Presentación de Omar CortésPrimera parte - Capítulo octavoSegunda parte - Capítulo primeroBiblioteca Virtual Antorcha

Gustave Flaubert

MADAME BOVARY

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO NOVENO






Cuando Charles salía, con frecuencia a Emma se le ocurría ir a buscar en el armario, entre los dobleces de la ropa blanca donde la había dejado, la cigarrera de seda verde.

La miraba, la abría, y hasta aspiraba el olor del forro, que era una mezcla de verbena y de tabaco. ¿De quién sería? ... Tal vez del vizconde. Quizá era un regalo de su amante. Había bordado aquello en un bastidor de palisandro, un mueble precioso que se escondía a los ojos del mundo, y que la había acompañado muchas horas, y sobre el que habían caído los sueltos bucles de la bordadora pensativa. Por aquel entramado había pasado un soplo de amor; cada puntada de la aguja había fijado allí una esperanza o un recuerdo, y todos aquellos hilos entrelazados no eran más que la continuidad de la misma pasión silenciosa. Y después, una mañana, el vizconde la llevó a su casa. ¿De qué habían hablado mientras la cigarrera estaba sobre la chimenea de ancha campana, entre los jarrones de flores y los relojes Pompadour? Ella estaba en Tostes. Él estaba ahora en París. ¡Qué nombre tan desmesurado el suyo! Emma se lo repetía a media voz, saboreándolo; sonaba en sus oídos como la campana de una catedral; resplandecía a sus ojos hasta la etiqueta de sus tarros de pomada.

Por la noche, cuando los pescaderos pasaban en sus carros bajo las ventanas cantando la Marjolaine, se despertaba; y, escuchando el ruido de las ruedas ferradas que a la salida del pueblo se amortiguaba en seguida sobre la tierra: ¡Mañana estarán allá!, se decía.

Los seguía con el pensamiento, subiendo y bajando cuestas, atravesando pueblos, avanzando con rapidez por la carretera general bajo la claridad de las estrellas. A una distancia indeterminada, siempre habia un lugar confuso donde expiraba su sueño.

Se compró un plano de París y, con la punta del dedo, iba de un lado a otro de la capital. Subía por los bulevares, parándose en cada esquina, entre las líneas de las calles, ante los cuadrados blancos que figuran casas. Hasta que se le cansaban los ojos, cerraba los párpados y veía entre las tinieblas cómo se torcían al viento los faroles de gas, y cómo los estribos de las calesas se bajaban con gran ruido delante de los teatros.

Se suscribió a La Corbeille, un periódico para mujeres, y a Le Sylphe des Salons. Devoraba, sin saltar nada, todas las reseñas de los estrenos teatrales, de las carreras y de las fiestas de sociedad, se interesaba por el debut de una cantante, por la apertura de una tienda. Sabía mucho acerca de la nueva moda, las direcciones de los buenos sastres, los días de Bois o de Ópera. Estudió en Eugéne Sue las descripciones de muebles y decoraciones; leyó a Balzac y a George Sand, tratando de satisfacer imaginariamente sus ansias personales. Llevaba el libro incluso a la mesa, y ella volvía las hojas mientras Charles comía y le hablaba. Aquellas leeturas le evocaban siempre el recuerdo del vizconde. Hacía comparaciones entre él y los personajes inventados. Pero el círculo que lo tenía a él por centro se iba ensanchando poco a poco, y aquella aureola que tenía se iba apartando de su rostro y extendiéndose más allá para iluminar otros sueños.

