Presentación de Omar CortésSegunda parte - Capítulo décimosegundoSegunda parte - Capítulo décimocuarto Biblioteca Virtual Antorcha

Gustave Flaubert

MADAME BOVARY

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO DÉCIMOTERCERO



Apenas llegó a su casa, Rodolfo se sentó bruscamente frente a su escritorio, debajo de la cabeza de un ciervo que estaba pegada a la pared a modo de trofeo. Pero, ya con la pluma entre los dedos, no supo encontrar nada, de suerte que, apoyándose sobre ambos codos, se puso a meditar. Emma se le aparecía ahora en un pasado lejano, como si la resolución que acababa de tomar pusiera de pronto entre ellos un inmenso intervalo.

Con el fin de recobrar algo de ella, fue a buscar en el armario a la cabecera de la cama, una vieja caja de galletas de Reims donde solía guardar sus cartas de mujeres y salió de ella un olor a polvo húmedo y a rosas marchitas. Lo primero que vio fue un pañuelo de bolsillo lleno de gotitas pálidas. Era un pañuelo de ella, una vez que había sangrado de la nariz yendo de paseo. Rodolfo ya no se acordaba. Después, tropezando con las esquinas de la caja, apareció la miniatura que le había dado Emma; su atavío le pareció pretencioso y su mirada de soslayo del más lastimoso efecto; luego, a fuerza de contemplar aquella imagen y de evocar el recuerdo del modelo, se fueron confundiendo en su memoria los rasgos de Emma, como si el rostro vivo y el rostro pintado, frotándose uno contra el otro, se hubieran borrado recíprocamente. Por último, leyó algunas de sus cartas; estaban llenas de explicaciones sobre el viaje, cortas, técnicas y apremiantes. Como cartas de negocios. Quiso ver las largas, las de otros tiempos; para encontrarlas en el fondo de la caja, revolvió todas las demás; y, maquinalmente, se puso a buscar en aquel montón de papeles y de cosas, encontrando, todo revuelto, ramilletes, una liga, un antifaz negro, alfileres y mechones de pelo —¡mechones! — castaños, rubios; algunos enredándose en el herraje de la caja, se rompían al abrirla.

Deambulando así entre sus recuerdos, examinaba la letra y el estilo de las cartas, tan diversos como la ortografía. Algunas eran tiernas, otras joviales o melancólicas; las había que pedían amor y que pedían dinero. Aquellas palabras le recordaban semblantes, ciertos gestos, un tono de voz; pero a veces no recordaba nada.

Y es que aquellas mujeres, acudiendo a la vez a su pensamiento, se estorbaban unas a otras y parecían decir siempre las mismas cosas, como si se copiaran unas a otras o funcionaran en un mismo nivel de amor que las igualara. Tomando de un puñado las cartas mezcladas, se entretuvo unos minutos en dejarlas caer en cascada de su mano derecha a su mano izquierda. Hasta que, aburrido, adormilado, fue a dejar la caja en el armario diciéndose:

- ¡Qué montón de tonterías! ...

Lo que resumía su experiencia de la vida, pues los placeres habían corrido tanto en su corazón como los escolares en el patio del colegio, por lo que ya nada verde brotaba en él, y lo que a veces pasaba, más atolondrado que los niños, ni siquiera dejaba, como ellos, grabado su nombre en la pared.

¡Bueno —se dijo—, empecemos!.

Escribió:

¡Valor, Emma, valor! Yo no puedo causar la desgracia de tu vida ...

Después de todo es verdad —pensó Rodolfo—; es por su bien, soy honrado.

¿Has pensado detenidamente tu determinación? ¿Conoces el abismo al que yo te arrastraba, pobre ángel mío? No, ¿verdad? Ibas confiada y enajenada, creyendo en la felicidad y en el porvenir ... ¡Ah, desgraciados, insensatos de nosotros!

Se detuvo aquí en busca de una buena disculpa.

- ¿Y si le dijera que he perdido toda mi fortuna? ... ¡Ah, no! Eso no la haría desistir, me diría que empezaríamos juntos otra vez ... ¿Quién puede hacer entrar en razón a mujeres así?

