Índice de Casa de muñecas de Enrique IbsenPresentación de Chantal López y Omar CortésActo segundoBiblioteca Virtual Antorcha

ACTO PRIMERO

Sala decentemente amueblada, pero sin lujo. Al foro, dos puertas practicables que conducen, la de la derecha, a la antecámara, y la de la izquierda, al despacho de Helmer. Entre ambas, un piano. A la izquierda, otra puerta, y más allá, una ventana. Cerca de la ventana, un velador, un sillón y un pequeño diván. A la derecha, junto al foro, otra puerta, y en primer término, una chimenea. Entre ambas, una mesa pequeña, y, a ambos lados de la chimenea, varias butacas. Un mueble con vajilla, un armario lleno de libros lujosamente encuadernados, grabados y algunos objetos de arte convenientemente distribuidos, completan el decorado de la escena, que debe estar alfombrada. Es un día frío de invierno, y en la chimenea arde un buen fuego

(Al levantarse el telón, suena un campanillazo en la antecámara. ELENA, que se encuentra sola, poniendo en orden los muebles, se apresura a abrir la puerta derecha del foro, por donde entra NORA, en traje de calle, con varios paquetes, seguida de un Mozo con un árbol de Navidad y una cesta. NORA tararea mientras coloca los paquetes sobre la mesa de la derecha. EL MOZO entrega a ELENA el árbol de Navidad y la cesta.)

NORA.- Esconde bien el árbol de Navidad, Elena. Los niños no deben verlo hasta la noche, cuando esté arreglado. (Al Mozo sacando el portamonedas). ¿Cuánto le debo?

EL Mozo.- Cincuenta céntimos.

NORA.- Tome una corona. Lo que sobre, para usted.

(EL MOZO saluda y se va. Nora cierra la puerta. Continúa sonriendo alegremente mientras se despoja del sombrero y del abrigo. Después saca del bolsillo un cucurucho de almendras y come dos o tres, se acerca de puntillas a la puerta izquierda del foro y escucha).

Nora.- ¡Ah! Está en el despacho. (Vuelve a tararear, y se dirige a la mesa de la derecha).

HELMER.- (Dentro) ¿Es mi alondra la que gorjea?

NORA.- (Abriendo paquetes.) Sí.

HELMER.- ¿Es mi ardilla la que enreda?

NORA.- ¡Sí!

HELMER.- ¿Hace mucho tiempo que ha venido la ardilla?

NORA.- Acabo de llegar. (Guarda el cucurucho de confites en el bolsillo y se limpia la boca). Ven aquí, Torvaldo; mira las compras que he hecho.

HELMER.- No me interrumpas. (Poco después abre la puerta y aparece con la pluma en la mano, mirando en todas direcciones). ¿Comprando, dices? ¿Todo eso? ¿Otra vez ha encontrado la niñita la manera de gastar dinero?

NORA.- Pero, ¡Torvaldo! Este año podemos hacer algunos gastos más. Es la primera Navidad en que no nos vemos obligados a andar con escaseces.

HELMER.- Sí ..., pero tampoco podemos derrochar ...

NORA.- Un poco, Torvaldo, un poquitín, ¿no? Ahora que vas a cobrar un sueldo crecido, y que ganarás mucho, mucho dinero ...

HELMER.- Sí, a partir de año nuevo; pero pasará un trimestre antes de percibir nada.

NORA.- ¿Y eso qué importa? Mientras tanto se pide prestado.

HELMER.- ¡Nora! (Se acerca a Nora, a quien de bromas agarra de una oreja). ¡Siempre esa ligereza! Suponte que pido prestadas hoy mil coronas, que tú las gastas durante las Pascuas, que la víspera de año nuevo me cae una teja en la cabeza, y que ...

NORA.- (Poniéndose la mano en la boca.) Cállate, y no digas esas cosas.

HELMER.- Pero figúrate que ocurriese. ¿Y entonces?

NORA.- Si sucediera tal cosa ..., me daría lo mismo tener deudas que no tenerlas.

HELMER.- ¿Y las personas que me hubieran prestado el dinero?

NORA.- ¿Quién piensa en ellas? Son personas extrañas.

HELMER.- Nora, Nora, eres una verdadera mujer. En serio, ya sabes mis ideas respecto a este punto. Nada de deudas; nada de préstamos. En la casa que depende de deudas y de préstamos se introduce una especie de esclavitud, cierta cosa de mal cariz que previene. Hasta ahora nos hemos hecho firmes, y seguiremos haciendo otro tanto durante el poco tiempo de prueba que nos queda.

NORA.- (Acercándose a la chimenea). Bien, como tú quieras, Torvaldo.

HELMER.- (La sigue). Vamos, vamos, la alondra no debe andar triste. ¿Qué? ¿Ahora salimos con que la ardilla tuerce el gesto? (Abre su portamonedas). Nora, ¿qué dirás que tengo aquí?

NORA.- (Volviéndose con rapidez). Dinero.

HELMER.- Mira. (Le entrega algunos billetes). ¡Dios mío! Hay muchos gastos en una casa cuando se acerca Navidad.

NORA.- (Contando). Diez, veinte, treinta, cuarenta; ¡gracias, Torvaldo! Con esto ya tengo para ir tirando.

HELMER.- No habrá más remedio.

NORA.- Se hará así, descuida. Pero ven aquí. Voy a enseñarte todo lo que he comprado, y ¡tan barato! Mira: un traje nuevo para Ivar y un sable; un caballo con una trompeta para Bob, y una muñeca con una cama para Emmy -de lo más ordinario, porque en seguida lo rompe-. Y aquí, delantales y telas para las muchachas. La buena Mariana merecía mucho más que esto, pero ...

HELMER.- Y en ese paquete, ¿qué hay?

NORA.- (Profiriendo un ligero grito). No, Torvaldo, eso no lo verás hasta la noche.

HELMER.- Bien, bien. Pero dime, manirrotita, ¿qué te gustaría a ti?

NORA.- ¿Para mí? ¡Qué importa! Yo no quiero nada.

HELMER.- ¡No faltaba más! Vamos, dime algo que te tiente, una cosa razonable.

NORA.- Realmente ... no sé. Y eso que ... Oye, Torvaldo ...

HELMER.- Veamos.

NORA.- (Mientras juguetea con los botones de la americana de Helmer; pero sin mirarle). Si estás decidido a regalarme algo, podrías ..., podrías ...

HELMER.- Vamos, acaba.

NORA.- (De un tirón). Podrías darme dinero, Torvaldo. ¡Oh!, poca cosa, aquello de que puedas disponer, con eso me compraría algo.

HELMER.- Pero, Nora ...

NORA.- ¡Vaya, que sí! Lo vas a hacer, Torvaldo. Te lo ruego. Colgaré el dinero del árbol envuelto en un papel dorado muy bonito. ¿No hará buen efecto?

HELMER.- ¿Cómo se llama el pájaro que no cesa en su despilfarro?

NORA.- Sí, sí, el estomino, ya lo sé. Pero haz lo que te digo. Torvaldo; así tendré tiempo para pensar en algo útil. ¿No es lo más razonable. di?

HELMER.- (Sonriendo). Si supieras emplear el dinero que te doy y comprar efectivamente alguna cosa. sí; pero desaparece en la casa, se evapora en mil pequeñeces, y luego tengo que aflojar de nuevo la bolsa.

NORA.- ¡Qué cosas dices. Torvaldo! ...

HELMER.- Es la pura verdad. Norita mía. (Le rodea la cintura con un brazo). El estomino es una belleza pero necesita tanto dinero ... ¡Es increíble lo que cuesta a un hombre poseer un estomino!

NORA.- ¡Anda! ¿Cómo te atreves a decir eso? Si yo ahorro todo lo que puedo.

HELMER.- ¡Oh!, eso es indudable. Todo lo que puedes, sólo que no puedes nada.

NORA.- (Tarareando y sonriendo alegremente). ¡Si supieras tú cuántos gastos tenemos las alondras y las ardillas!

