Presentación de Omar CortésTercera parte - Capítulo séptimoTercera parte - Capítulo noveno Biblioteca Virtual Antorcha

Gustave Flaubert

MADAME BOVARY

TERCERA PARTE

CAPÍTULO OCTAVO



Al caminar se preguntaba:

- ¿Qué le voy a decir? ¿Por dónde empezaré?

Y, a medida que avanzaba, iba reconociendo los bardales, los árboles, los juncos marinos en la colina, el palacio a lo lejos. Se volvía a encontrar en las sensaciones de su primer amor, y en él se dilataba su pobre corazón oprimido. Le daba en la cara un viento tibio; la nieve, fundiéndose, caía gota a gota desde el follaje hasta la hierba.

Entró, como antes, por la pequeña puerta del jardín, llegó después al patio de honor, bordeado por una doble fila de frondosos tilos que balanceaban, silbando, sus largas ramas. En la perrera ladraron a la vez todos los perros, y sus ladridos resonaban sin que nadie apareciera.

Subió la larga escalera recta, con balaustradas de madera, que conducía al pasillo pavimentado de losas polvorientas y al que daban varias habitaciones en fila, como en los monasterios o en las hosterías. La suya estaba al final, a la izquierda. Cuando llegó a posar los dedos en la cerradura, las fuerzas la abandonaron súbitamente. Tenía miedo de que no estuviera, aunque casi lo deseaba, y era sin embargo su única esperanza, su única posible salvación. Se recogió un minuto y, armándose de valor por la necesidad apremiante, entró. Rodolfo estaba junto a la lumbre, con los pies posados en la chambrana, fumando su pipa.

— ¡Ah, eres tú! —exclamó, levantándose bruscamente.

— ¡Sí, soy yo! ... Quisiera, Rodolfo, pedirte un consejo.

Y, a pesar de todos sus esfuerzos, le era imposible seguir hablando, pues sus labios parecían no responder a su voluntad.

— ¡No has cambiado nada, eres la misma mujer encantadora de siempre!

— ¡Oh —repuso ella amargamente—, tristes encantos, amigo mío, que tú desdeñaste!

Rodolfo inició una explicación de su conducta, disculpándose con una serie de vaguedades, a falta de argumentos.

Emma se dejó fascinar por sus palabras, pero más aún por el sonido de su voz y por el espectáculo de su persona; tanto que hizo como que creía, o acaso realmente creyó las palabras de Rodolfo; de cualquier manera, aquella relación y la ruptura era un secreto del que dependían el amor, y hasta la vida, de una tercera persona.

— ¡Es igual! —le dijo mirándolo tristemente—. ¡He sufrido tanto!

Rodolfo repuso en un tono filosófico:

— ¡La vida es así!

— ¿Pero ha sido buena la vida, al menos para ti, desde nuestra separación?

— ¡Oh! ..., ni buena ni mala.

— Acaso hubiera sido mejor no separarnos.

— Sí ..., ¡acaso!

— ¿Te parece? —le dijo acercándose.

Y dijo, en medio de un suspiro:

— ¡Oh, Rodolfo, si supieras! ... ¡Te he amado mucho!

Lo tomó de la mano y permanecieron algún tiempo con los dedos entrelazados —¡como aquel primer día, en la feria!—. Por una especie de orgullo, Rodolfo luchaba por no enternecerse. Pero Emma, cayendo sobre su pecho, le dijo:

— ¿Cómo querías que yo viviera sin ti? ¡No es posible desacostumbrarse de la felicidad! ¡Yo estaba desesperada, he creído morir! Te contaré todo eso, ya verás. ¡Y tú has huido de mí!

Desde hacía tres años había procurado no encontrarse con ella, por esa cobardía natural que caracteriza al sexo fuerte. Y Emma seguia dando señales cariñosas, más mimosa que una gatita enamorada.

— Amas a otras, confiésalo. ¡Oh, yo las comprendo, las disculpo!; las habrás seducido como me sedujiste a mí. ¡Tú sí que eres un hombre! Tú tienes todo lo necesario para que te quieran. Pero volveremos, ¿verdad? ¡Nos amaremos! ¡Mira, me río, soy feliz! ... ¡Pero habla!

Y estaba seductora en aquella mirada en la que temblaba una lágrima como el agua de una tormenta en un cáliz azul.

Rodolfo la atrajo a sus rodillas, y con el revés de la mano le acariciaba el cabello, mirando como, a la claridad del crepúsculo, vibraba como una flecha de oro un último rayo de sol. Emma inclinaba la frente; Rodolfo acabó por besarle los párpados, muy suavemente, con la punta de los labios.

