Índice de La celestina de Fernando de RojasActo anteriorConclusiónBiblioteca Virtual Antorcha

ACTO VIGÉSIMO PRIMO

ARGUMENTO

Pleberio tornado a su cámara con grandísimo llanto; pregúntale Alisa, su mujer, la causa de tan súbito mal; cuéntale la muerte de su hija Melibea, mostrándole el cuerpo della todo hecho pedazos, y haciendo su planto concluye.

ALISA, PLEBERIO

ALISA
Señor Pleberio, ¿qué es esto? ¿Por qué son tus fuertes alaridos? Sin seso estaba, adormecida del pesar que hube cuando oí decir que sentía dolor nuestra hija; agora, oyendo tus gemidos y tus voces tan altas, tus quejas no acostumbradas, tu llanto y congoja de tanto sentimiento, en tal manera penetraron mis entrañas, en tal manera traspasaron mi corazón, así avivaron mis turbados sentidos, que el ya rescebido pesar alancé de mí. Un dolor saca a otro, un sentimiento otro. Dime la causa de tus quejas. ¿Por qué maldices tu honrada vejez; por qué pides la muerte; por qué arrancas tus blancos cabellos; por qué hieres tu honrada cara? ¿Es algún mal de Melibea? Por Dios, que me lo digas, porque si ella pena, no quiero yo vivir.