HELMER.- Eres una criatura original. Igual a tu padre. Con la mejor buena voluntad del mundo se mataba trabajando para ganar dinero. Y se le escurría de entre los dedos cuando lo tenía. En fin, hay que tomarte como eres. Sí, sí, Nora, esas cosas son hereditarias, indudablemente.

NORA.- Bien quisiera haber heredado muchas cualidades de papá.

HELMER.- Yo te quiero como eres, querida alondra. (Pausa). Pero oye; te encuentro hoy no sé cómo ... Tienes una cara así ... un poco sospechosa.

NORA.- ¿Yo?

HELMER.- Sí, tú. Mírame bien a los ojos. (Nora mira a Helmer). ¿Habrá hecho esta locuela alguna escapatoria a la ciudad?

NORA.- No. ¿Por qué dices eso?

HELMER.- ¿De veras no ha metido su nariz de golosa en la confitería?

NORA.- No, te lo aseguro, Torvaldo.

HELMER.- ¿No ha olido siquiera los dulces?

NORA.- Ni pensarlo.

HELMER.- ¿No ha masticado dos o tres almendras?

NORA.- ¡Que no!, Torvaldo, te digo que no.

HELMER.- Bien, mujer, bien; te lo digo en broma.

NORA.- (Acercándose a la mesa de la derecha). Ni en sueños podría ocurrírseme hacer nada que te desagrade. Puedes estar bien seguro.

HELMER.- No, si lo sé. ¿No me lo has prometido? ... (Se aproxima a Nora). Vamos, guárdate tus secretos de Navidad, que nosotros ya los sabremos esta noche cuando se descubra el árbol.

NORA.- ¿Has pensado en invitar a comer al doctor Rank?

HELMER.- No, ni hace falta; puesto que ya lo sabe. Sin embargo, le invitaré cuando venga. He encargado un buen vino, Nora; no puedes figurarte la alegría y los deseos que tengo de que llegue la noche.

NORA.- Lo mismo me pasa a mí. ¡Y qué alegría la que van a tener los niños, Torvaldo!

HELMER.- ¡Ah! Es una delicia pensar que se ha llegado a una situación estable, asegurada, y se dispone con holgura de cuanto se necesita. ¿No es verdad? Es una dicha inmensa pensarlo.

NORA.- ¡Oh! Es maravilloso. Parece un sueño.

HELMER.- ¿Te acuerdas de la última Navidad? Tres semanas antes, te encerrabas todas las noches hasta más de las doce, a hacer flores para el árbol de Navidad y a prepararnos otras mil sorpresas ... ¡Uf! Es la época más aburrida que he pasado en mi vida.

NORA.- Yo no me aburría.

HELMER.- (Sonríe). Sin embargo, el resultado fue bastante deplorable, Nora.

NORA.- ¡Bueno! ¿Todavía me harás rabiar con eso? ¿Tengo yo la culpa de que entrara el gato y lo hiciese trizas todo?

HELMER.- ¡Claro que no, Norita!, ¿cómo habías tú de tener la culpa? Tenías los mejores deseos de que nos divirtiéramos todos, y eso es lo esencial. Pero bueno es que hayan pasado aquellos malos tiempos.

NORA.- Es verdad; todavía no me lo creo; ¡parece un sueño!

HELMER.- Ahora ya no me aburriré encerrado a solas, ni tú tendrás que atormentar tus hermosos ojos y tus lindas manitas.

NORA.- (Batiendo palmas). No, ¿verdad que no, Torvaldo? ¡Qué gusto, Dios mío! (Agarra del brazo a Helmer). Ahora voy a decirte cómo he pensado que nos arreglaremos, después de que pasen las Navidades ... (Se oye llamar). Llaman. (Arregla las butacas). Vendrá alguien. ¡Qué fastidio!

HELMER.- (Disponiéndose a entrar en el despacho). Si es una visita, acuérdate de que no estoy para nadie.

ELENA.- (Desde la puerta de entrada). Señorita, una señora desea verla.

NORA.- Que pase.

ELENA.- (A Helmer). También ha venido el señor doctor.

HELMER.- ¿Ha pasado a mi despacho?

ELENA.- Sí, señor.

(Helmer entra en el despacho. La doncella hace pasar a Cristina y después cierra la puerta).

CRISTINA.- (En traje de viaje. Tímidamente. con alguna perplejidad). ¡Buenos días, Nora!

NORA.- (Indecisa). Buenos días ...

CRlSTINA.- ¿No me reconoces?

NORA.- Efectivamente ..., no sé ... ¡Ah!, sí, me parece ... (Lanzando una exclamación). ¡Cristina! ¿Eres tú?

Cristina.- Sí, la misma.

NORA.- ¡Cristina! ¡Y no te conocía! ¿Quién había de ...? (Más bajo). ¡Has cambiado tanto!

CRISTINA.- Es verdad. Como ya hace nueve ... diez años cumplidos ...

NORA.- ¿De veras hace tanto tiempo que no nos hemos visto? Sí ..., sí, eso es. ¡Oh! Estos ocho años últimos, ¡qué época tan feliz! ¡Si supieses! ... ¿Conque te tenemos aquí? ¿Has hecho un viaje tan largo en pleno invierno? Se necesita tener valor.

CRISTINA.- Pues ya lo ves; he llegado en el vapor esta mañana.

NORA.- Para pasar las Pascuas, naturalmente. ¡Qué alegría! ¡Cómo nos vamos a divertir! Pero quítate el abrigo. No tendrás frío, ¿eh? (Ayuda a Cristina a quitarse el abrigo). ¡Ajajá! Ahora nos sentaremos, junto a la chimenea, cómodamente. Pero no, siéntate en esa butaca; yo en la mecedora; en mi sitio. (Le estrecha las manos). Pues sí, ahora ya veo tu simpática cara ... pero, al pronto ..., sabes ... Sin embargo, estás un poco más pálida, Cristina ..., y quizá ... algo más delgada también.

CRISTlNA.- He envejecido mucho, mucho.

NORA.- Sí, un poquito, un poquitín quizá ..., pero no mucho. (Se detiene de repente, y añade en tono serio). ¡Oh, qué loca soy! Estoy aquí cotorreando mientras que ... Mi querida y buena Cristina, ¿me perdonas?

CRISTINA.- ¿Qué quieres decir, Nora?

NORA.- (Con mirada de incredulidad). A ver, a ver, ¿has quedado viuda?

CRISTlNA.- Sí, hace tres años.

NORA.- Lo sabía; lo leí en los periódicos. ¡Oh! Cristina, puedes creerme, pensé muchas veces escribirte entonces ..., pero lo iba dejando de un día para otro y luego siempre había algo que me obligaba a atrasarlo.

CRISTINA.- Eso no me sorprende.

NORA.- Está muy mal hecho. ¡Pobre amiga! ¡Por qué trances has debido pasar! ¿No te ha quedado con qué vivir?

CRISTlNA.- No.

NORA.- ¿E hijos?

CRISTINA.- Tampoco.

NORA.- ¿Nada, entonces?

CRISTINA.- Nada; ni siquiera dolor en el corazón, ni una de esas penas que absorben.

NORA.- (Con mirada de incredulidad). A ver, a ver, Cristina. ¿Cómo puede ser eso?

CRISTlNA.- (Sonríe amargamente y se alisa el cabello con la mano). Eso ocurre con frecuencia, Nora.

NORA.- Sola en el mundo. ¡Qué pena debe de ser para ti! Yo tengo tres chicos hermosos. Ahora no puedes verlos, porque han salido con la muchacha. Vamos, cuéntamelo todo.

CRISTlNA.- Después; primero tú.

NORA.- No, a ti te toca hablar. Hoy no quiero ser egoísta ..., no quiero pensar más que en ti. Sólo una cosa deseo decirte en seguida. ¿Sabes la buena suerte que nos ha tocado estos días?

CRISTINA.- No, ¿de qué se trata?

NORA.- Calcula: que han nombrado a mi marido director del Banco.

CRISTINA.- ¿A tu marido? ¡Oh, qué suerte!

