Índice de Clemencia de Ignacio Manuel AltamiranoCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

XIV

Revelación

Era una colección de melodías alemanas. Isabel eligió una muy a propósito para interpretar el estado de su corazón. Era una de esas piezas en que la ternura y la melancolía están unidas a las más difíciles combinaciones de la ciencia musical.

Enrique estaba conmovido y admirado. Isabel realmente era una artista, y una artista que habría brillado en el salón más aristocrático de Europa.

La bella joven no aumentaba el encanto de su música con las ardientes miradas ni las sonrisas de amor, como Clemencia. Atenta a la melodía, tenía fijos los ojos en algo invisible, y hubierase dicho que su alma vagaba en los abismos de la meditación.

Pero después de algunos momentos las dificultades de la ejecución la volvieron al mundo real, y entonces un torrente de poderosas armonías salió del seno del piano, al contacto de aquellas manos de rosa, en las que nadie hubiera sospechado una agilidad y una fuerza tales como las que se necesitaban para desencadenar aquel huracán de notas.

Enrique se entusiasmaba gradualmente y manifestaba de mil modos su admiración. Isabel, tocando, se había transformado de la niña tímida y dulce que era, en un ángel seductor e irresistible. Sus hermosos ojos azules y oscuros brillaban con el fuego de la inspiración, su boca se entreabría con una leve sonrisa, su rizada y espesa cabellera blonda parecía agitada, y el esfuerzo hacía palpitar su seno, cuidadosamente cubierto, pero que Enrique devoraba con deleite.

El joven no pudo más, y en uno de los momentos en que las notas se apagaban languidamente, se inclinó hacia la bella artista, como para hacerle alguna indicación, y murmuró en sus oídos estas palabras:

- Después de esto, caer de rodillas y adorar a usted.

Isabel se turbó, se puso encendida, sus manos temblaron y la pieza se interrumpió bruscamente.

- ¿Qué te pasa, querida? -le gritó Clemencia desde su asiento.

- Nada -contestó Isabel- escuchaba una observación de Flores, que me ha obligado a interrumpirme.

- ¿Acaso he ofendido a usted, Isabel, con mi indicación humilde? preguntó Enrique inclinándose de nuevo.

- ¿Ofenderme? ¡Dios mío! ¿Por qué? Es una galantería de usted, que no acepto sino como una expresión de bondad.

- Como la expresión de mi alma ... Isabel; estoy subyugado ...

- Déjeme usted concluir ... ¿Qué dirán?

La joven concluyó la melodía, pero podía notarse que se hallaba agitada y que no había ya aplomo en sus manos. Sobre todo, Fernando comprendió esto perfectamente.

Enrique la condujo a su asiento, al que llegó casi desfallecida.

- Esa música te fatiga mucho, Isabel; me da pena verte agitada así ... -observó la señora.

- Esa música -dijo solemnemente Enrique- hace que esta encantadora niña tenga un lugar en los grandes santuarios del arte. La señorita tenía razón ... Cuando se toca así, bien se puede ceñir la corona de artista. Esa frente de ángel esta llamada a brillar con la luz de la gloria.

- ¡Caballero! -interrumpió Isabel- me hace usted mal, porque eso es demasiado.

- Isabel, yo no lisonjeo; en cuestiones de arte no tengo ese defecto, soy franco, y creo que entonces es cuando la franqueza demuestra cariño. Necesito anticipar a usted que yo no puedo superar a Isabel. Quedo inferior a ella en muchos grados.

- Eso no es posible. Clemencia, mira a lo que me has expuesto con tus alabanzas. Flores casi se burla de mí.

- Pero ¡gran Dios! ¡Burlarme yo! ... Entonces usted no conoce todavía su mérito, no sabe usted a que altura ha llegado, o la excesiva modestia de usted hace atribuir a burla lo que no es sino el grito de la admiración sincera. Sobre todo, Isabel ¿usted me cree capaz de tamaña falsía?

- No, de ninguna manera; pero ¿qué quiere usted? Soy provinciana, he carecido de buena escuela, y por más grande que haya sido mi aplicación, no puedo creer, no digo que sea artista, pero ni siquiera que esté exenta de enormes defectos. Y cuando oigo a una persona como usted, que está acostumbrada en Europa y en México a escuchar tanto bueno, que conoce usted tan bien la música y que se expresa de esa manera, supongo que desea usted estimularme, ¡y nada más!