— ¡Pero has llorado!—dijo—.¿Porqué?

Emma rompió a llorar. Rodolfo creyó que era la explosión de su amor; como callaba, interpretó aquel silencio como un último pudor, y entonces exclamó:

— ¡Ah, perdóname! Tú eres la única que me gustas. ¡He sido un imbécil y un infame! ¡Te amo, te amaré siempre! ¿Qué tienes? ¡Dime!

Se arrodilló.

— Pues ... ¡Estoy arruinada, Rodolfo! ¡Me vas a prestar tres mil francos!

— Pero ... pero ... —balbució él, incorporándose poco a poco, mientras su fisonomía tomaba una expresión grave.

— Verás —se apresuró Emma a decir—, mi marido había colocado toda su fortuna en casa de un notario, y el notario huyó. Tomamos dinero prestado; los clientes no pagaban, de todos modos la liquidación no ha terminado. Tendremos dinero más adelante. Pero hoy, por falta de tres mil francos, nos van a embargar; es cosa inmediata, ahora mismo; y contando con tu amistad, he venido.

- ¡Ah —pensó Rodolfo poniéndose de repente muy pálido—, ha venido por eso!

Por fin dijo en un tono muy tranquilo:

— No tengo ese dinero, querida señora mía.

No mentía, si hubiera tenido esa cantidad seguramente se la habría dado; aunque generalmente resulten muy desagradables tan bellas acciones, de todas las borrascas que caen sobre el amor, una demanda pecuniaria es la más fría y la más devastadora.

Emma se quedó unos momentos mirándolo.

— ¡No los tienes!

Repitió varias veces:

— ¡No los tienes! ... Debería haberme ahorrado esta última vergüenza. ¡No me has amado nunca! ¿No vales más que los otros!

Se traicionaba, se perdía.

Rodolfo la interrumpió, asegurando que él mismo se encontraba apurado.

— ¡Ah, te compadezco! —dijo Emma—. ¡Sí, mucho! ...

Y, posando los ojos en una carabina damasquinada que lucía espléndida sobre la chimenea.

— Pero cuando se es pobre no se pone plata en la culata de la escopeta. No se compra un reloj de mesa con incrustaciones de concha —continuó, señalando el reloj de Boulle—; ni silbatos dorados en las fustas —los tomó y sopló en ellos—, ni dijes para el reloj. ¡Oh, al señor no le falta nada, hasta tiene un portalicores para su cuarto! ... Pues bien que te mimas, bien que vives; tienes un palacio, granjas, bosques; organizas monterias, viajas a Paris ... ¡Y aunque sólo fuera eso —exclamó, tomando de encima de la chimenea unas mancuernillas de camisa—, la menor de estas bagatelas podría convertirse en buen dinero! ... ¡Pero yo no lo quiero, guárdatelo!

Y arrojó lejos aquellas mancuernillas de oro, cuyas cadenillas se rompieron al pegar contra la pared.

— En cambio yo te habría dado todo, lo habría vendido todo, habría trabajado con mis manos, habría mendigado por los caminos, sólo por una sonrisa, por una mirada, por oirte decir un ¡gracias! Y tú te quedas ahi, tan tranquilo en tu butaca, ¡como si no me hubieras hecho sufrir bastante! Bien sabes tú que, a no ser por ti, habria podido vivir dichosa. ¿Quién te obligaba? ¿Era una apuesta? Sin embargo me amabas, eso decías ... Y todavía hace un momento ... ¡Hubieras hecho mejor echándome al momento de verme llegar! Tengo las manos calientes de tus besos, y ahí está el sitio, en la alfombra, donde jurabas ante mis rodillas un amor eterno. Me lo hiciste creer, durante dos años me arrastraste al sueño más magnífico y más dulce ... Y nuestros proyectos de viaje, ¿te acuerdas? ... ¡Oh tu carta, tu carta!; ¡cómo me desgarró el corazón! Ahora, cuando acudo a esa misma persona, a ése que es rico, feliz, libre, para implorar un socorro que cualquiera prestaría, suplicante y volviendo a traerle toda mi ternura, ¡me rechaza porque le costaría tres mil francos!

— ¡Te repito que no los tengo! —respondió Rodolfo con esa perfecta calma con la que se cubren como con un escudo, las cóleras resignadas.