París, más grande que el océano, espejeaba así a los ojos de Emma en una atmósfera bermeja. Pero la vida numerosa que se agitaba en aquel tumulto estaba dividida por partes, clasificada en cuadros distintos. Emma no veía más que dos o tres, que le ocultaban todos los demás y que representaban por sí solos la humanidad completa. El mundo de los embajadores se movía sobre los suelos lustrosos, en salones con las paredes cubiertas de espejos, en torno a unas mesas ovaladas con tapetes de terciopelo ribeteados en oro. Allí se veían vestidos de cola, grandes misterios, angustias disimuladas bajo sonrisas. Luego venía la sociedad de las duquesas, donde las personas eran pálidas; se levantaban a las cuatro; las mujeres, ¡pobres ángeles!, llevaban encaje inglés en las enaguas, y los hombres escondían capacidades desconocidas bajo unas apariencias fútiles, reventaban sus caballos en excursiones, iban a pasar a Barden la temporada estival, y por fin, a eso de los cuarenta, se casaban con ricas herederas. En los reservados de los restaurantes donde se cena después de media noche, a la luz de las bujías, reía la multitud abigarrada de literatos y de actrices. Aquellos eran pródigos como reyes, llenos de ambiciones ideales y delirios fantásticos. Era una vida por encima de las demás vidas, entre cielo y tierra, en las tempestades, era algo sublime. En cuanto al resto de la gente, estaba perdida, sin un lugar preciso y como inexistente. Por otra parte, cuanto más cercanas las cosas, más se apartaba de ellas su pensamiento. Todo lo que la rodeaba en su inmediato contorno, campo aburrido, pequeños burgueses imbéciles, mediocridad de la existencia, le parecía una excepción en el mundo, un azar particular en el que ella se encontraba presa, mientras que más allá se extendía hasta perderse de vista el inmenso país de las felicidades y de las pasiones. En su deseo, confundia las sensualidades de lujo con los goces del corazón, la elegancia de las costumbres con las delicadezas del sentimiento. ¿Acaso no requería el amor, como las plantas exóticas necesitan terrenos preparados y una temperatura especial? Los suspiros a la luz de la luna, los largos abrazos, las lágrimas que corren sobre las manos que se abandonan, todas las fiebres de la carne y las languideces de la ternura no se separaban, pues, del balcón de los grandes palacios que están llenos de placenteros ocios, de un camarín con cortinas de seda, con una alfombra muy espesa, de los maceteros con hermosas plantas, una cama sobre un estrado, y tampoco se apartan de las piedras preciosas y de los sirvientes de librea.

El mozo de la posta, que venía cada mañana a limpiar la jaca, atravesaba el corredor con sus gruesos zuecos; llevaba una camisa agujereada, los pies descalzos dentro de las zapatillas. ¡Éste era el tipo de jóvenes con los que uno tenia que tratar en estos lugares! Terminado su trabajo, ya no volvía en todo el día; pues Charles, al regresar a casa, llevaba él mismo el caballo a la cuadra, le quitaba la silla y pasaba el ronzal, mientras la muchacha traía un haz de paja y lo echaba como podía en el pesebre.

Para sustituir a Anastasia (que por fin se marchó de Tostes derramando ríos de lágrimas), Emma tomó a su servicio a una muchacha de catorce años, huérfana y de dulce aspecto. Le prohibió los gorros de algodón, le enseñó que habia que hablar a los señores en tercera persona, traer un vaso de agua en un plato, llamar a la puerta antes de entrar, y a planchar, a almidonar, a vestirla. Quiso hacerla su doncella. La nueva criada obedecía sin murmurar, para no ser despedida; y como la señora solía dejar la llave en el aparador, Felicidad (que asi se llamaba la moza), tomaba cada noche una pequeña provisión de azúcar y la comía a solas, en la cama, después de decir sus oraciones.

Algunas veces, después de comer, iba a la casa de enfrente a conversar con los sirvientes. La señora se quedaba arriba, en sus habitaciones.

Llevaba una bata muy abierta que dejaba ver, entre el cuello del chal del corpiño, un camisón pisado con tres botones de oro. A modo de cinturón, un cordón con grandes orlas, y sus zapatillas de color granate tenían un haz de anchas cintas que se extendía sobre los tobillos. Se había comprado un escritorio especial para ella, provisto de papel de cartas, un portaplumas y sobres; aunque no tenía a nadie a quien escribir, quitaba el polvo de su mueble, se miraba al espejo, tomaba un libro y luego, soñando entre líneas, lo pasaba sobre las rodillas. Tenia ganas de viajar o de volver a vivir en su convento. Deseaba a la vez morir y vivir en París.

Por su parte, Charles, ya fuera con lluvia o con nieve, cabalgaba por caminos y atajos, comía cualquier cosa en las mesas de los labradores, metia el brazo en camas húmedas, recibía en la cara el tibio chorro de las sangrías, auscultaba estertores, examinaba palanganas, levantaba muchas sábanas sucias; pero todas las noches encontraba una lumbre llameante, la mesa servida, unos muebles bonitos y una mujer vestida finamente, encantadora y de una fragancia tan fresea y tan sutil que ni siquiera él sabía de dónde procedía, a veces pensaba que era la piel de ella la que perfumaba la camisa.

