuscado y apenas pude verla y murmurar un cumplimiento respetuoso, a pesar de que ella me animaba con una sonrisa encantadora. El pálido banquero, el inseparable banquero se hallaba a su lado, y no sé, pero a pesar de las seguridades que me había dado el doctor, de nuevo un sentimiento de celos punzadores me atravezó el corazón. Me propuse desde luego hablar y ver a la joven lo menos posible, y como si un velo de sombras hubiese venido a oscurecer mi espíritu súbitamente, se apoderó de mí una tristeza áspera y amarga, que me obligó a adoptar un carácter reservado y frío.

Esto era impertinente de mi parte; lo sé, pero no estuvo en mi mano impedirlo. Había algo del salvaje americano en mi actitud.

Sin embargo, la señora me había atraído a su lado, y comenzó a hablarme de América, de mis viajes, de sus recuerdos y de todo cuanto se pregunta, generalemente, a un viajero a quien se ve por vez primera. La joven aparentaba hablar con el banquero y con alguna otra persona que estaba a su lado, pero me escuchaba con curiosa atención. Yo no la veía sino por instantes y al soslayo. Pasados algunos momentos, y habiéndose levantado la señora para hablar con el doctor, Atenea aprovechó esa oportunidad y vino a sentarse a mi lado. Entonces había desaparecido ya enteramente mi primera impresión, y pude mirar y examinar con detenimiento a la hermosa y temida joven.

¡Lo que son las prevenciones abultadas por la fantasía! El doctor Gerard me había hecho una pintura tal del carácter de Atenea que no puede menos que figurármela tan altiva y desdeñosa como una inmortal que no está sujeta a las leyes humanas. Por lo menos, en mi imaginación preocupada y temerosa la joven se me presentaba como una viva imagen de aquellas soberbias mujeres antiguas de Venecia, que creían ser reinas y que veían a sus pies un mundo de adoradores: una Loredano, una Toscari, una Morosini, por ejemplo, hijas de aquellos mercaderes cuyas galeras dominaban los mares y a cuyos palacios no se acercaban los reyes mismos, sino con la frente inclinada. Ni atenuaba semejante imaginación el que la humilde y apasionada Desdémona hubiese nacido también en Venecia, puesto que Atenea no estaba sujeta a las sublimes flaquezas de esta heroína incomparable del poeta inglés.

De modo que mi sorpresa fue tan grande como grata, al encontrarme frente a frente de la mujer que había sido un problema para mí durante ocho días. Es hermosa, eso sí, con esa hermosura que tiene algo de penetrante y de hechicero luego que se siente y que se ve. Diríase que una hermosura de esta clase exhala un aroma, que embriaga el alma, o más bien que está circuida de una atmósfera magnética que subyuga. Blanca y morena, como nuestras morenas de América, con un cutis de raso en que la sangre se colora y se transparenta como al través de un pétalo. Los ojos oscuros y profundos revelando el abismo, un abismo de pasión y de inteligencia; la nariz recta; la boca ni pequeña ni grande, pero con los extremos dirigidos levemente hacia arriba, como la boca de las Junos y de las Venus griegas; los labios rojos, carnosos y frescos; cabellos y cejas también oscuros; el cuello erguido y poderoso como el de Palas, y las manos y el antebrazo como de marfil. El cuerpo ondulante y gracioso revelando juventud, movimiento y fuerza. Así la vi en mi rápido examen que ella observó con cierto placer, como todas las mujeres bellas, y que acentuó con una sonrisa que me dejó entrever una gracia extrema, a saber: unos dientes blancos y brillantes. Era una sonrisa en que había luz. Entretanto me hablaba. Su voz era dulcísima y melodiosa, con ese acento suave veneciano que parece hijo del silencio de la ciudad, del rumor de las góndolas, del suspiro del viento entre los palacios o del lejano murmullo de las ondas. Esa voz era un canto, y modulándola así, con las inflexiones de la curiosidad, y acentuándola con sus leves sonrisas y con el alternativo adormecimiento o brillo de los ojos, Atenea realmente era una maga fascinadora.