Reflexionó y luego continuó:

No te olvidaré, créeme, y te tendré siempre un profundo afecto; pero un día, tarde o temprano, este ardor (así son las cosas humanas) disminuirá sin duda alguna. Llegará el cansancio y quién sabe si no llegaría yo a sufrir el tremendo dolor de ser el objeto de tus remordimientos y de ser yo mismo partícipe de ellos, pues sería el causante. ¡La sola idea de las penas que sufres me tortura, Emma! ¡Olvídame! ¿Por qué te habré conocido? ¿Por qué eres tan hermosa? ¿Qué culpa tengo yo? ¡Oh, Dios mío, no, no, no me culpes a mí más que a la fatalidad!

- Esta palabra produce siempre un buen efecto, se dijo.

¡Ah, si hubieras sido una de esas mujeres de corazón frivolo, de las que hay tantas por ahí, yo habría podido, por egoísmo, intentar una experiencia que en este caso carecería de peligro para ti. Pero esta exaltación deliciosa, que constituye a la vez tu encanto, te ha impedido comprender, adorable mujer como eres, la falsedad de nuestra posición futura. Tampoco yo pensé en estas cosas al principio, y reposaba a la sombra de esa dicha ideal como quien descansa a la sombra de un manzano, sin prever las consecuencias.

- Puede que crea que renuncio por avaricia ... ¡Ah no importa, qué le vamos a hacer, hay que acabar!

El mundo es cruel, Emma. A donde quiera que fuéramos nos perseguiría la malicia. Siempre tendrías que sufrir las preguntas indiscretas, la calumnia, el desdén, tal vez el ultraje. ¡El ultraje a ti! ¡Oh! ... ¡Y yo que quería sentarte en un trono! ¡Yo que llevo tu pensamiento como un talismán! ¡Pues me castigo con el destierro por todo el mal que te he hecho. Me marcho, ¿a dónde? ... ¡No lo sé, estoy loco! ¡Adiós! ¡Sé siempre buena! Conserva el recuerdo de quien te ha perdido. Enseña mi nombre a tu hija, que lo evoque en sus oraciones.

Temblaba el pabilo de las dos velas. Rodolfo se levantó para ir a cerrar la ventana y, sentado de nuevo:

- Creo que ya está. ¡Ah!; añadiré algo para que no venga más a atosigarme:

Cuando leas estas tristes líneas ya estaré lejos, pues he querido huir de inmediato para evitar la tentación de volver a verte. ¡Nada de debilidad! Volveré, y acaso más adelante charlaremos los dos muy fríamente de nuestros antiguos amores. ¡A Dios!

Y había un último adiós separado en dos palabras. A Dios, cosa que le pareció de un excelente gusto literario.

- ¿Cómo firmaré ahora? —se dijo—. Tu fidelísimo ... No, eso no. Tu amigo ... ¡Eso es!

Releyó la carta y le pareció bastante bien.

- ¡Pobre mujercita! —pensó, enternecido—. Me va a creer más insensible que una roca; aquí harían falta unas lágrimas; pero yo no puedo llorar; no es culpa mía.

Y, echando agua en un vaso, mojó en ella el dedo y dejó caer desde arriba una gruesa gota, que formó una mancha pálida en la tinta; después, buscando con qué cerrar la carta, encontró el sello Amor nel cor.

- Esto no va muy bien al caso ... ¡Bah, qué importa!

Después de terminada su tarea, fumó tres pipas y se fue a la cama.

A l día siguiente cuando se levantó (se había dormido tarde, a eso de las dos), Rodolfo mandó preparar un cestillo de albaricoques. Puso la carta en el fondo, debajo de unas hojas de vid, e inmediatamente mandó a Girad, el criado encargado de arar, que llevara aquello delicadamente a casa de madame Bovary. Era uno de los medios que empleaba para comunicarse con ella, enviándole, según la estación, fruta o caza.

— Si te pregunta por mí —dijo—, contestas que me he ido de viaje. Tienes que entregarle la cesta a ella misma, en sus propias manos ... ¡anda, ve, y ten cuidado!

Girad se puso la camisa nueva, ató su pañuelo en tomo a los albaricoques y, caminando a grandes pasos en sus gruesas botas con clavos, tomó tranquilamente el camino de Yonville.

Cuando llegó a casa de madame Bovary, ella estaba con Felicidad, arreglando un montón de ropa blanca en la mesa de la cocina.

