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ATENEA

XIII

Venecia, 31 de mayo.

- Os veo triste y enflaquecido -me dijo anoche, llevándome a una ventana, mientras tocaba al piano una de sus amigas-. ¿Acaso seguís minado por la desesperación?

- Por el tedio, Atenea -le respondí-; en las resoluciones impremeditadas se corre siempre el riesgo de engañarse. Yo no conocía Venecia y creí que era la ciudad que me convenía para pasar los últimos días de silencio y de quietud.

- Y ¿no os encontráis a gusto?

- Encuentro que esta ciudad es como otra cualquiera de las de Europa. Sólo tiene diverso el ruido de las calles. Por lo demás, igual bullicio, iguales exigencias de vida social. Y es que para los anacoretas de la religión o del fastidio, sólo convienen los desiertos.

- Efectivamente, y lo que es ahora, difícilmente encontraríais en los desiertos mismos de Asia o de Africa ese silencio absoluto -añadió con cierto tono burlón-. De modo que para el caso, lo mismo es Venecia que cualquier otro punto de la tierra. Quedaos y os convenceré de que si sufrís así, lo debéis a vos mismo, a vuestra imaginación privilegiadamente exaltada y, sobre todo, a una circunstancia en que he pensado mucho ...

- ¿A cuál? -pregunté ansioso.

- Temo decíroslo, pero razonamos como fisiologistas y me lo perdonaréis: Si vuestro amor hubiera sido ideal, si hubiera tenido las puras alas del espíritu con las que se eleva hasta las alturas celestes, si no hubierais hecho consistir vuestra felicidad en los goces pasajeros de la tierra, las esperanzas de la unión eterna impedirían con un rocío benéfico que se secara vuestra existencia, abrasada hoy por la desesperación.

- Pero, ¿qué queréis decirme? ¿Que mi amor ha sido sólo sensual, sólo impuro, que he sacrificado a un ídolo de barro?

- Yo digo que la intimidad en que vivisteis, que la contracción de todos vuestros sentimientos, de todas vuestras creencias en ese amor absorbente y dominador, ha sido causa de que al desaparecer el objeto único de vuestras aspiraciones, os deje como un árbol sin savia ... No habéis alimentado en el alma nada que fuera inmortal, como ella, y que viviera en vos todavía, consolándoos y aun haciéndoos partícipe de felicidades que no conocéis, porque no las habéis buscado.

- Atenea -le respondí-, tenéis ideas acerca del amor muy singulares. De seguro no lo conocéis; puesto que habláis así. Lo habéis visto en vuestros libros y tal vez en vuestro pensamiento de niña; pero no lo habéis sentido jamás.

- Es cierto ... jamás lo he sentido. Pero así lo concibo solamente.

- El mundo y el tiempo se encargarán de modificar vuestras opiniones.

- Y bien: ¿queréis que hagamos una cosa? No podemos hablar aquí de esa materia largamente. Escribidme vuestras teorías; tendré gusto en discutir con vos y os escribiré a mi vez mis opiniones. Yo soy una estudiosa y si no os parece extravagante mi petición, obsequiadla. ¿Me escribiréis?

- Os lo prometo.

- ¿Cuándo?

- Muy pronto. Es demasiada honra la que me hacéis, para declinarla, y la acepto, aunque tengo miedo de confirmar la mala impresión que os he causado con mi confidencia.

- ¿A mí?

- A vos; he creído descubrir en vuestra conducta para conmigo y a pesar de la admirable delicadeza con que la habéis velado, un sentimiento de disgusto, algo glacial que me ha llegado aquí -dije señalando el corazón.

- ¡Oh!, ¿yo disgustada? -me respondió con sorpresa-. Seguramente no lo habéis comprendido. ¡Dios mío! ¿y habéis estado estos días bajo semejante impresión?

- Sí, ¡impresión indecible! -añadí tartamudeando-. Me perdía ...

- Mirad -me dijo tratando de separase-. En todo caso, no es disgusto lo que vuestra confidencia me ha causado. Ha sido asombro; ha sido una revolución completa en mis ideas preconcebidas, ¡qué sé yo ...! Perdonadme, podéis causarme terror, pero nunca disgusto ... Escribidme y traedme vuestra carta en la tarde.

- Pero, ¿no me escribiréis vos también?

- También, pero necesito hablaros antes.

Y me dejó sumergido más que nunca en un océano de reflexiones.

Para no dar pábulo a las observaciones, sobre todo del banquero con mi taciturnidad, hice señas al doctor y nos despedimos, no sin que Atenea al apretarme la mano, me dijera:

- Pronto, ¿no es verdad?

- Muy pronto -repetí.

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