Y, sin embargo, nada tenía de altiva, de desdeñosa, de irónica. Era una joven de altísima educación, pero casi tímida, benévola, dulce; el doctor decía bien: como las vírgenes indias de nuestra América. Podía califacársela, como Horacio en Hamlet calificaba a Ofelia, criatura suave.

Ni el menor rasgo de curiosidad, ni de orgullo, ni siquiera la conciencia de su prestigio. Era una niña grande, predispuesta a las sorpresas, interrogando a la vida, pero mirándola de frente, sin miedo; segura de su bondad y de su fuerza.

Conversamos largo tiempo y casi nos olvidamos de las gentes del salón. Hacía diez minutos que hablábamos y ya viajábamos juntos en alas del espíritu por los espacios celestes, por los mares tormentosos de América o por las selvas vírgenes de que ella oía hablar frecuentemente. ¡Cómo excitaba su curiosidad nuestra vida republicana, guerrera y salvaje! ¡Cómo deseaba conocer las maravillas de los Estados Unidos del Norte! Pero ¡cómo la interesaba también el carácter de nuestros pueblos primitivos! Ella enteramente europea, no podía ocultar su sangre americana, y se deleitaba pensando en la América como en una leyenda en cuyas brumas luminosas se perdía su alma, en infantil meditación.

Nos fue preciso volver a la realidad. Nos habíamos aislado completamente, y el pobre banquero, el otro personaje y el doctor, habían tenido que acercarse en torno de la señora, dejándonos libres en aquel diálogo en que por turno Atenea y yo nos dejábamos extraviar por el numen de la conversación.

Se servía el té. La joven, con aquellas manos que yo contemplaba con arrobamiento, me presentó una taza.

- ¡Oh!, sigamos hablando -me dijo-. Me parece que despierto a un mundo nuevo. Yo hablo con muchos americanos que pasan por aquí, pero se van pronto o preguntan mucho, y nuestras conversaciones tienen que ser el complemento de sus Guías. Yo deseo hablar de América. ¿Permaneceréis vos, algún tiempo en Venecia?

- Pienso -respondí-, residir aquí toda mi vida.

- ¿Toda vuestra vida? -me dijo con sorpresa- ¿Pero es esto cierto?

- ¡Oh!, no es broma -exclamó el doctor, interrumpiendo-. Mi amigo ha venido a morir a Venecia. Al menos me consta que ésa ha sido su intención desde que llegó.

- ¿A morir? -repuso ella con un leve fruncimiento de cejas en que se mezclaba el dolor y la sorpresa.

- Sí: a morir -respondió el doctor-; a morir cuando el cielo lo disponga, pero eso no quiere decir que piensa no moverse de aquí hasta que llegue esa hora fatal. Ya os explicaremos eso, mi hermosa amiga.

- ¡Es singular! -dijo muy seria Atenea.

- De modo -añadió la señora-, que abandonáis nuestra América como yo.

- Precisamente, señora -repliqué.

- Pero ¿no tenéis familia allá?

- Tengo parientes, lo mismo que he tenido el honor de oíros, que lo tenéis vos. Pero familia íntima, padres, hermanos, esposa, hijos, todo lo que forma un lazo que enlaza a uno al suelo, eso ha desaparecido. Soy solo, allá como aquí.

- Y sin embargo ... ¡La Patria! -concluyó la señora tristemente.

- Es cierto, señora, la Patria es bastante; pero hay ocasiones en que es preciso depedirse de la Patria como es preciso despedirse de la vida ...

- Lo adivino -dijo en voz baja Atenea al doctor-; allá pasan cosas horribles que también vemos en Europa ... aunque con menos frecuencia ... La proscripción política ...