- Pues deseche usted esa opinión; yo hablo la verdad, y cualquiera que como yo conozca algo de arte, dirá lo mismo. Ahí tiene usted a Fernando; el no es músico, pero tiene un gran talento, y aun le supongo una exquisita sensibilidad; su Voto quizás no le parecera a usted sospechoso como el mío; pregúnteselo usted ...

Fernando estaba profundamente distraído, pero al oírse nombrar comprendió que se le pedía su voto.

- Yo soy profano enteramente en música -dijo- pero sé sentir y admirar, y si se ha de juzgar por lo que he sentido, estas dos señoritas conocen el secreto de conmover el corazón.

- He aquí una bella manera de eludir un fallo enteramente justo -dijo Clemencia sonriendo- usted no habla con sinceridad, Valle, tal vez por temor de ofenderme; pero ¿no me ha oído usted antes juzgarme a mí misma? Ni por un momento pretendería yo competir con Isabel. Ella es la artista y usted lo conoce, lo ha sentido perfectamente, porque mientras ella tocaba yo estaba observando a usted, y comprendí que se hallaba transportado a otros mundos. Sólo los artistas producen esos efectos, sólo los artistas hacen llorar; porque usted ha llorado.

- ¿Yo? -preguntó Fernando ruborizándose.

- Usted me perdonará esta indiscreción; pero yo he visto a usted volver el rostro para ocultar una lágrima que inmediatamente se ha apresurado usted a enjugar.

- ¿Ha llorado? -preguntaron Mariana e Isabel con cierto interés.

- Lo que yo tocaba, tal vez le recordaría a usted a alguna amiga de México. No hay como la música para avivar los recuerdos.

- Pero si no es eso -replicó Fernando- yo no tengo nada que recordar.

- Le confieso a usted, Valle -le dijo a media voz Clemencia- que tengo gran curiosidad de conocer la vida de usted. En ella debe esconderse algún misterio de corazón, que debe ser interesante y que seguramente es la causa de esa tristeza profunda que manifiesta usted en todo.

- Señorita, mi pobre vida carece de sucesos que puedan excitar el menor interés, nada hay en ella de bueno, ni de malo ... nada; sufrimientos vulgares con los que no se puede hacer una historia ...

- Usted ha amado ... indudablemente.

- No; nunca.

- Bien; ya hablaremos de eso -y añadió volviéndose con vivacidad a Flores que hablaba con lsabel- ahora le llega a usted su turno ... deseamos oírlo a usted.

- Señoritas ¡qué contrariedad para mi! -respondió el oficial, consultando su magnifico reloj de oro- son las seis, a las seis y media tenemos una junta de honor de grande interés, y ni Fernando ni yo podemos faltar: ¿no es verdad, Fernando?

- Así es -contestó éste levantándose.

- De modo -dijo Isabel- que nos priva usted del placer de oírle hoy.

- Este placer sería poco; repito a ustedes que habiéndolas oído, me confieso mil veces inferior; pero de todos modos, mañana tendré el honor de hacer conocer a ustedes mis decantados talentos en la música; mañana soy de ustedes toda la tarde y la noche.

- Muy bien -dijo Clemencia- y siendo así, con permiso de mis amigas, tendremos la soirée mañana en casa. Mis amigas me acompañaran, yo presentaré a usted a mi farmilia y a otras personas, y nos distraeremos ... Fernando, supongo que usted acompañará a su amigo ¿no es verdad? Allí hablaremos de eso.

- Arreglado; mañana no faltaremos.

Los dos jóvenes se despidieron. Pudo notarse que entre Isabel y Flores existía ya esa dulce inteligencia del amor comprendido, que es como el preliminar de la confianza, mientras que para Fernando la rubia no tenía más que una mirada llena de urbanidad, pero fría.

Clemencia al contrario, se despidió de Enrique con la más amable, pero con la más indiferente de las sonrisas, y manifestándole una alegre confianza, que es como la moneda corriente de las coquetas; pero al dar la mano a Fernando que Se la tomaba con el mayor respeto, se la apretó ligeramente y le baño con una mirada tan ardiente, tan lánguida, tan terrible, que el joven a su pesar se sintió turbado, y su corazón palpitó, como el día que la vio por primera vez.

