Presentación de Omar CortésTercera parte - Capítulo cuartoTercera parte - Capítulo sexto Biblioteca Virtual Antorcha

Gustave Flaubert

MADAME BOVARY

TERCERA PARTE

CAPÍTULO QUINTO



Era jueves, Emma se levantaba y se vestía en silencio para no despertar a Charles, que le reprochaba el levantarse tan temprano. Después paseaba de extremo a extremo de la habitación; se ponía frente a las ventanas y miraba la plaza. El amanecer circulaba entre los pilares del mercado y en la casa del boticario, con los postigos cerrados, se vislumbraban, en el color pálido de la aurora, las mayúsculas de sus frascos.

Cuando el reloj marcaba las siete y cuarto, se iba al Lion d'Or y Artemisa acudía bostezando a abrirle la puerta y desenterraba para la señora los carbones hundidos bajo la ceniza. Emma se quedaba sola en la cocina. De vez en cuando salía. Hivert enganchaba los caballos sin apresurarse y a la vez escuchaba a la tía Lefrancois, que, sacando por una ventanilla la cabeza con gorro de algodón, le hacía encargos y le daba explicaciones como para perturbar a cualquier otro hombre. Emma pateaba con sus botitas contra el pavimento del patio.

Por fin , ingerida la copa, puesto el capote, encendida la pipa y empuñada la fusta, se instalaba tranquilamente en el pescante.

La Golondrina partía, a trote corto y, durante tres cuartos de hora, se detenía de plaza en plaza para tomar viajeros, que la esperaban de píe, a la orilla del camino, ante la portilla del corral. Los que habían avisado la víspera se hacían esperar; algunos hasta estaban todavía en cama, en sus casas; Hivert llamaba, gritaba, juraba, luego se apeaba e iba a llamar a grandes golpes en las puertas. El viento silbaba por las rendijas de las ventanillas.

Mientras tanto las cuatro banquetas se iban ocupando, rodaba el carruaje, se sucedían en fila los manzanos, y la carretera, entre sus dos largas cunetas llenas de agua amarilla, iban continuamente estrechándose en el horizonte.

Emma la conocía de punta a cabo: sabía que después de un prado había un poste, luego un olmo, una granja o una caseta de caminero; a veces hasta llegaba a cerrar los ojos para crearse sorpresas ella misma; pero no perdía nunca el sentido claro de la distancia que iba a recorrer.

Por fin se divisaban las casas de ladrillo, la tierra resonaba bajo las ruedas, La Golondrina se deslizaba entre jardines, donde, a través de una empalizada, se veían estatuas, una parra, unos tejos recortados y un columpio: después surgía la ciudad de una sola ojeada.

Descendiendo en anfiteatro y envuelta en la niebla, se extendía más allá de los puentes, de una manera vaga y confusa; pero luego volvía a surgir en pleno campo, con un movimiento monótono, hasta tocar a lo lejos la indecisa base del cielo pálido. Visto asi, desde arriba, todo el paisaje tenía un aire inmóvil. Como si fuera una pintura; los barcos de ancla se aglomeraban en un rincón; el río redondeaba su curva al pie de las colinas verdes y las islas, de forma oblonga, parecían grandes peces negros parados sobre el agua. Las chimeneas de las fábricas despedían enormes penachos oscuros que volaban por el extremo. Se oía el bufido de las fundiciones junto con el carrillón claro de las iglesias, cuyas torres se erguían en la bruma. Los árboles de los bulevares, sin hojas, formaban unas marañas color violeta en medio de las casas, y los tejados, relucientes de lluvia, espejeaban desigualmente, según la altura de los barrios. A veces una ráfaga de viento arrastraba las nubes hacia la colina de Santa Catalina, como oleadas aéreas que se rompían en silencio contra un acantilado.

