Presentación de Omar CortésPrimera parte - Capítulo segundoBiblioteca Virtual Antorcha

Gustave Flaubert

MADAME BOVARY

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO PRIMERO






Estábamos en el estudio cuando entró el director y tras él un nuevo alumno, vestido de paisano, y tras él entró un celador cargado con un gran pupitre. Los que estaban adormilados se espabilaron y se fueron levantando como si los hubieran sorprendido en medio de alguna travesura.

El director nos hizo la seña de que nos sentáramos y después, dirigiéndose al maestro de titular, le dijo a media voz:

— Monsieur Roger, le recomiendo a este alumno. El entra en quinto, si saca buenas calificaciones en aplicación y en conducta pasará al grupo de los mayores, como corresponde a su edad.

El nuevo alumno, rezagado en un rincón detrás de la puerta, de un modo tal que apenas se le veía, era un muchacho campesino, de unos quince años de edad, más alto que cualquiera de nosotros. Tenía el pelo cortado en flequillo, como cualquier mozalbete del pueblo, y una pinta de niñote medroso y muy tímido. Aunque no era ancho de hombros, debia de sentirse incómodo en su chaqueta de paño verde con botones negros; por la abertura de las bocamangas se le veían unas muñecas enrojecidas, acostumbradas a ir al descubierto. Las piernas, embutidas en unas medias azules, salían de un pantalón amarillento muy estirado por los tirantes. Calzaba unos zapatos muy toscos de clavos, que prácticamente no conocían el betún.

Comenzó el sonsonete de las lecciones, y el muchacho las escuchaba con una actitud muy atenta, los oídos muy abiertos, como si estuviese en un sermón de la iglesia, sin atreverse siquiera a cruzar las piernas ni a apoyarse en el codo. A las dos, al sonar la campana, el maestro tuvo que llamarle la atención para que se colocara junto a los demás en la fila.

Nosotros teníamos la costumbre de tirar las gorras al suelo al entrar en el salón de clase, para quedarnos con las manos más libres; había que arrojarlas en el umbral de modo que cayeran debajo del banco y quedaran junto a la pared, y con ello se levantaba mucho polvo. Ese era el estilo.

Pero ya se había acabado el rezo, y el nuevo, tal vez porque no se fijaba en la maniobra, o porque no quisiera apegarse a ella, seguía con la gorra sobre las rodillas. Él portaba uno de esos gorros híbridos, que tienen un poco del kepí del granadero, de la shapka rusa, del sombrero de bola, de la gorra de nutria y del gorro de algodón; era de esa clase de prendas cuya muda fealdad posee ciertas profundidades de expresión, como el rostro de alguien que padece retraso mental. Era una especie de huevo que comenzaba con tres aplicaciones circulares, a las que seguían unos rombos de terciopelo alternados con otros de piel de conejo, separados por una banda roja; a continuación había una especie de saco que terminaba en un polígono rígido guarnecido por un adorno de entrelazado del que pendía, en el extremo de un largo cordón demasiado delgado, una especie de bellota de hilos de oro entrecruzados. Era evidente que se trataba de una gorra nueva, su visera era reluciente.

— Levántese —le ordenó el profesor.

Él se levantó y la gorra cayó al suelo. Toda la clase rompió a reír.

El muchachote se inclinó a recogerla, pero un alumno que estaba a su lado le dio un codazo y se la volvió a tirar, con lo que él tuvo que agacharse de nuevo para tomarla.

— ¡Vamos, suelte la gorra! —le dijo el profesor, que era un tipo recio y de malos modos.

Las risas de sus compañeros desconcertaron al pobre muchacho; no sabía si había que tener la gorra en la mano, dejarla en el suelo o ponérsela en la cabeza, así que lo que hizo fue volver a sentarse y colocar la gorra en sus rodillas.

— Levántese —le ordenó el profesor— y dígame cómo se llama.

El nuevo balbuceó un nombre ininteligible.

— Repita.

Se oyó el mismo tartamudeo de sílabas, apagado por el abucheo de la clase.

— Más alto —gritó el maestro—. ¡Más alto!