Clemencia, además, le dijo dulcemente estas palabras que parecían prometerle un mundo de ternura:

- ¡Hasta mañana, Fernando!

Cuando éste y Enrique se encontraron en la calle, el alegre libertino dijo a su amigo, que caminaba siempre taciturno:

- Nos habíamos equivocado, chico, nos habíamos equivocado redondamente, y tanto a usted como a mí nos había engañado el corazón; cosa nada rara por cierto, al menos en mí, puesto que yo nunca entiendo el lenguaje del mío, si es que lo tiene. Creí que pudiera serme indiferente la hermosa prima de usted; creí que usted se haría amar de ella a fuerza de talento y de pasión; creí que Clemencia, la de los ojos negros, estaba más lejos de usted que de mí, porque estas naturalezas enérgicas y magníficas me pertenecen de derecho. Todo esto creía yo; pero he aquí que nos hemos equivocado. Me parece que amo a Isabel, al menos que me inspira algún cariño; me parece que ella me ama todavía más, me parece que usted nunca llegaría por este motivo a abrirse una puerta en ese corazón de ángel, y por último, me parece que la sultana se insinúa con usted de una manera que no deja lugar a duda.

- ¿Cree usted?

- Es claro: las mujeres como ella no esperan, se adelantan; no se conceden, permiten ... Eso está muy conforme con su naturaleza de reinas. Son como los soberanos en los países monárquicos; ellos dicen la primera palabra, ellos interrogan, y les parecería rebajarse si por acaso se vieran obligados a responder. Usted no conoce a las mujeres en sus diferentes fases. Las hay que mueren de amor, pero que no son capaces de revelar con una palabra, con una mirada, la pasión que las devora; a esta clase pertenece Isabel. A éstas es preciso responderles, adivinarlas, leer en el libro de su semblante, y abrir su corazón con la llave de la primera palabra. Entonces sabe uno cuánta pasión se encierra en esos volcanes que, como decía Pedro Calderón de la Barca de Mongibelo, ostentan nieve y esconden fuego. Pero hay mujeres también cuyo carácter impetuoso no les permite disimular la más ligera afección. Apenas les inspira simpatía una persona cuando se apresuran a revelársela, hasta con exageración; apenas les antipatiza otra, cuando le manifiestan odio. Se diría que su temperamento dominador no admite oposición, y que desean hacer saber lo que sienten a la persona amada o aborrecida, como un mandato y no como una revelación, como un precepto para no ser contrariadas. A esta clase pertenece Clemencia. Desde luego ha insinuado a usted su predilección, como una orden para que se la ame. Cuidado con desobedecerla; sería capaz de aborrecerlo a usted.

- Pero es el caso que yo no puedo amarla.

- ¡Oh! sí podrá usted, Fernando, sí podrá usted. A una mujer tan hermosa como ésta, lo difícil, lo imposible es no amarla. Es demasiado encantadora para que el corazón de usted pueda permanecer indiferente.

- Pero ¿usted no sabe que la que me inspira no sé si amor, pero sí un ardiente cariño, es Isabel?

- Sí, lo sé; pero, en primer lugar, usted no se había fijado aún en Clemencia: su atención se había detenido en su prima. Luego sucede, como está usted mirando que Isabel no puede amarlo porque yo soy el afortunado mortal que he logrado inspirarle simpatía, y a usted le consta que sin pretenderlo, sin procurarlo ... Esos son los caprichos de la fatalidad. Pues bien; usted comprende ya que Isabel no está al alcance de su mano. Como hombre sensato y, sobre todo, como hombre de mundo, es preciso abandonar el antiguo propósito, hoy que aún es tiempo, porque la verdad es que lo que usted siente no es todavía amor; en tres días no puede haber amor, y si lo hay; porque en efecto, las mil y una novelas que leemos nos presentan frecuentes casos de estas pasiones súbitas, es fácil de olvidar. Lo que se olvida con trabajo, lo que cuesta hondos dolores, lo que despedaza el corazón, es perder al objeto amado durante mucho tiempo. De modo que usted olvidará a Isabel, y tanto menos le costará este sacrificio; cuanto que la bella, la divina morena, esa mujer que haría feliz a don Juan, le abre a usted los brazos y le sonríe con todas las promesas de un amor ardiente y embriagador. ¡Cuán dichoso va usted a ser, Fernando! ¡Usted, naturaleza casta, soñadora y triste, encontrándose de repente a las puertas de un paraíso oriental, guiado por una hurí que lo devora con la mirada de sus ojos negros, que le embriaga con su aliento de rosa, que le va a matar con sus caricias de fuego! Vamos, hombre ¿se creerá usted desdichado con esta perspectiva?

