Presentación de Omar CortésTercera parte - Capítulo décimoBiblioteca Virtual Antorcha

Gustave Flaubert

MADAME BOVARY

TERCERA PARTE

CAPÍTULO DÉCIMOPRIMERO



Al día siguiente Charles mandó que le trajeran a la niña. Ella preguntó por su mamá y le dijeron que estaba ausente, que le traería juguetes. Berta habló de ella varias veces más; después, a la larga, la olvidó. La alegría de la niña aumentaba el dolor de Charles, y además tenía que soportar los insoportables consuelos del boticario.

Muy pronto hubo que enfrentarse de nuevo con los problemas de dinero, pues monsieur Lheureux volvió al ataque, a través de su amigo Vincart, y Charles se comprometió por cantidades exorbitantes, pues por nada del mundo quiso permitir que se vendiera el menor objeto que le había pertenecido. La madre se indignó; pero Charles se indignó más que ella. Él habia cambiado por completo, y la madre prefirió abandonar la casa.

Y todos se pusieron a sacar provecho. Mademoiselle Lempereur demandó seis meses de lecciones, aunque Emma no habia recibido nunca ni una sola (a pesar de aquella factura pagada que habia enseñado a Bovary); el que alquilaba libros reclamó tres años de suscripción; la tía Rollet, la remuneración correspondiente a veinte cartas que habia llevado; y como Charles pidiera explicaciones, tuvo la delicadeza de contestar:

— ¡Ah, yo no sé!, eran asuntos de ella.

A cada deuda que pagaba. Charles creía que era la última. Pero iban llegando continuamente otras.

Reclamó el pago de antiguas consultas, creyendo que estaba pendiente; pero le enseñaron las cartas que su mujer habia enviado y los recibos del pago, y tuvo que disculparse.

Felicidad llevaba ahora vestidos de la señora; no todos, pues Charles habia guardado algunos, e iba a verlos al cuarto de vestir de Emma, encerrándose en él. Felicidad tenia aproximadamente la talla de la difunta, y muchas veces Charles, al verla por detrás, sentía de momento que la veía, y exclamaba por lo bajo:

- ¡Oh, no te vayas!

Por Pentecostés, Felicidad escapó de Yonville con Teodoro, y se llevó todo lo que quedaba del guardarropa.

Por esa misma época, la viuda de Dupuis tuvo el honor de participarle la boda de su hijo, monsieur León Dupuis, notario de Yvetot, con mademoiselle Leocadia Leboeuf, de Bondeville. Entre las felicitaciones que Charles le dedicó, figuraba esta frase:

¡Cuánto se hubiera alegrado mi pobre mujer!

Un día, deambulando por la casa, subió al desván y notó, bajo la zapatilla una bolita de papel fino. La desplegó y leyó:

¡Valor Emma, valor! No quiero hacer la desgracia de tu vida.

Era la carta de Rodolfo, caída al suelo entre dos cajones, que se habia quedado allí y que el viento que se filtraba por la claraboya habia empujado hacia la puerta. Charles se quedó muy quieto, anonadado, en ese mismo sitio en el que, tiempo atrás, Emma, aún más pálida que él ahora, desesperada, quiso morir. Por fin descubrió una pequeña R al pie de la segunda página ...

¿Quién era? Recordó las asiduidades de Rodolfo, su desaparición repentina y al aire azorado que le notó las dos o tres veces que, desde entonces, le habia encontrado. Pero el tono respetuoso de la carta atenuó su dolorosa sorpresa:

Quizá se amaron platónicamente, pensó.

De todos modos. Charles no era de los que llegan al fondo de las cosas. Retrocedió ante las pruebas, y sus inciertos celos se diluyeron en la inmensidad de su pena.

Tenían que haberla adorado. Seguramente todos los hombres la desearon. La recordó extraordinariamente bella y concibió un deseo permanente, furibundo, que inflamaba su desesperación y no tenia limites, porque ahora era ya irrealizable.

Por darle gusto, como si aún viviera, adoptó sus predilecciones, sus ideas; se compró botas de charol, corbatas blancas. Se ponía cosmético en el bigote, suscribió como ella pagarés a la orden. Hasta desde la tumba lo corrompía.

Tuvo que vender la plata pieza por pieza, luego vendió los muebles del salón. Todos los aposentos quedaron desmantelados; pero su habitación, la habitación de Emma, permanecia intacta, igual que antes. Después de cenar. Charles subia a ella, empujaba hacia la chimenea la mesa redonda y acercaba su butaca. Se sentaba enfrente, en uno de los candeleros dorados ardia una vela. Berta, junto a él, iluminaba estampas.