NORA.- ¿Verdad? ¡Es una situación tan precaria la de un abogado, sobre todo cuando no quiere encargarse más que de causas buenas! Y eso era, naturalmente, lo que hacía Torvaldo, y con lo que estoy absolutamente de acuerdo. ¡Figúrate si estaremos contentos! Empezará a desempeñar el cargo el año nuevo, y entonces tendrá un buen sueldecito con multitud de utilidades, lo que nos permitirá vivir de otra manera que hasta aquí ... Completamente a nuestro gusto. ¡Oh Cristina, qué dicha y qué placer! Cree que es una delicia tener mucho dinero y estar libre de preocupaciones. ¿No te parece?

CRISTINA.- Indudablemente. Por lo menos, debe de ser algo excelente tener lo necesario.

NORA.- No, lo necesario nada más no, sino mucho, muchísimo dinero.

CRISTINA.- (Sonriendo). Nora, Nora, ¿todavía no has aprendido a ser juiciosa a estas alturas? En el colegio eras una derrochadora.

NORA.- (Sonríe dulcemente). Torvaldo supone que lo soy todavía. Pero (amenaza con el dedo) Nora, Nora no es tan loca como creéis. ¡Ah! La verdad es que hasta aquí no he tenido mucho que derrochar. Hemos necesitado trabajar los dos.

CRISTINA.- ¿Tú también?

NORA.- Sí; menudencias: labores de mano, de ganchillo, bordados, etc. (Cambiando de tono). Y, además, otra cosa. Sabes que Torvaldo dejó el Ministerio cuando nos casamos, porque no esperaba ascender, y necesitaba ganar más dinero que antes. El primer año tuvo un trabajo terrible. Figúrate; tenía que buscarse toda clase de ocupaciones y no cesaba de trabajar de la mañana a la noche. Como abusó de sus fuerzas, cayó gravemente enfermo, y los médicos le prescribieron que se marchara al Mediodía.

CRISTINA.- Cierto, pasasteis un año en Italia.

NORA.- Sí. Como comprenderás, no era muy fácil ponerse en camino ... Acababa de nacer Ivar; pero no hubo más remedio. ¡Oh, el viaje fue una maravilla, la cosa más hermosa! ¡Y salvó la vida a Torvaldo! ¡Pero el dinero que nos costó, Cristina!

CRISTINA.- Ya lo supongo.

NORA.- Mil doscientos escudos ..., cuatro mil ochocientas coronas. ¡Es algún dinero, eh!

CRISTINA.- Sí, y no es poca suerte tenerlo cuando hace falta.

NORA.- Nos lo dio papá.

CRISTINA.- ¡Ah, ya! Y, si mal no recuerdo, fue precisamente poco antes de morir.

NORA.- Sí, Cristina, precisamente entonces, y, como comprenderás, no pude ir a asistirlo. Esperaba de un día a otro el nacimiento de Ivar, ¡y el pobre Torvaldo moribundo, y necesitando que lo cuidase! ¡Mi buen papá! No volví a verlo. ¡Oh, es la pena más cruel que he tenido que sufrir desde mi matrimonio!

CRISTINA.- Ya sé que lo querías mucho. ¿De modo que después os fuisteis a Italia?

NORA.- Sí, teníamos el dinero y los médicos recomendaban tanto ... Marchamos al cabo de un mes.

CRISTINA.- ¿Y tu marido volvió completamente repuesto?

NORA.- Sí; fue un milagro.

CRISTINA.- ¿Y ... ese médico?

NORA.- ¿Qué quieres decir?

CRISTINA.- Recuerdo que la doncella anunció a un doctor, dejando pasar a un caballero al mismo tiempo que a mí.

NORA.- En efecto; ése es el doctor Rank. No viene como médico, sino como amigo, y nos visita una vez al día por lo menos. No, Torvaldo no ha tenido la más ligera indisposición desde entonces. Los niños también se encuentran sanos y frescos, y yo lo mismo. (Se levanta de un salto y palmotea). ¡Dios mío, Dios mío, Cristina, qué delicia y qué bendición vivir y estar contentos! ... ¡Ah!, pero es una vergüenza ..., no hablo más que de mí. (Se sienta en un taburete al lado de Cristina, en cuyas rodillas se recuesta). ¿No lo tomarás a mal? Dime: ¿de veras no amabas a tu marido? Entonces, ¿por qué te casaste con él?

CRISTINA.- Mi madre estaba enferma, me encontraba sin apoyo, y además tenía que cuidar a mis dos hermanitos. No me creí con derecho a negarme al matrimonio.

NORA.- Sí, sí, obraste perfectamente. ¿De modo que era rico cuando se casó?

CRISTINA.- Por lo menos vivía muy desahogado; pero su fortuna era poco sólida, y, a su muerte, se perdió por completo.

NORA.- ¿Y entonces?

CRISTINA.- Me vi obligada a buscar una ocupación, dirigí un colegio modesto ... ¿qué sé yo? Los tres años últimos no han sido para mí más que un largo día de trabajo sin reposo. Ahora todo ha concluido. Nora. Mi pobre madre no me necesita ya; la he perdido; mis hermanos tampoco, porque ya pueden atender a sus necesidades por sí mismos.

NORA.- ¡Qué alivio debes de sentir!

CRISTINA.- No, Nora, hago una vida insoportable. ¡No tener a nadie a quien consagrarse! (Se levanta inquieta). Así es que no he podido permanecer allá, en aquel rincón escondido. Aquí debe de ser más fácil absorberse en una ocupación, distraerse de los pensamientos ... Si fuese siquiera lo bastante afortunada para encontrar una colocación, trabajo de oficina ...

NORA.- ¿Piensas en eso? ¡Un trabajo tan fatigoso, y tú que necesitas descanso! Más te valdría ir a un balneario.

CRISTINA.- (Se acerca a la ventana). Yo no tengo un papá que me pague el viaje.

NORA.- (Se levanta). ¡Vamos! No te pongas de mal humor.

CRISTINA.- Tú eres la que no ha de enfadarse conmigo, querida Nora. Lo peor que tiene una situación como la mía es que agria tanto el carácter ... No se tiene a nadie por quien trabajar, y, a pesar de todo, hay que ganarse la subsistencia: ¿no es preciso vivir? Esto la hace a una egoísta. ¿Qué quieres que te diga? Cuando me has contado hace un momento vuestro cambio de fortuna, me he alegrado por mí más que por ti.

NORA.- ¿Cómo ...? ¡Ah!, bueno ... ya comprendo. Te habrás dicho que Torvaldo puede serte útil.

CRISTINA.- Sí, lo he pensado.

NORA.- Ten por cierto que lo será, Cristina. Yo prepararé el terreno con mucha delicadeza, idearé alguna cosa grata que predisponga bien a Torvaldo. ¡Oh, tengo tantos deseos de servirte! ...

CRISTINA.- ¡Cuánto te agradezco esa solicitud, Nora! ... Más meritoria en ti, que no conoces las miserias y sinsabores de la vida.

NORA.- ¿Yo? ... ¿Crees eso?

CRISTINA.- (Sonríe). ¡Por Dios!, laborcitas de mano y monerías por el estilo ... Eres una niña, Nora.

NORA.- (Mueve la cabeza y atraviesa la escena). No hables con esa ligereza.

CRISTINA.- ¿Sí?

NORA.- Eres como los demás. Todos creéis que no valgo para nada serio ...

CRlSTINA.- Vamos, vamos ...

NORA.- Que no conozco las dificultades de la vida.

CRISTINA.- Pero, querida Nora, acabas de contarme tus dificultades ...

NORA.- ¡Bah! ... ¡Esas bagatelas! ... (En voz baja). No te he contado lo principal.

CRISTINA.- ¿Qué dices?

NORA.- Me miras desde la cumbre de tu grandeza, Cristina, y no deberías hacerlo. Tú estás orgullosa de haber trabajado mucho por tu madre.

CRISTINA.- No miro a nadie desde la cumbre de mi grandeza, aunque es verdad que me satisface y me enorgullece el haber contribuido a que mi madre pasara tranquilamente los últimos días de su vida.

NORA.- Y te enorgullece también el pensar lo que has hecho por tus hermanos.