Salió. Las paredes temblaban, el techo la aplastaba, y volvió a recorrer la larga avenida, tropezando con los montones de hojas muertas que el viento dispersaba. Llegó por fin a la cuneta que había junto a la verja; se rompió las uñas con la cerradura: tanta prisa tenía por abrir. Después, cien pasos más allá, sin aliento, a punto de derrumbarse, se detuvo; y, mirando atrás, vio una vez más el impasible palacio, con el parque, los jardines, los tres patios y todas las ventanas de la fachada.

Estaba sumida en un completo estupor, y sin más conciencia de sí misma que el latir de sus arterias, que le parecía oír como una ensordecedora música que llenara los campos. El suelo, bajo sus pies, era más blando que una onda, y los surcos le parecieron inmensas olas pardas que rompían. Todas las reminiscencias, todas las ideas que había en su cabeza escapaban a la vez, de un solo impulso, como las mil piezas de un fuego de pirotecnia. Vio a su padre, el despacho de Lheureux, su cuarto allá en la casa, otro paisaje. Enloquecía, tuvo miedo, y logró rehacer su cordura, aunque confusamente, pues no recordaba la causa de su horrible estado, es decir, el asunto del dinero. No sufría más que de su amor, y sentía que el alma la abandonaba por este recuerdo, como los heridos agonizantes sienten que la vida se les va por su llaga sangrante.

Caía la noche, volaban las cornejas. Le pareció de pronto que unos globos color de fuego estallaban en el aire, como unas balas fulminantes aplastándose y giraban, giraban, para ir a fundirse en la nieve, entre las ramas de los árboles. En cada uno de ellos aparecía la figura de Rodolfo. Se multiplicaron, y se aproximaban, la penetraban; todo desapareció. Reconoció las luces de las casas, que brillaban de lejos en medio de la niebla.

Entonces se le apareció, como un abismo, su situación. Respiraba tan fuerte que se le rompía el pecho. Después, en un arrebato de heroísmo que la tomó casi en un estado de alegría, bajó la cuesta corriendo, atravesó el tablón de las vacas, el sendero, la avenida, el mercado, y llegó a la botica.

No había nadie. Iba a entrar; pero, al oír la campanilla de la puerta, podrían salir; así que se deslizó por debajo de la barrera, reteniendo el aliento, palpando las paredes, y llegó a la puerta de la cocina, donde ardía una vela posada en el fogón. Justino, en mangas de camisa, llevaba en las manos una fuente.

- ¡Ah!, están cenando. Esperaré.

Volvió Justino. Emma dio un golpecito en el cristal. Justino bajó la cabeza y la vio.

— ¡La llave! —le dijo en un susurro—, la de arriba, donde están los ...

— ¿Qué?

Y la miraba, muy asombrado por la palidez de su rostro, que contrastaba en blanco con el fondo negro de la noche. Le pareció extraordinariamente bella, y majestuosa como un fantasma; sin comprender lo que quería, presentía algo terrible.

Pero Emma repitió vivamente, en voz baja, una voz dulce, disolvente.

— ¡Quiero esa llave! ¡Anda, dámela!

Como el tabique era delgado, se oía el ruido de los tenedores contra los platos en el comedor. Dijo que tenía que matar las ratas, que no la dejaban dormir.

— Tendré que decírselo al señor.

— ¡No, quédate!

Después, con aire indiferente:

— No hace falta, ya se lo diré yo luego. ¡Vamos, alúmbrame!

Entró en el pasillo a dónde daba la puerta del laboratorio. Colgada en la pared había una llave con una etiqueta que decía cafamaúm.

— ¡Justino! —gritó el boticario, impaciente por la espera.

— ¡Vamos, arriba!

Y Justino la siguió.

Giró la llave en la cerradura, y Emma fue derecha hacia el tercer estante, tan bien la guiaba su recuerdo, cogió el tarro azul, arrancó el tapón, metió la mano y, sacándola llena de un polvo blanco, se puso a comerlo de la mano misma.

— ¡Pare! —exclamó Justino abalanzándose hacia ella.

— ¡Cállate!, van a venir ...

Justino, desesperado, quería llamar.

— ¡No digas nada, le echarían la culpa a tu amo!

Después se volvió súbitamente calmada y casi con la serenidad de un deber cumplido.

Cuando Charles, fulminado por la noticia del embargo, volvió a su casa, Emma acababa de salir. Gritó, lloró, se desmayó, pero Emma no volvía. ¿Dónde podía estar? Mandó a Felicidad a casa de Homais, a casa de monsieur Tuvache, a casa de Lheureux, al Lio n d'Or, a todas partes; y, en las intermitencias de su angustia, veía destruido su prestigio, perdida su fortuna, malogrado el porvenir de Berta. ¡Por qué causa! ... ¡Ni una palabra! Esperó hasta las seis de la tarde. Por fin, no podiendo aguantar más y pensando que Emma había ido a Ruán, salió a la carretera, caminó media legua, no encontró a nadie, esperó un rato y regresó.