El pobre hombre sufría de verla tan mal vestida, con las botas sin cordones y la sisa del vestido rota hasta las caderas, pues la criada prácticamente no se ocupaba de ella. Pero la niña era tan dulce, tan gentil, y su cabecita se inclinaba tan graciosamente, dejando caer sobre las rosadas mejillas su larga cabellera rubia, que hacia que Charles sintiera una infinita delectación, un placer mezclado de amargura, como esos vinos mal elaborados que huelen a resina. Charles le arreglaba los juguetes, le fabricaba muñecos de cartón o le cosia el vientre roto de las muñecas. Después, si sus ojos topaban con el costurero, con una cinta que arrastraba, o hasta con un alfiler que habia quedado en una hendidura de la mesa, se quedaba pasmado en medio de una profunda melancolía, y la niña se ponia tan triste como él. Ahora ya no iba nadie a verlo; pues Justino habia huido a Ruán, donde ahora era dependiente de una tienda de ultramarinos. Y los hijos del boticario trataban cada vez menos a la pequeña, pues a monsieur Homais, en vista de la diferencia de sus condiciones sociales, no le interesaba que se crearan lazos de intimidad.

El ciego, al que no habia podido curar con su pomada, se habia vuelto a la cuesta de Bois-Guillaume, donde contaba a los viajeros el vano intento del boticario, hasta el punto de que Homais, cuando iba a la ciudad, se escondía detrás de las cortinas de la Golondrina para no verlo, pues se le habia generado un odio por ese hombre que tanto lastimaba su reputación, por lo que quería librarse de él a toda costa; asi que dirigió contra él una batería oculta, que demostraba la profundidad de su inteligencia y la miseria de su vanidad. Durante seis meses seguidos, se pudo leer en Le fanal de Rouen unos insertos que decían más o menos:

Seguramente, cuantos se dirigen a las fértiles comarcas de la Picardie habrán observado en la cuesta de Bois-Guillaume a un desdichado que padece una horrible llaga facial. El hombre importuna a todos y les saca una buena cantidad de dinero. ¿Acaso estamos todavia en esos monstruosos tiempos de la Edad Media en que se permitia a los vagabundos exhibir en nuestras plazas públicas la lepra y las escrófulas que habían traído de la cruzada?

O bien:

A pesar de las leyes contra el vagabundaje, las inmediaciones de nuestras grandes ciudades siguen infectadas por bandas de mendigos. Se les ve circular aisladamente, pero, ¿acaso no son peligrosos?, ¿en qué piensan nuestras autoridades?

A veces, Homais inventaba anécdotas:

Ayer, en la cuesta de Bois-Guillaume, un caballo espantadizo ... Y seguia el relato de un accidente ocasionado por la presencia del ciego.

Finalmente, el ciego fue encarcelado; pero al poco tiempo lo soltaron. Regresó a sus actividades habituales y Homais volvió a su campaña. Aquello era una lucha. El boticario salió victorioso, pues su enemigo fue condenado a reclusión perpetua en un hospicio.

Este éxito lo animó, y desde entonces ya no hubo en el distrito un perro aplastado, una granja incendiada, una mujer maltratada, sin que Homais diera inmediatamente parte al público, siempre guiado por el amor al progreso y el odio a los curas. Establecía comparaciones entre las escuelas primarias y los hermanos de San Juan de Dios, en detrimento de éstos, recordaba la noche de San Bartolomé a propósito de la subvención de cien francos concedida a la Iglesia, y denunciaba toda clase de abusos. Llegó a considerársele una especie de conciencia social y un peligro para las autoridades de la región.

Sin embargo, se ahogaba en los estrechos limites del periodismo y no tardó en necesitar el libro ..., ¡la obra! Entonces compuso una Estadística general del distrito de Yonville, seguida de observaciones climatológicas, y la estadística lo fue llevando a la filosofía. Se preocupó de las grandes cuestiones: problema social, moralización de las clases pobres, piscicultura, caucho, ferrocarriles, etcétera. Llegó a avergonzarse de ser un burgués, y tomaba poses del tipo artista. Hasta se compró dos estatuillas Pompadour para decorar su salón.

No abandonaba la farmacia; ¡al contrario!, ahora más que nunca estaba al corriente de los descubrimientos. Seguía el gran movimiento de los chocolates. Fue el primero que trajo al departamento de Seine-Inférieure el cho-ca y la revalentia. Se entusiasmó con las cadenas hidroeléctricas Pulvermacher; él mismo llevaba una; y por la noche, cuando se quitaba el chaleco de franela, madame Homais se quedaba boquiabierta ante la espiral de oro que colgaba en su pecho, y sentía ardores por aquel hombre que aparecía ante sus ojos con la esplendidez de un mago.

Tuvo grandes ideas a propósito de la tumba de Emma. Primero propuso una columna truncada con un ropaje, después una pirámide, después un templo de Vesta, después una especie de rotonda ..., o bien una composición que pareciera un montón de ruinas. Y en todos los planes, Homais no olvidaba nunca el sauce llorón, que consideraba símbolo obligado de la tristeza.

