Indice de Diálogos y conversaciones de Rafael Barrett CAPÍTULO QUINTO. Harden - Moltke CAPÍTULO SÉPTIMO. Diálogos contemporáneosBiblioteca Virtual Antorcha

Diálogos y conversaciones

Rafael Barrett

CAPÍTULO SEXTO

Regicidios



Don Angel.
- ¡Y sigue la racha!

Don Tomás.
- ¡Pobres reyes! Me los figuro por las mañanas, restregándose los ojos, y preguntándose: ¿será hoy? Me los figuro en la calle, prisioneros en su coche ante la multitud, contestando con una sonrisita crispada a las sabidas ovaciones del pueblo, y pensando en la bala sincera, en la bomba elocuente. Ya no nos impresionan apenas los atentados. Se vuelven monótonos. Nos parece natural el espantoso fin de don Carlos. Y al terminar los telegramas del día no se nos ocurre más que esto: ¿a quién le toca? ¿A Guillermo? ¿A Alfonso?

Don Angel.
- Todos caerán. Ellos o sus hijos.

Don Tomás.
- ¡Pero caer así, fusilados como perros! ¡Y ese infeliz muchacho! ¿No los compadece usted?

Don Angel.
- Los compadezco. Compadezco también a los asesinos. El monarca tenía probabilidades de escapar. Ellos, no. ¿Quiénes eran? ¡Empleaditos de comercio! ¡A qué extremo había llegado la desesperación de los portugueses! Un puñado de humildes héroes mató al rey.

Don Tomás.
- ¿Héroes?

Don Angel.
- Casi todos los heroísmos que la historia nos recomienda son asesinatos. Encuentro que los regicidas lusitanos han influído en la política más heroicamente que Napoleón, el cual, con menor riesgo de su persona, sacrificaba cientos de miles de hombres a las perfidias de su eléctrica estrategia. Si hubiera estado en mi mano impedir el crimen, lo hubiera hecho. Abomino la violencia, porque es la interrupción del pensamiento, porque es desconfiar de él, porque es efímera, aleatoria y torpe. Pero no siempre las ideas se resignan a la palabra. Para ciertos temperamentos, la pluma es menuda y tardía ... Hay poco acero en ella. La dejan por el puñal, que les parece más largo. Error.

Don Tomás.
- ¿Entonces?

Don Angel.
- No debemos, sin embargo, condenar la idea, por inesperados y feroces que sean sus efectos en un alma impulsiva. ¡Caso curioso! Los impacientes republicanos de Portugal son novelistas, historiadores, poetas, estudiantes. El partido nació en el cerebro del país, en Coímbra. Fechas importantes: el centenario de Camoens, el secuestro del libro de Basilio Telles, Do Ultimatum al 31 de Janeiro. Los grandes acontecimientos literarios provocaban motines. Delante de esta gente, la única que reflexionaba y escribía, indignada con razón de la bancarrota oficial, del despotismo necio y de la ignominia persistente que convertía a la patria en feudo de Inglaterra, ¿qué era don Carlos?

Don Tomás.
- Un buen señor gordo que se distinguía mucho en el tiro de pichón.

Don Angel.
- Exactamente. Ha perecido como sus víctimas. ¿Por qué? Porque pudo librar a Portugal de Franco, ese Narváez sin uniforme, y no lo hizo. Ahora que la desgracia pasó, y no tiene remedio, confesemos que ha sido útil. El joven heredero, después de proclamar que mantendría los ministros, aceptó la renuncia del gabinete. ¡Ya lo creo! Aquellos secretarios eran peligrosos. Deploremos el homicidio y felicitémonos de las consecuencias. Franco desaparece. ¿Se calla usted?

Don Tomás.
- ¿Firmaría usted lo que dice?

Don Angel.
- ¿Y por qué no? ¡Ay del escritor que no se siente capaz de firmarse!

Don Tomás.
- Esta conversación, firmada, le enajenaría la mitad de sus lectores.

Don Angel.
- Tal vez. Aunque me enajenase todos no me detendría. Prefiero la soledad al remordimiento. Pero ¡quién sabe! Argumentaría. ¿Cómo? Nos hablan de Bruto en la escuela con la admiración que merece un ciudadano ilustre, ¿y he de maldecir a los vengadores de Lisboa? Usted recordará lo que era para nosotros, de niños, la muerte de César. Un final de tragedia clásica. Bruto, con dos o tres amigos, se acercaba majestuosamente; los personajes se medían con la mirada. La justiciera hoja entraba despacio en la carne del semidiós. Luego había lo de tu quoque, y lo de cubrirse con la toga. Cuando crecí me enteré mejor. Sesenta¡ u ochenta conjurados, trémulos de miedo, se lanzaron rabiosamente sobre César, cosiéndole a puñaladas. Allí no hubo frases ni arreglos de toilette. Fue una cacería inmunda. El herido intentó defenderse, conmovedor detalle, con su estilo. Era tal el pánico de los matadores, que escaparon abandonando varias horas el cadáver en el Senado desierto. Los dos bandos estaban poseídos del mismo terror. ¿He de respetar a los asesinos de César, porque eran senadores y altos funcionarios, y estaban protegidos, y he de conminar a los de don Carlos, porque son modestos trabajadores, y han ido a morir sin salvación posible? El rey era padre y esposo, mas ¿quién le obligó a ser rey, y a ser mal rey? ¿No eran padres y esposos los que han sido enviados por los reyes, en cien ocasiones, a sucumbrir en guerras fríamente preparadas? Triste, lamentable es lo acaecido, pero hay circunstancias atenuantes, y es preciso tener el valor de señalarlas en seguida.

Don Tomás.
- ¿De modo que usted, valeroso don Angel, absolvería a los delincuentes?

Don Angel.
- Me horripila juzgar. No obstante opino que un jurado de esos que absuelven a los machos-fieras, llamándoles pasionales, no se contradiría al absolver a los enfermos de pasión republicana.
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