CRISTINA.- Tengo derecho.

NORA.- Así lo creo; pero voy a decirte una cosa. Yo también tengo un motivo de alegría y de orgullo.

CRISTINA.- No lo pongo en duda. Explícate.

NORA.- Habla más bajo, no sea que Torvaldo nos oiga. Por nada del mundo querría que él ... No debe saberlo nadie, Cristina; nadie más que tú.

CRISTINA.- Nadie lo sabrá por mí.

NORA.- Acércate más. (La atrae a su lado). Sí ..., escucha ..., yo también puedo estar orgullosa y satisfecha. Yo fui quien salvó la vida de Torvaldo.

CRISTINA.- ¿Salvar? ... ¿Cómo salvar?

NORA.- ¿Te he hablado del viaje a Italia, no es verdad? Torvaldo no viviría a estas horas si no hubiera podido ir al Mediodía ...

CRISTINA.- Bien, pero tu padre os dio el dinero necesario.

NORA.- (Sonrie). Sí, eso es lo que cree Torvaldo y todo el mundo; pero ...

CRISTINA.- ¿Pero? ...

NORA.- Papá no nos dio un céntimo. Yo fui la que me procuré el dinero.

CRISTINA.- ¿Tú? ¿Una cantidad tan importante?

NORA.- Mil doscientos escudos. Cuatro mil ochocientas coronas.

CRISTINA.- ¿Cómo te arreglaste? ... ¿Ganaste la lotería?

NORA.- (Desdeñosa). ¿La lotería? (Con un ademán de desdén). ¿Qué mérito tendría eso?

CRISTINA.- Entonces, ¿de dónde lo sacaste?

NORA.- (Sonrie con aire de misterio y tararea). ¡Jem! ¡Ta-ra-ra-la!

CRISTINA.- Prestado no era fácil que lo tuvieras nunca.

NORA.- ¿Por qué no?

CRISTINA.- Porque una mujer casada no puede tomar dinero a préstamo sin el consentimiento del marido.

NORA.- (Mueve la cabeza). ¡Oh! Cuando se trata de una mujer algo práctica ..., de una mujer que sabe manejarse con destreza ...

CRISTINA.- Nora, por más que me devano los sesos, no se me ocurre cómo.

NORA.- No es necesario que te tomes esa molestia. Nadie dice que me prestaron el dinero; pero pude adquirido de otro modo. (Se deja caer en el sofá). He podido recibido de un admirador. ¿Qué? ... Con mi encanto ...

CRlSTINA.- ¡Qué loca eres!

NORA.- Confiesa que tienes una curiosidad terrible.

CRlSTINA.- Dime, querida Nora, ¿no habrás obrado a la ligera?

NORA.- (Se levanta). ¿Es una ligereza salvar la vida al marido?

CRISTINA.- Lo que me parece una ligereza es que a sus espaldas ...

NORA.- La cuestión era que no supiera nada. ¡Por Dios! ¿No comprendes? Se trataba de que no conociera la gravedad de su estado. A mí es a quien dijeron los médicos que estaba en peligro, y que no podía salvarse más que pasando una temporada en el Mediodía. ¿Crees que podía ser muy escrupulosa? Le ponderaba lo que me gustaría ir a viajar por el extranjero como las demás mujeres; lloraba, suplicaba y le decía que era preciso que se hiciera cargo de mi estado y que cediera a mi deseo; en fin, le insinué que podía tomar dinero en préstamo. Entonces, Cristina, le faltó muy poco para irritarse, contestándome que era una loca, y que su deber de marido era no someterse a mis caprichos. Bueno, bueno -dije para mí misma-, se le salvará, cueste lo que cUeste. Entonces fue cuando se me ocurrió la manera de tener el dinero.

CRISTINA.- ¿Y a tu marido no le dijo tu padre que el dinero no procedía de él?

NORA.- Jamás. Papá murió a los pocos días. Yo había pensado confesárselo todo y rogarle que no me hiciera traición; pero ¡estaba tan enfermo! ¡Ay, no tuve que dar ese paso!

CRISTINA.- ¿Y después no has revelado nada a tu marido?

NORA.- ¡No, santo Dios! ¡Qué desatino! ¡A él, tan severo respecto a ese punto! Y luego que, con su amor propio de hombre se le haría muy cuesta arriba. ¡Qué humillación! ¡Saber que me debía algo! Eso hubiera transformado todas nuestras relaciones; nuestra vida doméstica, tan venturosa, no sería ya lo que es.

CRISTINA.- ¿Y no le hablarás de eso nunca?

NORA.- (Reflexiona y sonríe a medias). Quizá ... con el tiempo, después que pasen muchos, muchos años, cuando ya no sea yo tan bonita como ahora. ¡No te rías! Quiero decir, cuando Torvaldo no me ame ya tanto, cuando ya no disfrute viéndome bailar, disfrazarme y declamar. Bueno será, quizá, tener entonces algo a qué agarrarse ... (Se detiene). ¡Bah, ese día no llegará nunca! ... Conque, Cristina, ¿qué te parece mi gran secreto? También yo sirvo para algo ... Puedes creer que este asunto me ha preocupado mucho. ¡Caramba! No era fácil cumplir a plazo fijo, porque has de saber que en estos negocios hay una cosa llamada los vencimientos y otra la amortización; y todo es endiabladamente difícil de arreglar. He tenido que rebañar en todas partes. De los gastos de la casa no podía recortar mucho, pues Torvaldo tenía que vivir cómodamente. Los niños tampoco podían andar mal vestidos, y todo lo que recibía para ellos me parecía intocable. ¡Angelitos míos!

CRISTINA.- ¡De manera que todo, pobre Nora, lo has tenido que sacar de tus gastos particulares!

NORA.- Naturalmente. Después de todo, no era más que hacer justicia. Siempre que Torvaldo me daba dinero para mis gastos, sólo invertía la mitad, compraba siempre de lo barato. Es una suerte que todo me esté bien, porque así Torvaldo no ha advertido nada. Pero a veces me resulta duro, Cristina: ¡halaga tanto ir elegante! ¿No es verdad?

CRISTINA.- ¡Ya lo creo!

NORA.- Cuento aún con otros ingresos. El invierno último tuve la suerte de encontrar trabajo: escritos para copiar. Entonces me encerraba y escribía hasta horas muy avanzadas de la noche. ¡Oh! Me fatigaba muchísimo; pero era un gusto trabajar para ganar dinero. Casi me parecía que era hombre.

CRISTINA.- ¿Cuánto has podido pagar de ese modo?

NORA.- No lo sé a punto fijo. Hija, es muy difícil desenredarse en esta clase de asuntos. Lo único que puedo decirte es que he pagado cuanto me ha sido posible. Muchas veces no sabía ya a dónde volver los ojos. (Sonríe). Y entonces se me ocurría pensar que un viejo muy rico se había enamorado de mí ...

CRISTINA.- ¡Qué! ¿Qué viejo?

NORA.- ¡Tonterías! ... Que se moría, y que, al abrir el testamento, se leía en letras muy gordas: Lego toda mi fortuna a la encantadora señora de Helmer, a quien le será entregada al punto.

CRISTINA.- Pero, querida Nora, ¿qué viejo es ése?

NORA.- ¡Dios mío!, ¿no comprendes, mujer? No hay tal viejo; es una idea que se me ocurría siempre que no veía manera de conseguir dinero. En fin, ahora todo eso es completamente indiferente. El viejo puede estar donde se le antoje, porque me tiene sin cuidado él y su testamento. (Se levanta con viveza). ¡Dios mío, qué gozo pensarlo! ¡Poder estar tranquila, completamente tranquila, jugar con los niños, arreglar bien la casa, como a Torvaldo le gusta tenerla! ¡Luego vendrá la primavera y el hermoso cielo azul! Quizá podamos viajar entonces. ¡Volver a ver el mar! ¡Oh, qué felicidad vivir y estar contentos!

(Llaman).

CRISTINA.- (Se levanta). Llaman. ¿Debo irme?

NORA.- No, quédate, no espero a nadie; probablemente preguntarán por Torvaldo ...