Ella lo seducía con numerosas delicadezas, ya fuera un nuevo modo de recortar unas arandelas de papel para las velas, un nuevo holán en su vestido, o un platillo que ella nombraba de una manera muy elegante aunque fuera algo muy simple, pero que Charles comía con fruición. Una vez vio en Ruán a unas señoras que llevaban en el reloj un manojo de colgantes, y se compró colgantes. Quiso tener sobre la chimenea dos grandes jarrones de cristal azul, y, al poco tiempo, le dio por tener un neceser de marfil con un dedal de esmalte. A Charles le seducían más estas elegancias cuanto menos las comprendía; aumentaban en algo el placer de sus sentidos y el atractivo de su hogar. Era como un polvo de oro que enarenaba todo el pequeño sendero de su vida.

Tenía buena salud, buena cara; su reputación se habia afianzado firmemente; los campesinos lo querían porque no era orgulloso. Acariciaba a los niños, no entraba nunca en la taberna y, además, inspiraba confianza por su moralidad. Entendía especialmente de catarros y enfermedades del pecho. Como tenia mucho miedo de matar a su gente, no recetaba más que pociones calmantes, y de vez en cuando, aunque sólo de vez en cuando, algún emético, un baño de pies o sanguijuelas. No es que la cirugía le diera miedo; sangraba a la gente con toda liberalidad, como si fueran caballos, y tenía una mano de hierro para sacar muelas.

En fin, con el sano propósito de estar al día se suscribió a La Ruche Medícale, una revista nueva de la que había recibido el prospecto. La leía un poco antes de cenar, pero con el calor de la estáñela, unido a la digestión, se dormía a los cinco minutos, y allí se quedaba con la barbilla sobre las dos manos y el pelo caído como una crin hasta el pie de la lámpara. Emma lo miraba encogiéndose de hombros. ¡Por qué ella no tenía un marido importante!, como esos hombres de ardores taciturnos que trabajaban por la noche en libros y por fin, a los sesenta años, cuando llega la edad de los reumatismos, llevan una barrita de condecoraciones en el frac negro, mal cortado. Hubiera querido que el nombre de Bovary, que era el suyo, llegase a ser ilustre, verlo exhibido en librerías, repetido en los periódicos, conocido por toda Francia. ¡Pero Charles no tenía ambiciones! Un médico de Yvetot, con el que se había encontrado hacía poco en consulta, lo había humillado un poco, junto a la misma cama del enfermo, delante de la familia reunida. Cuando Charles le contó por la noche aquella anécdota, Emma tronó contra el colega. Charles se estremeció, la besó en la frente derramando una lágrima. Pero ella estaba exasperada de vergüenza; le daban ganas de pegarle. Se fue a la galería para abrir la ventana y aspiró el aire fresco para calmarse.

— ¡Oh, qué hombre tan pobre! ¡Tan mediocre! —decía para sus adentros, mordiéndose los labios.

La irritaba cada vez más. Charles, con la edad, iba tomando unas maneras toscas y vulgares; después de comer se pasaba la lengua por los dientes, sorbía la sopa ruidosamente, y, como empezaba a engordar, los ojos, ya de por sí pequeños, parecían subírsele hasta las sienes, a causa de la hinchazón de los pómulos.

A veces, Emma le metía en el chaleco el borde de la camisa, le arreglaba la corbata o desechaba los guantes desteñidos que él se disponía a ponerse. Y no era por él, como pensaba Charles, sino que era por ella misma, como una expansión de su propio egoísmo o por irritación de los nervios. En ocasiones también le hablaba de cosas que había leído: de un pasaje de novela, de una nueva obra de teatro o alguna anécdota del gran mundo que se contaba en el folletín; pues, al fin y al cabo. Charles era alguien, un oído siempre abierto, una aprobación siempre a punto. ¿No hacía ella muchas confidencias a su perrita? Se las hubiera hecho a los tizones de la chimenea y al péndulo del reloj.