Algo de vertiginoso emanaba para ella de aquellas existencias amontonadas, y su corazón se esponjaba abundantemente, como si las ciento veinte mil almas que allí palpitaban hubiesen enviado todas a la vez el vapor de las pasiones que ella les suponía. Su amor crecía ante el espacio y se llenaba de tumulto con los bordoneros vagos que subían. Lo proyectaba fuera, en las plazas, en los paseos, en las calles, y en la vieja ciudad normanda se extendía a sus ojos, como una capital desmesurada, como si entrara en Babilonia. Se inclinaba sobre las dos manos por la ventanilla y aspiraba la brisa; los tres caballos galopaban. Las piedras chirriaban en el barro, la diligencia se balanceaba, e Hivert, de lejos, daba voces a los carricoches en la carretera, mientras los burgueses que habían pasado la noche en Bois-Guillaume bajaban la cuesta tranquilamente en su cochecito de familia.

Paraban en la barrera; Emma se desataba los chanclos, se cambiaba de guantes, se ponía bien el chal, y, a los veinte pasos, se apeaba de la Golondrina.

La ciudad se despertaba, los dependientes, con gorro griego, frotaban los escaparates de las tiendas, y unas mujeres con cestos apoyados en la cadera lanzaban a intervalos un pregón sonoro en las esquinas de las calles. Emma caminaba con la mirada baja, rozando las paredes y sonriendo de placer bajo su velo negro echado sobre los ojos.

Generalmente, por miedo de que la vieran, no tomaba el camino más corto. Se metía por callejuelas sombrías y llegaba toda sudorosa al pie de la Rué National, cerca de la fuente. Es el barrio del teatro, de los cafetines y de las prostitutas. De vez en cuando paraba junto a ella un carruaje con unos decorados que trepidaban. Unos mozos en delantal echaban arena sobre las losas. Entre arbustos verdes. Olía a ajenjo, a cigarro y a ostras.

Emma torcía por una calle; la reconocía por el pelo rizado que se le escapaba del sombrero.

León, en la acera, continuaba caminando. Ella le seguía hasta el hotel, primero subía él, abría la puerta, entraba ... ¡Qué abrazo!

Después se precipitaban las palabras, los besos. Se contaban las contrariedades de la semana, los presentimientos, las inquietudes por las cartas; pero enseguida lo olvidaban todo, se miraban de frente, con risas voluptuosas y palabras tiernas.

La cama era una gran cama de caoba en forma de barca. Las cortinas de seda roja lisa que bajaban del techo se entallaban muy abajo, cerca de la cabecera combada hacia atrás. Pero nada tan bello en aquella habitación como el pelo castaño y aquella piel blanca destacándose contra el color púrpura, sobre todo cuando, con un gesto de pudor cerraba los brazos y se tapaba la cara con las manos.

El tibio aposento, con su alfombra discreta, sus ornamentos alegres y su voz tranquila, parecía acomodado a las intimidades de la pasión: Los barrotes terminando en flecha, los alzapaños de cobre y las gruesas bolas de los morillos relucían de pronto cuando el sol entraba esplendorosamente en el cuarto. Sobre la chimenea, entre los candelabros, había dos de esas caracolas rosadas en las que se escucha el murmullo del mar cuando se aplican al oído.

¡Cómo les gustaba esa buena habitación llena de alegría, a pesar de su pompa un poco ajada! Encontraban siempre los muebles en su sitio, y a veces unas horquillas que Emma había olvidado el jueves anterior debajo del pedestal del reloj de mesa. Almorzaban al amor de la lumbre, en una mesita con incrustaciones de nácar. Emma trinchaba los quesos y los embutidos, preparando con amorosa delicadeza el plato de León y dedicándole tiernas miradas y sonrisas; a veces se reía abiertamente cuando la espuma del champagne desbordaba de la ligera copa sobre las sortijas de sus dedos. Tan perdidos estaban en la posesión de ellos mismos que sentían que aquella habitación de hotel era su propia casa, aquella en la que podrían vivir hasta su muerte, como dos eternos recién casados. Decían nuestro cuarto, nuestra alfombra, nuestras butacas, y ella llegaba a decir mis zapatillas, pero con el significado de ser algo muy querido por ser un regalo de León, un capricho que ella había tenido. Eran unas zapatillas de raso color de rosa con remates dorados. Cuando se sentaba en las rodillas de su amante, su pierna, que resultaba entonces demasiado corta, pendía en el aire, el delicado zapatito colgaba sobre los dedos de su píe, dejando el talón al aire.

