Presentación de Omar CortésSegunda parte - Capítulo décimocuartoTercera parte - Capítulo primero Biblioteca Virtual Antorcha

Gustave Flaubert

MADAME BOVARY

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO DÉCIMOQUINTO



El público esperaba contra la pared, estacionada en forma simétrica entre unas balaustradas. En la esquina de las calles próximas, unos carteles gigantescos repetían en caracteres barrocos: Lucie de Lammermoor ... lagardy ... Ópera ... El tiempo era bueno; hacía calor; el sudor corría por los bucles, todo el mundo había sacado los pañuelos para enjugarse las húmedas y enrojecidas frentes; y a veces un viento tibio, que soplaba del río, agitaba blandamente el borde de los toldos de los cafetines. Sin embargo, un poco más abajo, se sentía una corriente de aire glacial que olía a sebo, a cuero y a aceite. Era la exhalación de la Rué des Charrettes, llena de grandes almacenes negros donde ruedan barricas.

Emma, por miedo de parecer ridicula, quiso, antes de entrar, dar un paseo por el puerto, y Bovary, por prudencia, guardó los boletos en la mano y ésta en el bolsillo del pantalón, que apoyaba contra el vientre.

Nada más entrar en el vestíbulo, le palpitó fuerte el corazón. Sonrió involuntariamente de vanidad al ver a la gente precipitarse a la derecha por el otro lado del pasillo, mientras que ella subía la escalera de las primeras. Disfrutó como un niño empujando con el codo las anchas puertas tapizadas; aspiró con todo el pecho el olor polvoriento de los pasillos, y, ya sentada en su palco, irguió el busto con una desenvoltura de duquesa.

La sala comenzaba a llenarse, sacaban los gemelos de los estuches, y los abonados, viéndose de lejos, se saludaban. Iban a descansar en las bellas artes de las inquietudes del comercio; pero como no podían olvidar los negocios seguían hablando de algodones, de alcohol de ochenta y cinco grados y de índigo. Se veían cabezas de viejos, inexpresivas y pacíficas, y que, blancuzcas de pelo y de cutis, parecían medallas de plata patinadas con un vapor de plomo. Los jóvenes elegantes se pavoneaban en el patio de butacas, exhibiendo en la abertura del chaleco la corbata rosa o verde manzana; y madame Bovary los admiraba desde arriba, apoyando en los barrotes de pomo de oro la palma tersa de sus guantes amarillos.

Mientras tanto se encendieron las velas de la orquesta; descendió la lámpara del techo, derramando en la sala, con los rayos de sus facetas, una alegría súbita; después entraron los músicos, uno tras otro, y fue al principio un largo afinar de violines, chirriando algunos y otros zumbando, de cornetines trompeteando, de flautas y flautillas piando. Pero se oyeron tres golpes en el escenario; comenzó un redoble de timbales, los instrumentos de cobre subrayaban acordes, se levantó el telón y apareció un paisaje.

Era un descampado en un bosque, con una fuente, a la derecha, sombreada por un roble. Villanos y señores, con la manta al hombro, cantaban todos juntos una canción de caza; después sobrevino un capitán que invocaba al ángel del mal levantando ambos brazos al cielo; surgió otro; se fueron los dos, y los cazadores volvieron a cantar.

Emma se encontraba en las lecturas de su juventud, en pleno Walter Scott. Le parecía escuchar, a través de la niebla, el son de las cornamusas escocesas repitiéndose en los brezos. Por otra parte, como el recuerdo de la novela le ayudaba a entender el libreto, seguía la intriga frase por frase, mientras que los vagos pensamientos que volvían a su mente se dispersaban en seguida bajo las ráfagas de la música, se dejaba mecer por las melodías y se sentía vibrar ella misma con todo su ser, como si los arcos de los violines se pasearan por sus nervios. No tenía bastantes ojos para contemplar los trajes, los decorados, los personajes, los árboles pintados que temblaban cuando caminaban los actores, y las tocas de terciopelo, los mantos, las espadas, todas aquellas imaginaciones que se agitaban en la armonía como en la atmósfera de otro mundo. Pero avanzó una joven y echó una bolsa a un jinete verde. Se quedó sola, y entonces se oyó una flauta que producía como un murmullo de fuente, o como gorjeos de pájaro. Lucía atacó con gesto bravo su cavatina en sol mayor; se quejaba de amor y pedía alas. Emma también hubiera querido volar en un abrazo huyendo de la vida. De pronto apareció Edgardo Lagardy.