ELENA.- Perdone usted, señora ..., hay un caballero que desea hablar al abogado ...

NORA.- Querrás decir al director del Banco.

ELENA.- Sí, señora, al director; pero, como está el doctor ahí dentro ..., no sabía ...

KROGSTAD.- (Se presenta). Soy yo, señora.

Elena sale, Cristina se estremece, se turba y se vuelve hacia la ventana).

NORA.- (Se adelanta hacia él, turbada y a media voz). ¿Usted? ¿Qué sucede? ¿Qué tiene usted que decir a mi marido?

KROGSTAD.- Deseo hablarle de asuntos relativos al Banco. Tengo allí un empleo, y he oído decir que su esposo va a ser nuestro jefe ...

NORA.- Es cierto.

KROGSTAD.- Asuntos enojosos, señora, nada más que eso.

NORA.- Entonces tómese la molestia de entrar por el despacho. (Le saluda con indiferencia, cierra la puerta de la antecámara y después se acerca a la chimenea).

CRISTINA.- Nora ... ¿Quién es ese hombre?

NORA.- Es un abogado que se llama Krogstad.

CRISTINA.- ¡Ah! Él es ...

NORA.- ¿Le conoces?

CRISTINA.- Le conocí hace muchos años. Fue procurador en casa durante algún tiempo.

NORA.- Precisamente.

CRISTINA.- ¡Ha cambiado mucho!

NORA.- Creo que fue muy desgraciado en su matrimonio.

CRISTINA.- Ahora es viudo, ¿verdad?

NORA.- Sí, con muchos hijos. ¡Eh!, me estoy achicharrando. (Cierra la estufa y separa la mecedora).

CRISTINA.- Dicen que se ocupa de toda clase de negocios.

NORA.- ¿Sí? Es posible: no sé ... Pero no hablemos de negocios; es muy aburrido ...

(El doctor Rank sale del despacho de Helmer).

RANK.- (Todavía desde la puerta del despacho). No, no; no quiero estorbarte; voy a ver a tu esposa un momento. (Cierra la puerta y repara en Cristina). ¡Ah, perdón! También aquí estorbo.

NORA.- Nada de eso ... (Hace las presentaciones). El doctor Rank; la señora viuda de Linde.

RANK.- Ese nombre se pronuncia con frecuencia en esta casa. Creo haber pasado delante de usted al subir la escalera.

CRISTINA.- Sí, yo tardo en subir, porque me fatigo.

RANK.- ¿Está usted indispuesta?

CRISTINA.- Sólo me encuentro fatigada.

RANK.- ¿Nada más? ¿Entonces viene usted a descansar aquí, probablemente, corriendo de fiesta en fiesta?

CRISTINA.- He venido a buscar trabajo.

RANK.- ¿Será ése un remedio eficaz contra el exceso de fatiga?

CRISTINA.- No; pero es necesario vivir, doctor.

RANK.- Sí, es una opinión general: se cree que la vida es una cosa necesaria.

NORA.- ¡Oh doctor! Tengo la seguridad de que usted también tiene mucho apego a la vida.

RANK.- ¡Vaya si lo tengo! Mísero y todo como soy, tengo decidido empeño en sufrir el mayor tiempo posible. A mis clientes les ocurre lo propio. Y lo mismo opinan los que padecen achaques morales. En este momento acabo de dejar a uno en el despacho de Helmer, un hombre en tratamiento; hay hospitales para enfermos de esa índole.

CRISTINA.- (Con voz sorda). ¡Ah!

NORA.- ¿Qué quiere usted decir?

RANK.- ¡Oh! Hablo del abogado Krogstad, a quien usted no conoce. Está podrido hasta los huesos, y, sin embargo, afirma como cosa de la mayor importancia que es necesario vivir.

NORA.- ¿De veras? ¿De qué hablaba con Helmer?

RANK.- A ciencia cierta, no lo sé. Lo único que he oído es que se trataba del Banco.

NORA.- Yo no sabía que Krog ..., que el señor Krogstad tuviera que ver con el Banco.

RANK.- Sí; se le ha dado una especie de empleo. (A Cristina). No sé si también allá, entre ustedes, existe esa clase de hombres que se afanan en desenterrar podredumbres morales, y, en cuanto encuentran un enfermo, lo ponen en observación proporcionándole una buena plaza, mientras los sanos se quedan fuera.

CRISTINA.- Hay que confesar que los enfermos son los que más cuidados necesitan.

RANK.- (Se encoge de hombros). Bien dicho. Es una manera de ver que convierte la sociedad en hospital. (Nora, que ha permanecido abstraída, rompe a reír batiendo palmas). ¿Por qué se ríe usted? ¿Sabe siquiera lo que es la sociedad?

NORA.- ¿Y quién habla de la inaguantable sociedad de usted? Me reía de otra cosa ..., una cosa tan graciosa ... Dígame usted, doctor ..., ¿todos los que tienen empleos en el Banco serán, en lo sucesivo, subordinados de mi esposo?

RANK.- ¿Es eso lo que la divierte a usted?

NORA.- (Sonríe y tararea). No haga usted caso. (Da vueltas a la habitación). ¡Pensar que nosotros ..., que Torvaldo tiene ahora influencia sobre tanta gente! Realmente, es muy divertido y me parece increíble. (Saca del bolsillo el cucurucho de almendras). ¿Quiere usted almendras, doctor?

RANK.- ¡Cómo!, ¿almendritas? Creía que eso era contrabando aquí.

NORA.- Sí, pero éstas me las ha dado Cristina.

CRISTINA.- ¿Yo?

NORA.- Vamos, vamos, no te asustes. ¿Qué sabías tú que Torvaldo me había prohibido comer dulces? ¡Bah! ..., ¡por una vez! ...; ¿verdad, doctor? ... ¡Tenga usted! (Le pone una almendra en la boca). Y tú también, Cristina. Yo comeré una muy pequeñita ..., dos a lo sumo. (Empieza a dar vueltas por la habitación otra vez). Pues, señor, soy inmensamente feliz. Sólo una cosa deseo todavía ardientemente.

RANK.- Sepamos. ¿De qué se trata?

NORA.- Una cosa que me entran ganas irresistibles de decir delante de Torvaldo.

RANK.- ¿Y quién le prohíbe a usted decirla?

NORA.- No me atrevo: es demasiado fea.

CRISTINA.- ¿Fea?

RANK.- Entonces es preferible que se calle, pero a nosotros ... ¿Qué es lo que tiene usted tanto deseo de decir delante de Torvaldo?

NORA.- Tengo unos deseos atroces de gritar: ¡Rayos, truenos, huracanes! ...

RANK.- ¡Qué loca es usted!

CRISTINA.- Vamos, Nora.

NORA.- (Escondiendo las almendras). ¡Chitón!

(Sale Helmer del despacho, con un abrigo en el brazo y el sombrero en la mano).

RANK.- Pues grite usted; aquí está.

NORA.- (Se adelanta hacia él). ¿Qué? ¿Has logrado echar a la calle a ese señor?

HELMER.- Sí, acaba de marcharse.

NORA.- ¿Permites que te presente? ... Es Cristina, que ha venido de fuera ...

HELMER.- ¿Cristina? ... Usted perdone, pero no sé ...

NORA.- La señora de Linde, querido, la señora Cristina Linde.

HELMER.- ¡Ah, sí! ¿Una amiga de la infancia de mi mujer, supongo?

CRISTlNA.- Sí, señor; nos conocimos en otro tiempo.

NORA.- Y ya ves: ha hecho este viaje tan largo para hablar conmigo.

HELMER.- ¿Cómo?

CRISTINA.- No sólo para eso ...

NORA.- Cristina entiende mucho de trabajos de oficina, y, además, tiene grandes deseos de ponerse a las órdenes de un hombre competente y adquirir así más experiencia.

HELMER.- Muy bien pensado, señora.

NORA.- Así es que, cuando supo por los telegramas de los periódicos que te habían nombrado director del Banco, se puso en camino ... ¿Verdad, Torvaldo, que harás algo en favor de Cristina para complacerme? Di.