El pasante saboreaba por primera vez la inefable delicadeza de las elegancias femeninas. Nunca había conocido aquella gracia de lenguaje, aquellos juegos con las formas y texturas de la ropa, aquellas posturas de paloma adormilada. Admiraba la exaltación de su alma y los encajes de su falda. Además, ¿acaso no era ella una mujer casada y de buena sociedad?; ¿no era, en fin una verdadera amante?

Por su humor variable, tan pronto místico como jocundo, parlanchína, taciturna, exaltada, indiferente, iba despertando en él mil deseos, evocando instintos o reminiscencias. Era la enamorada de todas las novelas; la heroína de todos los dramas; la vaga ella de todos los libros de versos. León veía sobre sus hombros el color ambarino de la Odalisca en el baño; tenía el largo corpiño de las castellanas feudales; parecía también la Mujer pálida de Barcelona; ¡pero era, por encima de todo, Ángel!

Muchas veces, al mirarla, le parecía que su alma se escapaba hacía ella y se expandía como una onda sobre el contorno de su cabeza, descendiendo a la blancura de su pecho.

Se sentaba en el suelo ante ella; y, apoyados los codos en las rodillas, la contemplaba con una sonrisa, tensa la frente.

Emma se inclinaba hacia él, como quien desfallece en medio de la ebriedad:

— ¡Oh, no te muevas, no hables, mírame! ¡Emana de tus ojos algo tan dulce y que me hace tanto bien!

— ¿Me amas, niño mío? —le decía, y en la precipitación de sus labios que subían a su boca no esperaba la respuesta.

El reloj remataba en un pequeño Cupido de bronce que hacía algunas cabriolas, rodeando los brazos bajo una guirnalda dorada. Los hizo reír muchas veces pero cuando tenían que separarse todo les parecía serio.

Inmóviles frente a frente se repetían:

— ¡Hasta el jueves! ... ¡Hasta el jueves! ...

Emma le tomaba la cabeza con las dos manos y lo besaba en la frente, exclamando:

- ¡Adiós!, y se lanzaba escalera abajo.

Iba a la Rué de la Comédie, a una peluquería, para que la peinaran. Anochecía; encendían el gas en la tienda.

Oía la campanilla del teatro llamando a los cómicos para la representación; y, enfrente, veía pasar a unos hombres de tez blanca y a unas mujeres de vestidos ajados, que entraban por la puerta que conducía entre bastidores.

Hacía calor en aquella pequeña peluquería muy baja de techo, donde zumbaba la estufa entre pelucas y pomadas. El olor de las tenacillas, con aquellas manos grasientas que le manipulaban la cabeza no tardaba en aturdirla, y se adormecía un poco bajo el peinador. A veces el dependiente que la peinaba le ofrecía entradas para el baile de máscaras.

Cuando salía del local volvía a subir las calles, llegaba a la Croix Rouge, se volvía a poner los chanclos que había escondido en la mañana debajo de un banco y se acomodaba en su sitio, entre viajeros un poco irritados. Algunos se apeaban al pie de la cuesta y entonces se quedaba sola en la diligencia.

En cada recodo se veían cada vez más todas las luces de la ciudad, que formaban un gran vaho luminoso sobre las casas indiferenciadas. Emma se arrodillaba sobre los cojines y su mirada se perdía en la contemplación de aquel deslumbramiento; entonces sollozaba, llamaba a León y le enviaba palabras tiernas y besos que se perdían en el viento.

Había en la cuesta un pobre diablo que vagabundeaba con su bastón en medio de las diligencias. Iba cubierto de andrajos, tapada la cara con un viejo castor aplastado, formando una especie de palangana; pero, cuando se lo quitaba, descubrió en el lugar de los párpados dos órbitas abiertas y sanguinolentas. En la carne se abrían surcos rojos de los que emanaban sustancias que se extendían por las mejillas hasta la nariz, cuyas negras aletas sorbían convulsivamente. Para hablar echaba atrás la cabeza lanzaba risillas idiotas; entonces sus pupilas azuladas, girando con un movimiento continuo, llegaban a tocar en las sienes el borde de una llaga viva.

Cantaba una canción que pretendía seguir el ritmo del movimiento de los carruajes:

El buen calor de un día de sol
hace que las muchachas sueñen con amor.

Y el resto de la canción hablaba de pájaros, de la claridad del sol y de los verdes campos.