Emma había vuelto.

— ¿Qué pasaba? ... ¿Por qué? ... Explícame ...

Emma se sentó ante su escritorio y escribió una carta, que cerró despacio, añadiendo la fecha y la hora. Después dijo en un tono solemne:

— La leerás mañana; mientras tanto te ruego que no me hagas una sola pregunta ... ¡Ni una!

— Pero ...

- ¡Oh, déjame!

Se tendió en la cama. La despertó un sabor acre que sentía en la boca. Entrevió a Charles y cerró los ojos.

Atendía curiosamente las sensaciones de su cuerpo. ¡Pero no, todavia nada! Oía el tic-tac del reloj, el ruido de la lumbre, y a Charles que, de pie junto a su cama, respiraba.

- ¡Qué poca cosa es la muerte! —pensaba— ¡me dormiré, y se acabó!

Bebió un trago de agua y se volvió contra la pared. Aquel horrible gusto a tinta persistia.

— ¡Tengo sed! ... ¡Oh, qué sed tengo! —suspiró.

— Pero, ¿qué tienes —dijo Charles ofreciéndole un vaso de agua.

— ¡No es nada! ... ¡Abre la ventana ... me ahogo!

Y le dio una náusea tan súbita que apenas tuvo tiempo de coger el pañuelo debajo de la almohada.

— ¡Llévatelo! —dijo vivamente—; ¡tíralo!

Charles la interrogó; ella no contestó. Estaba muy quieta, por miedo a que la menor emoción la hiciera vomitar. Sentía un frío glacial que subía desde los pies hasta el corazón.

— ¡Ah ya empieza! —murmuró.

— ¿Qué dices?

Movía la cabeza con un gesto suave, lleno de angustia, a la vez que abría continuamente la boca, como si llevara bajo la lengua algo muy pesado. A las ocho reaparecieron los vómitos.

Charles observó que en el fondo de la palangana había una especie de arenilla blanca pegada a las paredes de la porcelana.

— ¡Es extraordinario! ¡Es raro! —repitió.

Pero Emma dijo con voz fuerte:

— ¡No, te equivocas!

Entonces, delicadamente y casi acariciándola, Charles le pasó la mano por el estómago. Emma lanzó un grito agudo. Charles retrocedió muy asustado.

Después, Emma empezó a gemir, débilmente al principio. Un gran estremecimiento le sacudía los hombros, y se iba poniendo más pálida que la sábana donde se hundían sus dedos crispados. El pulso, desigual, era ya casi imperceptible.

Gotas de sudor surcaban su cara azulenca, que parecía como fijada en la exaltación de un vapor metálico. Le castañeaban los dientes, los ojos, agrandados, miraban vagamente en torno, y a todas las preguntas respondía solamente con un movimiento de cabeza; hasta sonrió dos o tres veces. Poco a poco, sus gemidos fueron siendo más fuertes. Se le escapó un alarido sordo; dijo que estaba mejor y que se iba a levantar en seguida. Sobrevinieron las convulsiones; exclamó:

— ¡Ah, esto es atroz. Dios mío!

Charles se arrodilló junto a la cama.

— ¡Habla! ¿Qué has tomado? ¡Contesta, por amor de Dios!

Y la miraba con unos ojos tan tiernos como nunca ella se los viera.

— ¡Pues allí ... allí! ... —dij o con una voz desmayada.

Charles se abalanzó al secrétaire, abrió la carta y leyó en voz alta:

Que no se culpe a nadie de ...

Se detuvo, se pasó la mano por los ojos, y siguió leyendo. — ¡Ah! ¡Socorro, socorro!

Y no sabía decir más que esta palabra:

¡Envenenada! ... ¡Envenenada!

Felicidad corrió a casa de Homais, y fue gritando por la plaza aquella palabra; madame Lefrancois la oyó en el Lion d'Or; algunos se levantaron para decírselo a los vecinos, y el pueblo se pasó la noche en vela.

Charles, desesperado, balbuciente, a punto de derrumbarse, daba vueltas por la habitación; se pegaba contra los muebles, se arrancaba los cabellos, y nunca hubiera creído el boticario que iba a llegar a ver tan horrible espectáculo.

Volvió a su casa para escribir a monsieur Canivet y al doctor Lariviére. Perdió la cabeza, hizo más de quince borradores. Hipólito se dirigió a Neufchátel, y Justino espoleó tan fuerte al caballo de Bovary que lo dejó extenuado y medio reventado en la cuesta del Bois-Guillaume.

