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XXXVII

Bajo las palmas

Al día siguiente, al dar las siete de la mañana, una columna de doscientos caballos escoltaba un carruaje que se dirigía hacia ese rumbo pintoresco y hermosísimo de Colima, que se llama la Albarradita, lugar lleno de extensas huertas donde la exuberante vegetación de la tierra caliente se muestra con todos sus encantos. Millares de palmeras elevan sus gigantescos penachos sobre las cercanías cubiertas con inmensas cortinas de verdura y de flores, y los naranjos, los limoneros, los zapotes dan sombra a los cafetos inclinando sobre las flores de nieve o los rojos frutos de estos arbustos, sus ramajes recamados de oro.

A esa hora las aves cantaban regocijadas entre los árboles, corría una brisa tibia y cargada con los aromas del azahar y de la magnolia. El cielo estaba azul y limpio, y apenas algunas nubecillas como vellones transparentes se alejaban para perderse del lado del mar. El volcán elevaba hasta el cielo su punta de nieve en que parecían romperse chispeando los rayos del sol naciente.

La naturaleza toda parecía elevar un himno a Dios, solemne y dulce. Y en medio de esta alegría del cielo y de la tierra, debajo de ese manto infinito de zafiro y de luz, atravesaba aquel cortejo militar silencioso y terrible.

Allí iba un reo de muerte que iba a mezclar sus últimos suspiros a los cantos de fiesta con que la naturaleza saluda al Creador al aparecer el nuevo día.

La columna atravesó todo lo largo de la hilera de cármenes de la Albarradita, y cerca de un grupo de palmeras que se alzaban solitarias sobre un prado gracioso, y en que el invierno no había podido tostar el manto de la primavera, el cortejo hizo alto. Allí estaba el cuadro de infantería formado y un gentío inmenso aguardaba. El carruaje se detuvo afuera del cuadro, abrióse la portezuela y Fernando bajo tranquilo, y con paso seguro y firme avanzó entre una doble hilera de soldados, conducido por un oficial.

Llevaba abrochada su levita militar, puestas sus botas fuertes y su kepí inclinado graciosamente hasta los ojos.

Al tiempo de entrar en el cuadro, otro carruaje llegaba a galope por el lado opuesto, y de él se apeaban apresuradamente tres señoras vestidas de negro cubiertas con largos velos, y un caballero de edad.

Eran Clemencia, su pobre madre que no quería abandonarla, Isabel y el señor R... que, no teniendo más voluntad que la de su hija, se dejaba arrastrar, y entonces lo hacía con toda su voluntad. La apasionada hija de Jalisco, cuyos sentimientos se desbordaban luego de su corazón y no podían permanecer disimulados un momento, había procurado inútilmente penetrar en la prisión de Fernando para pedirle perdón de rodillas y asegurarle que le admiraba hoy, y quizá le amaba ya tanto como el día anterior le había ultrajado y aborrecido. Entonces determinó hacerlo a la hora de la ejecución. ¿Qué importaba esto a aquella joven que desafiaba a la sociedad con tanto valor, y que estaba acostumbrada a imponer su voluntad como una ley?

Dirían que era una loca; y bien, sí, tenía esa sublime locura del corazón cuyas extravagancias, la admiración popular convierte en leyendas, eterniza en cantos y adora en el santuario de su alma. ¿Acaso Clemencia era la primera mujer que se abrazaba al cadalso de un ser querido? Desde el Gólgota, desde antes, ha habido mujeres santas que han perfumado con sus lágrimas el pie del patíbulo en que han expirado los mártires.

Así, pues, Clemencia se precipitó entre la multitud, impetuosa, palpitante y pugnando por penetrar en el cuadro. Pero el gentío era inmenso y estaba tan compacto, que a no ser una columna, nadie podía atravesarle.

La pobre joven, seguida de sus acompañantes y arrastrando a Isabel que iba casi desfallecida, rogaba, empujaba, prometía oro, gritaba llorando que la dejasen pasar, que era de la familia del reo, que quería hablarle por última vez, que quería verle.

En vano; la muchedumbre tal vez por compasión le cerraba el paso. Y el cuadro se conmovía, y se escuchaba una voz seca e imperiosa ordenar un movimiento. ¡Gran Dios! Fernando iba a morir y Clemencia ni le vería siquiera.

De repente reinó un silencio mortal.

- Por piedad -gritó Clemencia- paso, yo necesito verle ... por el amor de Dios ... lo suplico.

La muchedumbre asombrada y triste abrió paso, pero aún quedaba que atravesar la fila de soldados.

Clemencia iba a suplicar a un granadero que la dejara pasar, cuando quedó clavada en el suelo, y muda de horror y de dolor.

Estaba frente a frente a Fernando, aunque a lo lejos. El joven estaba hermoso, heroicamente hermoso. No había querido vendarse, se había quitado su kepí que había puesto a un lado en el suelo y, pálido pero con la mirada serena y con una ligera y triste sonrisa, elevando los ojos al cielo, esperaba la muerte.

Los cinco fusileros estaban a dos pasos de él y le apuntaban. Las palmeras a cuya sombra se hallaba, estaban quietas, como pendientes de aquella escena terrible.

Clemencia quiso gritar para atraer siquiera sobre ella la última mirada de Fernando; pero no pudo, la sangre se heló en sus venas, su garganta estaba seca, era el momento terrible ... Se oyó una descarga, se levantó una ligera humareda que fue a perderse en los anchos abanicos de las palmas, y todo concluyó.

Fernando había caído muerto con el cráneo hecho pedazos y atravesado el corazón.

- Levanten a esta señora que se ha desmayado, mujeres -gritó el soldado a cuya espalda había estado Clemencia.

Un grupo de mujeres del pueblo levantó a la joven, y luego su padre la tomo en brazos y la condujo al carruaje adonde Isabel estaba escondida y llena de terror con la madre de su amiga.

Los fusileros se retiraron llorando: ¡era tan valiente aquel joven oficial!

La tropa se volvió a la ciudad y la gente se dispersó. Sólo el carruaje de Clemencia permaneció allí todavía. Unos soldados quedaron junto al cadáver para recogerle; pero esperaban la camilla y pasó media hora.

De repente Clemencia bajó otra vez de su carruaje, pero su padre la retuvo con fuerza, y ella, abatida y débil, sucumbió, y volvió a entrar en el coche, donde la recibieron desmayada su madre y amiga.

El señor R... llegó junto al cadáver y, pidiendo permiso, sacó de su carterita unas tijeritas y cortó un mechón de cabellos de Fernando, que guardó cuidadosamente, después de lo cual volvió al carruaje, que partió para la ciudad.

Clemencia volvió de su nuevo desmayo en su casa, y ya recuperada y más tranquila.

- Padre mío -dijo- ¿dónde está eso?

- Aquí, hija querida, aquí; pero por Dios que no nos hagas sufrir.

Y le alargó los cabellos que había cortado.

- ¡Ah! -dijo Clemencia tomándolos con delirio y besándolos repetidas veces-. A ti era a quien debería haber amado -dijo-, y cayó sobre sus almohadas desecha en llanto.

La familia del señor R... recogió después el cadáver de Valle, y le dio sepultura con la adoración que se debe a un mártir.

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