En contra de toda la insulsez de su vida, en el fondo de su alma albergaba la esperanza de que ocurriera algo inesperado y milagroso. Como los náufragos, paseaba sobre la soledad que experimentaba unos ojos desesperados, oteando a lo lejos alguna vela blanca entre las brumas del horizonte. No sabía cuál pudiera ser aquel azar, el viento que lo impulsaría hacia ella, a qué ribera la llevaría, si sería una barca o un gran buque de tres puentes, cargado de angustias o lleno de alegrías. Pero cada mañana, al despertar, lo esperaba para aquel día, y escuchaba todos los ruidos, se despertaba sobresaltada, se extrañaba de que no viniera; después, a la puesta del sol, más triste cada vez, deseaba estar ya en el día siguiente.

Llegó la primavera. Emma tuvo sofocaciones al apuntar los primeros calores, cuando florecen los perales.

Nada más empezar el mes de julio, contó con los dedos cuántas semanas faltaban para que llegara el mes de octubre, pensando que acaso el marqués de Andervilliers diera un baile en La Vaubyessard. Pero transcurrió todo septiembre sin cartas ni visitas.

Después de esa decepción, de nuevo se le quedó el corazón vacío, otra vez empezó la serie de las mismas jornadas.

¡Y ahora iban a seguir asi unas tras otras, siempre iguales, innumerables, sin traer nada nuevo! Las otras existencias, por vulgares que fuesen, tenían al menos la probabilidad de un acontecimiento. Una aventura determinaba a veces peripecias sin fin, y por lo menos el ambiente cambiaba; pero para ella no cambiaba nada. ¡Dios lo habia querido asi! El porvenir era un corredor negro, y que terminaba en una puerta bien cerrada.

Abandonó la música. ¿Para qué tocar? ¿Quién iba a oirla? Nunca se le vería con un vestido de terciopelo con manga corta, en un piano Érard, en un concierto, tocando con sus ligeros dedos las teclas de marfil, y nunca podria sentir como una brisa circular en torno suyo un murmullo de éxtasis, no valia la pena molestarse en estudiar. Dejó en el armario las carpetas de dibujo y la tapicería ... ¿Para qué? ¿Para qué? Ahora la costura le aburría mortalmente.

Lo he leído todo, se decía.

Y se quedaba poniendo las tenazas al rojo o mirando caer la lluvia.

¡Qué triste estaba el domingo cuando tocaban a vísperas! Escuchaba, en un abobamiento atento, cómo sonaban uno a uno los toques de la campana. Por los tejados andaba lentamente algún gato, curvando el espinazo bajo los rayos pálidos del sol. En la carretera, el viento levantaba estelas de polvo. A veces aullaba a lo lejos un perro; y la campana, a intervalos iguales, proseguía su monótono tañido, que se perdía en el campo.

Salían de la iglesia las mujeres con sus zuecos encerados, los campesinos con camisa nueva, los niños saltando delante, sin nada en la cabeza; todo el mundo volvía a su casa. Cinco o seis hombres, siempre los mismos, se quedaban hasta la noche jugando al chito delante de la gran puerta de la posada.

El invierno fue frio. Todas las mañanas amanecían los cristales cubiertos de escarcha, y a veces la luz blancuzca no variaba en todo el día, pasando a través de ellos como si fuesen cristales esmerilados. Desde las cuatro de la tarde habia que encender la lámpara.

Los días en que el clima era bueno, Emma bajaba a la huerta. El rocío había formado en las coles unos hilillos de plata que se extendían de una a otra. No se oían pájaros, todo parecía dormir, el espaldar cubierto de paja y la parra como una gran serpiente enferma bajo la albardilla del muro, donde, acercándose, se veía arrastrarse unas cochinillas de muchas patas. Junto al seto, el cura de tricornio que leia el breviario había perdido el pie derecho, y hasta el yeso, desconchándose con la helada, le habia puesto en la cara una sarna blanca.

Después, Emma subía, cerraba la puerta, esparcía las brasas y, desfalleciendo al calor de la lumbre, volvía a sentir el más insoportable aburrimiento. De buena gana bajaría a charlar eon la criada, pero el pudor la retenía.

