Indice de Diálogos y conversaciones de Rafael Barrett CAPÍTULO DËCIMOQUINTO. Una visita CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO. El zorzalBiblioteca Virtual Antorcha

Diálogos y conversaciones

Rafael Barrett

CAPÍTULO DÉCIMOSEXTO

La sirvienta



Don Angel.
- ¿Y ese café? ¿Lo hacen o no lo hacen?

Don Tomás.
- No moleste usted a la señora. No tengo prisa.

María.
- (Es la compañera de don Angel. Están unidos desde hace ocho años. Tienen tres chiquillos preciosos. Habitan modestamente. Son muy felices. No están casados). Olvidaste que se nos marchó la sirvienta.

Don Angel.
- Cierto. Se fue esta mañana con veinticinco pesos adelantados. Era una muchacha excelente.

María.
- La verdad que es una lástima. Haré yo el café, si los niños me dejan.

Don Tomás.
- Avise usted a la policía y echarán el guante a la sirvienta y a los veinticinco pesos.

Don Angel.
- ¿Se burla usted?

Don Tomás.
- No estoy seguro.

Don Angel.
- ¿Colaborar con la policía? ¿Encargar a un semejante mío el espionaje y el acoso? ¡Y qué bella caza! Veinticinco pesos adquiridos por una infeliz mujer.

Don Tomás.
- ¿Adquiridos? Las palabras algo significan. Diga usted estafados.

Don Angel.
- No comprendo bien la diferencia. Ya que usted posee tan claras noticias sobre el origen de la propiedad, le felicito. Creo que para conservar ilusiones candorosas de honradez social conviene huir del análisis. Ignoremos cómo se fundó la riqueza en la historia, y cómo se engendra y acumula en el presente.

Don Tomás.
- Nada de remontarnos al Génesis, don Angel. Con la última edición del código en la mano, puede usted perseguir a su sirvienta. ¿Sí o no?

Don Angel.
- No es la única atrocidad que el código me permite y recomienda. ¡Usted, químico y biólogo, devoto de una recopilación de leyes bárbaras!

Don Tomás.
- La química es una disciplina y un orden. La biología también. Ciencia es orden. Pensar es ordenar. Por bárbaras que las leyes sean, constituyen una razón y un instrumento de orden. Protegen mi laboratorio.

Don Angel.
- La química no es un código. Un verdadero químico procura no servirla, sino contradecirla, y traería cosas nuevas, brillantes e inesperadas. Cada descubrimiento es una revolución, grande o chica, y progresar es descubrir. Cada descubrimiento es un desorden y el afán de usted debe ser desordenar la química.

Don Tomás.
- Al desordenarla provisoriamente para reorganizarla mejor, obedezco al orden soberano de mi espíritu.

Don Angel.
- Yo también, cuando encuentro en el código el desorden del crimen y de lo antihumano. Mi sirvienta no tenía motivos especiales de aborrecerme. Entró en casa flaca y medio desnuda, como suelen entrar todas. María la ayudaba. La hembra macilenta comía mucho y trabajaba poco. Por las noches llevaba un gran puchero colmado al rancho donde la esperaban sus pequeños. Yo los vi, larvas miserables, despojos del macho anónimo y brutal. Yo los vi, sucios, escuálidos, negros. Parecían arañitas hambrientas. La madre, al cabo de dos meses, salió de aquí robusta y alegre, dispuesta a emprender otra vez la lucha de la vida ...

Don Tomás.
- Y con los veinticinco pesos de usted en el bolsillo. ¡Cuánto agradecimiento!

Don Angel.
- ¿Agradecimiento? ¿A nosotros? Ellos, los pobres y despreciados, no tienen que agradecernos a nosotros, los ricos y decentes, mientras sigamos ricos y ellos pobres. Nuestra limosna insultante con sus pretensiones grotescas de caridad, aumenta la deuda en lugar de aliviarla. Los hijos de mi sirvienta dan asco y miedo. Los míos son ángeles resplandecientes, y quizá no los ame yo tanto como ella a los suyos. ¡Deuda formidable! ¿Seré bastante imbécil para suponerla pagada con veinticinco pesos?

Don Tomás.
- Mi buen amigo, es usted un tipo encantador y absurdo. Admita siquiera que esa criada no es discreta, al abandonar a personas que la tratan inicuamente, según usted, pero mucho menos inicuamente que otras. Pierde en el cambio.

Don Angel.
- ¡Ah, fisiólogo! Cuando la desgraciada vino estaba demasiado débil para tener conciencia de su derecho. Quería pan, aunque fuera a palos. Prefería un régimen injusto a la muerte. Yo mojé su pan en leche y en vino, y no la apaleé. Recobró sus fuerzas, y comprendió la ignominia de su oficio y del mío. Bien alimentada, practicó la justicia. Sacudió el yugo, y se evadió de su cárcel, contentándose con veinticinco pesos, indemnización exigua de una herencia de dolores.

Don Tomás.
- ¡Sirvienta extraordinaria, encarnación de las ideas redentoras del siglo xx!

Don Angel.
- Sin duda. En cuanto se repongan de su anemia, todos los proletarios opinarán lo mismo.

Don Tomás.
- Y nos quedaremos sin química y sin literatura.

Don Angel.
- Probablemente, pero dormiremos tranquilos, y el sol rejuvenecerá.

María.
- El café.

Don Angel.
- ¿Y los niños?

María.
- Ya lo han tomado. Un sorbito cada uno. (Sonríe).

Don Angel.
- ¿Te ríes?

María.
- De los veinticinco pesos ...

Don Angel.
- ¿Cómo?

María.
- Míralos. (Los agita suavemente).

Don Angel.
- ¿Dónde estaban?

María.
- La sirvienta los dejó debajo de la almohada. Don Tomás se retuerce de gusto.

María.
- Qué excelente muchacha.

Don Angel.
- (Desesperado). ¡Qué idiota!
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