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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMO



BANQUETE EN EL GRAN COMEDOR DE LA HACIENDA DEL SAUZ

Don Remigio, usted no es hombre, ni cristiano ni de buen corazón, ni honrado ni bien educado, ni agradecido ni amigo de la casa donde ha servido tantos años, ni su alma fría se conduele de las desgracias ajenas, ni mucho menos de las mías. ¿Cómo es posible que haya tenido esta carta un mes entero sin dármela? ¿No ve usted que día por día me voy consumiendo de tristeza, que estoy ya en la tierra como una sombra?

- Señora condesita, es usted muy injusta conmigo -le dijo luego que Mariana cesó un momento de hablar-. Si viera usted mi corazón, retiraría cuantos cargos me ha hecho. Además del respeto que le tengo, podría jurar que después de Dios y de mi hijo, la única persona a quien amo con todas mis entrañas es a usted; y por esa misma causa no quise ni aun insinuarle que tenía noticias de Juan, hasta que se fue el señor conde.

Mariana como hemos visto en uno de los capítulos anteriores, tuvo un instante supremo de dicha estrechando a su hijo contra su corazón y cubriendo de besos y de lágrimas su rosada y linda fígura de serafín del cielo; sus pensamientos y sus ideas cambiaron, y registrando en la soledad y el retiro del campo su propio corazón, reconoció, con el horror que le inspiraban sus sentimientos religiosos, que odiaba a su padre. Era el obstáculo a su dicha. Su situación de madre, separada quién sabe cuántos años de su hijo y de su amante, no podía tener solución sino con la muerte del conde. Que fuese herido y muerto en un duelo; que se desbarrancase en una de las muchas excursiones que hacía de noche; que le acometiese una enfermedad repentina; cualquier cosa, en fin, era buena para que desapareciese de sus ojos esa figura siniestra. ¡Que horror! ¡Ella, que era madre, desear la muerte, asesinar con el pensamiento al que le dio el ser!

Para comprender bien el enojo de Mariana y la violenta situación en que se hallaba en el momento que don Remigio le presentó la carta, es necesario referir siquiera algunas de las escenas de familia durante ese año que no había tenido ninguna noticia de su amante.

Poco o ningún caso hacia el conde de su hija. La mayor parte del tiempo la pasaba en los minerales inmediatos. Había dado en la monomanía de las minas, y tenia razón, porque si había gastado mucho dinero en explotaciones, otras habían producido bonanzas más o menos importantes, pues que, en resumen, no sólo lo habían reembolsado, sino dándole sobrantes que mandaban a la Casa de Moneda de México, donde tenia un gran depósito de pesos flamantes, sin que dejaran de estar llenas las cajas de cedro de la casa de Don Juan Manuel.

Agustina, cada vez que las abría para añadir algunas talegas o sacar lo necesario para los gastos de la casa, decía:

- ¿Para qué sirven estas riquezas? La pobrecita condesa no las disfruta; y su hijo, perdido y tal vez pidiendo limosna, no verá nunca estas cajas de oro y de plata.

El conde se retiraba murmurando entre dientes palabras amenazadoras contra Mariana y contra el hijo del administrador, y se encerraba dos o tres semanas en sus habitaciones, donde se le servían las comidas, y sólo don Remigio penetraba cuando había algún asunto urgente qué comunicarle.

- Hace tiempo que el gran comedor está inhabitado, y a la mesa nadie se sienta. Mariana es una muchacha caprichosa que se encierra en sus piezas y no se comunica con nadie, ni aun con su padre. El domingo quiero comer, y muy bien, en el gran comedor. Que se sacuda, se limpie y se saque la vajilla de plata, de gala, que tiene las armas de los condes del Sauz, y así seguiremos hasta que vengan las visitas que espero de un momento a otro. Aquí está la llave de mi silla.

La cocinera hizo tímidamente distintas preguntas acerca de lo que debía presentarse de extraordinario en la mesa, y don Remigio, con mucho respeto, tomó la llave de las manos del conde.

Don Remigio, la cocinera y los criados y criadas se pusieron en movimiento. Se quitaron a los retratos, a los sillones y a la mesa las capas de polvo que los cubrían; se lavó el suelo, formado de soleras de azulejos, se bruñó la reja que rodeaba el sillón, hasta el punto que parecía de oro macizo, hecha por un discipulo de Benvenuto Cellini; se mataron gallinas, guajolotes, un cordero y dos cochinitos, y el domingo a mediodía estuvo el gran comedor listo, la mesa con sus manteles bordados y cubierta de la vajilla resplandeciente de plata y oro; todo exactamente como lo había ordenado el conde.

El toque de una de las campanas de la iglesia, que servía habitualmente para señalar las horas del trabajo y del descanso de los peones, anunció que la mesa estaba servida. Esta ceremonia tenía lugar en las ocasiones solemnes en que el conde daba la llave de la reja Y se sentaba en el sillón del gran comedor.