A veces el vagabundo surgía de pronto, se aparecía de sorpresa detrás de Emma y ella soltaba un grito. Hivert se acercaba a liberarla del hombre y le hacía bromas, diciéndole que debía alquilar una habitación en un buen hotel o preguntándole por sus novias. A veces, estando el coche ya en marcha, el vagabundo se encaramaba en el estribo entre las salpicaduras de las ruedas. Su voz, que empezaba como un susurro, terminaba en un grito agudo. Aquella voz se escuchaba con más claridad en las noches, en forma de lamentos que expresaban una indefinida angustia; y, a veces, a través del sonar de los cascabeles de los caballos, del murmullo de los árboles y del zumbido de la caja hueca, aquel lamento tenía algo de lejano que perturbaba a Emma. Le llegaba al fondo del alma como cae un torrente en un abismo, y la arrastraba a los espacios de una melancolía infinita. Pero Hivert, que notaba la inclinación del contrapeso, soltaba a tientas grandes latigazos, a veces un golpe tocaba sus llagas y el hombre se dejaba caer en el barro, lanzando un alarido.

Unos antes que otros, pero finalmente los viajeros de la Golondrina se dormían, unos con la boca abierta, otros con la barbilla sobre el pecho, apoyándose en el hombro del vecino, o bien pasando el brazo en la correa, oscilando con regularidad al compás del movimiento del vehículo; y el reflejo del farol que se balanceaba afuera de la cabina, penetrando en el interior a través de las cortinas de calicó color chocolate, proyectaba unas sombras sanguinolentas sobre todos aquellos individuos desfallecidos, mientras Emma, transida de tristeza, tiritaba bajo sus vestidos y sentía los pies cada vez más frios, junto con una especie de muerte en el alma.

Charles la esperaba en casa; los jueves la Golondrina llegaba siempre con retraso. ¡Por fin llegaba la señora! Apenas si besaba a la niña. Si la cena no estaba preparada, eso no tenía importancia, disculpaba a la cocinera. Ahora todo parecía estarle permitido a aquella muchacha.

A veces el marido, viéndola tan pálida, le preguntaba si no se sentía mal.

— No —decía Emma.

— Pues te encuentro rara esta noche.

— ¡Oh, no es nada, no es nada!

Algunos días, apenas llegaba, se subía a su cuarto, y Justino, que estaba allí, andaba a pasos quedos, más interesado en servirla que una buena doncella. Colocaba las cerillas, la palmatoria, un libro, le preparaba el camino y le abría la cama.

— ¡Ya está bien! —le decía ella—. Vete.

Pero el muchacho parecía no entender y seguía allí, de pie, con las manos colgando y los ojos abiertos, como enredado en los innumerables hilos de una súbita ensoñación.

El día siguiente era horrible y los subsiguientes todavía peores, por la impaciencia que sentía Emma de reanudar su felicidad interrumpida, generándose en ella una concupiscencia ávida inflamada por los recuerdos de cosas reales y que, el séptimo día, explotaba a sus anchas en las caricias de León, que, por su parte, escondía sus ardores bajo expresiones de un pasmo maravillado y agradecido. Emma gustaba este amor de manera discreta, pero totalmente absorbente, lo mantenía vivo con todos los artificios de su ternura y temblaba ante el miedo de llegar a perderlo.

Solía decirle con dulzuras de voz melancólica:

— ¡Ah, me dejarás! ... ¡Te casarás! ... Serás como los otros.

León preguntaba:

— ¿Qué otros?

— Pues los otros, todos los hombres.

Luego añadía, rechazándolo con un gesto lánguido:

— ¡Todos son iguales, unos infames!

Un día, hablando filosóficamente de las desilusiones terrestres, Emma llegó a decir (por avivar los celos del amante, o quizá cediendo a la necesidad de expresión más allá de la prudencia) que en otro tiempo había amado a alguien ..., ¡pero no como a ti!, añadió en seguida, asegurando por la vida de su hija que no había pasado nada.

El joven le creyó, pero le preguntó qué hacía aquel hombre.

— Era capitán de barco, querido mío.

¿No era esto prevenir cualquier averiguación y al mismo tiempo elevarse muy alto por aquella supuesta fascinación ejercida sobre un hombre que debía ser de temple belicoso y estar acostumbrado a homenajes?