HELMER.- No es absolutamente imposible. ¿La señora es quizá viuda?

CRISTlNA.- Sí.

HELMER.- ¿Y está acostumbrada a trabajar en oficinas?

CRISTlNA.- Sí, bastante.

HELMER.- Entonces es muy probable que pueda proporcionarle una plaza.

NORA.- (Aplaudiendo). ¡Lo ves!

HELMER.- Llega usted en buen momento, señora.

CRISTlNA.- ¿Cómo agradecer a usted?

HELMER.- ¡Oh! No hablemos de eso. (Se pone el abrigo). Pero hoy tendrá usted que dispensarme.

RANK.- Espera, que yo también voy. (Recoge su cuello de pieles de la antecámara y lo calienta en la chimenea).

NORA.- No tardes mucho, Torvaldo.

HELMER.- Una hora solamente.

NORA.- ¿Te vas tú también, Cristina?

CRISTINA.- (Se pone el abrigo). Necesito buscar donde hospedarme.

HELMER.- Podemos hacer juntos una parte del camino.

NORA.- (Ayudándola). ¡Qué fastidio que estemos tan estrechos! ... Nos es completamente imposible ...

CRISTINA.- ¿En qué piensas, mujer? Hasta la vista, querida Nora, y gracias.

NORA.- Hasta luego, porque esta noche vendrás, ¿no es cierto? Y usted también, doctor. ¿Cómo? Si está bien ... ¿Va usted a excusarse? Se arropa usted. (Se van hablando por el foro derecho. Se oyen voces de niños en la escalera). ¡Ya están aquí, ya están aquí! (Corre a abrir, y aparece Mariana con los Niños). ¡Entrad, entrad! (Besa a los niños). ¡Oh! ¡Cielos míos! ¡Mira, Cristina! ¿No es verdad que son preciosos?

RANK.- No os quedéis ahí expuestos a la corriente.

HELMER.- Venga, señora Linde. Permanecer ahí es algo que sólo puede soportarlo una madre.

(El doctor Rank, Helmer y Cristina bajan la escalera. Entra Mariana con los niños. Nora lo hace después de cerrar la puerta).

NORA.- ¡Qué caritas tan animadas y tan frescas traéis! ¡Qué carrillos tan encarnados! Parecen manzanas y rosas. (Todos los niños le hablan a la vez hasta el fin de la escena). ¿Os habéis divertido mucho? Muy bien. ¡Anda! ¿Conque tú has tirado del trineo llevando a Emmy y a Bob? ¿Es posible? ¡A los dos! ¡Ah! Eres un valiente, Ivar ... ¡Oh! Déjamela un momento, Mariana. ¡Muñequita mía! (Agarra a la niña menor y baila con ella). Sí, sí, mamá va a bailar con Bob también. ¿Cómo? ¿Habéis hecho bolas de nieve?¡Oh! ¡Lo que hubiera dado por estar a vuestro lado! No, déjame, Mariana. Voy a desnudarles yo. Déjame, mujer. ¡Si es tan divertido! Entra ahí entretanto. Tienes cara de frío. En la cocina hay café caliente para ti. (Se va Mariana por la puerta de la izquierda; Nora despoja a los niños de los abrigos y de los sombreros, que va dejando desparramados. Los niños siguen hablando). ¡Imposible! ¿Qué, ha corrido detrás de vosotros un perrazo? Pero no mordía. No, los perros no muerden a los monigotillos preciosos como vosotros. ¡Eh! ¡Ivar, cuidado con mirar los paquetes! No, no, que tienen dentro una cosa mala. ¿Qué? ¿Queréis jugar? ¿A qué? ¿Al escondite? Sí, vamos a jugar al escondite. Que se esconda primero Bob. ¿Yo? ¡Bueno, pues yo!

(Nora Y los niños se ponen a jugar, gritando y riendo. Al fin Nora se esconde debajo de la mesa. Llegan los niños a todo correr y la buscan sin poder encontrarla; pero oyen su risa ahogada, se precipitan hacia el velador, levantan el tapete y la descubren. Gritos de alegría. Nora sale a gatas, como para asustarlos. Nueva explosión de júbilo. Mientras tanto han llamado sin que nadie responda. Se entreabre la puerta y aparece Krogstad. Espera un momento. El juego continúa).

KROGSTAD.- Dispense usted, señora ...

NORA.- (Lanza un grito y se levanta a medias). ¿Qué se le ofrece a usted?

KROGSTAD.- Estaba entornada la puerta. Sin duda, habrán olvidado cerrarla.

NORA.- (Se levanta). Mi esposo no está en casa, señor Krogstad.

KROGSTAD.- Ya lo sé.

NORA.- Entonces ..., ¿qué desea usted?

KROGSTAD.- Decirle unas palabras.

NORA.- ¿A mí? ... (Aparte, a los niños). Id con Mariana. ¿Qué? ... No, el hombre de fuera no hará daño a mamá. Cuando se marche, seguiremos jugando. (Acompaña a los niños al aposento de la izquierda y cierra la puerta).

NORA.- (Inquieta y agitada). ¿Usted quiere hablarme?

KROGSTAD.- Sí, lo deseo.

NORA.- ¿Hoy? ... No estamos todavía a principios de mes.

KROGSTAD.- No, estamos en vísperas de Navidad, y de usted depende que estas Navidades le traigan alegría o penas.

NORA.- ¿Qué desea? Hoy me es realmente imposible ...

KROGSTAD.- Por ahora no hablaremos de eso. Se trata de algo distinto. ¿Puede usted concederme un instante?

NORA.- Sí, sí ..., aunque ...

KROGSTAD.- Bien. Estando yo sentado en la fonda 01sen, vi pasar a su marido ...

NORA.- ¡Ah!

KROGSTAD.- Con una señora.

NORA.- Bueno. ¿Y ...?

KROGSTAD.- ¿Puedo preguntarle a usted algo? Esa señora era la viuda de Linde, ¿no es cierto?

NORA.- Sí.

KROGSTAD.- ¿Acaba de llegar de fuera?

NORA.- Ha llegado hoy.

KROGSTAD.- ¿Es amiga de usted?

NORA.- Sí ..., pero no comprendo ...

KROGSTAD.- Yo también la traté en otra época.

NORA.- Lo sé.

KROGSTAD.- Vamos, está usted enterada. Lo suponía. ¿Entonces me permitirá usted que le pregunte si la señora de Linde espera trabajar en el Banco?

NORA.- ¿Cómo se atreve usted a preguntarme eso, señor Krogstad? ¿Usted, que es un subordinado de mi marido? Pero, ya que me lo pregunta, se lo diré. Sí, la señora de Linde tendrá un empleo en el Banco, y lo tendrá gracias a mí, señor Krogstad. Ahora ya lo sabe usted.

KROGSTAD.- Acerté, pues.

NORA.- (Paseando.) ¡Eh! Una tiene alguna influencia, y el ser mujer no quiere decir que ... Cuando se ocupa una situación subalterna, señor Krogstad, habría que mirarse para no herir a una persona que ... ¡jem! ...

KROGSTAD.- ¿Que tiene influencia?

NORA.- Sí, señor.

KROGSTAD.- (Cambia de tono.) Señora, ¿tendría usted la bondad de usar su influencia en mi favor?

NORA.- ¿Cómo? ¿Qué quiere decir? ¿Quién piensa en quitarle el empleo?

KROGSTAD.- ¡Oh! Es inútil el disimulo. Comprendo muy bien que a su amiga no le agrade encontrarse conmigo, y ahora sé a quién debo mi cese.

NORA.- Le aseguro a usted ...

KROGSTAD.- En fin, en dos palabras: Todavía es tiempo, y le aconsejo que use de su influencia para impedirlo.

NORA.- Yo no tengo ninguna influencia, señor Krogstad.

KROGSTAD.- ¿Cómo? Hace un momento decía usted lo contrario.

NORA.- ¿Cómo puede creer que yo tenga ese poder sobre mi marido?

KROGSTAD.- ¡Oh! Conozco a su marido desde que estudiamos juntos, y no creo que el señor director del Banco sea más enérgico que otros hombres casados.