— Aqui tiene —dijo el criado—, lo que le manda mi amo.

Ella se sintió inquieta, y, mientras buscaba una moneda en el bolsillo, miraba al campesino con ojos extraviados, y él la observaba como pasmado, no comprendiendo que un regalo como aquel pudiera perturbar tanto a nadie.

Por fin se marchó. Felicidad seguía allí. Emma no podía más; corrió a la sala como para llevar los albaricoques, volcó el cestillo, arrancó las hojas, encontró la carta, la abrió, y, como si huyera de un terrible incendio, salió corriendo a su cuarto.

En él estaba Charles; la vio, le habló, Emma no oyó nada y siguió subiendo vivamente los escalones, jadeando, desesperada, ebria, y siempre con aquel terrible papel que le crujía entre los dedos como una placa de hoja de lata. En el segundo piso se detuvo ante la puerta del desván, que estaba cerrada.

Entonces intentó tranquilizarse; apenas había leído al vuelo algo de la carta; había que terminarla, pero no se atrevía. Y además, ¿dónde, cómo? ..., la verían.

- ¡Bueno, aquí —pensó—; aquí estaré bien!

Empujó la puerta y entró.

La pizarra del tejado dejaba caer a plomo un calor pesado que le apretaba las sienes y la asfixiaba; llegó penosamente hasta la buhardilla, cerrada; abrió, y la luz deslumbradora irrumpió de repente.

Enfrente, por encima de los tejados, se extendía al campo hasta perderse de vista. Abajo, a sus pies, la plaza del pueblo estaba vacía, las piedras de la acera centelleaban, las veletas de las casas permanecían inmóviles; en la esquina de la calle salía de un piso bajo una especie de zumbido de modulaciones estridentes. Era el torno de Binet.

Emma, apoyada contra el vano de la buhardilla, releía la carta con risitas de cólera. Pero cuanta más atención ponía en ella, más se le nublaban las ideas. Lo veía, lo oía, lo estrechaba con los dos brazos, y las palpitaciones del corazón, que le golpeaban el pecho como un ariete poderoso, se aceleraban una tras otra, con intermitencias desiguales. Paseaba los ojos en torno suyo deseando que la tierra se hundiera. ¿Por qué no acabar? ¿Quién la retenía ya? Era libre. Avanzó, miró el pavimento diciéndose:

- ¡Vamos, vamos!

El rayo luminoso que subía directamente desde abajo tiraba del peso de su cuerpo hacia el abismo. Le parecía que el suelo de la plaza, oscilante, se elevaba a lo largo de las paredes, y que el piso de la habitación se inclinaba por el extremo, como barco que cabecea. Ella se sostenía al borde mismo, casi suspendida, rodeada de un gran espacio. El azul del cielo la invadía, el aire circulaba en su cabeza hueca, no tenía más que ceder, que dejarse tomar, y el ruido del torno no cesaba, como una voz furiosa que la llamaba.

— ¡Esposa, esposa! -gritó Charles.

Emma se detuvo.

— Pero, ¿dónde estás? ¡Ven!

La idea de que acababa de escapar de la muerte estuvo a punto de hacerla desmayar de terror; cerró los ojos, después se estremeció al contacto de una mano en su manga. Era Felicidad.

— El señor la está esperando, señora, la sopa está servida.

¡Y hubo que bajar! ¡Y hubo que sentarse a la mesa!

Intentó comer, los bocados la ahogaban. Entonces desdobló la servilleta como para mirar los zurcidos y quiso realmente aplicarse en este trabajo, contar los hilos de la tela. De pronto recordó la carta. ¿La había perdido? ¿Dónde buscarla? Pero era tal el agotamiento de su ánimo que no pudo inventar un pretexto para levantarse de la mesa. Además se había vuelto cobarde; tenia miedo de Charles; ¡seguro que lo sabía todo! En algún momento. Charles pronunció estas palabras:

— Me parece que por un largo tiempo no veremos a monsieur Rodolfo.

— ¿Quién te lo ha dicho? —preguntó Emma, estremeciéndose.

— ¿Quién me lo ha dicho? —replicó un poco sorprendido de aquel tono brusco—; Girard, lo encontré hace rato en la puerta del café Francais. Se ha ido de viaje, o se va a ir.

Emma lanzó una expresión muy estridente.