Pero el pasante comenzó entonces a sentir la miseria de su condición: envidió las charreteras, las medallas, los títulos. Todo esto debió de gustarle a ella; León sospechaba sus costumbres dispendiosas.

Sin embargo, Emma callaba muchas de sus extravagancias, tales como el deseo de tener, para llevarlo a Ruán, un coche azul, del tipo tíbori, que la llevara tirado por un caballo inglés y conducido por un groom de librea que calzara botas de vuelta. Fue Justino quien le inspiró este capricho, suplicándole que le tomara de ayuda de cámara; la carencia de esos lujos no amortiguaba en cada cita el placer de la llegada, pero sí aumentaba la amargura del regreso.

Muchas veces, cuando hablaban de París, ella terminaba murmurando:

— ¡Ah, qué bien viviríamos allí los dos!

— ¿No somos felices? —comentaba con dulzura el joven, pasándole la mano por el pelo.

— Sí, es verdad, estoy loca. ¡Bésame!

Estaba con su marido más encantadora que nunca, le hacía cremas de pistache y tocaba valses después de cenar. De suerte que Charles se consideraba el más afortunado de los mortales, y Emma experimentaba una completa falta de preocupación. Una noche. Charles le preguntó de pronto:

— ¿Es mademoiselle Lempereur la que te da lecciones, verdad?

— Sí.

— Pues la he visto hoy —repuso Charles—, en casa de madame Eiégeard. Le hablé de ti y no te conoce.

Aquello fue como un rayo, pero Emma replicó con naturalidad.

— Seguramente habrá olvidado mi nombre.

— ¿O será que en Ruán —dijo el médico — hay varias mademoiselles Lempereur que dan clases de piano?

— ¡Sí, eso es posible!

Y luego, con viveza:

— ¡Ah!, tengo sus recibos, verás.

Fue al secretaire, revolvió todos los cajones, mezcló los papeles y tan bien acabó por perder la cabeza, que Charles insistió en que no se molestara tanto en buscar aquellos míseros recibos.

— ¡Oh, ya los encontraré! —dijo.

Y, en efecto, el viernes siguiente. Charles, al ponerse una de sus botas en el cuarto donde guardaban la ropa, notó un papel entre el cuero y el calcetín, lo tomó y leyó:

He recibido, por tres meses de lecciones y diversas piezas, la cantidad de sesenta y cinco francos.

Felicia Lempereur.
Profesora de música
.

— ¡Cómo diablos está esto en mi bota!

— Seguramente —contestó Emma — se habrá caído de la vieja caja de facturas que está al borde de la tabla.

A partir de ese momento, su vida no fue más que una serie de mentiras en las que envolvía su amor, como en velos, para esconderlo.

Aquello era una necesidad, una manía, un placer, hasta el punto en que, si un día decía que la víspera había pasado por el lado derecho de una calle, en realidad mentía, pues lo había hecho por el lado izquierdo.

Una mañana que salió, según su costumbre, bastante ligera de ropa, de pronto comenzó a nevar; asomado Charles a la ventana, mirando el tiempo, vio a monsieur Boumisien en el cochecillo de Tuvache que lo llevaba a Ruán. Bajó a dar al eclesiástico para que se lo entregara a su esposa en La Croix Rouge. Cuando llegaron allá, Boumisien preguntó en seguida dónde estaba la esposa del médico de Yonville, y la hostelera respondió que ella frecuentaba muy poco su establecimiento. Al llegar la noche, el cura vio a madame Bovary en la Golondrina y le contó lo que había pasado, sin darle, al parecer, importancia, pues se puso a cantar alabanzas a un predicador que hacía maravillas en la catedral, y al que iban a oír todas las señoras.

El cura no había pedido explicaciones, pero otras personas del pueblo podían ser menos discretas, por lo cual Emma consideró oportuno parar en La Croix Rouge, para que se le viera por ahí y nadie sospechara nada.

Sin embargo, un buen día la encontró monsieur Lheureux saliendo del Hotel de Boulogne del brazo de León, y Emma tuvo miedo, pensando que el traficante se iba a ir de la lengua. Pero él no era tan tonto.

