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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMOPRIMERO



EL VIAJE

A pesar de la oposición del testarudo abogado Rodríguez de San Gabriel, el no menos testarudo don Pedro Martín de Olañeta arregló los asuntos del marqués, de modo que pudiese ponerse en camino no sólo con el avío completo, sino aumentado con dos tiros de mulas y provisto, además, de dos cajitas de estilo flamenco de carey y de marfil, llenas de valiosas alhajas, y bastante oro en los bolsillos.

Las cosas en la hacienda del Sanz estaban a poco más o menos como las hemos dejado en el capitulo anterior. Mariana, que ignoraba que se hubiesen cruzado cartas entre su padre y el marqués, comenzaba a tener una vaga esperanza de que desistiría de casarla, o que el marqués no se prestase a un enlace que no había sido precedido por el trato frecuente y el cariño. Como se ve, ignoraban también que el marqués se hubiese decidido a echarse el lazo del matrimonio con el fin de reponer su fortuna, ya muy menoscabada.

El marqués hizo el camino con mucha lentitud.

Cuando el marqués estuvo a una corta jornada de la hacienda del Sauz, hizo alto, llamó al mayordomo del avío y le previno fuese a saludar muy respetuosamente de su parte al conde, y a decirle que estaba muy cerca esperando sus órdenes. Manera indirecta de invitarlo a que saliera a su encuentro.

El mayordomo partió a galope tendido, llegó en menos de media hora al Sauz, se hincó, besó la mano del conde y desempeñó su comisión.

- Vuelve y di a tu amo, el señor marqués, que no se mueva, que salgo en este instante a recibirlo.

La casa de la hacienda del Sauz era más bien un castillo fortificado.

- ¿Todo está listo, Remigio? -preguntó el conde a su administrador.

- Todo lo que el señor conde ha mandado está hecho.

- ¿El Monarca ensillado? ¿La escolta de honor dispuesta?

- Montada en el corral grande.

- Bien; que traigan al Monarca.

Don Remigio hizo una seña, y un mozo a pie fue a la caballeriza a traer un caballo de siete cuartas con la piel de oro.

Era el mejor de la hermosisima raza de caballos dorados que se ha creado en México y que no se ven en ninguna otra parte, y la hacienda del Sanz era, entre otras causas, muy famosa por la cría de esa raza especial.

Jamás vendía don Remigio uno de esos animales en menos de dos mil pesos, y los venian a solicitar desde Nueva York.

El conde, vestido con su uniforme caprichoso de capitán, su bota fuerte y su larga espada toledana, montó en el Monarca, enjaezado más bien a la turca que a la mexicana, y salió de la hacienda, seguido de don Remigio, de veinticuatro rancheros vestidos de gamuza clara con botonaduras y agujetas de plata, su espada debajo de la pierna, tercerolas en las espadas y reatas en los tientos montados en caballos retintos de un mismo tamaño, y tan fogosos, que era necesario tenerles la rienda para que no diesen la estampida.

Detrás de la escolta venía el coche de la hacienda con cuatro grandes mulas prietas y dos mozos con dos caballos de sobrepaso, ensillados, por si el conde y el marqués, por capricho o por mayor comodidad, quisiesen cambiar al entrar en la hacienda.

Asi, al trote corto y majestuosamente, tomó el conde el camino que conducía al lugar donde lo esperaba el marqués, que era una estancia de ganado mayor de la misma hacienda, que se llamaba San Cayetano. No había allí más que unos cuantos jacales de los vaqueros y un charco de agua pantanosa, a cuyo derredor crecían unos raquíticos sauces llorones.

Tan luego como regresó el mayordomo con la contestación del conde, dispuso su campo el marqués de Valle Alegre para recibir a su futuro padre político, como de potencia a potencia.

Al frente, y también con su uniforme de capitán, estaba montado en su soberbio caballo negro como el azabache, que se nombraba el Emperador. Era también una raza especial, que se llamaba de los azabaches, y que criaban, hacía muchos años, los marqueses de Valle Alegre en sus haciendas, situadas en el fértil valle de San Juan del Río.

Al lado del marqués se colocó el mayordomo de avío que había servido de correo, y detrás veinticinco cuerudos, armados hasta los dientes, con los rostros tostados, el pelo y barbas cubiertas de polvo y que, si de guerra se hubiese tratado, en momentos habrían dado cuenta de los veinticinco criados vestidos de limpio del conde del Sauz.

Detrás de los cuerudos, con cuyo aspecto feroz trataba de intimidar indirectamente el marqués a su pariente, estaba el coche de la casa, una gran máquina esférica color azul de cielo, con las armas del marqués en las portezuelas.

Tiraban de ese pesadísimo carruaje, que parecía sacado de algunas caballerizas reales, ocho mulas prietas, dos de tronco, cuatro de centro y dos de guía, gobernadas por dos cocheros vestidos de rancheros, pero de paño grueso oscuro.

Al coche del marqués seguía el de las criadas, por el mismo estilo, pero de menos lujo, más viejo y con su camisa de brin cubierta de polvo y salpicada de lodo.

La retaguardia se formaba de un chinchorro de diez mulas, con sus arrieros respectivos, sus aparejos nuevos, adornados con madroños de lana de colores, y en las atarrias un letrero de paño blanco sobre fondo rojo, que decía: Sirvo a mi amo el marqués, y así daba vuelta, engastando vistosamente las ancas redondas de las mulas.

El negro Emperador que montaba el marqués estaba impaciente, tascaba el freno y pisoteaba fuerte para quitarse a las moscas; pero más impaciente estaba el marqués, que temía, conociendo el carácter excéntrico del conde, que lo hiciese esperar de intento un par de horas al rayo del sol; pero pronto cesó esta impaciencia, pues el relinchar de los caballos y una nube de polvo anunciaba que se aproximaba la comitiva de la hacienda.

En efecto, quince minutos después el conde del Sauz, montado en el Monarca, tendía la mano al marqués de Valle Alegre, montado en el Emperador.

Después de los saludos y preguntas de costumbre sobre el camino, la salud, etcétera, convinieron en enderezar rumbo a la hacienda, a donde llegaron como si fuesen unos príncipes cerca de a una de la tarde.

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