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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO DÉCIMOSEPTIMO



CAMBIA LA ESCENA

El licenciado don Crisanto de Bedolla y Rangel era un hombre muerto, pero la prisión lo resucitó.

Durante una semana permaneció Bedolla incomunicado, durmiendo en un petate, sin una silla en qué sentarse ni una mesa en qué comer.

Su conciencia le acusaba, en verdad; pero jamás había escrito una carta con su letra ni menos se acordaba de haber firmado nada que pudiera comprometerlo. Sus sospechas recaían contra Pedro Martín de Olañeta.

Al fin de la semana, el mismo ayudante se presentó en la prisión y sin saludar a Bedolla, le dijo secamente:

- De orden del presidente. está usted comunicado.

Uno de sus más íntimos y allegados partidarios y amigos le dijo:

- Está usted haciendo, sin saberlo, un héroe a Bedolla.

Tenerlo preso equivalía confesar que se le tiene miedo y que vale algo.

Desde que se supo que ya se podía hablar con el personaje que había excitado la cólera del presidente. Desde las once de la mañana hasta las cuatro de la tarde no cesaban las visitas de personas de todos los partidos, que aprovechaban la ocasión para saludar al que había sido influyente para sublevar al Estado de Jalisco y hacer vacilar en su solio al tirano que se había encaramado en el gobierno.

De verdad o de mentira, muchos de los que lo visitaban le ofrecían sus servicios, le estrechaban la mano y salían diciendo para sí:

- ¡Qué talento tiene este licenciado! Se hace un poco la mosca muerta, pero a pesar de eso no puede negar que es hombre de acción.

Durante tres semanas era un verdadero jubileo. Una fila de coches estaba siempre en la puerta, y una fila de gentes subía y bajaba las viejas escaleras.

El comandante de la prisión llegó a molestarse, puso en conocimiento del gobierno lo que pasaba, y el presidente se decidió a hacer cesar tal estado de cosas.

Una mañana se presentó el mismo ayudante, regañó de parte del presidente al comandante de la prisión por su tolerancia, echó a la calle groseramente a las visitas, y cuando Bedolla estuvo solo sin saludarlo, le dijo secamente:

- De orden del presidente, prepárese usted para salir dentro de cuatro días para la Isla de los Caballos (1), y entre tanto, queda usted incomunicado.

Bedolla se puso como muerto, quiso decir algo al ayudante, pero éste había ya salido sin siquiera volver la cabeza. Bedolla le era muy antipático por haber sentenciado a los vecinos de la Estampa de Regina, y lo trataba lo peor que podía.

Lamparilla estaba medio loco de alegría después que Cecilia (al revés de lo que siempre acontece y toca al hombre) le había dado palabra de casamiento, y revolvía en su cabeza mil proyectos, hasta el de transar y reconciliarse con los Melquíades, con tal de terminar el complicado negocio de los cuantiosísimos bienes de Moctezuma III. Sin concluir ese negocio, el casamiento era imposible: Cecilia se lo había repetido.

- Se me ofrece, señor licenciado ...

- Vamos, acaba, ¿qué se te ofrece?

- ¿Por qué no se me deja quieta -dijo Cecilia-, y no que cada rato con lo que ustedes dicen que se llaman diligencias tengo que firmar abajo de lo que escriben en un papel tan malo que trabajo me cuesta, la verdad, no sé lo que firmo, y un día firmaré mi sentencia de muerte? Pues que usted dice que es tan amigo del juez, se me ofrece que me dejen en paz, y es cuanto ... y no me parece mucho.

- Quedarás servida y pronto.

- ¿Y a Pantaleona, que le toca más que a mí?

- Por supuesto, y no hay ni para qué decirlo. Dentro de una semana, cuando más, concluirá.

Ni Lamparilla ni Bedolla se crelan autores de la revolución, pero si sospechaban que sus intrigas, los anónimos enviados con profusión a multitud de personas y las cartas con sentencias y palabras equivocas y misteriosas imitando la letra de ministros, coroneles Y oficiales, habían surtido efecto, y que, sin que ellos mismos supieran, se había organizado una conspiración de importancia.

El primer sentimiento de Lamparilla no fue indagar dónde había sido llevado su amigo para socorrerlo e interesarse por él, sino cuidar por su propia persona, marcharse de la casa y esconderse. Estaba seguro de que la conspiración había sido descubierta y que la vanidad o la imprudencia de Bedolla los había comprometido.