Entonces, el nuevo, tomando una extrema resolución, abrió la boca enormemente y, a pleno pulmón, como quien llama a alguien que está muy lejos, soltó la palabra Charbovary ... De inmediato surgió un estrépito que fue creciendo con algunos gritos sueltos (alaridos, aullidos, pataleos, y sobre todo los coros que repetían sin cesar ¡Charbovary! ¡Charbovary!); luego, el estruendo fue declinando en notas aisladas, calmándose a duras penas y resurgiendo a veces de pronto en una línea de bancos o estallando por uno u otro lado, como un petardo no del todo extinguido.

Bajo una lluvia de amenazas y castigos reales, se fue restableciendo el orden en la clase, y el profesor, una vez enterado del nombre de Charles Bovary mandando a su titular que lo dictara, lo deletreara y lo releyera, ordenó al pobre muchacho que fuera a sentarse en el banco de los desaplicados, al pie del estrado del profesor. El muchacho se puso en movimiento, pero antes de echarse a andar vaciló un poco:

— ¿Qué busca? —preguntó el profesor.

— Mi go ... —musitó tímidamente el nuevo, atisbando en torno suyo con una mirada inquieta.

— ¡Quinientos versos a toda la clase! —exclamó el profesor con voz furiosa, ante una nueva expresión de desorden—. ¡A ver si así se están tranquilos! —repitió el indignado profesor, enjugándose la frente con el pañuelo, que acababa de sacar del gorro—. Y usted, el nuevo alumno, me va a copiar veinte veces el verbo ridiculus sum.

Después, con voz más suave:

— ¡Ya encontrará la gorra, no se la han robado!

Volvió la calma, se inclinaron las cabezas sobre las carpetas y el nuevo permaneció dos horas con una compostura ejemplar, por más que, de vez en cuando, venía a estrellarse en su cara alguna bola de papel catapultada con una plumilla. Pero el nuevo se limpiaba con la mano y seguía quieto, con los ojos bajos.

Por la noche, a la hora del estudio, sacó sus manguitos del pupitre, puso en orden sus cosas y, con mucho cuidado, tiró las rayas en el papel. Lo vimos trabajar a conciencia, buscando todas las palabras en el diccionario y esforzándose grandemente. Gracias, sin duda, a esta buena voluntad que demostró, no fue transferido a la clase inferior, pues, si bien sabía pasablemente las reglas, carecía por completo de elegancia en los giros. Había empezado el latín con el cura del pueblo, pues sus padres, por economía, tardaron lo más posible en inscribirlo en la escuela.

El padre, monsieur Charles-Denis-Bartbolomé Bovary, antiguo ayudante de capitán médico, quien, en 1812, se había visto involucrado en asuntos de reclutamiento, y obligado por aquella misma época a dejar el servicio, aprovechó sus prendas personales para cazar al paso una dote de sesenta mil francos que se ofrecía por la mano de la hija de un tendero, enamorada de aquel buen mozo fanfarrón, que hacía mucho ruido de espuelas, con patillas unidas al bigote a la usanza de la época, los dedos cubiertos de sortijas y trajes de vivos colores, tenía traza de valentón y la vivacidad desenvuelta de un viajante de comercio.

Una vez casado vivió dos o tres años de la fortuna de su mujer, comiendo bien, levantándose tarde, fumando en grandes pipas de porcelana, no volviendo a casa por la noche hasta después del teatro y frecuentando los cafés.

Murió el suegro y dejó poca cosa. El yerno se indignó, se metió a fabricante, perdió algún dinero y se retiró al campo, donde se propuso explotar la tierra.

Pero como era muy poco lo que entendía de agricultura y montaba los caballos en vez de dedicarlos a las faenas de la labranza, y bebía la sidra en botellas en lugar de venderla en barriles, y se comía las mejores aves del corral, y engrasaba sus botas de caza con el tocino de sus cerdos, no tardó en decidir que lo mejor sería renunciar a esa clase de trabajo.

Mediante doscientos francos anuales de alquiler encontró un pueblo, allá por los confínes de Caux y de Picardía, una especie de alojamiento, mitad casa de labranza, mitad vivienda, y ahí, triste y cargado de añoranzas, acusando al cielo y envidiando a todo el mundo, a los cuarenta y cinco años se recluyó en aquel apartado lugar, decidido a vivir en paz y aislado de los hombres, de quienes decía estar profundamente decepcionado.

