Indice de Diálogos y conversaciones de Rafael Barrett CAPÍTULO VIGÉSIMO SEXTO. El piano CAPÍTULO VIGËSIMO OCTAVO. Diálogos contemporáneosBiblioteca Virtual Antorcha

Diálogos y conversaciones

Rafael Barrett

CAPÍTULO VIGÉSIMO SÉPTIMO

Idilio



María.
- Los niños duermen.

Don Angel.
- Y nosotros soñamos, y nos volvemos niños. Empapemos nuestro amor en la sombra tibia del espacio. ¡Con qué naturalidad celeste respira nuestro nido en el seno del mundo! ¿No sientes en esta paz oscura y palpitante la inmortal fraternidad de las cosas?

María.
- Háblame.

Don Angel.
- Ven a mi lado. Reposa tu cabeza en mi pecho. Trae junto a mi boca tu orejita blanca, concha de nácar misteriosa, abierta bajo la onda suavísima de tus cabellos. Quisiera hablarte con suspiros y con silencio. Te diré locuras incomprensibles; imitaré los juegos de las nubes y de las aguas; nada entenderás en mi voz, sino mi voz misma, y el acento ardiente de mi corazón.

María.
- No sé si entiendo tu corazón; lo escucho latir. Pero no confundo sus latidos con los de ningún otro, y sin ellos me moriría.

Don Angel.
- No nos entendemos. Nos amamos. Nos quitarían la razón, mujer mía, y seguiríamds amándonos.

María.
- En la ausencia y en la muerte, seguiríamos amándonos.

Don Angel.
- El cielo vuelca en tus ojos su tesoro de estrellas. Miro las estrellas amigas de tus ojos.

María.
- ¡Cuántas estrellas! ¿Nos miran las estrellas, Angel mío?

Don Angel.
- Nos miran. Desde donde ellas están, la tierra es un triste abismo, un firmamento caído en cuyo fondo hay también puntos de luz. Puntos de luz en las tinieblas; lo único visible de nosotros a través de la distancia infinita.

María.
- Y esos puntos brillantes, ¿qué son?

Don Angel.
- Los ojos de los amantes. Y las estrellas son miradas de amor, clavadas para siempre. El sol es un pedazo de amor. Tus ojos amantes iluminan, como los astros, las almas apagadas. Devuelves la vida a los que la perdieron y se la das a los que la esperan. Está en ti la fuente de toda salud y de toda alegría. Contra ti y contra quien te adora nada puede el destino, aunque haga perpetua alianza con el tiempo.

María.
- Nuestro amor no tiene fin.

Don Angel.
- El poder soberano de nuestro amor resplandece en los ojos de nuestros niños. Asómate a esas claras pupilas, y en su inocencia sagrada descubrirás la presencia de un Dios invencible.

María.
- Los ojos de nuestro Benjamín son los más grandes. Hoy se empeñó en coger rosas y una espina le hirió.

Don Angel.
- Enséñale el cariño a las plantas, ahora que su inteligencia está flexible de rocío, y es capaz de aprenderlo todo. Más tarde su alma, pervertida por la ciencia, dudará de ti: Enséñale a perdonar a las rosas sus espinas. Explícale que las flores, atadas por largas raíces, no saben huir. Dile que algunas protegen su frágil existencia mediante espinas, pero que la mayor parte entregan sus corolas con la misma ingenuidad con que abandonan al viento su precioso perfume. Dile que en su cautiverio encantado, así como elaboran los más exquisitos bálsamos y las más dulces ambrosías, también pintan y cincelan las más delicadas figuras de la naturaleza. Dile que el hombre no es capaz de fabricar un pétalo y revélale que la purísima forma y los transparentes matices de los cálices son el retrato de las almas de las flores. Las plantas solas, testigos inmóviles y solitarios del enigma universal, poseen los melancólicos secretos que nosotros, en nuestra agitación incesante, rozamos sin adivinarlos apenas.

María.
- Deseo ser flor.

Don Angel.
- Tu alma serena es una flor. Me aguardaste al recodo del camino como una flor maravillosa y oculta, denunciada por la primavera. Me detuve y aspiré tu aliento sin atreverme a tocarte. No te arranqué de tu patria: no te llevé conmigo, porque ya no tenía dónde ir. Tú eras el objeto profundo de mi viaje. En ti descansé.

María.
- En ti descanso y creo. Eres mi esperanza y mi fuerza.

(Se besan bajo el inmenso palio de la noche).
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