Índice de Julia, novela incluida en Cuentos Invierno de Ignacio Manuel AltamiranoApartado anteriorSiguiente apartadoBiblioteca Virtual Antorcha

JULIA

VI

Un poco antes de las cuatro de la mañana nos dirigimos Julia y yo al lugar designado.

- No tenemos riesgo aún -me dijo-, porque mi fuga no será conocida sino hasta las ocho. Todos se despiertan en casa muy tarde, y hasta entonces, cuando entren en mi cuarto, no conocerán lo que ha sucedido, y todavía tendrán que preguntar en las casas de nuestros amigos, porque no han de figurarse que he tenido valor para marcharme a México.

- Magnífico, entonces -dije-; y mientras indagan, nosotros llegaremos a México, y Dios nos protejerá.

Poco después de las cuatro de la mañana, la diligencia se acercó, el inglés la hizo detenerse y entramos en ella, habiéndose cubierto perfectamente Julia con su mantón negro y además con mi pasamontaña, que le había hecho ponerse. Así nadie la habría reconocido, pues no dejaba ver más que los ojos. El viaje fue feliz, aunque tuvimos durante él no pocos sobresaltos. A cada paso, en los lugares donde había una oficina telegráfica, temblábamos de que un telegrama de Puebla nos hiciese detener por las autoridades; pero al llegar a México, respiramos. Nos habíamos salvado.

El inglés tenía una casa magnífica, pero no se atrevió a alojar en ella a Julia. Así es que tomé para la joven y para mí dos cuartos en el hotel del Bazar. Por la noche, el inglés vino a vernos, y llamándome aparte:

- No conviene -me dijo- que esta señorita siga con nosotros, por su propia honra y por nuestra seguridad. Si por acaso se llega a saber que se ha venido a México, cosa nada difícil, porque el conductor de la diligencia mañana llegará allá, y contará que una señora ha venido a esperar el coche en los suburbios de la ciudad, mandarán, como es natural, la noticia a México, y se darán órdenes a la Policía. Entonces usted será considerado como raptor, y excusado es decir la suerte que le espera, que será tanto más desagradable cuanto que usted no tiene la culpa. Así es que procure usted colocarla con una familia respetable, y aconséjele que llame a un abogado para que la patrocine y la liberte de las amenazas de su familia. Esto es lo razonable.

En efecto, era así; pero ¿acaso se hace lo razonable en la juventud? ¿por ventura no suelen salir mejores los consejos tumultuosos del corazón que los fríos cálculos del espíritu?

En esta ocasión influyó mucho la casualidad -la fatalidad, diría un musulmán.

El inglés añadió:

- No me es posible detenerme más en México; salgo mañana para Taxco, y le doy a usted sólo un día para que arregle el asunto de esta linda joven; pasado mañana me seguirá usted.

Yo comprendí que lo que el inglés deseaba era evitarse compromisos y ahorrármelos también a mí. Aún no sabía cómo saldría yo de la situación en que me había metido; pero él dejaba a mi confianza juvenil el cuidado de arreglarme, y no gustaba de romperse más la cabeza.

En cuanto a mí ¿para qué es ocultártelo? Estaba ya profunda, terrible y locamente enamorado de Julia. Antes creía yo que se necesitaban días, meses, años, para apasionarse de una mujer. Esta vez conocí que bastan algunas horas; que basta una mirada. Aunque yo no hubiera sabido de boca de la joven la historia de sus desgracias, habría, desde luego, adivinado en su belleza, en su porte, en su mirada, a la mujer de alma ardiente, pero de corazón puro. Era demasiado altiva para mentir. El amor podía vencerla; pero la maldad se estrellaría contra su virtud.

El inglés se despidió de ella, diciéndole que ya me había hecho sus encargos y que en todo procedería de acuerdo con él. Ten presente esto, porque semejante declaración me hizo sufrir mucho.

Es tiempo ya de decirte que el inglés era un hombre de treinta y cinco años, de hermosa y noble figura, y con ese aspecto majestuoso y digno que tienen todos los ingleses, aun los de condición mediana. Su conversación, difícil en español, era, sin embargo, agradable y delicada, y sus maneras distinguidas predisponían algo en su favor.

Así es que ese conjunto feliz de figura, carácter y edad, había hecho una impresión muy perceptible en el ánimo de una joven tan inteligente, tan distinguida y tan apasionada como era Julia. Yo lo había notado desde Puebla, lo confirmé en todo el camino y no tuve ya duda en México, porque al despedirse el inglés de ella, diciéndole que iba a partir al día siguiente, le preguntó con una ansiedad en que se mezclaba mucho el temor:

- ¿Y no volveremos a vernos?

- Es poco posible, señorita, porque mis negocios requieren mi presencia lejos de aquí y mis viajes a México son muy raros. Pero usted escribirá a Julián, dándole noticias de sus asuntos, y nosotros mandaremos a usted nuestros saludos con frecuencia.

Al oír esto la joven, palideció y sus ojos se llenaron de lágrimas.

- Lo siento -repuso, balbuciendo como lo hace todo el que está enamorado y teme decir mucho-; lo siento, yo querría volver a verlo a usted; pero tal vez es imposible; ¡qué hemos de hacer!

- ¡Oh!, imposible no -dijo el inglés-; la vida es larga, el asunto de usted se arreglará pronto y quizá la veremos a usted en su casa alguna vez.

El inglés se despidió; Julia se quedó abatida y sofocando sus sollozos. Yo no me quedé tampoco muy feliz. Amaba, y estaba seguro de que no se me comprendía y de que sólo se me hacía caso por suponerme dependiente del otro; más aun: la mujer cuya dicha hubiera yo comprado a costa de mi vida, amaba a ese otro, que por cierto no se curaba de semejante cariño.

