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JULIA

VII

Al llegar, la joven bajó y penetró en el patio. Yo la aguardaba en el carruaje.

Un cuarto de hora después salió de la casa con el rostro descompuesto por la indignación y el dolor.

- ¿Qué pasa Julia? -le pregunté.

- Dé usted orden de que volvamos al hotel. Ya le diré a usted.

Di la orden, en efecto; el carruaje se puso en marcha y Julia pudo llorar con toda libertad. Comprendí todo. Aquellas gentes habían rehusado recibirla.

- Miserables -dijo Julia-; ¡y así entienden estas gentes el parentesco y la caridad! Pues si yo hubiese abandonado mi casa por el olvido de mis deberes, ¿vendría yo a buscar el asilo de una familia? Creen que estoy perdida; y como les he explicado todo, van a preguntar a Puebla, estoy segura, y ahora sí es preciso tomar precauciones, porque mañana estarán aquí las órdenes para perseguirme.

- Casi me alegro de eso, Julia, porque así no queda otro recurso que el que usted se vaya con nosotros a Taxco.

- ¿Es posible? -preguntó ella alborozada-; ¿el señor Bell no cree eso inconveniente?

- Y aunque lo creyera, cedemos a la necesidad.

- Es cierto: a la necesidad. Pero mire usted: si tal determinación disgustara al señor Bell preferiría yo quedarme en México y correr todos los peligros de mi mala posición.

- ¡Oh!, no; créalo usted: no se disgustará.

- Pues entonces, acepto, y allá en Taxco, que supongo será una población regular, me pondré a trabajar, no estorbaré a nadie, no seré gravosa, y mi conducta dirá si merezco o no lo que ha hecho por mí ese hombre generoso.

Debes considerar que cada palabra de éstas era una puñalada para mi pobre corazón enamorado; pero yo disimulaba, y en esa especie de resignación a que lo reduce a uno un amor no comprendido, tenía yo por mejor dejar a Julia que creyera en la protección del inglés para que se prestara a seguirme, que declararle la verdad y exponerme a que, desesperada, prefiriese quedar en México a ser protegida por mí.

Así, todo lo dispuse para el viaje. Al día siguiente, es decir, al tercero de nuestra permanencia en México, partimos en la diligencia para Cuernavaca.

Llegamos a esta risueña y linda ciudad, en que Julia estuvo loca de contento; primero, porque se acercaba a su amado inglés, y luego, porque en la brisa embalsamada que respiraba entre los fértiles huertos que embellecen esa población, parecía recibir el aliento de vida del amor y la libertad.

Estaba lejos de sus enemigos, se acercaba al hombre que iba amando con delirio, había dejado el ruido opresor de las ciudades populosas y encontraba dulce refugio en las modestas poblaciones del campo, que sólo pueden ofrecer en su seno la serena alegría de la paz y la virtud.

Las gentes de Cuernavaca que me conocían se quedaban admiradas viendo a mi lado a una joven cuya belleza extraordinaria y cuya gracia revelaban desde luego a la mujer superior. Preguntábanme si era mi esposa, y como yo lo negara, se quedaban estupefactos, no sabiendo qué pensar de mí. Pero pronto supieron que era una señorita distinguida que iba a pasar una temporada a Taxco, y se explicaron esta manera de viajar sola por semejantes rumbos, con la introducción de las costumbres extranjeras en ciertas familias.

Como Julia no había caminado jamás por aquellas montañas y como pudiera serle molesto seguir a caballo, conseguí una litera, y a pesar de ser fastidiosísimo este antiguo vehículo, se resignó a aceptarIo, a falta de otro mejor.

La esperanza le hacía dulce la lentitud del camino.

Al segundo día de haber salido de Cuernavaca llegamos a Taxco, al oscurecer. Julia, asomándose a las ventanillas de la litera, pudo distinguir desde lejos el gracioso caserío del antiguo mineral, cuyas azoteas desiguales y calles tortuosas y empinadas como las de Guanajuato, Pachuca y todos los pueblos formados en los lugares mineros, presentan un aspecto pintoresco y singular. Taxco es un pueblo simpático, y su temperamento elogiado por el barón de Humboldt; y la circunstancia de haber sido la cuna del gran poeta don Juan Ruíz de Alarcón, así como la no menos importante de haber derramado en el mundo, desde los primeros años de la conquista, la plata de su seno a torrentes, hacen interesantísima para el viajero esta población, escondida entre las arrugas argentíferas de una montaña del Sur.

Taxco a lo lejos y en el crepúsculo de la tarde, con su hermosa iglesia de agudas y esbeltas torres, que se eleva gallarda en la cumbre de una colina; con su pardo caserío, por entre el que sobresalen las copas agudas de algunos árboles; con las arcadas de sus acueductos y con las sombras que se proyectan en su terreno escarpado y anguloso, parece una enorme estalacmita bajo la bóveda de oscuras nubes que la cubren en las tardes de julio, o bien un inmenso grupo de castillos de la Edad Media trepados en las alturas por el genio de la rapiña y de la soledad.