NORA.- Si habla usted despectivamente de mi marido, lo pongo a usted en la puerta.

KROGSTAD.- La señora es valiente.

NORA.- No le temo. Después de año nuevo me veré libre de usted.

KROGSTAD.- (Dominándose). Oiga bien, señora. Si es necesario, lucharé para conservar mi humilde empleo como si se tratase de una cuestión de vida o muerte.

NORA.- Y lo es, evidentemente.

KROGSTAD.- No es sólo por el sueldo; lo importante es otra cosa ... que, en fin, voy a decirlo todo. Usted sabe, naturalmente, como todo el mundo, que yo cometí una imprudencia hace ya muchos años.

NORA.- Creo haber oído hablar del asunto.

KROGSTAD.- La cuestión no pasó a los tribunales; pero me cerró todos los caminos. Entonces emprendí la clase de negocios que usted sabe porque era forzoso buscar alguna cosa, y me atrevo a decir que no he sido peor que otros. Ahora quiero abandonar estos negocios, porque mis hijos crecen y necesito recobrar la mayor consideración posible. El empleo del Banco era para mí el primer escalón, y ahora me encuentro con que su esposo pretende hacerme bajar de él para sepultarme nuevamente en el lodo.

NORA.- Pero, por Dios, señor Krogstad; no puedo ayudarle.

KROGSTAD.- Lo que le falta a usted es voluntad, pero tengo la manera de obligarla.

NORA.- ¿Va usted a decir a mi marido que le debo dinero?

KROGSTAD.- ¡Caramba! ¿Y si lo hiciera?

NORA.- Sería una infamia. (Con voz llorosa). Ese secreto que es mi alegría y mi orgullo ... Saberlo él de una manera tan vil ... por usted. Me expondría a los mayores disgustos ...

KROGSTAD.- ¿Disgustos nada más?

NORA.- (Con viveza). 0, si no, hágalo; perderá más, porque así sabrá mi marido qué clase de hombre es usted, y segUramente le dejará cesante.

KROGSTAD.- Acabo de preguntar si no son más que disgustos domésticos lo que usted teme.

NORA.- Si mi marido lo sabe, pagará, naturalmente, en seguida, y nos veremos libres de usted.

KROGSTAD.- (Da un paso hacia ella). Oiga usted, señora ..., o no tiene memoria, o apenas conoce los negocios, y será necesario que la ponga al corriente.

NORA.- ¿Sí? ...

KROGSTAD.- Cuando su esposo se encontraba enfermo, me pidió usted un préstamo de mil doscientos escudos.

NORA.- No conocía a nadie más.

KROGSTAD.- Yo le prometí proporcionarle el dinero.

NORA.- Y me lo proporcionó.

KROGSTAD.- Prometí proporcionárselo con ciertas condiciones; pero entonces estaba usted tan preocupada por la enfermedad de su esposo, y tan impaciente por tener el dinero del viaje, que creo no se fijó mucho en los pormenores, y no debe extrañarle que se los recuerde. Pues bien: yo prometí proporcionarle a usted el dinero mediante un recibo que escribí.

NORA.- Sí, y que firmé.

KROGSTAD.- Bien; pero más abajo añadí algunas líneas según las cuales su padre se hacía responsable de la deuda. Esas líneas debía firmarlas él.

NORA.- ¿Debía, dice? Lo hizo.

KROGSTAD.- Yo dejé la fecha en blanco, lo cual significaba que el padre de usted debía poner la fecha de la firma. ¿Se acuerda de eso?

NORA.- Sí, creo, efectivamente ...

KROGSTAD.- Después entregué a usted el recibo para que lo enviara a su padre por correo. ¿No fue así?

NORA.- Así fue.

KROGSTAD.- Como es de suponer, lo hizo usted en seguida, porque a los cinco o seis días me devolvió el pagaré con la firma de su padre, y entonces recibió usted el préstamo ...

NORA.- ¡Bueno, sí! ¿No he ido pagando puntualmente?

KROGSTAD.- Más o menos. Pero volviendo a lo que decíamos ..., aquéllos eran seguramente malos tiempos para usted, señora.

NORA.- Sí, es verdad.

KROGSTAD.- Su padre creo que estaba muy enfermo.

NORA.- Moribundo.

KROGSTAD.- ¿Murió poco después?

NORA.- Sí, señor.

KROGSTAD.- Dígame, señora, ¿se acuerda usted por casualidad de la fecha de la muerte de su padre?

NORA.- Papá murió el veintinueve de septiembre.

KROGSTAD.- Cierto. Procuré enterarme. Y por eso no me explico (Saca un papel del bolsillo) ... cierta particularidad.

NORA.- ¿Qué particularidad?

KROGSTAD.- Lo que hay de particular, señora, es que su padre firmó el recibo tres días después de morir. (Nora guarda silencio). ¿Puede usted explicarme esto? (Nora sigue callando). Es también evidente que las palabras dos de octubre y el año no son de letra de su padre, sino de una letra que creo conocer. En fin, eso puede explicarse. Su padre se olvidaría de fechar y lo haría cualquiera antes de saber su muerte. La cosa no es muy grave, porque lo esencial es la firma. ¿Es auténtica realmente, señora? ¿Su padre fue el que escribió allí su propio nombre?

NORA.- (Después de un corto silencio levanta la cabeza y mira provocativamente). No, no fue él. Fui yo la que escribió el nombre de papá.

KROGSTAD.- ¿Usted comprende bien toda la gravedad de esa confesión?

NORA.- ¿Por qué? Dentro de poco tendrá usted su dinero.

KROGSTAD.- Permítame una pregunta. ¿Por qué no envió usted el recibo a su padre?

NORA.- Era imposible: ¡estaba tan enfermo! Para pedirle la firma, hubiera tenido que contarle para qué yo quería el dinero, y en la situación en que se encontraba no podía decirle que estaba amenazada la vida de mi esposo. ¡Era imposible!

KROGSTAD.- En ese caso hubiera sido preferible desistir del viaje.

NORA.- ¡Imposible! El viaje era la salvación de mi marido, y no podía renunciar a él.

KROGSTAD.- Pero ¿usted no comprende el fraude que cometió conmigo?

NORA.- No podía detenerme a reflexionar. ¡Bastante me cuidaba yo de usted, que me era insoportable por la frialdad con que razonaba a pesar de saber que mi marido estaba en peligro!

KROGSTAD.- Señora, evidentemente usted no tiene una idea muy clara de la gravedad del asunto. Para que lo comprenda, sólo le diré que el hecho que ha acarreado la pérdida de mi posición social no era más grave que éste.

NORA.- ¿Usted? ¿Usted quiere hacerme creer que ha sido capaz de hacer algo para salvar la vida de su esposa?

KROGSTAD.- Las leyes no se preocupan de los motivos.

NORA.- Entonces son bien malas las leyes.

KROGSTAD.- Malas o no ..., si presento este papel a lajusticia, será usted juzgada según ellas.

NORA.- Lo dudo mucho. ¿No iba a tener una hija el derecho de ahorrar inquietudes y angustias a su anciano padre moribundo? ¿No iba a tener una esposa el derecho a salvar la vida de su marido? Puede que no conozca a fondo las leyes, pero tengo seguridad de que en alguna parte se consignará que esas cosas son lícitas en determinadas circunstancias. ¿Y usted, que es abogado, no sabe nada de eso? Me parece usted poco inteligente como abogado, señor Krogstad.

KROGSTAD.- Es posible; pero asuntos como los que tratamos reconocerá usted que los entiendo, ¿eh?, perfectamente. Y ahora haga usted lo que guste; pero, si yo la pago por segunda vez, usted me hará compañía. (Saluda y se va).

NORA.- (Reflexiona un momento; después mueve la cabeza). ¡Bah! ¡Pretendía asustarme! Pero no soy tan tonta. (Empieza a recoger las prendas de los niños, pero se detiene al cabo de un rato). ¡Sin embargo! ... ¡No es posible! Habiéndolo hecho por amor ...

