Índice de Clemencia de Ignacio Manuel AltamiranoCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

XIII

Celos

Fernando notó con algún asombro la impresión que causaba en su prima la llegada de él y de su amigo, pues no parecía sino que la hermosa joven era una tímida niña de doce años, no acostumbrada aún al trato social. Se hallaba turbada visiblemente.

Alargó su mano pequeña y fina, primero a Valle y después a Flores, y se conmovió al sentir la blanda presión de los dedos de éste, sus labios se agitaron procurando balbucir algunas palabras de saludo, se desprendió más ruborizada todavía, y salió ligeramente del salón, diciendo a los oficiales:

- Voy a avisar a mamá: tomen ustedes asiento.

- ¿Serán aprensiones mías -dijo Fernando- o Isabel se ha puesto encendida, y luego pálida, al vernos llegar? ¿Ha notado usted?

- Es natural -respondió Enrique- no está usted en México; las provincianas son siempre tímidas.

- Pero ayer no observé yo esta emoción.

- No pondría usted cuidado seguramente. Pero, chico, usted es quien está ahora notablemente pálido y conmovido; parece usted un delincuente delante de su juez.

A esta sazón llego la señora con Isabel. La primera cambio con los jóvenes los cumplimientos de costumbre, después de lo cual, Enrique, fiel a su promesa de no hacer la corte a la prima y de proporcionar a Valle la oportunidad de consagrarse enteramente a ella, entabló con la señora una conversación interesante, como lo sabía hacer el galante oficial, muy acostumbrado al trato de las mujeres de toda edad, cuyo gusto y propensiones adivinaba luego para poder lisonjearlas con más seguridad.

Mariana, así se llamaba la señora, que sea dicho de paso rayaba en los cuarenta años y que era mujer distinguida y de una educación superior, conservando todavía una belleza fresca y notable, pareció encantarse con Enrique. Las numerosas relaciones de éste en México, le permitían informar a Mariana, que había vivido allí algún tiempo y que conocía perfectamente el mejor círculo, acerca de las novedades ocurridas durante aquellos últimos años en todas las familias.

Enrique hacía la descripción del estado de la sociedad mexicana en aquella época de guerra, retrataba con habilidad sin igual a las hermosuras en boga, refería la historia de los matrimonios recientes y de los amores célebres; pero todo esto con tal tino; con tal donaire, con un tacto tan exquisito, que Mariana acabó por creer que aquel joven era adorable.

La señora reía frecuentemente, demostrando el mayor placer al escuchar los dichos agudos, los epigramas delicados, las observaciones picantes que salían a cada momento de los labios de Enrique, y aun se volvía para decir a su hija, llamándole la atención:

- Pero ¿oyes esto, Isabel?

Y entonces la joven dejaba de escuchar la pobre conversación de Fernando para oír a Flores, que acababa por interesar a ambas vivamente en su relato.

Entretanto Fernando murmuraba algunas frases tímidas para entretener a su prima, que no estaba atenta sino a Enrique, a quien miraba por largos intervalos sin poner cuidado a sus palabras. Enrique le parecía más hermoso, más interesante que el día anterior.

Ni siquiera reparaba en que su primo Valle parecía más triste, más pálido y más sombrío. Y como éste notó que Isabel apenas le respondía en monosílabos y apartaba de él sus miradas para fijarlas en el gallardo militar, acabó por quedar en silencio, disimulando con un aire de distracción el sentimiento que comenzaba a punzar su corazón como un puñal.

Tenía celos ya. Era seguro que Isabel amaba a su amigo o, por lo menos, sentíase dispuesta a amarle.

De repente se detuvo un carruaje en la puerta.

- ¡Es Clemencia! -dijeron la señora e Isabel, y se levantaron para recibirla.

En efecto, la hermosísima morena apareció en la puerta, abrazó y besó a sus amigas, y alargó risueña una mano enguantada y aristocrática a los dos oficiales.

- Me alegro mucho de ver a ustedes por aquí -les dijo- hemos hablado tan poco ayer, que me permitirán ustedes en mi calidad de provinciana, que espere tener noticia minuciosa de mis amigas de México, y de muchas cosas que, a los que vivimos tan lejos, nos interesan sobremanera.