Su mujer había estado loca por él; lo amó con total servilismo, lo que lo hastiaba y lo apartaba de ella aún más. Ella, tan jovial antes, tan expansiva y tan enamorada, al envejecer se volvió agria de carácter, como el vino que al quedar mucho tiempo destapado, se avinagra. Se volvió quejumbrosa y estaba siempre nerviosa. Había sufrido tanto al principio de su matrimonio, sin quejarse de nada, viendo a su marido correr tras todas las mujeres de cascos ligeros de la región, y volver por la noche procedente de los tugurios, tambaleándose y oliendo a alcohol. Después de mucho tiempo prefirió mantenerse callada y tragarse la rabia con un estoicismo mudo, que conservó hasta la muerte. Se pasaba todo el tiempo en trámites, en negocios, visitando a procuradores, al presidente de la audiencia, recordando el vencimiento de los pagarés, pidiendo moratorias; y en casa planchaba, cosía, lavaba, vigilaba a los jornaleros y pagaba las cuentas mientras el señor, sin preocuparse de nada, seguía aletargado en una somnolencia hosca de la que sólo se despertaba para decirle cosas desagradables, que se quedaba fumando junto a la lumbre, escupiendo en la ceniza.

Cuando tuvo un hijo, hubo que encomendarlo a una nodriza. Después, ya en casa, el niño fue mimado como un príncipe. La madre lo alimentaba con golosinas, y el padre lo dejaba correr descalzo, y, dándoselas de filósofo, decía que podía vivir de manera natural, yendo completamente desnudo, como las crías de los animales. En oposición a las tendencias maternas, él tenía en la cabeza cierto ideal viril de la infancia, y pretendía aplicarlo a la crianza de su hijo, educándolo con dureza, a la manera espartana, para que se hiciera fuerte. Lo mandaba a la cama en una habitación sin fuego, le enseñaba beberse sus buenos tragos de ron y a insultar a las procesiones de la iglesia.

Pero el pequeño resultó pacífico por naturaleza, por lo que respondía mal a sus propósitos. La madre lo tenía siempre pegado a sus faldas. Ella le recortaba dibujos, le contaba cuentos, le hablaba en monólogos sin fin, llenos de risas melancólicas y de cuchicheos melosos. En la soledad de su vida, puso en aquel niño todas sus vanidades frustradas y sus confusos deseos. Soñaba con posiciones encumbradas para él; lo veía como un hombre crecido, guapo, inteligente, como un ingeniero de caminos o magistrado. Ella lo enseñó a leer y a cantar dos o tres canciones que eran las únicas que se sabía, acompañándolo en el viejo piano de la casa. Por su lado, monsieur Bovary, que no daba mucha importancia a las letras, decía que no valía la pena educar al chico; ¿acaso iban a poder enviarlo a una escuela, aunque fuera pública, o comprarle un cargo o un negocio? Además, lo que hace falta para triunfar en el mundo, es tener estilo y ser aventurado. Madame Bovary simplemente se mordía los labios y el muchacho no hacía otra cosa que vagabundear por el pueblo e irse de vez en cuando con los jornaleros a las labores de labranza, con la simple tarea de espantar a los cuervos arrojándoles terrones. A veces se iba a recolectar moras en el campo o hacía el servicio de cuidar pavos, armado de una rama, amontonaba el heno en la siega, corría por los bosques, jugaba a la rayuela en el pórtico de la iglesia cuando llovía y, en la fiesta mayor, suplicaba al sacristán que le dejara tocar las campanas, para colgarse de la gran maroma y columpiarse en ella.

Así creció el muchacho, fuerte como un roble, colorado, recio y de fuertes manos.

Cuando cumplió doce años, su madre consiguió que lo pusieran a estudiar. Se lo encomendaron al cura. Pero las lecciones eran tan cortas y el muchacho las seguía tan mal que en realidad no podían servirle de mucho. El sacerdote le daba sus lecciones en sus ratos perdidos, de pie en la sacristía, a toda prisa, entre un bautizo y un entierro, o bien el cura mandaba buscar a su discípulo después del ángelus, cuando no tenía otra cosa que hacer. Entonces subían a la casa, se acomodaban frente a la chimenea, donde revoloteaban moscardones y mariposas. Cuando hacía calor el chico se dormía, y al bueno del cura también le ganaba el sopor y no tardaba en ponerse a roncar con la boca abierta. Otras veces, cuando el señor cura, volviendo de llevar el viático a algún enfermo de las cercanías, divisaba a Charles en sus correrías por los campos, lo llamaba, lo sermoneaba un cuarto de hora y aprovechaba la ocasión para hacerlo conjugar al pie de un árbol el verbo que tocaba aquel día. Hasta que los interrumpía la lluvia o algún conocido que pasaba. De todos modos, el cura estaba muy contento con el muchacho, y llegaba a decir que por lo menos tenía mucha memoria.