Llegó al convento de San Francisco, donde pidió hospitalidad y asilo al padre Pinzón.

Allí fue sabiendo sucesivamente lo que pasaba. La noticia de la derrota de Valentin Cruz lo abatió a tal grado, que el padre Pinzón lo creyó enfermo. ¡Y a fe que había razón para ello!

La noticia del cambio de ministro entre los que contaba uno que podría ayudarlo en sus asuntos, y la vuelta de don Pedro Martín al juzgado, le volvieron el ánimo y casi se alegró de que Bedolla estuviese preso.

- Este Bedolla -dijo, como si alguno lo escuchara- tiene más presunción que talento; su amor propio lo pierde; si no fuera por mi, no habría sido ni alcalde de barrio.

Se atrevió a salir a la calle; creyó que era mejor afrontar la situación de una vez, presentarse en la prisión de Bedolla tan luego como estuviese comunicado, y llenar, aunque fuese en apariencia, los deberes de la amistad.

Cuando Lamparilla fue a visitar a don Pedro Martín y a darle la enhorabuena, ya este magistrado había puesto en libertad al desgraciado don Joaquinito y terminado la causa en lo relativo a Cecilia y a Pantaleona declarando que la primera no era culpable de a muerte del ladrón, pues el suceso había pasado mientras ella dormía, y que en cuanto a Pantaleona, había obrado en propia defensa, todo lo cual estaba bien probado por las diligencias que había practicado su antecesor y las que él había continuado y constaban en la causa, la que quedaba abierta contra el autor o autores que habían practicado la horadación para introducirse a la casa, robarla y asesinar a los que la habitaban, como habían hecho con el remero que estaba en la canoa.

Aprovechó la oportunidad para hablar a don Pedro Martín del asunto pendiente de Moctezuma III.

- Registrando unos papeles antiguos del marqués de Valle Alegre -le contestó don Pedro-, me he encontrado una real orden del emperador Carlos V relativa a los terrenos que reclaman como suyos los antecesores del actual marqués, y que lindaban con los que pertenecían a los reyes aztecas, y la cuestión está claramente resuelta en favor de los herederos de Moctezuma. No falta sino la fe de bautismo del ahijado de doña Pascuala, que usted llama Moctezuma III, para que el gobierno haga la declaración terminante y ponga al legítimo heredero en posesión de los bienes, que de veras son cuantiosos.

No es necesario decir que en el acto, y sin pensar en comer ni menos en ir a visitar al preso, se fue en busca de Cecilia, a la que anunció que el negocio estaba ganado, que antes de un mes estaría en posesión de los bienes, que dispusiera todas sus cosas, vendiera las canoas y las casas de México y Chalco, o dejase sus negocios a cargo de Pantaleona y dispusiese lo necesario para la boda.

Cecilia no se hallaba segura ni en Chalco, ni en su casa de México, ni aun en el mismo puesto de la plaza; lleno constantemente de gente y cercano a Palacio. Se le figuraba que Evaristo personalmente la acechaba a todas horas, y en cada gente desconocida que pasaba cerca de ella creía ver un asesino que le hundiría por detrás un puñal.

Don Pedro Martín vuelto al despacho de su juzgado, sabia y tenía.

Sabia y tenía las pruebas de que el capitán de rurales que en tan pocos meses había logrado una fama de honrado y de valiente, no era otro más que el asesino de Tules, el jefe de los bandidos de Río Frío y el autor de la horadación de la casa de Cecilia, ¿pero podría al mismo tiempo ser acusador, testigo y juez?

En cuanto a Evaristo, su comportamiento desde que regresó a lo que él llamaba ya sus tierras, con el grado de teniente coronel, fue de los más irregulares y arbitrarios (se entiende con los indios y gente pobre e indefensa), exigiendo ya sin disimulo la contribUción semanaria de pollos, quesos, mantequillas, legumbres y cuanto más podía; de manera que vivía en medio de la abundancia; pero atormentado con la idea de ser denunciado por Cecilia, por don Pedro Martín de Olañeta y aun por el mismo Lamparilla, a quien miraba con desprecio, pero que llegó a temer.

Determinó que Cecilia sería muerta a pedradas en su mismo puesto de fruta de la Plaza del Volador; que don Pedro Martín moriría envenenado por la misma Cecilia, y Lamparilla asesinado por sus mismos mozos en uno de los viajes que hacia a Chalco.




Notas

(1) Lugar situado en las costas del Estado de Guerrero, cerca de Acapulco, destinado por el gobierno para albergar presos políticos.

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