PLEBERIO
¡Ay, ay, noble mujer! ¡Nuestro gozo en el pozo! ¡Nuestro bien todo es perdido, no queramos más vivir! Y porque el incogitado dolor te dé más pena, todo junto sin pensarlo: porque más presto vayas al sepulcro; porque no llore yo solo la pérdida dolorida de entrambos, ve allí la que tú pariste y yo engendré, hecha pedazos. La causa supe della, y más la he sabido por extenso desta su triste sirviente; ayúdame a llorar nuestra allegada postrimería. ¡Oh gentes que venís a mi dolor; oh amigos y señores, ayudadme a sentir mi pena! ¡Oh mi hija y mi bien todo! Crueldad sería que viva yo sobre tí. Más dignos eran mis sesenta años de la sepultura que tus veinte. Turbóse la órden del morir con la tristeza que te aquejaba. ¡Oh mis canas, salidas para haber pesar! Mejor gozara de vosotros la tierra que de aquellos rubios cabellos que presentes veo. Fuertes días me sobran para vivir: Quejarme he de la muerte; incusarle he su dilación cuanto tiempo me dejare solo, después de ti. Fálteme la vida, pues me faltó tu agradable compañía. ¡Oh mujer mía! Levántate de sobre ella, y si alguna vida te queda, gástala conmigo en tristes gemidos, en quebrantamiento y sospirar: y si por caso tu espíritu reposa con el suyo, si ya has dejado esta vida de dolor, ¿por qué quisiste que lo pasase yo todo? En esto tenéis ventaja las hembras a los varones, que puede gran dolor sacaros del mundo sin lo sentir, o a lo menos perdéis el sentido, que es parte de descanso. ¡Oh duro corazón de padre! ¿Cómo no te quiebras de dolor, que ya quedas sin tu amada heredera? ¿Para quién edifiqué torres? ¿Para quién adquirí honras? ¿Para quién planté árboles? ¿Para quién fabriqué navíos? ¡Oh tierra dura! ¿Cómo me sostienes? ¿Adónde hallará abrigo mi desconsolada vejez? ¡Oh fortuna variable, ministra y mayordoma de los temporales bienes! ¿Por qué no ejecutaste tu cruel ira, tus mudables ondas en aquello que a tí es sujeto? ¿Por qué no destruiste mi patrimonio? ¿Por qué no quemaste mi morada? ¿Por qué no asolaste mis grandes heredamientos? Dejárasme aquella florida planta, en quien tú poder no tenías: diérasme, fortuna flutuosa, triste la mocedad con vejez alegre, no pervirtieras la orden. Mejor sufriera persecuciones de tus engaños en la recia y robusta edad, que no en la flaca postrimería. ¡Oh vida de congojas llena, de miserias acompañada! ¡Oh mundo, mundo! Muchos mucho de ti dijeron, muchos en tus calidades metieron la mano; diversas cosas por oídas de tí contaron; yo por triste esperiencia lo contaré, como a quien las ventas y compras de tu engañosa feria no prósperamente sucedieron. Como aquel que mucho ha hasta agora callado tus falsas propiedades, por no encender con odio tu ira, porque no me secases sin tiempo esta flor, que este día echaste de tu poder. Pues agora sin temor, como quien no tiene qué perder, como aquel a quien tu compañía es ya enojosa, caminaré como caminante pobre, que sin temor de los crueles salteadores va cantando en alta voz; yo pensaba en mi más tierna edad que eras y eran tus hechos regidos por alguna orden: agora visto el pro y la contra de tus bienandanzas, me paresces un laberinto de errores, un desierto espantable, una morada de fieras, juego de hombres que andan en corro, laguna llena de cieno, región llena de espinas, monte alto, campo pedregoso, prado lleno de serpientes, huerto florido y sin fruto, fuente de cuidados, río de lágrimas, mar de miserias, trabajo sin provecho, dulce panzona, vana esperanza, falsa alegría, verdadero dolor. Cébasnos, mundo falso, con el manjar de tus deleites, y al mejor sabor nos descubres el anzuelo; no lo podemos huir, que nos tiene ya cazadas las voluntades. Prometes mucho, nada cumples: échasnos de tí, porque no te podamos pedir que mantengas tus vanos prometimientos. Corremos por los prados de tus viciosos vicios, muy descuidados, a rienda suelta; descúbrenos la celada, cuando ya no hay lugar de volver. Muchos te dejaron con temor de tu arrebatado dejar; bienaventurados se llamarán, cuando vean el galardón que a este triste viejo has dado en pago de tan largo servicio. Quiébrasnos el ojo y úntasnos con consuelo el casco: haces mal a todos, porque ningún triste se halle solo en ninguna adversidad, diciendo que es alivio a los míseros, como yo tener compañeros en la pena; pues, desconsolado viejo, ¡qué solo estoy! Yo fuí lastimado sin haber igual compañero de semejante dolor, aunque más en mi fatigada memoria revuelvo presentes y pasados. Que si aquella severidad y paciencia de Paulo Emilio me viniera a consolar, con pérdida de dos hijos muertos en siete días, diciendo que su animosidad obró que consolase él al pueblo romano, y no el pueblo a él; no me satisface, que otros dos le quedaban dados en adopción. ¿Qué compañía me ternán en mi dolor aquel Pericles, capitán ateniense, ni el fuerte Jenofón; pues sus pérdidas fueron de hijos ausentes de sus tierras? Ni fue mucho no mudar su frente y tenerla serena, y el otro responder al mensajero que las tristes albricias de la muerte de su hijo le venía a pedir, que