Charles quiso hojear su diccionario de medicina; no veía nada en él, le bailaban las líneas.

— ¡Calma! —dijo el boticario—. No se trata más que de administrar un poderoso antídoto. ¿Cuál es el veneno?

Charles le enseñó la carta. Era arsénico.

— Pues bien —dijo Homais—, habría que hacer un análisis.

El sabía que, en todos los casos de envenenamiento, hay que hacer un análisis; el otro, que no comprendía nada, repuso:

— ¡Ah!, hágalo, hágalo! ¡Sálvela! ...

Luego, de nuevo junto a ella, se derrumbó en el suelo, sobre la alfombra, y permaneció con la cabeza apoyada contra el borde de la cama, sollozando.

— No llores! —le dijo Emma—. ¡Muy pronto dejaré de atormentarte!

— ¿Por qué? ¿Quién te ha obligado?

Emma replicó:

— Era necesario, amigo mío.

— ¿No eras feliz? ¿Es culpa mía? ... ¡Yo siempre he hecho cuanto he podido!

— ¡Oh, sí! ..., es verdad ... ¡Tú eres bueno!

Y le pasaba, despacio, la mano por el pelo. La dulzura de esa sensación ahondaba su tristeza; sentía todo su ser derrumbarse de desesperación ante la idea de que iba a perderla sin remedio, precisamente cuando le manifestaba más amor que nunca; y no encontraba nada; no sabía, no se atrevía, la urgencia de una resolución inmediata aumentaba su inquietud.

Ella pensaba que ya había terminado con todas las traiciones, las bajezas, y todas aquellas formas de concupiscencia que la torturaban. Ahora no odiaba a nadie, en su pensamiento se abatía una confusión de crepúsculo, y de todos los ruidos de la tierra no oía más que el intermitente lamento de aquel pobre corazón, un lamento dulce e indistinto, como el último eco de una sinfonia que se aleja.

— Que me traigan a la niña —dijo, incorporándose sobre el codo.

— No estás peor, ¿verdad? —preguntó Charles.

— ¡No, no!

Llegó la niña en brazos de la muchacha, con su largo camisoncito, del que emergían sus pies descalzos, seria y casi todavía soñando. Miraba con asombro la habitación toda en desorden y, guiñando los ojos, deslumbrada por las velas que ardían sobre los muebles. Seguramente le recordaban las mañanas de Año Nuevo, cuando se despertaban temprano como ahora, a la luz de las velas, y la llevaban a la cama de su madre para recibir los regalos,pues preguntó:

— Pero, ¿dónde está mamá?

Y como todos callaban.

— ¡No veo mi zapatito!

Felicidad la inclinaba hacia la cama, pero ella seguía mirando hacia la chimenea.

— ¿Lo habrá escondido la nodriza? —preguntó.

Y madame Bovary, al oír la referencia a aquella mujer que le traía el recuerdo de sus adulterios y de sus calamidades, volvió la cabeza, como sintiendo el gusto de otro veneno más fuerte que le subiera a la boca. Mientras tanto, Berta seguía posada sobre la cama.

— ¡Oh, qué ojos tan grandes tienes, mamá! ¡Qué blanca estás, cómo sudas!

Su madre la miraba.

— ¡Tengo miedo! —dijo la pequeña retrocediendo.

Emma le tomó la mano para besársela; la pequeña se debatía.

— ¡Basta, que se la lleven! —exclamó Charles, que estaba sollozando en la alcoba. Los síntomas cedieron un momento; parecía menos agitada; y, a cada palabra insignificante, a cada respiración de su pecho un poco más tranquila, cobraba esperanzas. Por fin llegó Canivet, y Bovary se arrojó a sus brazos llorando.

— ¡Ah, es usted! ¡Gracias, qué bueno es! ... Pero está mejor, mírela.

El colega no fue de la misma opinión, y, como él mismo decia, no se andaba con rodeos; prescribió un emético para limpiar completamente el estómago.

No tardó en vomitar sangre. Se le apretaron más los labios. Tenía los miembros crispados, el cuerpo cubierto de manchas oscuras, y el pulso resbalaba bajo los dedos como un hilo tenso, como una cuerda de arpa a punto de romperse.

