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ATENEA

XIV

Venecia, 2 de junio.

¡Qué singular capricho! Discutir conmigo acerca del amor. Es casi una extravagancia de su parte. ¿Exigirá lo mismo de todos sus amigos? ¿Pensará reunir en un volumen todas las opiniones acerca del amor? Esta sería una obra como la del cardenal Bembo. Sin embargo, yo sentiré placer en esta correspondencia y la comienzo. Es una manera de hablar con ella frecuentemente.

He aquí mi primera carta:

Atenea:

No habéis amado nunca y esto me coloca en un terreno estrecho y difícil para hablaros de amor. Queréis conocer mis ideas acerca de este gran asunto de la vida, y ya habéis sabido antes no sólo cuál es mi teoría, sino cuál ha sido la terrible realidad de que he sido prueba, a costa seguramente de mi existencia toda.

Es decir, queréis que yo haga correr el raudal de mi pensamiento por el angosto y suave cauce que hay que recorrer para llegar hasta vuestra juventud y vuestra inexperiencia, cuando necesita el hondísimo y ancho que lo conduzca hasta despeñarse como catarata incontenible. No puede ser, y no escribiría si no fuese porque deseo siquiera desvanecer en parte, la idea que hayáis tenido de mi carácter, que creéis culpable por causa de mí mismo.

Me resigno pues, y hago un esfuerzo comprendiendo que no puedo deciros todo. No sois más que una niña, a pesar de vuestros estudios, de vuestro talento que quizá os lleva hasta la adivinación; a pesar de vuestra edad en la que podríais estar iniciada en los misterios de la vida; os lo repito: no habéis amado nunca y sois una niña. La teoría, pues, con vos, no puede ser un estudio fisiológico; tiene que limitarse a ser una exposición razonada y débil sin el apoyo de la experiencia; primer fundamento de la convicción.

Vuestra inteligencia elevada y pura es como esas nieves que coronan las cimas de los Alpes. Dominando la tierra, permanecen serenas y vírgenes en su intachable blancura, y sólo ven la nube que pasa besándolas humildemente, el sol que las acaricia con sus primeros rayos, la luna que refleja en ellas su mirada melancólica, y el cielo que las cubre amoroso con su manto azul. Hasta ellas no llega el polvo de los valles, ni la espuma impura de los torrentes, ni los rojos fulgores del incendio, ni los rugidos de las fieras, ni los clamores desesperados de las víctimas humanas.

Pertenecen al mundo, pero no contemplan sino la parte más bella de él, no presencian sus tristes espetáculos, sus atroces desgarramientos; no escuchan los ayes y no ven las lágrimas de las cosas. Hállanse colocadas sobre la cabeza del titán, pero ignoran las tremendas agitaciones de su corazón.

Así es vuestra inteligencia, Atenea, así me parecéis cuando me habláis de ese amor ideal que puede sustraerse al dolor, que vuela en regiones etéreas y serenas, que puede vivir fuerte y sobrevivir a las pruebas del tormento y de la muerte.

Pero ¿qué significa ese amor ideal de que habláis y de que os habéis forjado una idea fantástica?

Perdonad; al estudiarlo para escribiros, me preparo religiosamente. Yo bien sé que vuestra alma blanca y virginal debe ser respetada, como una tierna flor. Ni el aliento siquiera de una teoría desoladora debe marchitar sus pétalos. El sentimiento mismo debe pasar trémulo y humilde sin opacarlos y sin lastimarlos. Pero la luz, una luz velada y tibia no puede hacerle mal, y la verdad es la luz. Mi profundo respeto pondrá el velo en ella, y mis dolorosos recuerdos mitigarán su fuego bajo la ceniza.

¿Qué cosa es el amor ideal, Atenea? Si es un amor que nace y se desarrolla en el cerebro, todo amor es ideal. Si sólo debe darse este nombre al amor que en el estilo místico se llama puro, y que por una abstracción incomprensible se desliga de los sentidos, entonces el amor ideal es una quimera, cuando no una locura. Quimera, sí, que han inventado las religiones sin saber bastante lo que inventaban; quimera que ha producido extañas aberraciones y que ha dado lugar a no pocos errores.