No tardó el conde en salir de su habitación, vestido con su uniforme de capitán de infantería española; todos los nobles mexicanos de los tiempos del gobierno virreinal tenían a mucho ser capitanes, y sus descendientes siguieron también siendo capitanes dentro de su casa y aun fuera de ella, sin que el gobierno independiente se ocupase de ellos.

- ¿Y Mariana? -dijo con voz dura.

Don Remigio iba a responder, pero no fue necesario, porque Mariana, vestida sencillamente con un traje oscuro, blanca como una estatua de alabastro, se presentó en la puerta del comedor, semejando más bien a una aparición que sale de la tumba, que no a una hija invitada a la mesa de su padre.

El conde la miró de arriba abajo, como si por primera vez la conociera, penetró en la reja, se sentó en su gran sillón, y después, señalando la derecha, le dijo:

- Aqui, y usted de este lado, don Remigio.

Mariana se sentó sin pronunciar una palabra.

Don Remigio, haciendo una reverencia más respetuosa que la primera, dijo:

- Imposible, señor conde. ¿Yo sentarme en la mesa, a su lado y enfrente de la señora condesita? ¿Tanto honor? Yo estoy aquí para servirles.

- Lo mando -respondió el conde señalándole el asiento.

Don Remigio no hizo más observaciones y se sentó.

Se sirvió una sopa. El conde la devoró de prisa, sin hablar una palabra.

La segunda sopa, lo mismo.

El puchero, ¡qué puchero! Gallinas enteras, bien cocidas y humeantes, jamón, trozos de ternera que daban tentación, garbanzos, todo género de verduras matizando los platones con sus valados colores y llenando el comedor con sus perfumes.

Mariana apenas había tomado dos cucharadas de las sopas picaba una que otra de las legumbres de un plato copado que su padre le había presentado.

Siguieron guisados tras guisados, y asados y ensaladas y frutas y postres; una profusión increlble de comida.

El conde comió casi todo. Mariana, por ceremonia, picaba con el tenedor, y los criados retiraban los platos llenos.

Don Remigio sudaba, se ponía rojo y descolorido, hacia un esfuerzo por comer y complacer a su amo, pero imposible.

Ya a punto de concluir la comida, el conde bebió su última copa de jerez, y habló:

- Mariana, te he observado cuidadosamente. Como todas las mujeres, como tu madre misma, toda su ciencia y todo su estudio consisten en engañar.

- ¿En qué he engañado? -se atrevió a decir Mariana, pálida como la muerte, pues pensaba que el conde tal vez habría descubierto sus amores.

- Calla y no te atrevas a interrumpir a tu padre cuando habla; ya que lo engañas, siquiera tenle respeto.

El conde prosiguió:

- Día por día vas perdiendo el color de tus mejillas, el brillo de tus ojos, que es lo único regular que tenias. Estás flaca como si ayunaras y te dieras disciplinas todos los dlas, y es necesario que esto cese y que te pongas en condiciones de casarte y de dar un heredero robusto y sano a la antigua casa de los condes del Sauz.

Mariana respiró, pues por la calma aparente con que le hablaba el conde, se conocía que ignoraba sus amores, y que ella había dado ya, aunque sin el conocimiento de la Iglesia, un heredero a la antigua casa de los condes del Sauz.

- ¡Calla! Los hijos no discuten con sus padres. Vas a comer bien y con buen modo -continuó-, y usted, don Remigio, que nos quería servir, tendrá a mucho honor el traer a la condesa todos los platos que se han servido, comenzando por la sopa.

Don Remigio estaba medio desvanecido, no se daba cuenta de lo que pasaba y no se movia; pero el conde le gritó:

- ¡Vamos, don Remigio! ¿No me ha comprendido usted?

Don Remigio se levantó, fue a la cocina, dio las órdenes necesarias y a poco comenzaron a pasar por el torno, que estaba en el costado del comedor, los platos que, más que con respeto, con profundo dolor pasaba a la pobre condesita.

- No el desprecio ni ningún otro mal sentimiento -dijo Mariana- me han hecho no comer, sino que hace ya meses que estoy enferma, y don Remigio, que me acompaña algunas veces, puede atestiguarlo.

- Come -le respondió secamente el conde.

Mariana tomó algunas cucharadas de sopa. Vino la olla española, se resignó a comer un ala de gallina.

Rehusó el asado.

El conde se acercó al platón, cortó una rebanada y sirvió a Mariana. Poniéndose en pie y dando una palmada en la mesa gritó:

- ¡Vive Dios! Todo el mundo se empeña hoy en desobedecerme.

Mariana partía nerviosamente el asado, se llevaba los bocados a la boca y se los tragaba enteros, como queriéndose ahogar con ellos, y dos hilos de lágrimas corrran por sus mejillas y se mezclaban al vapor aromático del manjar sabroso y caliente.

