Índice de Historia de la vida del buscón de Francisco de QuevedoLibro Segundo Capítulo VIILibro Segundo Capítulo IXBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

CAPÍTULO VIII

DE MI CURA Y OTROS SUCESOS PEREGRINOS




He aquí a la mañana amanece a mi cabecera la huéspeda de casa, vieja de bien, edad de mazo, cincuenta y cinco, con su rosario grande y su cara hecha en orejón o cáscara de nuez, según estaba arada. Tenía buena fama en el lugar, y echábase a dormir con ella y con cuantos querían; templaba gustos y careaba placeres. Llamábase Tal de la Guía, alquilaba su casa, y era corredora para alquilar otras. En todo el año no se vaciaba la posada de gente. Era de ver cómo ensayaba una muchacha en el taparse, enseñándola lo primero cuáles cosas había de descubrir de su cara. A la de buenos dientes, que riese siempre, hasta en los pésames; a la de buenas manos, se las enseñaba a esgrimir; a la rubia, un bamboleo de cabellos y un asomo de vedejas por el mando y la toca; a buenos ojos, lindos bailes con las niñas: ya dormidillos, cerrándolos, ya elevaciones, mirando arriba. Pues tratando en materia de afeites, cuervos entraban y les corregía las caras de manera que, al entrar en sus casas, de puro blancas no les conocían sus maridos; y en lo que ella era más extremada era en remendar virgos y adobar doncellas.

En sólo ocho días que yo estuve en casa la vi hacer todo esto; y para remate de lo que era, enseñaba a pelar y refranes que dijesen, a las mujeres. Allí les decía cómo habían de encajar la joya, las niñas por gracia, las mozas por deuda, y las viejas por respeto y obligación. Enseñaba pediduras para dinero seco, y pediduras para cadenas y sortijas. Citaba a la Vidaña, su concurrente en Alcalá, y a la Planosa, en Burgos, mujeres de todo embestir.

Esto he dicho para que se me tenga lástima de ver a las manos que vine y se ponderen mejor las razones que me dijo; y empezó por estas palabras -que siempre hablaba por refranes-: De do sacan y no pon, hijo don Felipe, presto llegan al hondón; de tales polvos, tales lodos; de tales bodas, tales tortas. Yo no te entiendo ni sé tu manera de vivir; mozo eres, no me espanto que hagas algunas travesuras, sin mirar que, durmiendo, caminamos a la huesa. Yo, como montón de tierra, te lo puedo decir. ¿Qué cosa es que me digan a mí que has despendido mucha hacienda sin saber cómo, y que te han visto aquí ya estudiante, ya pícaro, ya caballero, y todo por las compañías? Dime con quién andas, hijo, y diréte quién eres; cada oveja con su pareja; sábete, hijo, que de la mano a la boca se pierde la sopa. Anda, bobillo, que si te inquietaban mujeres, bien sabes tú que yo soy fiel perpetuo en esta tierra de esa mercadería, y que me sustento de las posturas, así que enseño como que ponga y quedámonos con ellas en casa; y no andarte con un pícaro y otro pícaro, tras una alcorzada y otra redomada, que gasta las faldas con quien hace sus mangas. Yo te juro que te hubieras ahorrado muchos ducados si te hubieras encomendado a mi, porque no soy nada amiga de dineros. Y por mis entenados y difuntos, y así yo haya buen acabamiento, que aun los que me debes de la posada no te los pidiera ahora a no haberlos menester para unas candelicas y hierbas -que tratabá en botes sin ser boticaria, y, si la untaban las manos, se untaba y salía de noche por la puerta del humo.

Yo que vi que había acabado la plática y sermón en pedirme -que, con ser su tema, acabó en él, y no comenzó, como todos lo hacen-, no me espanté de la visita, que no me la había hecho otra vez mientras había sido su huésped, sino fue un día que me vino a dar satisfacciones de que había oído que me habían dicho no sé que de hechizos, y que la quisieron prender, y escondió la calle y casa. Vínome a desengañar y a decir que era otra Guía; y no es de espantar que con tales guías vamos todos desencaminados. Yo la conté su dinero, y estándoselo dando, la desventura, que nunca me olvida, y el diablo, que se acuerda de mí, trazó que la vinieron a prender por amancebada, y sabían que estaba el amigo en casa. Entraron en mi aposento, y como me vieron en la cama, y ella conmigo, cerraron conmigo y con ella, y diéronme cuatro o seis empellones muy grandes, y arrastráronme fuera de la cama; a ella la tenían asida otros dos, tratándola de alcahueta y bruja. ¡Quién tal pensara de una mujer que hacía la vida referida!

A las voces que daba el alguacil, y mis grandes quejas, el amigo, que era un frutero que estaba en el aposento de adentro, dió a correr. Ellos, que lo vieron, y supieron - por lo que decía otro huésped de casa- que yo no lo era, arrancaron tras el pícaro, y asiéronle, y dejáronme a mí repelado y apuñeteado; y con todo mi trabajo, me reía de lo que los picarones decían a la vieja; porque uno la miraba y decía: ¡Qué bien os estará una mitra, madre, y lo que me holgaré de veros consagrar tres mil nabos a vuestro servicio! Otro: Ya tienen escogidas plumas los señores alcaldes para que entréis bizarra.

Al fin trujeron al picarón, y atáronlos a entrambos; pidiéronme perdón y dejáronme solo.