Después se ponía a gritar horriblemente. Maldecía el veneno, pero al mismo tiempo le pedía que se diera prisa, y rechazaba con los brazos rígidos todo lo que Charles, más agonizante que ella, quería hacerle beber. El hombre estaba de pie, con el pañuelo sobre los labios, jadeante, llorando, ahogándose por los sollozos que le sacudían hasta los talones. Felicidad corría de un lado para otro en la habitación; Homais, inmóvil, lanzaba grandes suspiros, y monsieur Canivet, conservando siempre su aplomo, sin embargo empezaba a sentirse en verdad impresionado.

— ¡Diablos! La hemos estado purgando y, desde el momento que cesó la causa ...

— Debe cesar el efecto —concluyó Homais—; eso es evidente.

— ¡Pero sálvela! —clamaba Bovary.

Y, sin escuchar al boticario, que aventuraba aún esta hipótesis: Acaso es un paroxismo benéfico, Canivet se disponía a administrar la triaca, cuando oyó el chasquido de una fusta; temblaron todos los cristales y, de pronto irrumpió en la esquina del mercado una berlina de posta tirada por tres caballos cubiertos de barro hasta las orejas. Era el doctor Lariviére.

No causaria mayor emoción la aparición de un dios. Bovary levantó las manos, Canivet se interrumpió en seco y Homais se quitó el gorro griego mucho antes de que entrara el doctor.

Pertenecía a la gran escuela quirúrgica creada por el doctor Bichat, aquella generación hoy desaparecida de médicos filósofos que, amando su arte con una suerte de fanatismo, lo ejercían con exaltación y con inteligencia. Todo temblaba en su hospital cuando él se enfurecía, y sus alumnos lo veneraban de tal modo que, apenas establecidos, se esforzaban por imitarlo lo más posible, de suerte que era fácil encontrarlos, por las poblaciones de los alrededores, con su largo chaleco de merino acolchonado, y su amplio chaqué negro, cuyas bocamangas, desabotonadas, cubrían un poco sus manos carnosas, unas manos muy bonitas y que no llevaban nunca guantes, como para estar más dispuestas a hundirse en la miserias. Desdeñoso de cruces, títulos y academias, médico de hospital, liberal, paternal con los pobres y que practicaba la virtud sin creer en ella, casi había pasado por santo a no ser porque su penetrante inteligencia hacía temerle como a un demonio. Su mirada, más cortante que sus bisturís, iba derecha al alma y desarticulaba toda mentira a través de alegatos y pudores. Así era aquel hombre, pleno de esa majestad llana que da el ser consciente de un gran talento, y de cuarenta años de una existencia laboriosa e irreprochable.

Nada más asomar a la puerta, frunció el entrecejo al ver el aspecto cadavérico de Emma, que estaba tendida de espaldas, jadeando con la boca abierta. Después, haciendo como que escuchaba a Canivet, se pasaba el Índice por debajo de la nariz y repetía:

— Bien, bien.

Pero hizo un ademán lento con los hombros. Bovary lo observó, se miraron; y aquel hombre, tan habituado a presenciar grandes sufrimientos, no pudo detener una lágrima que cayó sobre la chorrera.

Quiso llevar a Canivet a la estancia contigua. Charles lo siguió.

— Está muy mal, ¿verdad? ¿Y si le pusiéramos unos sinapismos? ¡Qué sé yo! ¡Encuentre algo usted, que ha salvado a tanta gente!

Y le rodeaba el cuerpo con los dos brazos, contemplándolo con gesto extraviado, suplicante, medio derrumbado sobre su pecho.

— ¡Vamos, compañero, valor! No hay nada que hacer.

Y el doctor Lariviére se alejó.

— ¿Se marcha?

— Volveré.

Salió, como para dar una orden a su cochero, y Canivet hizo lo mismo, pues no tenía ningún interés en ver morir a Emma entre sus manos.

El boticario se unió a ellos en la plaza. No podía, por temperamento, separarse de las personas célebres. En consecuencia, conjuró a monsieur Lariviére a que le hiciera el insigne honor de comer en su casa.

Mandaron a toda prisa a buscar pichones al Lion d'Or; las mejores chuletas de la carnicería, nata a casa de Tuvache, huevos a casa de Lestiboudois, y el boticario ayudaba personalmente a los preparativos, mientras madame Homais decía, estirando los cordones de su camisola:

— Habría que saber perdonar, monsieur, pues en nuestro pobre país, si no se avisa la víspera ...

— ¡Vamos, mujer! —le dijo Homais—. El doctor entiende perfectamente; ¡vamos a la mesa!

Después de los primeros bocados, a Homais le pareció oportuno dar algunos detalles sobre la catástrofe.

— Primero, tenemos una sensación de sequedad en la faringe, después unos dolores intolerables en el epigastrio, superpurgación, coma.