Tres días después, él entró en la habitación de ella, cerró la puerta y del dijo:

— Me hace falta dinero.

Emma declaró que no podía dárselo. Lheureux se deshizo en lamentaciones y recordó todas las complacencias que había tenido.

En efecto, de los dos pagarés suscritos por Charles, había pagado sólo uno. En cuanto al segundo, el traficante accedió a los ruegos de Emma, sustituyéndolo por otros dos y aún prolongando mucho el plazo del vencimiento. Después sacó del bolsillo una lista de artículos no pagados, a saber: las cortinas, la alfombra, la tela para las butacas, varios vestidos y diversos artículos de tocador, cuyo valor ascendía a unos dos mil francos. Emma bajó la cabeza; Lheureux añadió:

— Pero si no tiene dinero, tiene hacienda.

Y le habló de una pequeña finca situada en Bameville, cerca de Aumale, que no rentaba gran cosa. Había sido una dependencia de una granja vendida por monsieur Bovary padre, de la cual Lheureux sabía todo, hasta el número de hectáreas y los terrenos lindantes.

— Yo, en su lugar —decía—, me desprendería de todo eso, y todavía quedaría dinero.

Emma objetó la dificultad de encontrar un comprador; el traficante le dijo que la ayudaría a encontrarlo, y ella le preguntó cómo se las arreglaría para vender.

— ¿Acaso no tiene usted un poder? —replicó Lheureux.

Esta palabra hizo el efecto de una ráfaga de aire fresco.

— Déjeme la cuenta —dijo Emma.

— ¡No vale la pena!

Volvió a la semana siguiente ponderando lo mucho que le había costado descubrir a un tal Langlois, quien estaba interesado en la finca, pero sin dar precio.

— ¡No importa el precio! —exclamó Emma.

Sí que importaba, había que esperar, tantear a ese hombre. La cosa valía la pena de un viaje; pero, como ella no podía hacer ese viaje, Lheureux le ofreció hacerlo en su representación, lo que le permitiría confabularse con Langlois. Cuando volvió, dijo que el adquiriente ofrecía cuatro mil francos.

Emma respiró con esta noticia.

— La verdad es que está bien pagado —dijo Lheureux.

Emma cobró inmediatamente la mitad del importe y, cuando fue a pagar la cuenta, el traficante le dijo:

— En verdad me da pena que se desprenda usted de una cantidad tan importante.

Emma miró los billetes de banco, y, pensando en las muchísimas citas que representaban aquellos dos mil francos, balbució:

— ¡Pero cómo! —dijo ella, desconcertada.

— Bueno —exclamó el hombre, riendo bonachonamente—, en las facturas se pone lo que se quiere. ¿Acaso no sé yo lo que sucede en los matrimonios?

Y la miraba fijamente, a la vez que le hacía resbalar entre las uñas dos papeles. Por fin, abriendo la cartera, extendió sobre la mesa cuatro pagarés a la orden, de mil francos cada uno.

— Firme esto —dijo—, y quédese con todo.

Emma se resistió, escandalizada.

— Si le doy el sobrante —dijo descaradamente monsieur Lheureux—. ¿No le hago un favor?

Y, tomando una pluma, escribió al pie de la cuenta:

He recibido de madame Bovary cuatro mil francos.

— ¿De qué se preocupa, si va a cobrar dentro de seis meses lo que resta de su barraca, y yo le pongo el vencimiento del pagaré después del cobro?

Emma se confundió con los cálculos, y los oídos le tintineaban como si en torno suyo sonaran sobre el suelo monedas de oro cayendo en sacos rotos. Finalmente, Lheureux le explicó que tenía un amigo, llamado Vincart, banquero de Ruán, que descontaría aquellos cuatro pagarés, y luego él entregaría a la señora el sobrante de la deuda efectiva.

Pero, en vez de los dos mil francos, no le dio más que mil ochocientos, pues el amigo Vincart, como era justo, había deducido doscientos por gastos de comisión y de descuento.

Después, con toda naturalidad, pidió un recibo por esa cantidad.

— Así es el comercio ..., ya sabe ... ¡Ah, y por favor no se olvide de la fecha!