El tenor tenía una de esas palideces espléndidas que dan algo de la majestad de los mármoles a las razas ardientes del sur. Su vigoroso busto estaba envuelto en un jubón de color pardo; un pequeño puñal cincelado le golpeaba el muslo izquierdo, y echaba unas miradas lánguidas, descubriendo sus blancos dientes. Se decía que una princesa polaca, al escucharlo una noche cantar en la playa de Biarritz, donde calafateaba barcas, se enamoró de él, y se arruinó por él. La dejó por otras mujeres, y esta celebridad sentimental no dejaba de servir a su fama artística. El farsante diplomático llegó a cuidarse de que en los anuncios se colara siempre una frase poética sobre la fascinación de su persona y la sensibilidad de su alma. Una hermosa voz, un imperturbable aplomo, más temperamento que inteligencia y más énfasis que lirismo acababan de realzar aquella admirable naturaleza de charlatán, que tenía algo de peluquero y de torero.

Entusiasmó desde la primera escena. Estrechaba a Lucía entre sus brazos, la dejaba, volvía, parecía desesperado, tenía arrebatos de cólera, y después estertores elegiacos de una dulzura infinita; las notas surgían de su cuello desnudo llenas de sollozos y de besos. Emma se inclinaba para verlo mejor, arañando con las uñas el terciopelo del palco. Se llenaba el corazón con aquellas lamentaciones melodiosas que se prolongaban en el acompañamiento de los violines como gritos de náufragos en el tumulto de una tempestad. Reconocía todas las embriagueces y las angustias en las que había estado a punto de morir. La voz de la cantante le parecía el eco de su conciencia, y aquella ilusión que la embelesaba decía algo de su propia vida. Pero nadie en el mundo la había amado con semejante amor. Él no lloraba como Edgardo, la última noche, a la luz de la luna, cuando se decían: ¡Hasta mañana! ¡Hasta mañana! ...; la sala crujía bajo los bravos; se repitió la strette entera; los enamorados hablaban de las flores de su tumba, de juramentos, de destierro, de fatalidad, de esperanzas y, cuando lanzaron el adiós final, Emma soltó un grito agudo, que se confundió con la vibración de los últimos acordes.

— ¿Por qué la persigue ese señor? —preguntó Charles

— No, no —contestó Emma—, es su amante.

— Sin embargo, jura vengarse de su familia, mientras que el otro, el que vino antes, decía: Yo amo a Lucía, y creo que ella me ama. Además se marchó con su padre, tomados del brazo, pues ese hombre bajito y feo que lleva una pluma de gallo en el sombrero es su padre, ¿verdad?

A pesar de las explicaciones de Emma, en el momento del dúo recitativo en el que Gilberto expone a su señor Ashton sus abominables maniobras, Charles, al ver el falso anillo de esponsales que engañará a Lucía, creyó que era un recuerdo de amor enviado por Edgardo. Por lo demás, confesaba que no entendía la historia por causa de la música que embarullaba mucho las palabras.

— ¿Qué más da? —dijo Emma—; ¡cállate!

— Es que a mí me gusta enterarme —repuso Charles inclinándose sobre su hombro—, ya lo sabes tú.

— ¡Cállate! ¡Cállate! —repitió ella impaciente.

Avanzaba Lucía, medio sostenida por sus mujeres, con una corona de azahar en el cabello y más pálida que el raso blanco de su vestido. Emma pensaba en el día de su boda, y se veía allá, en medio de los trigales, en el pequeño sendero, cuando se dirigían a la iglesia ... ¿Por qué no se había resistido como ella? ¿Por qué no había suplicado? Al contrario, estaba contenta, sin ver el abismo en el que se precipitaba ... ¡Ah, si en la lozanía de su belleza, antes de las mancillas del matrimonio y de la desilusión del adulterio hubiera podido poner su vida en algún corazón fuerte, entonces la virtud, el cariño, las voluptuosidades, se habrían unido y nunca habría descendido de una felicidad tan alta. Pero seguramente esa felicidad era una fantasía imaginada para ocultar la futilidad de todo deseo. Ahora conocía la pequeñez de las pasiones que el arte exageraba. Y, esforzándose por desviar su pensamiento, quería ver en aquella reproducción de sus dolores sólo un artilugio del arte, bueno para recrear los ojos, y hasta sonreía interiormente con una piedad desdeñosa cuando, al fondo del escenario, bajo el dintel de terciopelo, apareció un hombre con una capa negra.