Yo quedé en algo aliviado de ver a mi buena huéspeda en el estado que tenía sus negocios; y así, no me quedaba otro cuidado sino el de levantarme a tiempo que la tirase mi naranja, aunque -según las cosas que contaba una criada que quedó en casa- yo desconfié de su prisión, porque me dijo no sé qué de volar y otras cosas que no me sonaron bien.

Estuve en la casa curándome ocho días, y apenas p0día salir; diéronme doce puntos en la cara y hube de ponerme muletas.

Halléme sin dinero, que los cien reales se consumieron en la cama, comida y posada. Y así, por no hacer más gasto, no teniendo dinero, determinéme de salir con dos muletas de la casa y vender mi vestido, cuellos y jubones, que era todo muy bueno. Hícelo, y compré con lo que me dieron un coleto de cordobán viejo y un jubonazo de estopa famoso, mi gabán de pobre, remendado y largo, mis polainas y zapatos grandes, la capilla del gabán en la cabeza; un Cristo de bronce traía colgando del cuello, y un rosarino. Impúsome en la voz y frases doloridas de pedir un pobre que entendía del arte mucho, y así comencé luego a ejercitarlo por las calles. Cosíme sesenta reales, que me sobraron, en el jubón; y con esto me metí a pobre, fiado en mi buena prosa. Anduve ocho días por las calles aullando en esta forma, con voz dolorida y reclamamiento de plegarias: Dadle, buen cristiano, siervo del Señor, al pobre lisiado y llagado; que me veo y me deseo. Esto decía los días de trabajo; pero los de fiesta comenzaba con diferente voz y decía: Fieles cristianos y devotos del Señor, por tan alta princesa como la Reina de los ángeles, Madre de Dios, dadle una limosna al pobre tullido y lastimado de la mano del Señor. Y paraba un poco, que es de grande importancia, y luego añadía: Un aire corrupto, en hora menguada, trabajando en una viña, me trabó mis miembros; que me vi sano y bueno, como se ven y se vean, loado sea Dios. Con esto iba los ochavos trompicando, y ganaba mucho dinero; y ganara más si no se me atravesara un mocetón mal encarado, manco de los brazos y con una pierna menos, que me rondaba las mismas calles en un carretón, y cogía más limosnas con pedir mal criado. Decía con voz ronca, rematando en chillido: Acordaos, siervos de Jesucristo, del castigo del Señor, por mis pecados; dadle al pobre lo que Dios reciba; y añadía: Por el buen Jesús, y ganaba que era un juicio.

Yo advertí, y no dije más Jesús, sino quitábale la s y movía a más devoción. Al fin, yo mudé de frasecicas y cogía maravillosa mosca. Llevaba metida entrambas piernas en una bolsa de cuero y liadas, y mis dos muletas. Dormía en un portal de un cirujano con un pobre de cantón -uno de los mayores bellacos que Dios crió-, estaba riquísimo, y era como nuestro rector; ganaba más que todos; tenía una potra muy grande, y atábase con un cordel el brazo por arriba, y parecía que tenía hinchada la mano, y manca y con calentura todo junto. Poníase echado boca arriba en su puesto y con la potra defuera tan grande como una bola de puente, y decía: ¡Miren la pobreza y el regalo que hace el Señor al cristiano! Si pasaba mujer, decía: Señora hermosa, sea Dios en su ánima; y las más, porque las llamase así, le daban limosna y pasaban por allí aunque no fuese camino para sus visitas. Si pasaba un soldado: ¡Ah, señor capitán!, decía; y si otro hombre cualquiera: ¡Ah, señor caballero! Si iba alguno en coche, luego le llamaba señoría; y si un clérigo, en mula, señor arcediano; en fin, él adulaba terriblemente. Tenía modo diferente para pedir los días de los santos; y vine a tener tanta amistad con él, que me descubrió un secreto, que en dos días estuvimos ricos; y era que este tal pobre tenía tres muchachos pequeños, que recogian limosnas por las calles y hurtaban lo que podían; dábanle cuenta de él, y todo lo guardaba. Iba a la parte con dos niños, de cajeta en las sangrías que hacían de ellas.

Yo, con los consejos de tan buen maestro y con las lecciones que me daba, tomé el mismo arbitrio, y me encaminó la gentecilla a propósito.

Halléme en menos de un mes con más de doscientos reales horros; y últimamente me declaró -con intento que nos fuésemos juntos- el mayor secreto y la más alta industria que cupo en mendigo, y la hicimos entrambos; y era que hurtábamos niños cada día entre los dos, cuatro o cinco; pregonábanlos, y salíamos nosotros a preguntar las señas, y decíamos: Por cierto, señor, que lo topé a tal hora, y que si no llego, que lo mata un carro; en casa está. Dábamos el hallazgo, y vinimos a enriquecer de manera, que me hallé yo con cincuenta escudos y ya sano de las piernas, aunque las traía entrapajadas.

Determiné en salirme de la corte y tomar mi camino para Toledo, donde ni conocía ni me conocía nadie. Al fin yo me determiné; compré un vestido pardo, cuello y espada, y despedíme de Valcázar - que era el pobre que dije-, y busqué por los mesones en qué ir a Toledo.

Índice de Historia de la vida del buscón de Francisco de QuevedoLibro Segundo Capítulo VIILibro Segundo Capítulo IXBiblioteca Virtual Antorcha