La religión la hizo vivir en el fondo del sentimiento místico, como una esperanza contra la cual protestaban siempre el pensamiento que no la comprendía y la organización que se revelaba contra ella.

El amor místico ha sido en la Edad Media, y aún después, aún hoy, el cáliz vacío en cuyos bordes han quemado sus labios sedientos todas sus víctimas, sin lograr arrancarle una sola gota en que apagar su sed. Pensadlo bien: pensad en esas pobres vírgenes enamoradas del ideal y que se arrancaban voluntariamente a las leyes de la naturaleza del mundo para encerrar en un claustro su corazón rebosando juventud y fuerza, y su alma llena de aspiraciones infinitas que sólo creían satisfacer en el silencio de la contemplación y en la comunicación directa con el cielo.

¿Qué han encontrado allí? El mutismo cruel en que se envuelve la vida monástica no ha podido revelarnos las desesperaciones frenéticas, los arrepentimientos sombríos, las maldiciones en voz baja que se han estrellado millones de veces contra las frías losas del altar o contra los altos y callados muros que las separaban de la vida social. Pero a falta de estas revelaciones múltiples y constantes, la experiencia ha podido recoger los sufrimientos para comprobar la existencia de esos dolores ocultos, que cuando no han conducido a la locura han producido el aniquilamiento moral, y la ciencia con estos datos y con los que recoge del estudio humano, ha podido concluir también que las teorías que contradicen la ley común de la naturaleza no pueden nunca sobreponerse a ésta, ni se ponen en práctica impunemente.

Pero ya me parece oíros decir, que no habéis querido hablarme de ese amor ideal cristiano, producto de una época y que se resolvía en un ascetismo monástico y en consunción física y moral.

Pero entonces, Atenea, ¿de qué amor ideal habéis querido hacer mención? ¿Acaso del amor que Platón inventó, como una teoría, y que deriva de él su nombre, de amor platónico?

Pero ese amor del alma, casto e inefable, existe como sentimiento, cualquiera que sea la clasificación psicológica que se le atribuya, y como principio. Pero hacer consistir en él toda la aspiración del alma y todo el objeto de la existencia, es una utopía.

Se necesitaría no ser humano para creerlo realizable. Precisamente el cristianismo neo-platónico fundó en esta teoría loca su amor místico, y ya vemos que ha extraviado a la humanidad.

Pero el cristianismo, al menos, pretendía arrancar las aspiraciones humanas de la tierra, y elevarlas sólo a las esperanzas eternas de una vida mejor. Las miradas del enamorado místico, debían apartarse para siempre del mundo y fijarse sólo en Dios, buscándolo siempre entre las nubes del éxtasis o entre las ficciones de la alucinación.

Pero aplicar estas exigencias al amor humano, eso, lo comprederéis, Atenea, con vuestro altísimo talento, es absurdo porque es imposible.

El alma enamorada de un objeto de la tierra, puede vivir soñando mientras que espera, mientras que aguarda. Pero la desesperación no tiene sueños consoladores, y un objeto de la tierra no tiene a su disposición un paraíso más allá de la muerte, para hacer esperar a sus amantes. El amor sin esperanza acaba por convertirse en tósigo o por desvanecerse.

Ahora bien, ¿qué esperanza es ésta que es la única eficaz para dar vida al amor? Pues esa esperanza es la misma que alienta el amor místico ... la posesión. Sólo que en ésta es la de los goces eternos con la vida inmortal, y la de aquél, es la posesión del objeto amado. Posesión, perdonadme, no es una palabra indigna, aunque el vocabulario vulgar la haya desnaturalizado.

Posesión en el amor, es la conciencia de ser correspondido, y de haber fundido en otra alma los sentimientos de la nuestra. Esto basta para poseer.

Pero para producir semejante convicción se hacen indispensables los medios, y estos medios son precisamente los que marcan el límite entre la falsa teoría del amor ideal y la verdadera del amor conforme a la ley humana, a la ley de la naturaleza.