- -contestó el doctor también en voz baja-, pero esta vez no es la política lo que proscribe a mi amigo ... Es otro poder más terrible ... ¡es el dolor!

- ¿El dolor ...? -preguntó ella con vivo interés.

Pero el doctor conoció que había ido demasiado lejos, que quizá había cometido una indiscreción, y pidiéndome perdón con los ojos, se alejó de la joven ... Esta se acercó de nuevo a mí.

- ¿Pero es cierto -me preguntó-, que habéis venido con la resolución de vivir aquí para siempre?

- Muy cierto, señorita -le contesté; y le dije brevemente cuáles eran los motivos que me habían hecho escoger a Venecia para residir en ella, ocultándole, por supuesto, el de que me parecía una ciudad de ruinas. Le referí en seguida el cómo la había conocido hacía ocho días, ocultándole también que había sido objeto constante de mi preocupación. Sí, le añadí, que en aquella hora y pensando en aquella leyenda veneciana, su imagen me había hecho soñar, me había hecho perderme en una meditación poética ...

Ella me escuchó pensativa. De repente, como saliendo de un extásis, murmuró:

- ¡Es singular!

Y luego añadió con timidez y curiosidad:

- Con que ¿sois presa de un pesar inmenso?

- ¿Cómo sabéis ...?

Iba a responderme, cuando la señora la interrumpió ...

- Puesto que os proponéis vivir en Venecia, espero que contaréis con nuestra amistad y que nos veréis frecuentemente.

- Todas las veces que pueda y que me lo permitáis. Será una felicidad para mí.

- Siempre que tengáis tiempo: sois un compatriota; necesitáis hablar de nuestra Patria común; yo también lo necesito. Así es que podéis venir todos los días. Estamos siempre en casa a esta hora.

Y nos despedimos, llevando yo no sé si la felicidad o la muerte en el alma. Di la mano a Atenea con timidez y respeto. Ella me la estrechó, como una amiga afectuosa. ¿Será su manera? ¿Cómo saberlo?

Pero después de todo, ¿qué importa un apretón de mano más o menos estrecho? Sólo un delirante como yo, puede dar importancia a un detalle tan común en Europa. Además, este apretón de mano puede sólo haber existido en mi imaginación.

- ¿Qué os parecen vuestra compatriota y su hija? -me preguntó el doctor al salir.

- Estoy encantado, doctor; la señora es un ángel; la joven, una maga.

- Peligrosa, ¿es verdad? Pero a bien que estáis perfectamente blindado contra esa influencia. El pesar es una cota de bronce.

¡Ay! ¡El doctor no sabía, o aparentaba no saber, cuán débil es el corazón apesadumbrado!

Volví a mi alojamiento en el estado que ya he descrito. Pero logré dormir; el sueño de la embriaguez y de la fatiga.

Ayer pasé la mañana meditabundo y triste, ansioso de soledad y de silencio. He recordado una y cien veces las menores palabras de Atenea, su acento, sus miradas, su actitud. Todo lo he comentado de mil maneras, desde la más natural hasta la más extravagante; desde creer que está enamorada del banquero hasta pensar que no le he sido indiferente y que va a abrirse para mí una era de lucha y de felicidad.

¡Presunción y locura muy explicables! Todos los enamorados proceden así. Mientras ignoran, la felicidad se acerca a ellos o se aleja, como los mirajes que finge en el desierto la imaginación calenturienta.

En la tarde vino el doctor y yo le consulté seriamente si podría visitar también esta noche a nuestras amigas.

- Es claro, amigo mío, puesto que os han autorizado y lo deseáis ...

- Nada me será más grato, doctor. Yo no voy al teatro ni tengo aún conocimientos en Venecia; y aun cuando los tuviera, no los encontraría tan encantadores, como éste que vuestra bondad me ha proporcionado.