Desde que se sale del risueño pueblecillo de Acamixtla, y particularmente al llegar a la cumbre en que está asentada Taxco, un raudal de aromas frescos y delicados acaricia al viajero. Es el que vierte la flor del chirimoyo, abundantísima en aquellos alrededores y bien cultivada en los pequeños pero lindos huertos que circundan al mineral. A diferencia de Guanajuato, Pachuca y demás lugares de minas, en cuyo terreno, inútil para la vegetación, apenas se tuerce una que otra yedra y se adormecen tísicos los arbustos, Taxco, situado en una zona templada y fértil, ofrece entre sus riscos de plata y oro abundantes pliegues en los que una gruesa costra de tierra vegetal puede sustentar, auxiliada por cien manantiales de agua cristalina, numerosos cármenes y jardincitos, en que se ven crecer juntos el nopal y el naranjo, el membrillo y el limonero, el girasol y el jazmín. Aún hay en las barrancas que circundan a la población, extensos platanares, como en Cuernavaca y en Tlaltizapam, así como esmaltan las veras del camino y las arrugas del oscuro lomerío, las caléndulas rojas y amarillas que recaman las extensas praderas del vecino y ardiente valle de Iguala.

Taxco es alegre, bullicioso y fértil; y si la paz hubiese permitido a los capitalistas emprender grandes obras para trabajar las viejas minas abandonadas hoy, Taxco, el pueblo que prometió hacer la cúpula de su iglesia de plata; Taxco, donde un labrador de los Pirineos, Borda, pudo elevarse un trono de millonario en menos de una década, volvería a ser el emporio de la riqueza mexicana.

Pero me abandono a disgresiones inoportunas, y he dejado a mi hermosa Julia asomada a las ventanas de su litera y aspirando con voluptuosidad el perfume de los chirimoyos y de los jazmines.

- ¿Qué le parece a usted su nueva mansión?

- Que estoy encantada; esto es nuevo para mí, hija de los valles de las ciudades populosas. ¡Qué hermoso debe de ser este retiro, respirando el aire de la libertad y amando y siendo amado!

La comprendí, y quedé mudo de dolor y de celos.

Tocaban las oraciones en la parroquia y en el convento de San Diego, cuando llegamos al centro de la población. Después de seguir por un momento aquel laberinto de calles estrechas y accidentadas, la litera se detuvo frente a una casa de modesta apariencia y que no tenía más lujo que un jardín, lo cual es bastante en una ciudad minera. Esa casa era la mía; es decir: la que había alquilado para mi habitación, no queriendo vivir en la gran casa de los empresarios. Un criado viejo y honrado, y una criadita hija suya, muchacha bonita y honesta, me aguardaban en el umbral, contentísimos de verme. Invité a Julia a salir de su litera y la introduje en la casita, orgulloso de abrigarla bajo mi techo. Pronto el orgullo se tornó en humillación.

- ¿Aquí vive el señor Bell? -me preguntó la joven.

- No, Julia -le respondí-; el señor Bell vive en una casa muy espaciosa y buena que se halla situada al extremo de esta misma calle. Ya la verá usted.

- Pues, entonces, ¿de quién es esta casita?

- Es la que yo ocupo, Julia; pero la destinamos a usted porque en la otra donde vive el señor Bell hay mucho ruido, muchas oficinas; allí están los escritorios, allí se alojan todos los dependientes, allí están las caballerizas, etcétera; de modo que usted no viviría contenta ni se hallaría independiente. Por eso le hemos destinado a usted esta casa, que habitará sola; con esos criados, que son honradísimos y que están al servicio de usted. En cuanto a mí, que ocupaba la casa, me voy a alojar a la otra con los dependientes; pero la veré a usted todos los días para pedir sus órdenes y vigilar por que nada le falte.

- Mil gracias, Julián; ahora le pido a usted el favor de que avise al señor Bell que he llegado y explíquele usted todo para que no lo tome a mal.

- Pierda usted cuidado, Julia, que nada dirá.

Corrí en el acto a la casa de la dirección.

El inglés me recibió con un abrazo, y justamente al dármelo, me preguntó en voz baja:

- ¿Y ella?

- Aquí está; la he traído.

El inglés me rechazó con espanto.

- Muchacho; ¿qué ha ido usted a hacer? -me dijo-. ¡Por Dios, por Dios, qué tontería!

- No tenía remedio -le respondí-; era preciso.

- Vamos a verla -dijo tomando apresuradamente su sombrero.

- Pero, ¿conoce usted, joven, el zarzal en que se ha metido? -me preguntó cuando estuvimos en la calle.

- -le respondí- que la casualidad impone a veces más sagrados deberes que la propia voluntad. Yo soy ahora la Providencia de esa joven; pero ella cree que está bajo la protección de usted y es preciso no desengañarla para que esté tranquila.

- Siempre que esto no me comprometa, así se hará. ¿Usted sabe mi situación?

- Lo sé.

- Pues bien: siempre que no sea un obstáculo para mí, esa hermosa niña creerá que la protejo; pero ella no más, ¿lo entiende usted?; para todo el mundo pasará como la esposa de usted o como su hermana. En cambio, doy a usted mi palabra de caballero asegurándole que esa joven será sagrada para mí. Lo contrario sería querer que usted aceptase un papel indigno, bajeza que jamás acostumbro con mis amigos, porque no sería tampoco amigo mío quien la soportara.

- ¡Naturalmente!, y conociendo el carácter de usted me parecía inútil hablarle de ello. Nos conocemos bastante para comprendernos.

En esto llegamos a la casa.

Llamamos.

El criado abrió la puerta, y Julia, que se había recostado en un sofá, al ver al inglés se levantó apresurada, y ya sin reserva se arrojó en sus brazos, que la estrecharon cordialmente.

Julia no podía hablar; los sollozos agitaban su pecho y un torrente de lágrimas bañaba sus mejillas.

Parecía que el inglés era su esposo o su amante y que volvía a verlo después de largos años.

El amor de Julia había crecido asombrosamente en menos de una semana. Y es que para el amor que nace poderoso, los minutos y las horas son siglos, y en las almas enérgicas la vehemencia suple al tiempo.

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