Esto último se explicaba fácilmente. El inglés estaba enamorado también, hacía tiempo, de la hija de su socio, bella y rica heredera, que iba a traerle en su próximo enlace una dote de un par de millones. Así es que, primero por su afecto, y luego por temor de que la más pequeña sombra de calaverada viniese a empañar el cielo de su esperanza, el dicho inglés profesaba a su futura una fidelidad que hubieran envidiado Leandro y Romeo, Abelardo y Marsilio.

Pero Julia ignoraba esto. La hermosa e inocente joven, cuyo corazón se abría como una flor de la mañana, ansiosa de recibir el beso de las auras y la luz del Sol, se entregaba sin reservas a todos los pensamientos, a todos los sueños inefables, a todas las esperanzas que le inspiraba su nuevo amor. También ella, como yo, amaba por primera vez, y para sentir esa pasión no había necesitado muchos días. Vio al joven inglés y eso bastó.

- ¿Qué era yo, pues, para ella, gran Dios? -este pensamiento me destrozaba el corazón como si fuese una garra de fuego.

Pero ella tenía razón.

En cuanto a ventajas físicas, ya ves que hubiera sido una locura sostener ni por un momento la comparación con mi rival. Además, era yo muy joven. Parecía el segundo siempre, y esto es fatal. Aunque con una carrera noble e independiente, el hecho de recibir un sueldo del rico minero me ponía una especie de librea que francamente quita mucho de la altivez propia de un hombre. Al menos, de soldado, hijo mío, llevo el uniforme de la Patria y soy esclavo de la gloria; pero entonces, ¡triste me parece decirlo! era yo el criado sabio de un hijo de la pérfida Albión.

Por todas estas razones, Julia me trataba muy bien; pero en su acento, en su sonrisa, en su manera de hablarme, conocía yo que establecía una gran diferencia entre el inglés y yo. Hasta en la confianza que me otorgaba, había algo de humillante; algo que me parecía decir: no tengo cuidado de abandonarme a ti, porque tú tienes el deber de respetar a la protegida de tu señor.

Esto me desesperaba.

Entre tanto, mi señor intencionadamente no pensaba en que era preciso gastar algún dinero en la hermosa prófuga. Desde Puebla, yo había echado mano de mi tesoro y había sufragado todos los gastos. En México sucedió lo mismo; pero esa satisfacción era la única que me hacía feliz. Julia no llegaría a saberlo, y la consideración de que atribuiría al inglés todos esos servicios me producía una especie de amarga voluptuosidad. Y si llegara a saber alguna vez, su triste sorpresa, porque sería triste, sin duda, me causaba también una delicia amarga anticipadamente.

Como Julia se había venido de Puebla, según he dicho, sólo con su traje negro, que estaba echado a perder por la lluvia, me ocupé en procurarle vestidos y los mejores que pude conseguir de pronto, pagando a una modista precios extraordinarios con tal de que en dos días le arreglase los muy urgentes; le proporcioné también ropa blanca finísima, calzado de seda, perfumes, un neceser, un costurero y todo, en fin, lo que necesita una mujer elegante y joven.

Ella recibió, sonriendo, todo; pero en su manera de darme las gracias conocía yo que creía ser deudora de todas esas atenciones al inglés.

El segundo día de nuestra permanencia en México, me dijo:

- Deseo ver a una familia de parientes míos para saber si quieren recibirme. En la situación especial en que me hallo, esta presentación ante mis parientes es demasiado penosa para mí; pero no tengo otro recurso, puesto que el señor Bell (llamaremos así al inglés) cree que es preciso arreglar mi asunto, como él dice.

Julia hablaba así con el acento turbado y los ojos húmedos de lágrimas.

Bien hubiera yo querido decide que el inglés debía tenerla sin cuidado, que yo era su protector y que no tenía necesidad de pasar la vergüenza de ver a la familia de sus parientes; pero ¿cómo decirle esto? ¿y si entonces rehusaba mis beneficios? No, no; preferí callar y verla afligida. Sin embargo, le pregunté:

- ¿Y si esos parientes rehusaran recibir a usted, lo cual es posible?

- Ya se ve que es muy posible; conozco, por desgracia, a los tales parientes, y sé que no querrían por nada de esta vida atraerse el enojo de mi padrastro ni de mi mamá. Entonces yo también pregunto a usted, ¿qué haremos? ¿El señor Bell no ha dado a usted instrucciones para ese caso?

- Julia -le dije-: vea usted a esa familia; y si no la recibe, no tenga usted cuidado: ya sabré lo que he de hacer.

Parece que ella respiró entonces; comprendió que su Providencia no la abandonaría, y ya no tuvo inquietudes sobre su situación.

- Fácil me sería -añadió- procurarme trabajo como costurera; yo no tengo vergüenza de aceptar esa condición humilde. Soy rica; pero la pobreza no me espanta y el trabajo tiene para mí atractivos muy grandes. Sobre todo, seré libre, y conservándome honrada como hasta aquí, no temo el porvenir. Pero ¿estaría yo segura en México?; ¿no me perseguiría mi familia?, ¿no me harían sufrir nuevos sinsabores?

- No piense usted en nada de esto, Julia -dije, para concluir-; acompañaré a usted a ver a esa familia y veremos.

Un momento después hice traer un carruaje y nos dirigimos a la casa de los parientes de Julia.

Índice de Julia, novela incluida en Cuentos Invierno de Ignacio Manuel AltamiranoApartado anteriorSiguiente apartadoBiblioteca Virtual Antorcha