— ¿Cómo se envenenó?

— Lo ignoro, doctor, y ni siquiera sé dónde habría podido procurarse ese ácido arsenioso.

Justino, que traía entonces una pila de platos, se puso a temblar.

— ¿Qué te pasa? —le preguntó el boticario, y a esta pregunta el joven dejó caer todo al suelo, con gran estrépito.

- ¡Imbécil! —exclamó Homais—. ¡Eres un animal!

Pero de pronto, dominándose:

— Quise intentar un análisis, doctor, y primero introduje delicadamente un tubo ...

— Mejo hubiera hecho introduciéndole los dedos en la garganta —dijo el cirujano.

Su colega callaba, porque hacía un momento le habían echado confidencialmente una buena reprimenda por el emético, de suerte que Canivet, tan arrogante de por sí, se había puesto en el tono de la modestia y ahora sonreía a todo de una manera aprobatoria.

Homais se recreaba en su orgullo de anfitrión, y la triste idea de Bovary contribuía vagamente a su placer, por una especie de consideración egoísta de sí mismo. Además, estaba entusiasmado con la presencia del doctor. Exhibía su erudición, citaba de memoria las propiedades curativas de las cantáridas, del upas, de la manzanilla, de la víbora molida ...

— Y hasta he leído, doctor, que algunas personas se habían intoxicado, como fulminadas, con verduras a las que se había fumigado de manera vehemente. ¡Y era un informe fidedigno, hecho por una de nuestras eminencias farmacéuticas, uno de nuestros maestros, el ilustre Cadet de Gassicourt!

Reapareció madame Homais con una de esas vaeilantes máquinas que se calientan con espíritu de vino; pues tenía a gala hacer el café en la mesa, después de tostarlo y mezclarlo él mismo.

— Saccharum, doctor -dijo , ofreciéndole el azúcar.

Después mandó que bajaran todos sus hijos, pues quería conocer el dictamen del doctor sobre su constitución.

Y cuando monsieur Lariviére se disponía a partir, madame Homais le pidió una consulta para su marido. La sangre se le espesaba de tal modo que todas las noches se dormía después de cenar.

— ¡Oh, yo no creo que sea la sangre lo que lo perturba! —dijo el doctor, con una sonrisa tan enigmática como aquel comentario, en apariencia gracioso.

Al llegar al local de la farmacia encontraron que estaba atestada de gente, y al doctor le fue muy difícil transitar, y sobre todo desprenderse de Tuvache, que temía que su esposa tuviera una fluxión de pecho, porque acostumbraba escupir en la ceniza; y también Binet pretendia una consulta, pues constantemente experimentaba picazón; y Lheureux sufría de vértigos; Lestiboudois tenía reuma; madame Lefrancois tenía acidez. Por fin arrancaron los tres caballos, y la gente estuvo de acuerdo en que el doctor no se habia mostrado nada complaciente.

La aparición de monsieur Boumisien, que pasaba por el mercado con los santos óleos, distrajo la atención pública.

Homais, como correspondía a sus principios, comparó a los curas con los cuervos atraídos por el olor a muerto.

Ver a un eclesiástico le era personalmente desagradable, pues la sotana, le hacía pensar en el sudario, y execraba aquélla un poco por el espanto de éste.

No obstante, como no retrocedía ante lo que él llamaba su misión, volvió a casa de Bovary en compañía de Canivet, al que monsieur Lariviére, antes de marcharse, recomendó mucho este paso, y, a no ser por la oposición de su mujer, habría llevado con él a sus dos hijos, con el fin de acostumbrarlos a las circunstancias fuertes, para que aquello fuera una lección, un ejemplo, un cuadro solemne que les quedara más adelante en la cabeza.

Cuando entraron, la habitación estaba toda impregnada de una lúgubre solemnidad. Sobre la mesa de labor, cubierta con una toalla blanca, había cinco o seis bolitas de algodón en una bandeja de plata, junto a un gran crucifijo y entre dos candeleros encendidos, Emma, con la barbilla apoyada en el pecho, abría desmesuradamente los párpados y sus manos se crispaban sobre la sábana, con ese gesto al mismo tiempo horrible y dulce de los agonizantes que parecen querer ya cubrirse con el sudario. Charles, pálido como una estatua de mármol, rojos como brasas los ojos, sin llorar, estaba frente a ella de pie en la cama, mientras el sacerdote, apoyado sobre una rodilla, mascullaba algunas palabras en voz baja.