Ante Emma se abrió un horizonte de fantasías realizables. Tuvo la suficiente prudencia para guardar mil escudos, con lo que pagó, cuando se vencieron los tres primeros pagarés; pero el cuarto cayó en la casa, por casualidad, un jueves, y Charles, muy trastornado, esperó pacientemente que volviera su mujer para enterarse.

Si no le había hablado de aquel pagaré, fue por ahorrarle preocupaciones domésticas, se sentó sobre sus rodillas, le acarició el rostro, lo arrulló como a un niño e hizo una larga enumeración de todas las cosas indispensables compradas a crédito.

— En fin, reconocerás que para tanta cosa, no es demasiado caro —terminó diciendo.

Charles, sin saber qué hacer, recurrió al eterno Lheureux, el cual juró arreglar las cosas si el señor firmaba dos pagarés, uno de ellos de setecientos francos con vencimiento a los tres meses. Para poder hacerlo, escribió a su madre una carta patética. La madre, en vez de mandar la respuesta, se presentó ella misma, y cuando Emma quiso saber si Charles habia sacado algo en limpio, le contestó:

— Sí, pero quiere ver la factura.

Al día siguiente, en cuanto amaneció, Emma fue a pedirle a monsieur Lheureux que hiciera otra cuenta no superior de mil francos, pues para justificar la de cuatro mil tendría que confesar la venta del inmueble, negociación bien llevada por el traficante y que no se supo, sino hasta un tiempo después.

A pesar del precio, muy bajo, de cada artículo, madame Bovary madre encontró exagerado el gasto.

— ¿Es que no se puede vivir sin una alfombra? ¿Qué falta hacía cambiar la tela de las butacas? En mis tiempos no había en la casa más que una butaca, para las personas mayores —al menos así era en la casa de mi madre, que ciertamente era una mujer honrada—. ¡No todo el mundo puede ser rico! ¡No hay fortuna que aguante tal despilfarro! ¡A mí me daría vergüenza vivir con tantos lujos como los que tienen ustedes! ... ¡Y eso que yo soy vieja, y necesito cuidados! ¡Vaya un arreglo, tanto aparentar! ¡Seda para forro de dos francos, cuando hay telas muy parecidas de dos francos que están muy bien!

Emma, hundida en su butaca, replicaba con la mayor tranquilidad que podía:

— ¡Bueno, señora, ya está bien, ya está bien! ...

La señora seguía sermoneándola, prediciéndoles que acabarían en el asilo. Después de todo, la culpa la tenía su hijo. Afortunadamente le había prometido anular aquel poder.

— ¿Qué? —saltó Emma.

— Sí, me lo ha jurado —dijo la suegra.

Emma abrió la ventana, llamó a Charles, y el pobre hombre tuvo que confesar la palabra que le había arrancado su madre. Emma desapareció, y volvió enseguida, tendiéndole majestuosamente una hoja de papel.

— Gracias— le dijo la suegra.

Y tiró la carta-poder a la lumbre. Emma se echó a reír con una risa estridente, estrepitosa, continua: tenía un ataque de nervios.

— ¡Hay, Dios mío! —exclamó Charles—. Mira lo que has hecho con los líos que has armado.

La madre, encogiéndose de hombros, decía que todo aquello no era más que puro teatro. Pero Charles, rebelándose por primera vez, salió tan resuelto en defensa de su mujer que madame Bovary madre decidió macharse. Se fue al día siguiente, y, en el umbral, como Charles intentara retenerla, replicó.

— ¡No, no! La quieres más que a mí, y haces bien, así tiene que ser. Pero ¡ya verás, ya verás! ... Que te conserves bien, pues voy a tardar en venir a armar líos, como tu dices.

No por marcharse la madre se arregló Charles con Emma, pues ella no ocultaba el rencor que le tenía por haberle negado su confianza; tuvo que rogarle mucho para que accediera a recibir de nuevo el poder, y por fin la acompañó a la notaría de monsieur Guillaumin para hacer otro documento igual.

— Lo comprendo —dijo el notario—, un hombre de ciencia no puede entretenerse en los detalles prácticos de la vida.

Charles se sintió aliviado por esta reflexión halagadora que daba a su debilidad la apariencia de una preocupación superior.