Charles y él hicieron juntos un viaje a Ruán para ver tumbas en un establecimiento especializado en sepulturas; los acompañó un pintor, un tal Vaufrylard, amigo de Bridoux, y que se pasó todo el tiempo diciendo chistes. Por fin, después de pedir un presupuesto y hacer otro viaje a Ruán, Charles se decidió por un mausoleo que debía llevar en los dos frentes principales un genio con una antorcha apagada.

En cuanto a la inscripción, para Homais no podía haber nada tan hermoso como Sta viator; parecía obsesionado por aquella sentencia y repetía continuamente Sta viator ... Hasta que descubrió. Amabilem conjugem calcas, que fue el adoptado.

Sin duda era algo bastante raro el que Bovary, sin dejar de pensar en Emma, continuamente la olvidaba, y se desesperaba de sentir cómo su imagen se le iba de la memoria en medio de los esfuerzos que hacía por retenerla. Sin embargo, todas las noches soñaba con ella; pero, cuando llegaba a abrazarla, sentía que su cuerpo, totalmente podrido, se desintegraba entre sus brazos.

Durante toda una semana lo vieron entrar en la iglesia; y en ese tiempo monsieur Boumisien le hizo dos o tres visitas; pero después lo abandonó. Por otra parte, el sacerdote se iba inclinando a la intolerancia, al fanatismo, decía Homais; echaba pestes contra el espíritu del siglo y cada quince días no dejaba de contar en el sermón la agonía de Voltaíre, quien, como todo mundo sabe, murió devorando sus propios excrementos.

A pesar de la economía con que vivía Bovary, estaba muy lejos de poder amortizar sus antiguas deudas. Lheureux se negó a renovar ningún pagaré. El embargo era inminente. Entonces recurrió a su madre, que accedió a dejarle hipotecar sus bienes, pero no sin grandes recriminaciones contra Emma; y, en compensación de su sacrificio, pedía un chal que se había librado de los abusos de Felicidad. Charles se lo negó y riñeron.

La madre hizo las primeras insinuaciones de reconciliación, proponiéndole llevarse con ella a la pequeña, que la ayudaría en la casa. Charles accedió; pero en el momento de la partida, le faltó el valor. Entonces la ruptura fue definitiva, completa.

A medida que iban desapareciendo sus afectos, se refugiaba más en el amor a su hija. Pero le preocupaba, pues a veces tosía y de vez en cuando le salían ronchas en los pómulos.

Frente a él se esponjaba, floreciente y alegre, la familia del boticario, a cuya satisfacción contribuía todo. Napoleón le ayudaba en el laboratorio. Atalía le bordaba un gorro griego, Irma recortaba redondeles de papel para tapar las mermeladas, y Franklin recitaba de un tirón la tabla de Pitágoras. Homais era el más dichoso de los padres, el más afortunado de los hombres.

Pero una ambición sórdida le carcomía las entrañas: Homais deseaba la Cruz de Honor. No le faltaban méritos; como por ejemplo el haber manifestado una abnegación sin límites durante la epidemia de cólera; o haber publicado, a sus expensas, diferentes obras de utilidad pública, tales como De la sidra, de su fabricación y de sus efectos; además de un artículo enviado a la academia sobre el pulgón laniger, enviadas a la Academia; su libro de estadística, y hasta su tesis de farmacéutico, sin contar que era miembro de sociedades culturales (aunque sólo lo era de una).

— En fin —exclamaba—; ¡aunque sólo fuera por haberme distinguido en mi participación para apagar incendios!

En aquellos tiempos Homais se inclinaba hacia el poder. Prestó en secreto grandes servicios al señor prefecto en las elecciones. Por fin se vendió, se prostituyó. Llegó a dirigir al soberano una petición en la que le suplicaba que se le hiciera justicia, llamándolo nuestro buen rey, y comparándolo con Enrique IV.

Todas las mañanas el boticario se precipitaba sobre el periódico para buscar en él su nombramiento; pero no aparecía. Por fin no pudo aguantar más y mandó dibujar en su jardín un césped figurando la estrella del honor, con dos pequeños rodetes de hierba que partían del extremo superior para imitar la cinta. Se paseaba alrededor con los brazos cruzados, meditando sobre la ineptitud del gobierno y la ingratitud de los hombres.

Por respeto, o por una especie de sensualidad que lo hacía llevar lentamente sus investigaciones. Charles no había abierto aún el compartimiento secreto de un escritorio de palisandro que Emma usaba habitualmente. Hasta que un día se sentó en él. Dio vuelta a la llave y apretó el resorte. Allí estaban todas las cartas de León. ¡Esta vez ya no cabía duda! Devoró hasta la última, buscó en todos los rincones, en todos los muebles, en todos los cajones, detrás de las paredes, sollozando, dando alaridos, desesperado, loco. Descubrió una caja, la rompió de una patada y lo primero que saltó fuera fue el retrato de Rodolfo, en medio de las cartas apasionadas.