Todos los días, a la misma hora, el maestro de la escuela, con su gorro de seda negra, abria los postigos de su casa, y pasaba el guarda de campo con su sable sobre la blusa. Mañana y noche, los caballos de la posta, de tres en tres, atravesaban la calle para ir a beber a la charca. De vez en cuando sonaba la campanilla de la puerta de la taberna. Y, cuando hacía viento, se oía tintinear sobre las dos varillas las pequeñas bacías de cobre del peluquero, que servían de símbolo a su establecimiento. Tenía como decoración un viejo grabado de modas pegado al cristal y un busto de mujer modelado en cera con el pelo amarillo. También el peluquero se lamentaba de su vocación frustrada, de su porvenir perdido, y, soñando con una peluquería en una gran ciudad, en Ruán, por ejemplo, en el puerto, cerca del teatro, se pasaba el día paseando taciturno de un lado a otro, del ayuntamiento a la iglesia, y esperando a la clientela. Cuando madame Bovary levantaba los ojos, lo veía siempre alli, como un centinela de guardia, con su gorro griego sobre la oreja y su chaqueta de lasting.

Algunas tardes aparecía detrás de los cristales de la sala una cabeza de hombre, de cara bronceada y patillas negras, que sonreía reposadamente, con una ancha y dulce sonrisa que dejaba al descubierto sus dientes extraordinariamente blancos. En seguida comenzaba un vals, y, al son del organillo, en un pequeño salón, unos bailarines altos como un dedo, unas mujeres con turbante rosa, tiroleses con chaqué, monos con frac negro, caballeros de pantalón corto, daban vueltas y más vueltas entre los sillones, los canapés y las consolas, repitiéndose en los paneles del espejo pegados en las esquinas con un filete de papel dorado. El hombre le daba al manubrio, mirando a la derecha, a la izquierda, a las ventanas. De vez en cuando, a la vez que lanzaba un oscuro salivazo hacia el suelo, levantaba con la rodilla su instmmento, cuya dura correa le cansaba el hombro; y, ora melancólica y lenta, ora alegre y precipitada, la música de caja escapaba zumbando a través de una cortinilla de tafetán rosa, bajo una rejilla de cobre que formaba arabescos. Eran sones que se tocaban lejos, en los teatros, que se cantaban en los salones, que se bailaban por la noche bajo las arañas encendidas, ecos del mundo que llegaban hasta ella. En su cabeza desfilaban zarabandas sin fin, y su pensamiento, como una bayadera sobre las flores de una alfombra, saltaba con las notas, se balanceaba de sueño en sueño, de tristeza en tristeza. Cuando el hombre recibía la limosna en su gorra, extendía una vieja manta de lana azul, se echaba el instrumento a la espalda y se marchaba a grandes pasos. Emma lo miraba alejarse.

Pero era sobre todo a la hora de las comidas cuando Emma no podía más, en aquella salita de la planta baja, con la estufa que humeaba, la puerta que chirriaba, las paredes que rezumaban, los suelos húmedos; toda la amargura de la existencia le parecía servida en su plato, y, con el humo de la sopa, subía del fondo de su alma como otras tantas muestras de su perenne falta de ánimo. Charles comía muy despacio; Emma roía unas avellanas, o bien, apoyada en el codo, se entretenía en hacer rayas en el hule con la punta del cuchillo.

Ahora dejaba todo en la casa a la ventura, y cuando madame Bovary madre fue a pasar a Tostes una parte de la cuaresma, le extrañó mucho aquel cambio. Y es que Emma, antes tan cuidadosa y delicada, ahora se pasaba los días enteros sin vestirse, llevaba medias grises de algodón, se alumbraba con velas. Repetía que había que economizar, porque ellos no eran ricos, añadiendo que estaba muy contenta, que era muy feliz, que Tostes le gustaba mucho, y otras cosas nuevas que le tapaban la boca a la suegra. Por lo demás, Emma no parecía estar dispuesta a seguir sus consejos; hasta que una vez que a madame Bovary madre se le ocurrió decir que los amos debían ocuparse de la religiosidad de los criados, Emma le replicó con una mirada tan dura y una sonrisa tan fría, que la buena mujer no volvió a mencionar el asunto.