El jueves siguiente, en el hotel con León, Emma fluyó como un río de emociones, pero impetuoso e incluso desbordado. Rió, lloró, cantó, bailó, mandó que les trajeran sorbetes y quiso fumar cigarrillos. A León aquella conducta le pareció extravagante, pero adorable, soberbia.

No sabía qué reacción de todo su ser la impulsaba más a precipitarse a los goces de la vida. Se volvía irritable, glotona y voluptuosa; y se paseaba con él por las calles con la cabeza alta, sin miedo —decía — de comprometerse. Sin embargo, a veces se estremecía ante la idea de encontrarse con Rodolfo; pues, aunque separados para siempre, le parecía que no estaba completamente liberada de su dependencia.

Una noche no volvió a Yonville. Charles estaba loco de impaciencia; la pequeña Berta no quería irse a la cama sin su mamá y lloraba a gritos. Justino había salido a la carretera y monsieur Homais había dejado su botica.

Por fin , a las once. Charles no pudo aguantar más, enganchó el coche, saltó al pescante, fustigó el caballo y llegó a las dos de la madrugada a La Croix Rouge. Pensó que acaso la habia visto el pasante, pero ¿donde vivía? Afortunadamente Charles recordó las señas de su patrón, y se dirigió allá.

Empezaba a amanecer. Distinguió dos rótulos sobre una puerta; llamó. Alguien, sin abrir, le gritó qué quería, añadiendo una cadena de improperios contra los que molestaban a la gente durante la noche.

La casa donde vivía el pasante no tenía n i campanilla, ni picaporte ni portero. Charles golpeó fuertemente con el puño las ventanas. Pasó un guardia; entonces tuvo miedo y se marchó. '

Estoy loco -se decía—; seguramente la harían quedarse a cenar en casa de monsieur Lormeaux.

La familia Lormeaux ya no vivía en Ruán.

Se quedaría a cuidar a madame Dubreiul. ¡Ah, pero si madame Dubreuil murió hace seis meses! ... ¡Dónde estará entonces!

Se le ocurrió una idea. Pidió en un café el Anuario y buscó rápidamente el nombre de mademoiselle Lempereur, que vivía en la rué Ranelle-des-Maroquíniers, número 74.

A l entrar él en esa calle, apareció Emma en la otra punta; Charles, más que abrazarla, se arrojó sobre ella, exclamando:

— ¿Qué te pasó? ¿Qué te ha retenido?

— He estado enferma.

— ¿De qué? ... ¿Dónde? ... ¿Cómo? ...

Emma se pasó la mano por la frente y contestó:

— En la casa de mademoiselle Lempereur.

— ¡Estaba seguro! Allá iba ahora mismo.

— ¡Oh!, no vale la pena. Acaba de salir hace un momento. Pero otra vez no te preocupes. Si sé que el menor retraso te trastorna de ese modo no me sentiré libre, ya lo podrás comprender.

Aquel era como un permiso que se tomaba para no preocuparse en sus escapadas, y lo aprovechó a sus anchas, con largueza. Cuando la acuciaban las ganas de ver a León, se iba con cualquier pretexto, y, como él no la esperaba aquel día, iba a buscarlo a su estudio. Las primeras veces fue para él una gran alegría, pero al poco tiempo le dijo la verdad: que su patrón se quejaba mucho de aquellas irregularidades.

— ¡Bah, vente! —replicaba ella.

Y León escapaba.

Emma quiso que se vistiera todo de negro y se dejara una perillita, para parecerse a los retratos de Luis XIII. Deseó conocer su alojamiento y lo encontró pobretón; él se sonrojó y ella no hizo caso; le aconsejó que comprara unas cortinas parecidas a las suyas y como León objetara el gasto:

— ¡Ah, te agarras a tus dineritos! —dijo ella riendo.

León tenía que contarle todo lo que había hecho desde la última cita. Le pidió que escribiera versos en su honor, pero León no logró nunca encontrar la rima del segundo verso, y acabó por copiar un soneto y presentárselo como suyo.

Más que por vanidad, lo hizo por complacerla. No discutía sus ideas; aceptaba todos sus gustos, y poco a poco se fue convírtiendo en el tipo de amante dominado y servicial. Emma le decía palabras tiernas y le daba unos besos que le robaban el alma. ¡Dónde había aprendido este arte de perversa manipulación, devastadora, aunque disimulada?
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