LOS NIÑOS.- (En la puerta de la izquierda). Mamá, se ha ido ese señor.

NORA.- Sí, sí, ya lo sé. Pero no habléis a nadie de ese señor. ¿Lo oís? ¡Ni a papá!

LOS NIÑOS.- No, mamá. ¿Quieres jugar ahora?

NORA.- No, ahora no.

LOS NIÑOS.- ¡Ah! Nos lo habías prometido, mamá.

NORA.- No puedo. Marchaos; estoy muy ocupada. Andad, hermosos. (Los acompaña con cariño y cierra la puerta. Se sienta en el sofá, toma un bordado y da algunas puntadas, pero se detiene en seguida). ¡No! (Deja el bordado, se levanta, va a la puerta de entrada y llama). Elena, tráeme el árbol. (Se acerca a la mesa de la izquierda y abre el cajón). ¡No; es completamente imposible!

ELENA.- (Con el árbol de Navidad). ¿Dónde se ha de poner, señora?

NORA.- Ahí, en el medio.

ELENA.- ¿Necesita algo más?

NORA.- No, gracias; tengo lo que necesito. (Se va la doncella, después de dejar el árbol. Nora empieza a arreglarlo). Aquí hacen falta bujías y aquí flores ... ¡Qué hombre tan infamé! ¡Tonterías! Todo eso no significa nada. Ha de estar bonito el árbol de Navidad. Yo quiero hacer todo lo que tú quieres, Torvaldo; bailaré para ti, cantaré ...

(Entra Helmer con un rollo de papeles debajo del brazo).

NORA.- ¡Ah! ... ¿estás ahí?

HELMER.- Sí. ¿Ha venido alguien?

NORA.- ¿Aquí? No.

HELMER.- ¡Es raro! He visto salir de casa a Krogstad.

NORA.- ¡Ah! Sí; Krogstad ha estado aquí un momento.

HELMER.- Lo adivino; ¿ha venido para suplicarte que hables en su favor?

NORA.- Sí.

HELMER.- Y que lo hagas como cosa tuya, ocultándome que había venido. ¿No te ha pedido eso?

NORA.- Sí, Torvaldo, pero ...

HELMER.- ¡Nora, Nora! ¿Y has podido obrar así? ¡Entablar conversación con semejante persona y hacerle una promesa! ¡Y, para colmo, mentirme!

NORA.- ¿Mentir? ...

HELMER.- ¿No me has dicho que no había venido nadie? (La amenaza con el dedo). Eso no lo volverá a hacer mi pajarito cantor, ¿verdad? Las aves canoras deben tener el pico puro y limpio para gorjear bien ... sin desafinar. (La agarra de la cintura). ¿No es verdad? ... Sí, ya lo sabía yo. (La suelta). Y ni una palabra más sobre este asunto. (Se sienta delante de la chimenea). ¡Qué bien se está aquí! (Ojea los papeles. Nora sigue adornando el árbol. Pausa).

NORA.- ¡Torvaldo!

HELMER.- Di.

NORA.- Me alegro muchísimo de ir pasado mañana al baile de disfraces de los Stenborg.

HELMER.- Y yo estoy deseando saber qué sorpresa nos preparas.

NORA.- ¡Oh, qué fastidio!

HELMER.- ¿El qué?

NORA.- No encuentro un traje que valga la pena, todo es insignificante y absurdo.

HELMER.- ¡Estamos frescos! ¿Ahora sale con eso Norita?

NORA.- (Detrás de la butaca, apoyando los codos en el respaldo). ¿Tienes mucha prisa, Torvaldo?

HELMER.- ¡Oh! ...

NORA.- ¿Qué papeles son ésos?

HELMER.- Cosas del Banco.

NORA.- ¡Ya!

HELMER.- He conseguido que los directores salientes me den plenos poderes para hacer todos los cambios necesarios en el personal y en la organización de las oficinas, y pienso dedicar la semana de Navidad a ese trabajo, pues deseo que todo quede arreglado para año nuevo.

NORA.- Entonces, ¿por eso es por lo que el pobre Krogstad? ...

HELMER.- ¡Jem! ...

NORA.- (Le pasa la mano por la cabeza). Si no estuvieses tan ocupado, te pediría un favor muy grande.

HELMER.- Sepamos. ¿Qué deseas?

NORA.- No hay quien tenga tanto gusto como tú. ¡Deseo tanto presentarme bien en ese baile! ... Torvaldo, ¿no podrías decidir el traje que he de llevar?

HELMER.- ¡Vaya, vaya! La testarudita se declara vencida.

NORA.- Sí, Torvaldo, no puedo decidir nada sin ti.

HELMER.- Bien, bien, pensaré, idearé algo.

NORA.- ¡Ah, qué bueno eres! (Vuelve al árbol de Navidad. Pausa). Pero di, ¿es realmente grave lo que ha hecho Krogstad?

HELMER.- Ha cometido fraudes. ¿Sabes lo que quiere decir eso?

NORA.- ¿No ha podido hacerlos impulsado por la miseria?

HELMER.- Sí, se obra muchas veces por ligereza, y no soy tan cruel que condene sin piedad a una persona por un solo hecho de esa índole.

NORA.- No, ¿verdad, Torvaldo?

HELMER.- Más de uno puede regenerarse, a condición de confesar su crimen y de sufrir la pena.

NORA.- ¿La pena? ...

HELMER.- Pero Krogstad no ha seguido ese camino. Ha procurado salir del paso con astucias y habilidades, y eso es lo que le ha perdido moralmente.

NORA.- ¿Crees que? ...

HELMER.- Una persona así, con la conciencia de su crimen, tiene que mentir, disimular a todas horas y enmascararse hasta en el seno de la familia; sí, delante de la esposa y de los hijos. Y eso, cuando se piensa en los hijos, es espantoso.

NORA.- ¿Por qué?

HELMER.- Porque semejante atmósfera de mentira contagia con principios malsanos a toda la familia. Cada vez que respiran, los hijos absorben los gérmenes de ese mal.

NORA.- (Se acerca a él). ¿Eso es cierto?

HELMER.- ¿No ha de serlo, querida? He tenido mil ocasiones de comprobarlo como abogado. Casi todas las personas depravadas tuvieron madres mentirosas.

NORA.- ¿Por qué madres, precisamente?

HELMER.- Se debe a las madres con más frecuencia, aunque el padre, como es natural, haya obrado lo mismo. Todos los abogados lo saben perfectamente. A pesar de eso, Krogstad ha envenenado a sus hijos, durante muchos años, con su atmósfera de mentira y de disimulo, y por eso lo creo moralmente perdido. (Le tiende las manos). Y de ahí por qué mi graciosa Norita ha de prometerme no hablar en favor suyo. Prométemelo, ¿qué es eso? La mano. Así. Convenido. Te aseguro que me sería imposible trabajar con él, porque semejantes personas me producen verdadero malestar físico.

NORA.- (Retira la mano y se coloca en la parte opuesta del árbol). ¡Qué calor hace aquí! Y yo que tengo tanto que hacer ...

HELMER.- (Se levanta y recoge los papeles). Necesito repasar parte de esto antes de comer. Después pensaré en tu traje. Es posible que tenga que colgar también alguna cosa en el árbol de Navidad, envuelta en papel dorado. (Pone la mano sobre su cabeza). ¡Oh, mi lindo pajarito cantor! (Entra en su despacho y cierra la puerta).

NORA.- (En voz baja, después de una pausa). ¡No, no hay tal cosa! ¡Es imposible! ¡Tiene que ser imposible!

MARIANA.- (En la parte de la izquierda). Los niños se empeñan en venir.

NORA.- No, no, no, no les deje usted venir aquí. Vaya con ellos.

MARIANA.- Está bien, señora. (Se va).

NORA.- (Pálida de terror). ¡Pervertir a mis niños! ... ¡Envenenar el hogar! (Levanta la cabeza.) No es cierto. ¡Es falso! ¡No puede ser cierto!


TELÓN
Índice de Casa de muñecas de Enrique IbsenPresentación de Chantal López y Omar CortésActo segundoBiblioteca Virtual Antorcha