A la gente le extrañó su gran desánimo. Ya no salía, no recibía a nadie; hasta se negaba a ir a ver a sus enfermos.

Entonces todos pensaron que se encerraba para beber.

Pero a veces un curioso se encaramaba sobre la cerca del jardín, y con gran asombro veía a aquel hombre con unas vestiduras sórdidas, hosco, y que lloraba paseando de un lado a otro y hablando solo.

En el verano, por la tarde, tomaba a la pequeña Berta de la mano y la llevaba al cementerio. Volvían de noche cerrada, cuando en la plaza no había más luz que la de la claraboya de Bínet.

Pero la voluptuosidad de su dolor era incompleta, porque no había junto a él nadie que la compartiera; y hacía visitas a la tía Eefrancois solamente para tener la oportunidad de hablar de ella. Pero la hostelera lo escuchaba sólo por un oído, porque también ella tenía sus pesares: Lheureux acababa por fin de establecer las Favorites du Commerce, e Hivert, que gozaba de gran fama para los recados, exigía un aumento de sueldo y amenazaba con pasarse a la competencia.

Un día, en que Charles fue al mercado de Argueíl a vender su caballo —último recurso— se encontró con Rodolfo.

Ambos palidecieron al verse. Rodolfo, que se había limitado a mandar su tarjeta, empezó por balbucir algunas disculpas, y después se fue enardeciendo, llegando su aplomo hasta el hecho de invitar a Bovary una cerveza en la taberna, aduciendo que hacía mucho calor.

Apoyado de codos frente a él, mordía su cigarro a la vez que hablaba, y Charles se perdía en evocaciones ante aquel rostro que Emma había amado. Le parecía que en ese hombre se reflejaba algo de ella. Estaba como maravillado. Hubiera querido ser ese otro.

Rodolfo hablaba de agricultura, de ganado, de abonos, tapando con frases triviales todos los intersticios en los que pudiera colarse una alusión. Charles no lo escuchaba; Rodolfo lo notaba y, en la inmovilidad de su rostro seguía el paso de los recuerdos. Aquel rostro iba enrojeciendo poco a poco, le palpitaban deprisa las aletas de la nariz, le temblaban los labios; hasta hubo un momento en que Charles, lleno de una furia sombría, clavó los ojos en Rodolfo con tal intensidad que él, en una especie de espanto, se interrumpió. Pero no tardó en reaparecer en el rostro de Charles la misma lasitud fúnebre.

— No le guardo rencor —dijo.

Rodolfo había enmudecido, y Charles, con la cabeza entre las manos, repitió con voz leve y con el acento resignado de los dolores infinitos:

— ¡No, ya no le guardo rencor!

Y hasta añadió una gran frase, la única que dijera en su vida:

— ¡Es cosa de la fatalidad!

Rodolfo, que había sido el artífice de aquella fatalidad, encontró que aquella actitud era demasiado bondadosa para un hombre en su situación, llegando incluso a parecerle cómico, y un poco vil.

Al día siguiente. Charles fue a sentarse en el banco del cenador. Pasaba la luz a través del entramado y las hojas de parra dibujaban sus sombras sobre la arena, el jazmín embalsamaba el aire, el cielo estaba azul, las libélulas zumbaban en torno a los lirios en flor, y Charles se sofocaba como un adolescente bajo los vagos efluvios amorosos que inflamaban su corazón dolorido.

A las siete, la pequeña Berta, que no lo había visto en toda la tarde, fue a buscarlo para cenar.

Tenía la cabeza apoyada contra la pared, los ojos cerrados, abierta la boca, y en las manos un largo mechón de pelo negro.

— ¡Papá, ven! —dijo la niña.

Y, creyendo que quería jugar, lo empujó suavemente.

Cayó al suelo. Estaba muerto.

Pasadas treinta y seis horas, solicitado por el boticario, llegó monsieur Canivet. Lo abrió y no encontró nada.

Una vez vendido todo, quedaron doce francos con setenta y cinco centavos, que sirvieron para pagar el viaje de mademoiselle Bovary a casa de su abuela. La buena señora murió aquel mismo año; como el tío Rouault estaba paralítico, fue una tía la que se encargó de la huérfana. Es pobre y la manda a ganarse la vida en una hilatura de algodón.

Desde la muerte del doctor Bovary, se han sucedido en Yonville tres médicos; pero ninguno de ellos ha logrado salir adelante, pues ahora la gente confía más en monsieur Homais. Tiene una clientela enorme; la autoridad lo trata con grandes miramientos y la opinión pública lo protege.

Acaba de recibir la Cruz de Honor.
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