Emma volvió la cara lentamente y pareció transportada de gozo al ver de pronto la estola violeta, sin duda recobrando, en medio de una paz extraordinaria, la perdida voluptuosidad de sus primeras levitaciones, místicas, con visiones de beatitud eterna que al parecer ya habían comenzado a ocurrir.

El sacerdote se incorporó para tomar el crucifijo, y ella, entonces, alargó el cuello como quien tiene sed, y, pegando los labios al cuerpo del Hombre-Dios, depositó en él, con toda su fuerza expirante, el más grande beso de amor que jamás diera. Luego, el cura recitó el Misereatur y el Indulgentiam, mojó el pulgar derecho en el aceite y comenzó las unciones, primero en los ojos, que tanto habían apetecido todas las suntuosidades terrestres; después en las ventanas de la nariz, codiciosas de brisas tibias y de aromas amorosos; después en la boca, que se había abierto para la mentira, que había gemido de orgullo y gritando de lujuria; luego, en las manos, que se deleitaban en los contactos suaves, y por último en la planta de los pies, tan rápidos cuando corría a satisfacer sus deseos y que ahora ya nunca más caminarían.

El cura se enjugó los dedos, echó a la lumbre las bolas de algodón impregnadas de aceite y volvió a sentarse junto a la moribunda para decirle que ahora debía unir sus sufrimientos a los de Jesucristo y encomendarse a la misericordia divina.

Terminadas sus exhortaciones, intentó ponerle en la mano una vela bendita, símbolo de las glorias celestiales de las que muy pronto se las iba a ver rodeada. Emma, demasiado débil, no pudo cerrar los dedos, y a no ser por monsieur Bournisien, la vela habría caído al suelo.

Sin embargo no estaba tan pálida, y su rostro tenía una expresión de serenidad, como si el sacramento la hubiera curado.

El sacerdote no dejó de observarlo, y explicó a Bovary que a veces el Señor prolongaba la existencia de las personas cuando lo juzgaba pertinente para su salvación; y Charles recordó un día en el que, también a punto de morir, Emma recibió la comunión.

- Acaso no habría que perder la esperanza, pensó.

En efecto, Emma miró en torno suyo, lentamente, como quien se despierta de un sueño; luego, con voz clara, pidió su espejo y se quedó un tiempo inclinada sobre él, hasta el momento en que le brotaron de los ojos gruesas lágrimas. Entonces echó hacia atrás la cabeza, lanzando un suspiro y cayó sobre la almohada.

Y en seguida su pecho empezó a jadear en un estertor acelerado. Le salía toda la lengua fuera de la boca; sus ojos, dando vueltas, palidecían como dos globos de lámpara que se apagan, hasta parecer muerta de no ser por la horrible aceleración de las costillas, sacudidas por un jadeo furioso, como si el alma diera botes para desprenderse. Felicidad se arrodilló ante el crucifijo, y hasta el boticario flexionó un poco las piernas, mientras que monsieur Canivet miraba vagamente a la plaza. Boumisien se había puesto otra vez a rezar, inclinada la cara contra el borde de la cama, con su larga sotana negra que arrastraba en el piso. Charles estaba al otro lado, de rodillas, extendidos los brazos hacia Emma. Le había tomado las manos y se las apretaba, estremeciéndose a cada latido de su corazón, como la repercusión de una ruina que se derrumba. A medida que el estertor iba siendo más fuerte, el eclesiástico precipitaba sus oraciones, que se mezclaban con los sollozos contenidos de Bovary, y a veces todo parecía desaparecer en el sordo murmullo de las sílabas que sonaban como un toque a muerto.

De pronto, en la acera, se oyó un ruido de zuecos, acompañado con el golpeteo en el piso de un bordón, que acompañaba rítmicamente a una voz que cantaba:

El buen calor de un día de sol
hace que las muchachas sueñen con amor
.

Emma se incorporó como un cadáver que se galvaniza, suelto el pelo, fijos los ojos, muy abiertos.

Para recoger con diligencia
las espigas que la hoz cercena
mi dulce nanette se inclina sobre el surco en que camina
.

— ¡El ciego! —exclamó.

Y Emma, se echó a reír de una manera atroz, frenética, desesperada, creyendo ver la horrible faz de aquel mísero mortal, que ahora parecía salir de las tinieblas eternas como un mensajero del horror.

Un viento fuerte de pronto llega
y su faldita hacia arriba vuela
.

Una convulsión la derribó de nuevo sobre la cama. Todos se acercaron.

Habia dejado de existir.
Presentación de Omar CortésTercera parte - Capítulo séptimoTercera parte - Capítulo noveno Biblioteca Virtual Antorcha