Emma se volvía cada vez más difícil, caprichosa. Encargaba platos para ella, y luego no los tocaba, a veces no bebía más que leche bronca durante todo un día, y al día siguiente, tazas de té a docenas. Muchas veces se obstinaba en no salir; sin embargo al poco rato sentía que se ahogaba, abría las ventanas, se ponía un vestido ligero. Después de regañar a la criada por algo trivial, se arrepentía, le hacía regalos o la mandaba a pasar el rato a casa de las vecinas; otras veces daba a los pobres todas las monedas de su bolsa, aunque no se mostraba particularmente caritativa ni sensible a las emociones ajenas, como la mayor parte de las familias campesinas, que conservan siempre en el alma algo de la callosidad de las manos paternas.

A finales de febrero, el tío Rouault, en recuerdo de su curación, le trajo a su yerno un magnífico pavo, y se quedó tres días en Tostes. Como Charles estaba haciendo la visita a sus enfermos. Emma acompañó al padre. Este fumó en la habitación, escupió en los morillos, habló de labranza, de terneros, de vacas, de aves de corral y de conejos. Cuando el hombre se marchó, Emma respiró aliviada, había en ella un sentimiento de satisfacción por la partida del padre que a ella misma le sorprendió. Además, ya no disimulaba su desprecio por nada ni por nadie; y a veces daba en expresar opiniones singulares, censurando lo que los demás aprobaban y aprobando, con gran asombro de su marido, conductas perversas o inmorales.

¿Aquella miseria iba a durar siempre? ¿No iba a salir nunca de ella? ... Sin embargo, ella, Emma, valía tanto o más que todas aquellas mujeres que vivían felices. Había visto en La Vaubyessard duquesas menos esbeltas que ella y con modales más vulgares, y Emma execraba la injusticia de Dios; apoyaba la cabeza en la pared para llorar; envidiaba las vidas tumultuosas, los bailes de máscaras, los insolentes placeres con todos los arrebatos que ella no conocía y que seguramente eran excelsos.

Palidecía y sufría palpitaciones. Charles le recetó valeriana y baños de alcanfor; pero ese tratamiento le produjo una irritación aún mayor.

Pero habían días en que ella parloteaba con una profusión casi febril, y a esas exaltaciones seguían unos pasmos en los que permanecía sin hablar, sin moverse; y lo único que entonces la reanimaba era frotarse los brazos con una gran cantidad de agua de colonia.

Como continuamente se quejaba de Tostes, Charles imaginó que la causa de su enfermedad estaba seguramente en alguna influencia local, y, persistiendo en esa idea, pensó seriamente en establecerse en otra parte.

En aquellos tiempos Emma bebía vinagre para adelgazar, contrajo una tosecilla persistente y perdió por completo el apetito.

A Charles le parecía muy difícil abandonar Tostes, después de cuatro años de estancia y cuando empezaba a afianzar su prestigio ... ¡Pero ..., si era necesario! La llevó a Ruán a que la viera su antiguo maestro, y él dietaminó que padecía una enfermedad nerviosa, y que lo que más convenia era que cambiara de aires.

Charles, después de mucho buscar, se enteró de que, en el distrito de Neufchátel habia un pueblo grande, llamado Yonville-l´Abbaye, cuyo médico, un refugiado polaco, acababa de marcharse la semana anterior. Bovary escribió al boticario del lugar para saber cuántos habitantes tenía el pueblo, a qué distancia estaba el colega más próximo, cuánto ganaba al año su antecesor, y otras cosas más. Como las respuestas eran promisorias, decidió que se fueran allá por la primavera, si la salud de Emma no mejoraba.

Un día, en previsión de la marcha, Emma se puso a arreglar cosas en un cajón y se pinchó los dedos con algo; era uno de los alambres de su ramo de novia. Los capullos de azahar estaban amarillos de polvo y las cintas de raso ribeteadas de plata se deshilachaban por el borde. Lo arrojó a la lumbre. El ramo ardió con mayor rapidez e intensidad que la paja seca; al momento se convirtió en una zarza que, roja sobre la ceniza, se iba royendo lentamente. Ella lo miró arder. Las pequeñas bayas de cartón estallaban, los alambres se retorcían, el galón se fundía, y las corolas de papel, encogidas, balanceándose a lo largo de la placa como mariposas negras, acabaron volando por la boca de la chimenea.

Cuando, en el mes de marzo, salieron de Tostes, madame Bovary, estaba encinta.
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