— ¿Qué te extraña?, se ausenta así de vez en cuando para divertirse; y hace bien, ¡que diablos! ¡Cuando se es rico y soltero! ... Seguramente nuestro amigo se divierte a sus anchas, es un juerguista. Monsieur Langlois me ha contado ...

Se calló por discreción, pues entraba la criada.

Felicidad volvió a poner en la canastilla los albaricoques esparcidos en el aparador. Charles, sin reparar en el sonrojo de su mujer, mandó que los acercaran, cogió uno y le clavó el diente.

— ¡Oh, perfecto! —exclamó—. Toma, prueba.

Y le presentó la canastilla, que Emma rechazó suavemente.

— Huele, ¡qué aroma! —insistió él pasándosela varias veces por la nariz.

— ¡Me ahogo! —exclamó Emma levantándose de su silla con brusquedad.

Pero, con un esfuerzo de voluntad, dominó este espasmo, y luego:

— ¡No es nada! —dijo—, ¡no es nada! ¡Son mis nervios! ¡Siéntate, come!

Pues tenía miedo de que se le ocurriera interrogarla, cuidarla, de que no la dejara.

Charles, por obedecerla, se había vuelto a sentar, y escupía en la mano los huesos de los albaricoques, depositándolos luego en el plato.

De pronto se escuchó en la plaza el trotar de un caballo y el rodar característico de un coche pequeño, Emma se asomó a la ventana y un momento después cayó desmayada.

En efecto, Rodolfo, después de muchas reflexiones, se había decidido a partir para Ruán. Y como de La Huchette a Bunchy no hay otro camino que el de Yonville, había tenido que atravesar el pueblo; Emma lo había reconocido a la luz de los faroles que cortaban como un relámpago el crepúsculo.

Al tumulto que se produjo en la casa, el boticario se precipitó hacia ella. La mesa, con todos los platos, estaba volcada; salsa, carne, cuchillos, salero y vinagreras se encontraban regados en el suelo, junto al cuerpo inerte de Emma. Charles pedía socorro; Berta, espantada, gritaba, y Felicidad, con las manos temblorosas, desabrochaba el cuello de la blusa de su señora, que se estremecía con movimientos convulsivos.

— Voy a buscar en mi laboratorio un poco de vinagre aromático -dijo el boticario.

Después, viendo que Emma abría los ojos al respirar el contenido del frasco, dijo:

— Estaba seguro: esto es capaz de resucitar a un muerto.

— ¡Háblanos! —decía Charles—; ¡háblanos! ¡Vuelve en ti! ¡Soy Charles, tu Charles que te quiere! ¿Me reconoces? ¡Mira, aquí está tu hijita, bésala!

La niña estiraba los brazos hacia su madre para abrazarse a su cuello. Pero Emma, volviendo la cabeza, dijo con voz entrecortada:

— ¡No, no ... nadie!

Volvió a desmayarse. La llevaron a la cama.

Allí estaba tendida, la boca abierta, los párpados cerrados, las palmas de las manos extendidas, inmóvil y blanca como una estatua de cera, brotando de sus ojos dos arroyos de lágrimas que corrían lentamente sobre la almohada.

Charles, de pie, quieto en el fondo de la alcoba, y el boticario, a su lado, guardaba ese silencio meditativo que es conveniente guardar en ocasiones serias de la vida.

— Tranquilícese —dijo, tocándole el codo—, creo que ya ha pasado el paroxismo.

— Sí, ahora descansa un poco —repuso Charles, mirándola dormir— ¡Pobre mujer! ... ¡Pobre mujer! ... ¡Ya recayó!

Homais preguntó cómo se había producido el accidente, y Charles contestó que se había dado de pronto, cuando estaba comiendo albaricoques.

— ¡Extraordinario! ... —comentó el boticario—. Pero sin duda es posible que los albaricoques hayan producido un síncope. ¡Hay naturalezas tan impresionables para ciertos olores! Y hasta sería una bonita materia que estudiar, tanto en el aspecto patológico como en el aspecto fisiológico. Los sacerdotes conocen su importancia, ellos han mezclado siempre sustancias aromáticas en sus ceremonias. Es para causar estupor en el entendimiento y provocar éxtasis, cosa, por lo demás, fácil de conseguir en las personas del sexo femenino, más delicadas de por sí. Se citan ejemplos de algunas que se desmayan con el olor del cuerno quemado, o del pan tierno.