- El señor Flores -dijo Mariana- acaba de referirme cosas de aquella capital, que me han encantado. No hay talento como el suyo para conversar, y nadie puede informar mejor ... conoce a todo el mundo.

Enrique saludó agradecido a la señora, y volviéndose a Clemencia:

- Seré muy dichoso, señorita -le dijo- si puedo dar a usted razón de sus relaciones en México. En efecto, conozco a todo el mundo allí, y poseo todo ese caudal de noticias íntimas que ni pueden encontrarse en los periódicos ni contenerse en las cartas, y que sólo se conservan en la memoria de los iniciados como yo en ciertos círculos.

Generalizóse entonces la conversación. Enrique desplegó toda la riqueza de sus facultades; como conversador y como hombre de mundo y de educación distinguida, hizo conocer, sin ostentación, lo numeroso y distinguido de sus relaciones sociales; era el amigo de las mujeres más bellas de México, de los hombres más elegantes y aristocráticos, y si a esto se agrega que había viajado mucho y que estaba dotado de ese talento especial de los que han frecuentado mucho los círculos distinguidos, y que, sin ser profundo en nada, deslumbra a primera vista, se comprenderá muy bien que Enrique cautivo a su bello auditorio. Isabel le escuchaba con arrobamiento. Clemencia fijaba en él sus lánguidos ojos negros, bañándole con sus miradas ardientes y voluptuosas. Mariana reía alegremente.

Fernando estaba olvidado: triste destino de los humildes, de los taciturnos y de los huraños.

- Me han hablado -dijo Clemencia a Enrique- del talento de usted en el piano, y aseguran los que me han informado y que conocen a usted muy bien, que no tienen labios con que elogiarle. Según eso, es usted un militar como se ven pocos en nuestros días, porque los artistas no se encuentran regularmente en el ejército. Ya se ve, usted no es soldado de profesión sino que ha tomado la espada para defender a su patria ¿no es esto?

- Es verdad, señorita, no soy soldado de profesión, y en esta parte me declaro profano delante de Fernando. El sí que es soldado, y tan soldado, que ha comenzado su carrera cargando el fusil. No se ruborice usted ¡vaya! eso no es deshonra; ha sido sirviendo a la patria, y nada importa la clase cuando desde ella ha sabido usted elevarse.

- No: yo no me ruborizo por esa causa -murmuró Fernando.

- ¿Soldado raso? -preguntó Mariana- es extraño. ¿Querría usted explicarme por qué ha sido esto? No es lo común que los jóvenes del nacimiento de usted sienten plaza de soldados rasos.

- Señora ... balbuceó Valle notablemente conmovido.

- Pero Mariana, no sea usted indiscreta -se apresuró a decir Clemencia- estas cosas no se preguntan ... Volvamos a lo del piano, que se nos olvida ... Ha de saber usted, Flores, que Isabel es una verdadera artista, conoce la música admirablemente, y en el piano es de una fuerza que se sorprenderá de encontrar en estas regiones apartadas ...

- ¡Clemencia! -interrumpió Isabel llena de rubor.

- Hija mía, es la verdad ¿para que ocultarla? Tú lo niegas siempre, y es natural porque antes que todo eres modesta; pero tus amigas tenemos orgullo de tu talento, y lo hemos de alabar debidamente.

- ¡Oh que fortuna, Isabel, que fortuna! -dijo con entusiasmo Enrique- este es un hallazgo, un tesoro ... es la dicha que nos sonríe en el camino del sacrificio.

- Clemencia -observó llena de vergüenza Isabel- tú tendrás la culpa de que el señor vaya a encontrarme espantosamente torpe ... ¿Por qué eres así?

- Pero es la verdad, caballero, es la verdad, y usted va a convencerse de ella ... Yo toco también; pero Isabel queda muy superior a mí. Y para que usted pueda comparar, voy a sentarme al piano, después tocará ella, y por último, esperamos que usted nos confundirá a las dos; pero seremos las primeras en ofrecer flores al vencedor.

Y diciendo y haciendo, la encantadora morena se levantó de su asiento, y cimbrándose como un junco, se dirigió al piano. Enrique la acompañó y, a indicación de ella, buscó en un aparador de madera de rosa el papel de música que deseaba, y permaneció de pie, a su lado, devorándola con las ojos.