Cuando Mariana concluyó, sin dejar ni una partrcula de carne, el conde llenó una gran copa de plata con el jerez y se la presentó:

- Bebe, esto te aprovechará.

Un momento quedó aturdida y como si fuese una estatua de plomo adherida a la silla. El conde la miraba y ella al conde; era como un desafío para la eternidad. Después Mariana dio un salto nervioso, lanzó un grito más bien de rabia que no de dolor, y cayó al suelo, inanimada.

- ¡Rayos y centellas! -gritó el conde-. La suerte no me favorece hoy.

Don Remigio tomó en sus brazos a Mariana, la llevó a su recámara y la colocó delicadamente en su lecho.

- Si no fuese por ella -dijo-, hoy hubiera sido el último día de vida del conde, y me habría ido a refugiar con mi hijo a los aduares de los bárbaros.

Las criadas se apresuraron a administrar a la enferma diversos remedios caseros; mientras, don Remigio montó a caballo y fue en busca de cualquier médico a los pueblos más cercanos.

- A esta señorita le han ocasionado, no sé quién, pesares graves; la han hecho comer con exceso; la han mortificado. Esto es todo, y pOdía haber sido una congestión fulminante.

El conde se mordió los labios y miró a don Remigio.

- ¿Ha contado usted algo al médico?

- Ni se necesitaba -se apresuró a decir el practicante-. Los que estudiamos y observamos a los enfermos, reconocemos, con sólo verlos, la enfermedad de que padecen. No será nada; traigo mi botiquín, en el que tengo lo necesario para aliviarla.

Aplicóle desde luego un pomito a la nariz, con el contenido de otro le frotó las sienes, y con esto Mariana abrió los ojos; pero los volvió a cerrar cuando vio la figura siniestra de su padre. El mediquin comprendió lo que había pasado.

- Lo que importa ahora es que me dejen solo con la enferma y las criadas que la han de asistir, para poder administrarle las medicinas. Dejaré un método que podrá continuar por una semana; que la dejen reposar y que nadie, ni por nada, la molesten ni la contraríen. Que descanse y haga su voluntad; es lo que necesita.

Luego que el médico estuvo solo con Mariana y dos criadas que quedaron para efectuar las órdenes que diera, le dijo:

- Señora condesa, puede usted abrir los ojos. El papá se fue; y la mejor receta que he ordenado es que no se mezcle con usted y no la moleste. No tenga usted cuidado. En dos o tres días estará usted buena, cuídese mucho y tenga paciencia. Yo soy buen amigo de Juan, de ese hombre que anda proscrito por usted. Lo he tenido diversas veces escondido en mi casa ... No tenga usted cuidado: le ayudaré, y ustedes se verán un día u otro. Yo soy liberal y masón y no me importan los títulos de Castilla, ni les tengo miedo a condes ni a marqueses; sólo que su papá de usted me pagará a peso de oro esta visita y las demás que haga.

El doctor sacó de su botiquín diversos frasquitos, mezcló gotas de unos bálsamos con otros, y, añadiendo cierta cantidad de agua, dejó preparadas dos botellas para que, alternativamente, tomase cada dos horas un pozuelo, y se despidió, quedando de volver a los dos días.

Antes de una semana, Mariana, más que con las bebidas del doctor, con el reposo y con no ver a su padre, se restableció del ataque; pero su alma quedó más enferma, y su inquietud y fastidio llegaron al colmo.

El conde no pensó en volver a llamar al insolente muchacho que llevó don Remigio, sino que decidió que, costara lo que costara, viniese el doctor Codorniú. Le escribió, ofreciéndole cinco mil pesos por el viaje, y le mandó coche y mozos que lo trajesen a la hacienda.

Llegó el sabio doctor, reconoció y observó a Mariana durante tres semanas, le mandó algunas medicinas que o no le hicieron efecto o la empeoraron, y al fin se despidió de la hacienda, declarando que lo que tenía la condesita era paterna de ánimo; que lo que convenía era distraerla; que hiciera ejercicio a pies y a caballo; llevarla a México; que fuera al teatro y a Bucareli, y sobre todo, que se casara.

Mariana prefería la soledad y aislamiento en que había vivido a esta nueva conducta de su padre, que la tenía sobresaltada, contrariada, violenta todo el día, y no descansaba sino cuando se retiraba a acostar y tomaba una bebida narcótica que le había enviado el practicante que la asistió el día del banquete.

- No hallo qué hacer, don Remigio -continuó Mariana con más calma-, y perdóneme usted lo que le he dicho; si abro esta carta y es una mala noticia, no la podré soportar. Usted lo sabrá todo, don Remigio, al fin soy más bien hija de usted que del conde.

Mariana guardó la carta en el seno, entró a su recámara y se encomendó a aquella Virgen milagrosa de las Angustias que le dio vida en la pobre casa del Chapitel de Santa Catarina.

Después, tranquila, cerró su puerta, se sentó delante de su bufete y abrió la carta de Juan.

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