Pero Charles no podía quedarse solamente con esa forma de instrucción. La madre fue muy enérgica en su propósito, y el padre, avergonzado o tal vez ya cansado de discutir, cedió, pero con la condición de que esperaran un año más, hasta que el muchacho hiciera la primera comunión.

Pasaron otros seis meses, y finalmente Charles fue enviado al colegio de Ruán, a donde lo llevó el propio padre, a finales de octubre en los tiempos de la feria de San Román.

Hoy, ninguno de nosotros podría recordar nada especial respecto de aquel muchacho de temperamento pacífico que jugaba en los recreos, escuchaba en la clase, dormía en la habitación general y en el refectorio comía todo lo que se le daba. El encargado de su cuidado era un comerciante mayorista de la calle de la Ganterie, que lo iba a visitar una vez al mes, en domingo, y lo sacaba a pasear, para después devolverlo al colegio a eso de las siete, antes de la cena. Los jueves por la noche, el muchacho escribía a su madre una larga carta y después se ponía a repasar los cuadernos de historia o a leer un viejo libro de Anacarsis que andaba rolando por la sala de estudio. Durante los paseos charlaba con el criado que era del pueblo, como él.

A fuerza de gran dedicación, se mantuvo siempre entre los medianos de la clase; una vez llegó a ganar un primer lugar en historia natural; pero cuando acabó el tercero, sus padres lo sacaron del colegio para que estudiara medicina, convencidos de que en eso él podría arreglárselas solo para terminar el bachillerato.

Su madre le eligió una habitación en un cuarto piso que daba al Eau-de-Robec, en casa de un tintorero conocido suyo. Cerró el trato para la pensión, se agenció unos muebles, una mesa y dos sillas, mandó a buscar a casa una cama antigua de cerezo silvestre y compró una estufa de hierro, junto con la provisión de leña necesaria para calentar al pobre hijo. Finalmente, al cabo de una semana, se marchó, con mil recomendaciones de que se portara bien, ahora que iba a quedar abandonado a sí mismo. El programa de las asignaturas que leyó en el tablero le hizo el efecto de un mazazo: anatomía, patología, fisiología, farmacia, química y botánica; aparte de la clínica y la terapéutica, sin contar con la higiene ni las materias médicas, nombres todos cuya etimología ignoraba y que eran como otras tantas puertas de santuarios inundados de lúgubres tinieblas.

No entendió nada, por más que escuchara, nada le entraba en la cabeza, a pesar de que trabajaba a conciencia, forraba los cuadernos, asistía a todas las clases y no perdía una sola visita. Cumplía su tarea cotidiana como un caballo de noria que da vueltas y más vueltas en el mismo sitio, con los ojos vendados, ignorando la utilidad de la faena que está realizando.

Para ahorrarle gastos, cada semana la madre le mandaba un buen trozo de ternera asada, y con eso comía al volver al mediodía del hospital, a la vez que daba patadas a la pared para calentarse los pies. Pero muy pronto tenía que salir corriendo para llegar a tiempo a las lecciones, al anfiteatro de anatomía y después al hospital, para después volver a casa recorriendo las mismas calles. Por la noche, después de la frugal cena que se le daba en la casa, subía a su cuarto, para entregarse al estudio, muchas veces con la ropa mojada humeando sobre su cuerpo junto a la estufa al rojo.

En las plácidas noches estivales, a la hora en que nadie camina por las templadas calles y las criadas juegan al volante en el umbral de las puertas, abría la ventana y se asomaba apoyado en los codos. Abajo corría, amarillo, violeta o azul, entre sus puentes y barandas, el río que hace de ese barrio de Ruán algo así como una innoble parodia de Venecia. Unos obreros acurrucados en la orilla se lavaban los brazos en el agua. Grandes madejas de algodón se secaban al aire, colgadas de unos palos que emergían de los desvanes. Enfrente, más allá de los tejados, se abría un cielo límpido y puro, con el sol rojo del ocaso. ¡Qué bien se debía estar allí! ¡Qué fresco bajo el robledal! Y el muchacho abría las ventanas de la nariz para aspirar los buenos aromas del campo, que en realidad no llegaban hasta él.

