Índice de Historia de la vida del buscón de Francisco de QuevedoLibro Segundo Capítulo IXBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

CAPÍTULO X

DE LO QUE ME SUCEDIÓ EN SEVILLA HASTA EMBARCARME A INDIAS




Pasé el camino de Toledo a Sevilla prósperamente, porque como yo tenía ya mis principios de fullero, y llevaba dados cargados con nueva pasta de mayor y menor, y tenía la mano derecha encubridora de un dado -pues preñada de cuatro, paría tres-; llevaba provisión de cartones de lo ancho y de lo largo para hacer garrotes de moros y ballestilla; y así no se me escapaba dinero.

Dejo de referir otras muchas flores, porque, a decirlas todas, me tuvieran más por ramillete que por hombre, y también porque antes fuera dar que imitar, que referir vicios de que huyan los hombres; mas quizá declarando yo algunas chanzas y modos de hablar estarán más avisados los ignorantes, y los que leyeren mi libro serán engañados por su culpa.

No te fíes, hombre, en dar tú la baraja, que te la trocatán al despabilar de una vela; guarda el naipe de tocamientos, raspados o bruñidos, cosa con que se conocen los azares. Y por si fueres pícaro, lector, advierte que en cocinas y caballerizas pican con un alfiler o doblan los azares, para conocerlos por lo hendido; y si tratares con gente honrada, guárdate del naipe, que desde la estampa fue concebido en pecado, y que con traer atravesado el papel, dice lo que viene. No te fies de naipe limpio, que al que da vista y retiene, lo más jabonado es sucio. Advierte que, a la carteta, el que hace los naipes, que no doble más arqueadas las figuras, fuera de los reyes, que las demás cartas, porque el tal doblar es por tu dinero difunto. A la primera, mira no den de arriba las que descarta el que da, y procura que no se pidan cartas o por los dedos en el naipe o por las primeras letras de las palabras. No quiero darte luz de más cosas; éstas bastan para saber que has de vivir con cautela, pues es cierto que son infinitas las maulas que te callo. Dar muerte llaman quitar el dinero, y con propiedad; revesa llaman la treta contra el amigo, que de puro revesada no la entienden; dobles son los que acarrean sencillos, para que los desuellen estos rastreros de bolsas; blanco llaman al sano de malicia y bueno como el pan, y negro, al que deja en blanco sus diligencias.

Yo, pues, con este lenguaje y estas flores llegué a Sevilla: con el dinero de las camaradas gané el alquiler de las mulas, y la comida y dineros a los huéspedes de las posadas. Fuíme luego a apear al mesón del Moro, donde me topó un condiscípulo mío de Alcalá, que se llamaba Mata, y ahora se decía -por parecerle nombre de poco ruido- Matorral. Trataba -en vidas, y era tendero de cuchilladas, y no le iba mal. Traía la muestra de ellas en su cara, y por las que le habían dado concertaba tamaño y hondura de las que había de dar; decía: No hay tan maestro como el bien acuchillado; y tenía razón, porque la cara era una cuera y él un cuero. Díjome que me había de ir a cenar con él y otras camaradas, y que ellos me volverían al mesón.

Fui, llegamos á su posada, y dijo: Ea, quite la capa. vucé, y parezca. hombre; que verá esta noche todos los buenos hijos de Sevilla; y por que no lo tengan por m ... abaje ese cuello y agobie de espaldas, la capa caída -que siempre andamos nosotros de capa caída- y ese hocico de tornillo, gestos a un lado y a otro; y haga vucé de la j, h, y de la h, j; y diga. conmigo: jerida, mojino, jumo; pahería, mohar, habalí, y harro de vino.

Tomélo de memoria. Prestóme una daga, que en lo ancho era alfanje, y en lo largo no se llamaba espada, que bien podía.

Bébase -me dijo- esta media azumbre de vino puro; que si no da vaharada no parecerá valiente.