En vano se buscará la expresión del amor en otro medio. El origen mismo de él no puede residir más que en los sentidos. Para dejar el estilo nebuloso de la abstracción, supongamos, Atenea, que yo estoy enamorado de una mujer. ¿Quién es esa mujer? ¿Una mujer ideal? Entonces es un sueño poético; y aun así, ese ideal ha tenido su origen en la contemplación de la mujer real. El objeto no es definido, no tiene nombre, no existe; como sujeto en la tierra, es puramente subjetivo. Pero semejante mujer no podría producir un sentimiento que mereciese el nombre de amor. Sería, cuando más, el capricho de un pintor o la fantasía de un poeta. No debemos tomarlo en cuenta. Más positivo, aunque pertenezca a la fábula, sería el amor delirante de Pigmalión a su Galatea de mármol. Al fin, era un objeto viviendo fuera de la imaginación.

Y la prueba de que la desesperación no puede hacer vivir el amor es que la poesía antigua, filosófica ante todo, fingía que los dioses mismos se habían conmovido ante la pasión terrible del escultor griego, y que habían, para satisfacerla, hecho el prodigio de animar la estatua.

Ultimamente, un joven sabio alemán se enamoró de Cleopatra, pero este amor retrospectivo e imposible, fue una locura, que a lo sumo debe tomar en consideración la arqueología, a la cual produjo algunos resultados.

No: semejantes manías son otras tantas aberraciones que no pueden contradecir la ley general. El amor vive de los sentidos, ellos suministran su savia al árbol; ellos soplan el fuego de la hoguera. Sin ellos, el árbol se seca y la llama se extingue.

Y no quiero decir que sea necesario que el sensualismo en amor llegue al extremo, no. Basta que él mantenga su influjo físico lo suficiente para atar con él, como un lazo, esa cosa sin la cual todo muere y que se llama la esperanza.

Destruid ésta, desvanecedla para siempre, arrancadla del alma con la muerte, con la ausencia, con el imposible, y veréis lo que sucede con el alma enamorada, privada así de toda expectativa. O la vida se hace insoportable, o la locura viene a inundarla con sus tinieblas, o se produce en ella una especie de petrificación, peor mil veces que el aniquilamiento o que el extravío.

Pues bien, Atenea, ¿habéis querido hablar de este amor ideal que no alimenta esperanzas y que no vive de los sentidos? Entonces es imposible. Es un amor absurdo y que no puede comprenderse.

Al contrario ¿habéis querido sacrificar así al amor, que aunque habiendo tenido su origen en la fuente común y alimentándose de la contemplación física, de las miradas, del acento, del contacto, aunque sea leve e insignificante, de la persona amada, no aspira, sin embargo, a la posesión suprema y no funda en ella su felicidad absoluta? Entonces ese amor, rigurosamente hablando, no es ideal; será casto, pero es sensual. Los amores castos tienen también una escala infinita de goces puramente sensuales. Desengañaos, inexperta niña; el amor no puede ser más que sensual. Las bellas y poéticas idealidades que se forman en el éxtasis del alma enamorada han nacido en los sentidos; como las blancas nubes que se elevan a las alturas del espacio, han tenido su origen en los vapores de la tierra.

Ahora bien: ¿me condenáis aún? ¿Pensáis que he traspasado las leyes del amor inmortal? ¿Creéis todavía que me he arrastrado como un gusano en el cieno de los sentidos y que no he querido volar, por los espacios etéreos, como no sé qué aguilas maravillosas que habéis soñado en vuestra fantasía juvenil e inocente?

Yo he amado, sí, he amado con toda la energía de mi alma, porque he sentido con toda la energía de mis sentidos. Si he tenido algún privilegio ha sido el de sentir de una manera extrañamente poderosa, lo que organizaciones frías o vulgares no habrían experimentado. Pero también concededme que esto no puede ser una monstruosidad. Sólo que unos lo obtienen con exceso, mientras que otros no traspasan ciertos límites que les marca su organización peculiar.