- Pero Isabel ...

- Isabel no lo ama, he ahí la cuestión. ¿Iría usted a alimentarse de desdenes? ¿Querría usted apurar las tristes voluptuosidad del amante despreciado? Eso sería una insensatez. Isabel es mía, no sé si lo sienta o me alegre de ello, porque me había ya hecho la ilusión de ser feliz por unos días, embriagándome en el mar de deleites que promete el amor de esa reina de Jalisco, de esa flor de la Andalucía de México. Voy a tener que luchar con el carácter sentimental, melancólico, lleno de timidez de esta especie de inglesa naturalizada en Guadalajara. Pero le confesaré a usted que esta tarde me he sentido tocado, y aun me pregunto: ¿seré capaz de amar? Pues bien, sí; yo creo que amaré a Isabel, y de ese modo mi nuevo amor será mi talismán en la guerra, será mi esperanza, será la palabra sagrada que escriba en una bandera que sigo por orgullo, pero sin esperanza ... Tendré un ángel bueno en este lugar a que nos ha traído y en que nos mantendrá la guerra. De manera que, hijo mío, tenemos que hacer un cambio de posición. Yo amaré a Isabel, y usted tomará el camino que le abre ya el carácter impetuoso de una mujer irresistible. ¿Se acepta?

- Enrique -dijo Fernando con profunda tristeza y suspirando- veo que no tiene remedio, mi prima lo prefiere a usted. Sería yo un insensato si me atravesara. No creo que Clemencia abrigue simpatía por mí, a pesar de sus palabras y de la opinión de usted. Pero sí me alejaré de la que no me ama, y frecuentaré a aquella a quien no me siento capaz de amar, pero que siquiera no me verá con disgusto a su lado.

- ¡Pícaro! Usted va a ser el más dichoso de los hombres. En cuanto a mí, ya me figuro que voy a pasar la mayor parte de los pocos días que nos restan en Guadalajara, oyendo y tocando melodías alemanas, y viajando en alas del alma de una virgen, por los espacios nebulosos de un mundo ideal. ¡Lo ideal! Dios libre a usted de esta monomanía ... Clemencia al menos no tiene alas, y ella lo curará de sus propensiones infantiles y poéticas. Esa mujer es Cleopatra y no Julieta.

- Pues bien, sea, y que los augurios que sentí dentro de mí al ver a esa mujer tan linda, se realicen ... No la amaré; ¡pero la estudiare!

Los jóvenes llegaron a su cuartel y se ocuparon después en los asuntos de su Junta de honor. Fernando estaba preocupado; realmente aquella última mirada de Clemencia, aquel Hasta mañana, Fernando, no podían borrarse de su memoria. Decirle a él Fernando con tal confianza ¿era una insinuación? Por lo menos era una indicación de que era preferido, de que no era antipático.

Por la primera vez se veía tratado bien por una mujer. Por la primera vez también, una mujer hermosa le había hecho Con interés esa pregunta, que siempre agrada al hombre cuando la dirigen unos labios de granada: ¿Ha amado usted alguna vez?

Esa noche, después de la junta y de la cena, más alegre que de costumbre, Fernando se acostó en su catre de campaña, más contento que nunca, y, después de estar pensando un momento, se durmió y soñó con la sultana de Guadalajara, la de los ojos y cabellos de azabache, de boca rosada y de dientes de perlas. La dulce joven de blondos cabellos y de ojos azules se había eclipsado en su imaginación.

Así en la juventud y en los dulces tiempos en que se despiertan en el corazón los primeros amores, en esas auroras del alma en que comienza a iluminarse para nosotros el cielo de la esperanza, las imágenes se suceden a las imágenes, con la misma facilidad con que las nubecillas atraviesan el espacio en una mañana de primavera.

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