Indice de Diálogos y conversaciones de Rafael Barrett CAPÍTULO VIGÉSIMO QUINTO. Una valiente CAPÍTULO VIGËSIMO SÉPTIMO. IdilioBiblioteca Virtual Antorcha

Diálogos y conversaciones

Rafael Barrett

CAPÍTULO VIGÉSIMO SEXTO

El piano



Adela.
- (Diecinueve años: es la hija de don Tomás. Está sirviendo el té). ¿Dos o tres?

Don Angel.
- Tres. Muy dulce.

Don Tomás.
- Don Angel es romántico. Oscila del almíbar al ácido prúsico.

Adela.
- Yo no tomaré nunca ácido prúsico.

Don Tomás.
- Como no sea por equivocación. Yo, para suicidarme, elegiría un medio infalible.

Don Angel.
- ¿Cuál?

Don Tomás.
- La vejez.

Don Angel.
- Es un medio lento.

Don Tomás.
- Pero si se empieza con él no hay manera de volverse atrás. ¡Adelita!

Adela
- ¿Papá?

Don Tómás.
- Siéntate al piano un ratito.

Adela.
- ¿Y qué toco? Si estoy tan mal de los dedos ... Hace días que no estudio.

Don Tomás.
- Toca cualquier cosa.

Adela.
- ¿Tu desdén me enloquece? ...

Don Tomás.
- Eso es.

Adela.
- ¿O Sospirí del cuore?

Don Tomás.
- Bueno.

La niña principia tranquilamente a golpear las teclas.

Don Tomás.
- ¿Sufre usted?

Don Angel.
- Nada de eso. Mi pobre hermana tocaba lo mismo.

Don Tomás.
- Así hablamos con libertad, sin más inconveniente que alzar un poco la voz. Antes, cuando había que alejar a las doncellas de una conversación escabrosa, se las enviaba, con cualquier pretexto, fuera de la habitación. Ahora se las ruega que se sienten al piano.

Don Angel.
- Nosotros charlamos de asuntos que aburren a Adela. Es muy inteligente.

Don Tomás.
- Muy inteligente. Muy poco instruída. No me atrevo a enseñarle nada serio. Temo embrutecerla.

Don Angel.
- ¡Oh!, no estoy conforme.

Don Tomás.
- Es usted más joven que yo. Sus hijos no le preocupan todavía sino en lo referente al tubo digestivo. Deje que crezcan, y la experiencia le hará a usted pensar como yo. La ciencia, a usted y a mí, no nos ha denegerado por completo. Yo, sobre todo, he resistido mucho.

Don Angel.
- Por lo contrario, me parece que el que combate y refuta la ciencia y no se somete soy yo ...

Don Tomás.
- ¿Ve usted? La ciencia le ha puesto furioso. Le ha desequilibrado. Yo la acepto socarronamente ...

La niña concluye la primera parte.

Don Tomás.
- ¡Muy bien!

Don Angel.
- ¡Muy bien!

Don Tomás.
- ¡Sigue, sigue!

La niña sigue.

Don Tomás.
- Por ejemplo, la cuestión música. Mi hija; Dios mediante, no saldrá nunca de sus valses, sus polcas y sus romanzas. Me resigno a escuchar, hasta que las escuche su marido, esas piezas inevitables que para mí, felizmente, se reducen a una sola. Yo, a lo menos, soy ya incapaz de distinguir Tú y yo del Llanto de una viuda. ¿Y usted?

Don Angel.
- Yo tampoco. ¿Pero cómo, siendo esta muchacha tan despierta, tan sensible, la priva usted de los grandes compositores?

Don Tomás.
- ¡Qué delirio! ¿Recetar a Adelita, Beethoven, y Schumann, y Wágner? ... ¿Volcar en esa alma ingenua y ardiente un océano de verdadero arte, de verdadera pasión? ¿Añadir a la vida virgen los más poderosos estimulantes de vida? Vamos, usted quiere que se fugue con el profesor ... No. Hay que proteger a los débiles. Un ser sencilIo y puro, de sentimientos generosos como por desgracia es Adela, es un ser débil en medio de nuestra sociedad idiota y cruel, gangrenada de convencionalismos feroces ...

Don Angel.
- ¡Bravo! Estoy con usted. ¡Bravo!

Adela.
- (Desde el taburete). ¡Gracias!

Don Tomás.
- No ... Si es que ... Sigue, sigue. (A don Angel). Entonces, la protejo con todas las corazas cursis de la buena educación. Sepa usted que mi hija lee la peor literatura posible, hasta los diarios. Las obras maestras son las que corrompen. El recto sentido de Adela rechaza las paparruchas de los novelones, y tiene en lastimoso concepto a los poetas. Su espíritu noble, en cambio, acabaría por ceder a la seducción de un Byron, de un Goethe. Amigo, no soy bastante millonario para permitirme una hija original, es decir, una hija que sea una mujer libre, y no una esclava con permiso. ¿Qué dice usted?

Don Angel.
- Que es muy triste oírle. Creo que es necesario tener valor, abrir las esclusas de la verdad y de la belleza sobre los corazones, suceda lo que suceda ...

Don Tomás.
- Está usted en un camino peligroso. No ha llegado aún el tiempo de soltar las armas y de pasear con el pecho desnudo entre nuestros semejantes. Si hoy Jesús repitiera su ensayo, ¿qué ocurriría?

Don Angel.
- Ya lo sé. Igual que hace veinte siglos. Y, sin embargo, es preciso luchar. Es preciso asir por donde podamos la realidad rígida y terca, sacudirla, empujarla, ablandarla con el calor de nuestra sangre ...

Don Tomás.
- ¡Ah, soñador, soñador! Por supuesto, que sus libros de usted le están prohibidos a Adela.

Don Angel.
- ¿Como los de Goethe?

Don Tomás.
- Sí, señor. Quéjese usted si osa.

Don Angel.
- ¡Dios me libre!

La niña concluye la segunda parte.

Don Tomás.
- ¡Muy bien!

Don Angel.
- ¡Muy bien!

Don Tomás.
- Sigue, sigue.

Adela.
- Se ha terminado ya. (A don Angel) ¿Le gustaron los Sospiri del cuore? ...

Don Tomás.
- ¡Hombre! Me figuré que era Tu desdén me enloquece.

Don Angel.
- Es lo mismo. Muy bonito.

Don Tomás.
- Es lo mismo.
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