En un gesto brusco, cayó su gran sombrero a la española, e inmediatamente los instrumentos y los cantantes abordaron un sexteto en el que Edgardo, resplandeciente de furia y con potente voz, dominaba a todos los demás; Ashton le lanzaba unas notas graves que estaban llenas de provocaciones y amenazas de muerte, mientras Lucía expresaba su pena con agudas notas; Arturo, a distancia, modulaba sonidos medios, y la voz de bajo del ministro zumbaba como un órgano, mientras las voces de las mujeres, repitiendo sus palabras, volvían a atacar en coro con deliciosas armonías . Todos gesticulaban en la misma línea, y la cólera, la venganza, los celos, el terror, la misericordia y la estupefacción se exhalaban a la vez de sus bocas entreabiertas. El enamorado, ofendido, blandía su espada desnuda, su gorguera de encaje subía y bajaba con los movimientos de su pecho. Se movía de un lado a otro, a grandes pasos, haciendo sonar contra las tablas las espuelas de sus botas flexibles. Que se ensanchaban en el tobillo. Emma pensaba que aquel hombre tenia que sentir un inagotable amor, para poderlo derramar sobre la multitud en tan grandes efluvios. Todas sus veleidades de denigración se esfumaban bajo la poesía del papel que lo invadía y seguramente se impulsaba hacia el hombre por la ilusión del personaje. Emma procuraba imaginarse una vida extraordinaria, resonante, espléndida, que ella misma hubiera podido vivir, si el azar lo hubiera querido. ¡Se habrían conocido, se habrían amado! Con él habría viajado de ciudad en ciudad por todos los reinos de Europa, compartiendo sus fatigas y sus orgullos, recogiendo las flores que le echaban. Bordando ella misma sus trajes; después, todas las noches, desde el fondo de su palco, detrás de la reja de barrotes de oro, habría recogido, boquiabierta, las expansiones de aquella alma que no habría cantado más que para ella sola; y desde el escenario, mientras representaba, la miraría sentada en su palco ... ¡La miraba, seguro! ... Le dieron ganas de correr a sus brazos para refugiarse en su fuerza como en la encarnación del amor mismo, y suplicarle con todas sus fuerzas:

- ¡Llévame contigo, llévame, partamos! ¡Para ti, para cumplir tus ardores junto con los míos, para realizar todos los sueños!

Cayó el telón.

El olor del gas se mezclaba con los alientos; el aire de los abanicos hacía más asfixiante la atmósfera. Emma quiso salir; el público llenaba los pasillos, y cayó en su butaca con palpitaciones que la sofocaban. Charles, temiendo que se desmayara, corrió al ambigú a buscarle un vaso de agua de cebada.

Le costó mucho trabajo volver a su sitio, pues le era muy difícil sortear a la gente aglomerada con el vaso de cebada que llevaba en la mano, y hasta derramó las tres cuartas partes sobre los hombros de una rúense con manga corta, que, sintiendo el líquido frío corriéndole por los ríñones, lanzó unos gritos de pavo real, como si la estuvieran asesinando. Su marido, que era un hilandero, se enfureció contra el torpe y, mientras ella limpiaba con el pañuelo las manchas de su precioso vestido de tafetán cereza, él murmuraba enfurruñado palabras de indemnizaeión, gastos, reembolso. Por fin Charles llegó hasta su mujer, diciéndole sin aliento:

— Creí que no llegaba. Hay mucha gente, ¡muchísima gente!

Y añadió:

— Adivina a quién encontré allá arriba; ¡a monsieur León!

— ¿A León?

— ¡El mismo! Va a venir a saludarte.

Y nada más decir estas palabras, entró en el palco el antiguo pasante de Yonville.

Tendió la mano con un desparpajo de gentilhombre, y Madame Bovary, maquinalmente, tendió la suya. Sin duda obedeciendo al impulso de una voluntad más fuerte que la propia y que no había sentido desde aquella noche de primavera en que llovía sobre las hojas verdes, cuando se dijeron adiós, de pie al borde de la ventana. Pero en seguida, recordando las conveniencias de la situación, con un gran esfuerzo sacudió aquellos vapores de sus recuerdos y se puso a balbucir frases rápidas.

— ¡Ah, buenas noches! ... ¿Cómo, usted aquí?

— ¡Silencio! —gritó una voz del patio de butacas, pues comenzaba el tercer acto.

— Pero, ¿está usted en Ruán?

— Sí.

— ¡Fuera, fuera!

La gente miraba hacia ellos, se callaron.