— ¡Tenga cuidado de no despertarla! —dijo en voz baja Bovary.

— Y no sólo —continuó el boticario— los humanos están expuestos a estas anomalías, sino también los animales. Así, por ejemplo, seguramente usted sabe el efecto singularmente afrodisíaco que produce en los felinos el nepeta catarla, vulgarmente llamada, hierba del gato; y, por otra parte, por citar un ejemplo que garantizo que es auténtico, Bridoux (uno de mis antiguos compañeros, hoy establecido en la Rué Malpalu) tiene un perro que cae en convulsiones cuando le acercan una tabaquera. Muchas veces hace él mismo la prueba delante de sus amigos, en su pabellón del bosque. ¿Se creerá que un simple estornutatorio pueda producir estragos tales en el organismo de un cuadrúpedo? Es muy curioso, ¿verdad?

— Sí —dijo Charles, que en realidad no escuchaba.

— Esto demuestra —continuó el otro con un aire de suficiencia benigna— las innúmeras irregularidades del sistema nervioso. En cuanto a la señora, confieso que siempre me pareció una verdadera sensitiva. Por eso no le aconsejaré, mi buen amigo, ninguno de esos supuestos remedios que, al atacar los síntomas, atacan también al temperamento. No, ¡nada de medicación inútil! ¡Régimen, nada más! Sedantes, emolientes, dulcificantes. Además, ¿no le parece que quizá convendría impresionar la imaginación?

— ¿En qué? ¿Cómo? —preguntó Bovary.

— ¡He aquí el quid de la cosa! Efectivamente, ésa es la cuestión. ¡That is the question!, como leía yo recientemente en el periódico.

Pero Emma, despertándose, exclamó.

— ¿Y la carta? ..., ¿la carta?

Creyeron que deliraba, y, en efecto, a partir de la medianoche, comenzó a delirar, se le había declarado una fiebre cerebral.

Durante cuarenta y tres días Charles estuvo siempre a su lado, abandonó a todos sus enfermos; no se acostaba, estaba continuamente tomándole el pulso, poniéndole sinapismos y compresas de agua fría. Mandaba a Justino a Neufchátel a buscar hielo; el hielo se fundía en el camino, y él volvía a mandarlo. Llamó en consulta a monsieur Canivet; mandó a buscar a Ruán al doctor Lariviére, su antiguo maestro; estaba desesperado. Lo que más le trastornaba era el abatimiento de Emma; pues no hablaba, no oía nada, y hasta parecía no sufrir —como si su cuerpo y su alma hubieran descansado juntos de todas sus agitaciones.

A mediados de octubre pudo sentarse en la cama, con almohadas detrás. Charles lloró cuando la vio comer el primer pan tostado con mermelada. Fue recuperando fuerzas; se levantaba unas horas por la tarde, y un día que se sentía mejor, Charles la hizo dar, cogida de su brazo, una vuelta por el jardín. La arena de los paseos desaparecía bajo las hojas muertas. Emma caminaba paso a paso, arrastrando las zapatillas y apoyando el hombro contra Charles, seguía sonriendo.

Siguieron asi hasta el fondo, cerca de la terraza. Emma se enderezó lentamente, se puso la mano sobre los ojos para observar el paisaje: miró muy lejos; pero en el horizonte no había más que el humo mezclado de grandes quemazones de hierba, que se hacía en esa temporada, para desbrozar los campos de labor.

— Te vas a cansar, querida mía —dijo Bovary.

Y, empujándola suavemente para hacerla entrar en el cenador:

— Siéntate en el banco; estarás bien.

— ¡Oh no, ahí no, ahí no! —dijo con angustia en la voz.

Sufrió un mareo, y aquella noche recayó en la enfermedad, ahora con un aspecto indefinido y características más complejas. Tan pronto le dolía el corazón como el pecho, o el cerebro, o los miembros; le sobrevinieron unos vómitos en los que Charles creyó percibir los primeros síntomas de un cáncer.

¡Y encima el pobre hombre tenía preocupaciones de dinero!
Presentación de Omar CortésSegunda parte - Capítulo décimosegundoSegunda parte - Capítulo décimocuarto Biblioteca Virtual Antorcha