También os ruego que me concedáis otra circunstancia atenuante. No todos los seres inspiran un sentimiento igual. Los hay de tal modo privilegiados, que no pueden menos que inspirar pasiones extraordinarias. Aun me atrevo a creer que este fenómeno es más bien objetivo que subjetivo. No se puede atribuir un gran carácter al que no lo tiene. No se puede forjar una diosa con una simple mortal. Algún día (que el cielo os libre de ello) experimentaréis por vos misma que no todos los hombres son superiores, y que los fantasmas que a veces finge nuestra ilusión o que anima nuestro deseo, no se sostienen, sino cuando la realidad, una realidad que está fuera de nosotros, los apoya y los confirma.

El dios que nosotros elevamos y que no impera por su poder propio, corre el peligro todos los días, de ser derribado de sus altares por nosotros mismos. Nada más frágil que lo que crea nuestra imaginación, pero nada más fuerte y más irresistible que lo que se impone por su propia grandeza.

Y bien: yo os aseguro, por triste que sea la idea que tengáis de mi carácter, que no me habría sentido subyugado por un poder creado por mí, que mi espíritu escéptico y orgulloso no habría tributado culto a un ídolo salido de mis manos, en fin, que mi criterio, hijo siempre del análisis, no habría tomado nunca la ilusión por realidad. ¡Ah, no!, ¡Atenea, no! He amado porque era necesario que amase, porque se imponía con todas las fuerzas fatales de la inteligencia extraordinaria, de la hermosura, de la gracia y, sobre todo, de la bondad. El dios existía fuera de mí, e imperaba por su propio prestigio.

Ya os referí cómo se apareció en mi camino; cómo luché por sacudir su influencia absorbente, aunque dulce; cómo sufrí y cómo pensé. Pero fue lo ineludible y caí postrado, como un creyente, primero, y como un fanático, después.

Viví ¡ay!, de los sentidos, es cierto, ¿pero de qué había de vivir sino de ese amor, incandescido siempre por la intimidad de todos los días, que había llegado a ser para mí el culto y la ocupación exclusiva de la existencia, que me había hecho olvidar de todas las preocupaciones de la vida social, que me había hecho indiferentes las aspiraciones de la política, las comodidades del bienestar, incluso de los goces de la gloria misma, que había matado en mí la previsión, que en la embriaguez de mi felicidad había tomado de mi pensamiento la idea de la muerte?

Ella, la implacable y la inesperada, pudo sólo volverme a la realidad. Ved pues, si no he vivido años enteros en el mundo ideal, a que me habían elevado los sentidos.

Ellos solos no hubieran podido sumergirme en ese océano azul y luminoso que cubría con sus ondas la vida entera y cuyas playas confinaban con el infinito inmenso de la eternidad. Fue amor del alma ése; amor que no se disipa, que vive en las ideas y que se arranca con la vida.

¿Concederéis ahora que fue un amor ideal? Pero amor ideal que nació en los sentidos, que creció bajo su influjo, que allí desarrolló sus alas para volar a regiones superiores, y que si hoy me mata no es porque no sueñe a veces con esperanzas eternas, sino porque siendo para mi espíritu, como aire vital, faltándole aquí en la tierra, mi espíritu se asfixia y aletea agonizante.

Ya sabéis, ahora, cómo ha sido sensual esta pasión de mi vida. Ya sabéis ahora cómo ha dependido de mí el dejar algo a las esperanzas inmortales; cómo se comprende y se siente el amor en la tierra, aun por las almas soñadoras como la mía. Toca después a la experiencia enseñaros la verdad de mi teoría, y toca a vuestro propio corazón el confirmarla. No lo deseo, por vos misma. Querría que pudiérais sustraeros a esa ley irresistible, porque os ahorraríais un mundo de dolores, de inquietudes y tal vez de desesperación. Tenéis un alma poética y elevada. Sufriríais mucho. En amor el talento se convierte en una corona de espinas que desgarra el corazón. Da la felicidad, felicidad única, pero en cambio ¡qué cáliz hace beber si se disipa como un sueño! Ese veneno es superior en amargura, al sabor inefable del néctar que no hace más que tocar los labios.

Quedad libre de semejante peligro; soñad, sed dichosa, y no me condenéis. Al contrario, compadecedme.

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