Estando en esto, y yo con lo bebido atolondrado, entraron cuatro de ellos con cuatro zapatos de gotosos por caras, andando a lo columpio, no cubiertos con las capas, sino fajados por los lomos, los sombreros empinados sobre la frente, altas las faldillas de delante, que parecían diademas; un par de herrerías enteras por guarniciones de dagas y espadas, las conteras en conversación con el calcañar derecho, los ojos derribados, la vista fuerte, bigotes buidos a lo cuerno y barbas turcas, como caballos. Hiciéronnos un gesto con la boca, y luego a mi amigo le dijeron -con voces mohinas, sisando palabra-: Seidor

So compadre, respondió mi ayo. Sentáronse, y para preguntar quién era yo, no hablaron palabra, sino el uno miró a Matorrales, y abriendo la boca y empujando hacia mi el labio de abajo, me señaló; a lo cual mi maestro de novicios satisfizo empullando la barba y mirando hacia abajo; y con esto, con mucha alegria se levantaron todos, y me abrazaron e hicieron muchas fiestas, y yo de la propia manera a ellos, que fue lo menos que si catara cuatro diferentes vinos.

Llegó la hora de cenar; vinieron a servir a la mesa unos grandes pícaros, que los bravos llaman cañones. Sentámonos todos juntos a la mesa: aparecióse luego el alcaparrón, y con esto empezaron -por bien venido- a beber a mi honra, que yo de ninguna manera, hasta que la vi beber, no entendí que tenía tanta. Vino pescado y carne, y todo con apetitos de sed. Estaba una artesa en el suelo toda llena de vino, y allí se echaba de bruces el que quería hacer la razón: contentó me la penadillo. A dos veces no hubo hombre que conociese al otro. Empezaron pláticas de guerra; menudeábanse los juramentos; murieron de brindis a brindis veinte o treinta sin confesión. Recetáronsele al asistente mil puñaladas; tratóse de la buena memoria de Domingo Tiznado y Gayón; derramóse vino en cantidad al alma de Escamilla. Los que la cogieron tristes lloraron tiernamente al malogrado Alonso Álvarez . Ya a mi compañero con estas cosas se le desconcertó el reloj de la cabeza, y dijo, algo ronco, tomando un pan con las dos manos y mirando a la luz: Por ésta, que es la cara de Dios, y por aquella luz que salió por la boca del ángel, que si vucedes quieren, que esta noche hemos de dar al corchete que siguió al pobre Tuerto.

Levantóse entre ellos alarido disforme, y sacando las dagas, lo juraron, poniendo las manos cada uno en un borde de la artesa; y echándose sobre ella de hooicos, dijeron: Así como bebemos este vino, hemos de beber la sangre a todo acechador.

¿Quién es este Alonso Álvarez -pregunté-, que tanto se ha sentido su muerte?

Mancebo -dijo el uno- lidiador ahigadado, mozo de manos y buen compañero. Vamos; que me retientan los demonios. Con esto salimos de casa a montería de corchetes.

Yo, como iba entregado al vino, y había renunciado en su poder mis sentidos, no advertí al riesgo que me ponía. Llegamos a la calle de la Mar, donde encaró con nosotros la ronda. No bien la columbraron, cuando, sacando las espadas, la embistieron. Yo hice lo mismo, y limpiamos dos cuerpos de corchetes de sus malas ánimas al primer encuentro. El alguacil puso la justicia en sus pies, y apeló por la calle arriba dando voces; no lo pudimos seguir, por hacer cargado delantero. Y al fin nos acogimos a la Iglesia Mayor, donde nos amparamos del rigor de la justicia, y dormimos lo necesario para espumar el vino que hervía en los cascos. Y vueltos ya en nuestro acuerdo, me espantaba yo de ver que hubiese perdido la justicia dos corchetes y huído el alguacil de un racimo de uva, que entonces lo éramos nosotros. Pasábamoslo en la iglesia notablemente, porque al olor de los retraídos vinieron ninfas, desnudándose por vestirnos. Aficionóseme la Grajales; vistióme de nuevo de sus colores; súpome bien y mejor que todas esta vida; y así propuse de navegar en ansias con las Grajales hasta morir. Estudié la jacarandina, y a pocos días era rabí de los otros rufianes. La justicia no se descuidaba de buscarnos; rondábanos la puerta; pero, con todo, de media noche abajo rondábamos disfrazados.

Yo, que vi que duraba mucho este negocio, y más la fortuna en perseguirnos -no de escarmentado, que no soy tan cuerdo, sino de cansado, como obstinado pecador-, determiné, consultándolo primero con la Grajales, de pasarme a Indias con ella, a ver si mudando mundo y tierra mejoraría mi suerte. Y fuéme peor, pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbres.

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