Clemencia prefería todo aquello que estaba en armonía con su carácter, y en música desdeñaba lo puramente melancólico y tierno, así como se impacientaba con las elevadas e intrincadas combinaciones de la escuela clásica.

Ella necesitaba música enérgica para traducir los sentimientos de su alma ardiente y poderosa. Necesitaba el desorden, la inspiración robusta y atrevida, el delirio en la armonía. Verdi era el maestro favorito de Clemencia. El piano expresaba los arrebatos furiosos de la pasión bajo aquellas manos de diosa.

Enrique estaba subyugado y se sentía, a su pesar, preso entre las mallas terribles con que parecía rodearle la magia irresistible de aquella mujer.

- Esto es inexplicable -se decía interiormente- ¡yo dominado! Pues esto no debe ser.

Fernando, por su parte, estaba en el colmo de la desesperación. Había notado en el hermoso semblante de Isabel las contracciones del dolor y de los celos. Cada vez que Clemencia se volvía hacia Enrique con su mirada de fuego y con su sonrisa de sirena, un ligero temblor agitaba el cuerpo de la angelical rubia, que unas veces apretaba convulsivamente el brazo del sillón en que se apoyaba, y otras parecía reprimir penosamente las lágrimas que los celos hacían asomar a sus ojos.

De modo que para Valle no era ya dudoso que Isabel amaba a Enrique. Esto lo hacía reclinarse en su sillón como desfallecido por el tormento. Jamás había sentido en su corazón la cruel punzada de los celos, aquel dolor le había sido desconocido enteramente, y se preguntaba si no sería más cuerdo para él, que había pensado sacrificarse por la patria, retirarse de aquella casa, no volver a ver a su prima, y refugiarse en sus deberes de soldado, para escapar a los peligros de una pasión que acababa con sus fuerzas.

El era allí un condenado. Aquellas dos mujeres, tan hermosas como el más hermoso ideal que el hubiera soñado en sus delirios de joven, estaban pendientes de Enrique, de aquel siempre afortunado galán que no tenía más que mirar para vencer; aquellas dos mujeres, tan adorables por su inteligencia y por su corazón, no tenían miradas más que para el bello oficial, no tenían sonrisas sino para agradarle, no tenían elogios sino para envanecerle, no tenían lagrimas de fuego sino para sufrir celos por su amor.

Y en tanto a él, al pobre oficial, tan desgraciado desde su juventud, tan triste y pobre, y cuyo corazón acababa de abrirse después de tantos años de sufrimientos, para pedir amor, amor, no como una recompensa sino como un consuelo, a él, digo, ni una mirada, ni una palabra, ni un recuerdo. ¡Cosa extraña! estando allí presente, estaba tan olvidado como si se hallase en la más profunda de las grutas del mundo.

Entonces, apartando sus ojos de aquel cuadro que presenciaba en el salón, los fijo en una de las ventanas por donde se veía el sol, que al ponerse doraba las cúpulas lejanas y las copas de los árboles, y vio el cielo azul y limpio del invierno, y no escuchando ya nada de la música ni de la alegre conversación que se tenía en su derredor, pensó dolorosamente que toda aquella luz, que toda aquella serenidad del cielo nada valían sin el amor, que es el sol del alma; sin la esperanza, que es el cielo de la vida, y entonces vio horrible todo ese mundo que se revelaba a sus ojos por el estrecho espacio de una ventana, y ... una lágrima, que no fue bastante fuerte para reprimir, salió de sus ojos como una gota de fuego y corrió silenciosamente por su mejilla.

Apresuróse a enjugarla con la mano y, volviendo el rostro, a pesar de que nadie se hubiera apercibido de ella, tomó con el alma al salón.

Enrique, embriagado, felicitaba a Clemencia por su talento, le decia mil cosas encantadoras y la conducía sonriendo a su asiento.

- No sea usted lisonjero, Enrique, porque no le creeré a usted. Lo que yo toco, lo tocan mil medianias; eso no vale nada ... ahora va usted a oír cosa mejor. Isabel, vete al piano.

Isabel, ya repuesta y con semblante risueño y ruboroso, acompañada también de Flores, obedeció a su amiga y fue a buscar en el aparador un libro ricamente encuadernado.

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