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EPÍLOGO

Algunos meses después estábamos derrotados y perdidos en aquel rumbo. Todo el mundo había defeccionado o huía. Los franceses eran dueños de Jalisco y de Colima.

Yo vine a Michoacán como pude; pero después, las enfermedades que me tenían agonizante me obligaron a venirme a encerrar a México, a mi pesar.

Al día siguiente de mi llegada era la fiesta de Corpus, y yo sin creer que hacía mal pasé a la casa de la familia de Fernando y entregué al portero la carta que había traído guardada, encargando que la subiera en el acto.

¡Ah! amigos míos, eso fue atroz. Era el cumpleaños del padre de mi pobre amigo. Se llamaba Manuel. Estaba la familia en el banquete, que había concluido, y era la hora de los brindis. Las hermanas de Fernando con numerosas amigas suyas estaban en el balcón viendo desfilar la columna, pues había habido gran parada y se hallaban muy divertidas. Yo me detuve en el zaguán para ver pasar también aquella tropa para mí aborrecida. Llegaba frente a nosotros un cuerpo de caballería, y a su frente venía un gallardo coronel que caracoleaba un soberbio caballo, y veía al balcón con ese aire de don Juan que acostumbraban usar los militares buenos mozos.

Era Enrique Flores, el miserable autor de la muerte de Fernando. Al pasar debajo de los balcones saludó graciosamente, y se quedó mirando un instante a las hermosas.

Estas le devolvieron un saludo con una deliciosa coquetería.

Pero no bien acabaron de saludar, cuando se metieron espantadas. Era que el viejo aristócrata había tomado la carta, y al leerla había dado un gran grito de dolor.

- ¿Qué es eso? -preguntó la señora.

- ¡Han matado a Fernando! -pudo apenas gritar el anciano, y se quedó clavado en su silla.

La señora leyó la carta también y se desmayó; las hermanas de Fernando llegaron, y un momento después, en aquella casa que antes resonaba con las alegrías del festín, no se oían más que sollozos y gritos de desesperación.

En cuanto a Clemencia, la hermosa, la coqueta, la sultana, la mujer de las grandes pasiones, pudieron ustedes conocerla el año pasado. Era hermana de la Caridad en la Casa Central; allí la visité; pero ¡cuán mudada estaba! Hermosa todavía, pero con una palidez de muerta.

- Poco me falta que sufrir doctor, me dijo: esto se va acabando.

Y mostrándome un pequeño relicario oculto debajo de su habito:

- He aquí lo que me queda -me dijo-, un habito que me consagra a los que sufren, y esto que me consagra a la muerte ... ¿Sabe usted? ... son sus cabellos ... espero que él me habrá perdonado desde el cielo.

Y los ojos de la infeliz joven se llenaron de lágrimas.

Algunos meses hace que partió para Francia.




NOTA

El menor de los defectos de esta pobre novelita es que para cuento parece demasiado larga. Pero no hay que tomar formalmente la ficción de que el doctor relate esto en una noche. Es un artificio literario, como otro cualquiera, pues necesitaba yo que el doctor narrara, como testigo de los hechos, y no creí que debía tener en cuenta el tamaño de la narración. Además, a pesar de mi pequeñez me amparan, para hacer perdonable lo largo del cuento, los ejemplos de Víctor Hugo en Bug-Jargal, de Dickens en varios de sus Cuentos de Navidad, de Erkmann Chatrian en sus Cuentos populares, de Enrique Zschokke en sus Cuentos suizos, y de Hoffman en muchos de los suyos. En lo que si no tengo amparo es en lo demás, y no me queda más recurso que apelar a la bondad de los lectores.

EL AUTOR

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