fuimos semejantes en pérdida no sentía pesar; que todo esto bien diferente es a mi mal. Pues menos podrás decir, mundo lleno de males, que fuimos semejantes en pérdida aquel Anaxágoras y yo, que seamos iguales en sentir, y que responda yo, muerta mi amada hija, lo que él a su único hijo, que dijo: como yo fuese mortal, sabía que había de morir el que yo engendrara; porque mi Melibea mató a sí misma de su voluntad ante mis ojos, con la gran fatiga de amor que le aquejaba; el otro matáronle en muy lícita batalla. ¡Oh incomparable pérdida! ¡Oh lastimado viejo! Que cuanto más busco consuelos, menos razón hallo para me consolar: y que si el profeta rey David al hijo que enfermo lloraba, muerto no quiso llorar, diciendo que era casi locura llorar lo irrecuperable, quedábanle otros muchos, con que soldase su llaga. Y yo no lloro triste a ella muerta; pero la causa desastrada de su morir. Agora perderé contigo, mi desdichada hija, los miedos y temores, que cada día me espavorescían; sola tu muerte es la que a mí me hace seguro de sospecha. ¿Qué haré, cuando entre en tu cámara y retraimiento, y la halle sola? ¿Qué haré de que no me respondas si te llamo? ¿Quién me podrá cubrir la gran falta que tú me haces? Ninguno perdió lo que yo el día de hoy, aunque algo conforme parezca a la fuerte animosidad de Lambas de Auria, duque de los ginoveses, que a su hijo herido con sus brazos desde la nao echó en la mar: porque todas éstas son muertes, que si roban la vida, es forzado de cumplir con la fama. Pero ¿quién forzó a mi hija a morir, sino la fuerte fuerza del amor? Pues, mundo halaguero, ¿qué remedio das a mi fatigada vejez? ¿Cómo me mandas quedar en tí, conosciendo tus falsías, tus lazos, tus cadenas y redes, con que pescas nuestras flacas voluntades? ¿A dó me pones mi hija? ¿Quién acompañará mi desacompañada morada? ¿Quién terná en regalos los mis años que caducan? ¡Oh amor, amor! ¡Que no pensé que tenías fuerza ni poder de matar a tus sujetos! Herida fue de tí mi juventud; por medio de tus brasas pasé: ¿cómo me soltastes, para me dar la paga de la huída en mi vejez? Bien pensé que de tus lazos me había librado, cuando los cuarenta años toqué; cuando fuí contento con mi conyugal compañera, cuando me ví con el fruto que me cortaste el día de hoy. No pensé que tomabas en los hijos la venganza de los padres: ni sé si hieres con hierro, ni si quemas con fuego; sana dejas la ropa, lastimas el corazón. Haces que feo amen, y hermoso les parezca. ¿Quién te dio tanto poder? ¿Quién te puso nombre que no te conviene? Si amor fueses, amarías a tus sirvientes; si los amases, no les darías pena; si alegres viviesen, no se matarían, como agora mi amada hija. Dime ¿en qué pararon tus sirvientes y sus ministros? ¿y la falsa alcahueta Celestina? Murió a manos de los más fieles compañeros que ella para su servicio emponzoñado jamás halló. Ellos murieron degollados, Calisto despeñado; mi triste hija quiso tomar la misma muerte por seguirle: todo esto causas; dulce nombre te dieron, amargos hechos haces. No das iguales galardones: inicua es la ley, que a todos igual no es. Alegra tu sonido, entristesce tu trato. Bienaventurados los que no conociste, o de los que no te curaste. Dios te llamaron otros, no sé con qué error de su sentido traídos. Cata, que Dios mata los que crió: tú matas los que te siguen. Enemigo de toda razón, a los que menos te sirven das mayores dones, hasta tenerlos metidos en tu congojosa danza. Enemigo de amigos, amigo de enemigos, ¿por qué te riges sin orden ni concierto? Ciego te pintan, pobre y mozo, pónente un arco en la mano, con que tires a tiento: más ciegos son tus ministros, que jamás sienten ni ven el desabrido galardón que se saca de tu servicio. Tu fuego es de ardiente rayo, que jamás hace señal do llega. La leña que gasta tu llama son almas y vidas de humanas criaturas; las cuales son tantas, que de quien comenzar pueda, apenas me ocurre. No sólo de cristianos, mas de gentiles y judíos, y todo en pago de buenos servicios. ¿Qué me dirás de aquel Macías de nuestro tiempo, cómo acabó amando, de cuyo triste fin tú fuiste la causa? ¿Qué hizo por tí Paris? ¿Qué Elena? ¿Qué hizo Cliptemnestra? ¿Qué Egisto? Todo el mundo lo sabe. Pues a Safo, Ariadna, a Leandro, ¿qué pago les diste? Hasta David y Salomón no quisiste dejar sin pena. Por tu amistad Sansón pagó lo que meresció, por creerse de quien tú le forzaste a dar la fe; y otros muchos callo, porque tengo harto que contar en mi mal. Del mundo me quejo, porque ansí me crió; porque no me dando vida, no engendrara en él a Melibea; no nascida, no amara; no amando, cesara mi queja y desconsolada postrimería. ¡Oh mi compañera buena, y mi hija despedazada! ¿Por qué no quisiste que estorbase tu muerte? ¿Por qué no tuviste lástima de tu querida y amada madre? ¿Por qué te mostraste tan cruel con tu viejo padre? ¿Por qué me dejaste penando? ¿Por qué me dejaste triste y solo in hac lachrymarnm valle?

Índice de La celestina de Fernando de RojasActo anteriorConclusiónBiblioteca Virtual Antorcha