Así creció todavía un poco, adelgazó mucho y su semblante adquirió una especie de expresión doliente que lo hacía casi interesante. Naturalmente, por dejadez, fue abandonando todas las decisiones que había tomado. Una vez faltó a la visita al hospital, al día siguiente no fue a clase, y, degustando el dulce sabor de la pereza, al poco tiempo ya no asistía más a sus deberes.

Se acostumbró a la taberna y adquirió la pasión del dominó. Encerrarse cada tarde en aquel sucio lugar para plantar con vigor aquellos huesecillos de cordero marcados con puntos negros le parecía un sublime acto de libertad, algo que elevaba grandemente su propia estimación. Era como la iniciación en el mundo, el acceso a unos placeres prohibidos, y, al entrar en el local, ponía la mano en el picaporte con un goce casi sensual. Muchas cosas antes latentes y comprimidas en él comenzaron a emerger; aprendió de memoria muchas canciones y las cantaba a los amigos que llegaban; se entusiasmó con Béraquer, aprendió a hacer ponche y, por último, conoció el amor.

A causa de estas actividades, fracasó rotundamente en sus exámenes de Oficial de Sanidad. ¡Aquella misma noche lo esperaban en casa para celebrar el triunfo!

Llegó a pie, se detuvo a la entrada del pueblo, mandó un recado a su madre y le contó todo. La madre lo disculpó, atribuyendo el fracaso a la injusticia de los examinadores, y lo tranquilizó un poco, encargándose de arreglar las cosas.

Monsieur Bovary no se enteró de la verdad, y después de cinco años, como ya era una verdad vieja, terminó por aceptarla; aunque nunca hubiera podido suponer que un hijo suyo hubiera salido tonto.

Charles regresó a los estudios, y esta vez trabajó sin distracciones para preparar las asignaturas, aprendiendo de memoria las respuestas a todas las preguntas. Aprobó todos los exámenes con buenas calificaciones, y ahora sí fue un gran día para su madre, mismo que celebraron con una comida a la que invitaron mucha gente.

¿A dónde iría ahora a ejercer su arte? ... La madre tenía ya decidido el pueblo de Tostes, allí no había más que un viejo médico a quien madame Bovary dedicaba mucha atención, esperando que pronto muriera para que su hijo tomara su lugar en ese pueblo; la cosa sucedió eon tal oportunidad que apenas el viejo cayó enfermo y ya estaba Charles instalado como sucesor suyo.

Pero no bastaba con haber criado al hijo, haberlo hecho estudiar medicina y haber descubierto Tostes para que la ejerciera; él necesitaba una mujer, y la madre le encontró una: la viuda de un escribano de Dieppe, que tenía cuarenta y cinco años de edad y una renta de mil doscientas libras.

Aunque era una mujer seca y fea con más brotes en la cara que capullos en la primavera, la verdad era que a madame Dubunc no le faltaban partidos donde escoger. Madame Bovary tuvo que eliminarlos todos para lograr sus fines, y hasta desbarató hábilmente las intrigas de un ratón de iglesia al que apoyaban los curas.

Charles había entrevisto en el matrimonio la oportunidad de una mejor situación en el futuro, imaginando que estaría más libre y podría disponer de su persona y de su dinero. Pero su mujer asumió el mando; delante de la gente él tenía que decir lo que ella consideraba conveniente, asumir la vigilia los viernes, apremiar, siguiendo sus instrucciones, a los clientes morosos. Ella le abría las cartas, le seguía los pasos y, cuando en la consulta había mujeres, escuchaba a través de la puerta.

Había que servirle el chocolate todas las mañanas y prodigarle toda clase de cuidados. Se quejaba constantemente de los nervios, del pecho y de los humores. El ruido de pasos le hacía daño; los amigos se iban y no podía soportar la soledad, y cuando regresaban decía que era para verla morir. Por la noche, cuando volvía Charles, la mujer sacaba de debajo de las sábanas sus largos y flacos brazos y le rodeaba eon ellos el cuello, lo hacía sentarse en el borde de la cama y se ponía a hablarle de sus penas y a reprocharle cosas: ¡la estaba olvidando, amaba a otra! ¡Bien le habían dicho que iba a ser desgraciada con él, y terminaba pidiéndole un poco más de jarabe para su salud física y un poco más de amor para la del alma.
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