Pero, a partir de ese momento, Emma ya no escuchó; y el coro de los invitados, la escena de Ashton y de su criado, gran dúo en re mayor, todo pasó para ella en una especie de lejanía, como si los instrumentos se hubieran tornado menos sonoros y los personajes hubieran retrocedido; recordaba las partidas de cartas en la botica y el paseo a casa de la nodriza, las lecturas en el cenador, las tardes que pasaban los dos juntos al calor de la lumbre, todo aquel pobre amor tan sosegado y tan largo, tan discreto y tan tierno, y que ella había olvidado ... ¿Por qué volvía ahora? ¿Qué combinación de aventuras lo traía de nuevo a su vida? Estaba detrás de ella, apoyado el hombro contra el tabique; y, de vez en cuando, se sentía temblar bajo el soplo tibio de su nariz que casi le rozaba el pelo.

— ¿Le gusta eso? —le preguntó, inclinándose tanto sobre ella que la punta de su bigote le rozó la mejilla.

Emma contestó con desdén:

— ¡Oh, Dios mío, no!, no mucho.

León propuso entonces salir del teatro para ir a tomar unos helados a algún sitio.

— ¡Oh, todavía no! ¡Quedémonos! —dijo Bovary—. La dama se ha cortado la cabellera, ¡esto promete ser trágico!

Pero la escena de la locura no interesaba a Emma, y el trabajo de la cantante le pareció exagerado.

— Grita demasiado —dijo, dirigiéndose a Charles, que escuchaba embelesado.

— Sí ..., quizá ..., un poco —replicó, indeciso entre la franqueza de su gusto y el respeto que tenía a las opiniones de su mujer.

Después dijo León suspirando:

— ¡Hace mucho calor!

— ¡Insoportable!, es verdad.

— ¿Estás molesta? —le preguntó Charles.

— Sí, me asfixio; vámonos.

León le puso delicadamente sobre los hombros la larga manteleta de encaje, y se fueron los tres a sentarse en el puerto, al aire libre, delante de un café. Primero se habló de la enfermedad de Emma, aunque ésta interrumpía a Charles de vez en cuando, por miedo, decía, de aburrir a monsieur León; y León les contó que venía a Ruán a pasar dos años en un estudio importante para conocer a fondo los procedimientos legales de Normandía, que eran diferentes a los de París. Después preguntó por Berta, por la familia Homais, por la tía Lefrancoís, y, como en presencia del marido no tenía mucho que decir, la conversación se cortó pronto.

Algunos que salían del teatro pasaron por la acera, tarareando o cantando a voz en cuello: ¡Oh, bel ange, mi Lucia! Entonces León, por hacerse diletante, se puso a hablar de música. Había visto a Tamborino, a Rubín, a Persiana, a Gris, y al lado de ellos, Lagardy, a pesar de sus grandes voces, no valía nada.

— Pues dicen —interrumpió Charles, dando mordiscos a su sorbete al ron— que en el último acto está verdaderamente admirable; yo siento haberme marchado antes del final, pues empezaba a gustarme.

— De todos modos —advirtió el pasante—, mañana dará otra función.

Pero Charles contestó que se iban al día siguiente.

— A no ser —añadió, dirigiéndose a su mujer— que quieras quedarte tú, gatito mío.

Y el joven, maniobrando ante aquella ocasión inesperada, hizo el elogio de Lagardy en la parte final. ¡Era cosa soberbia, sublime!

Entonces Charles insistió:

— Volverás el domingo. ¡Anda, decídete! Estoy seguro de que eso te hará bien.

A todo esto, las mesas inmediatas se iban quedando vacías; un camarero se apostó discretamente cerca de ellos; Charles, que comprendió, sacó la bolsa, el pasante le sujetó el brazo, y no olvidó dejar de propina dos monedas que hizo sonar contra el mármol de la cubierta.

— Verdaderamente, siento pena por el gasto que usted ...

El otro hizo un gesto desdeñoso, lleno de cordialidad, y, tomando su sombrero:

— Convenido, ¿verdad? ¿Mañana a las seis?

Charles volvió a decir que él no podía faltar más tiempo; pero no habrá ningún inconveniente para que Emma ...

— Es que ... —balbuceó ella con una sonrisa singular— Yo no sé ...

— Bueno. Ya lo pensarás, ya veremos, la noche es buena consejera.

Y después dijo a León, que los acompañaba:

— Ahora que ya está usted por nuestras tierras, espero que irá de vez en cuando a comer a casa.

El pasante aseguró que así lo haría, pues tenía que ir a Yonville por un asunto de sus estudios. Se separaron en la avenida de Saint-Herbolando, cuando daban en la catedral las once y media.
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