- Pues bien, iremos, después de comer y de hacer un paseo; podréis entretanto recorrer esta poética ciudad, poco a poco.

Efectivamente, hicimos nuestra visita, y como la noche anterior, fui recibido cordialmente.

Pero encontramos mayor concurrencia; había varias señoras a quienes fui presentado. Atenea tocó en el piano admirablemente y en diversas ocasiones el banquero, que parecer ser un aficionado, estuvo cerca de ella, volteando las hojas del papel de música.

¡Oh!, ¡Qué odio me inspiró la música!

Al fin Atenea me consagró unos instantes.

- Perdonad -me dijo-; anoche creí encontrar en algunas palabras del doctor Gerard la seguridad de que no erais un proscrito político, como yo me figuraba ...

- Efectivamente, no estoy proscrito de mi país.

- Y por otra parte, debí haberlo comprendido desde luego, por vuestra resolución de residir definitivamente en Venecia. Los proscritos políticos viajan -añadió soriendo-, mientras que sus enemigos dominan; pero se mantienen siempre pendientes de sus esperanzas, y no bien cae el gobierno proscriptor, cuando vuelan a su país.

- Es cierto, y yo no pienso volver al mío.

- Pero entonces, ¿habéis sufrido algún inmenso pesar que os hace buscar el olvido, en tierra extranjera ...?

- El olvido no sería bastante ...

- Pues entonces ...

- Habría algo más definitivo y más eficaz.

- ¡La muerte! -exclamó palideciendo y asombrada- Pero ésa es la desesperación ...

- Es simplemente la convicción; es el tedio. El tedio es como un océano amargo, cuyas ondas, al llegar a los labios, hacen desear la muerte, como un refugio.

- ¡Me espantáis ...! Y no me atrevo a preguntaros la causa de tan terrible dolor, pero me interesa vivamente.

- Y sin embargo, señorita, nada hay más sencillo y menos misterioso ... y que menos pudiera impresionaros. Os puedo contar todo, a vos, un ángel.

- ¡Ah!, contadme, contadme, pero no ahora, hay muchas gentes; nos distraerían y la confidencia es un misterio sagrado. ¿Podéis venir mañana en la tarde? Estaremos solas mi madre y yo. Me interesa vuestra historia.

- Pero, os repito, no es una historia de complicación romanesca, ni de peripecias dramáticas ... es una historia íntima, callada, oscura, en que no hay más resortes que el sentimiento, ni más personajes que dos corazones que se aman, ni más tiranos que el Destino.

- ¡Ah!, ¡y decís que no es interesante! Pero con eso sólo se hacían las tragedias antiguas y se hacen las historias que conmueven. Yo creí que en nuestro siglo no existía ya eso, sino en la imaginación de los poetas. Pero vosotros los americanos tenéis cosas nuevas; sois primitivos; es preciso conoceros para creer en sentimientos que han desaparecido de nuestro viejo suelo de Europa, agotado por la civilización.

- No opino yo así, señorita, y atribuyo vuestro modo de ver a vuestra juventud y tal vez a vuestra educación elevadísima, al medio en que habéis vivido, a vuestra inexperiencia complicada con vuestra instrucción. El amor vive aún en Europa, como dondequiera ...

- Bien: ya hablaremos de eso; vendréis mañana ¿no es verdad?

- Vendré, aunque no sea más que por la esperanza de que creáis en la realidad, al mirarla en el fondo del abismo.

- Y aunque no soy un ángel, como decís ... yo procuraré, que recorráis conmigo las alturas serenas de otra región en que no domina.

- ¿El amor?

- El amor, es posible; pero no la desesperación.

Y se separó de mí, con una sonrisa de diosa.

¿Será verdad lo que el doctor me ha dicho?

¡Oh! Pero esta mujer es una niña. No ha sentido, y eso es todo.

¿Qué va a decirme a mí, al tronco carbonizado por el fuego?

Tengo impaciencia por verla esta tarde.

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