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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO CUADRAGÉSIMOCTAVO



PRIMER ASALTO A LA DILIGENCIA

Tocó ese día a Mateo hacer el viaje a Veracruz. Casimido Collado se debe acordar de él. Don Anselmo Zurutuza lo había tenido a su servicio como criado, lo había educado para cochero, y era el más diestro entre todos los excelentes cocheros que tenía la casa de diligencias, establecimiento que fue de una inmensa utilidad en México.

No era Mateo de esos cocheros a quienes podía asustar Evaristo ni veinte ladrones más. Estaba habituado hacía muchos años a las aventuras y peripecias del camino, y más de una vez había recibido descargas de balazos que por fortuna no le habían tocado; así es que luego que oyó el grito de ¡alto! y observó a Evaristo en el centro de la calzada hecho un Santiago, haciendo girar y pararse de manos al alazán y apuntando con su pistola en todas direcciones, en vez de azorarse echó una carcajada, fue templando el trote de las mulas, hasta que puso el pie en el garrote y paró el coche: si no lo hace tan a tiempo, arrolla a Evaristo y a su alazán.

- No vaya a disparar la pistola amigo, y a espantar el ganado -le dijo Mateo con calma-. La gente que viene dentro es de señores muy decentes; yo los traigo, y basta. Se conoce, amigo mío, que usted es nuevo por aquí, porque con haberme chiflado bastaba.

- Bueno, amigo -contestó Evaristo al discurso de Mateo-, no hay que echar a correr, porque entonces disparo, y disparará mi gente que está emboscada.

Evaristo, que tenía prisa de concluir, dio los chiflidos convenidos, y por el costado izquierdo de la calzada apareció Hilario, haciendo que su caballo hiciera corvetas y santiaguitos. Del escondite de Palos Grandes fueron saliendo los indios enmascarados, que rOdearon el coche blandiendo sus bastones, y los dos armados de viejos fusiles de chispa apuntaron al carruaje.

Evaristo se acercó a la portezuela derecha, y apuntando dijo:

- Al que se mueva o grite, le vuelo la tapa de los sesos.

Hilario hizo lo mismo por la portezuela izquierda, y repitió palabra por palabra la misma orden.

Los nueve asientos de la diligencia estaban ocupados; en el pescante venia el sota, y en el techo un criado. Entre los pasajeros se hallaban don Manuel Escandón, don José Bernardo Couto y don Joaquin Pesado; los demás eran señoras ancianas que regresaban a Puebla con sus dos criadas, y dos personas desconocidas de aspecto decente, quizá comerciantes del interior, que bajaban a Veracruz a hacer sus compras de invierno.

Don Manuel Escandón, que habia sido también amo de Mateo, con el cual hablaba siempre en inglés, escogió precisamente para hacer el viaje el dia que le tocaba conducir el coche. Sabía perfectamente que, en caso de ser asaltados por los ladrones, Mateo arreglaria las cosas de modo que no pasaran tan mal.

Después de algunos minutos de silencio, que parecieron siglos a los pasajeros, Escandón tomó la palabra, disimulando lo más que pudo la voz turbada, pues por más que se diga siempre es solemne en la soledad de un camino y en medio de un bosque el encontrarse repentinamente con los ladrones; pero en fin, pudo hablar:

- No hay necesidad de violencia, señor capitán, porque supongo que es usted el capitán -dijo a Evaristo que le apuntaba con su pistola-. Estamos prontos a hacer lo que usted diga, y no hay motivo para tratamos mal.

- Bien -contestó Evaristo con voz un poco aguardentosa y ronca-. Venga el dinero que traigan en la bolsa.

- Nosotras no traemos nada -se apresuraron a decir las dos señoras ancianas, y en su voz temblorosa se conocía que si tenian algo que desembolsar y que mentian.

- Silencio, señoras -dijo Escandón-, y puesto que el señor capitán se porta bien, es menester no ponerle dificultades.

Las dos ancianas fueron sacando, como por fuerza, medio a medio real, el dinero que tenian en el seno y en las bolsas de su vestido.

- ¡Pronto!, no puedo esperar una hora a que se registren esas viejas chinches, sacando solamente medios lisos -gritó Evaristo con cólera.

Tal fue el susto, que una de ellas dejó caer una taleguita de pita llena de pesos que tenia oculta.

- Venga acá eso -dijo Evaristo-. Y decian que no tenian nada. Ya las amarraré de un árbol y les quitaré hasta la camisa, pues algo más deben tener debajo de la ropa.

- ¡Por la Virgen de los Dolores! -exclamó una de las ancianas-. Le juramos que es todo lo que tenemos, y ya se lo íbamos a entregar.

Las criadas lloraban de miedo, pero no se atrevían a hablar.

- Vaya, vaya, capitán, sea usted generoso y perdónelas -dijo Escandón desviando el brazo de Evaristo, que iba a dar un mojicón a la anciana.

- Pronto, los demás -interrumpió el capitán tomando la taleguita, que por la apariencia contendría unos ochenta a cien pesos.

Don Joaquin Pesado se registró los bolsillos con calma y reunió ocho pesos, que entregó al capitán, diciéndole:

- Es todo lo que tengo; no nos queda ni para comer.

Don Bernardo Cauto sacó unos ocho o diez pesos; los demás pasajeros y una de las ancianas entregaron cuanto tenian, y reunidos los puños de pesos en las manos de Escandón, que los pasaba al capitán diciéndole:

- Aquí está lo que tenemos, y no es mal negocio, capitán; ya ve usted, sin necesidad de palabras duras, ni de maltrato, y sin exponerse, no ha salido mal el negocio.

- Ahora los relojes -añadió Evaristo sin hacer caso de Escandón, guardándose el dinero en los bolsillos y desmontando su pistola, de la cual no tenía ya necesidad en aquel momento.

Don Joaquín Pesado entregó un reloj viejo de plata.

Don Bernardo Cauto, con una voz muy suave y persuasiva:

- Desgraciadamente, y con la premura del viaje, se me olvidó el reloj en mi casa, señor capitán -y al decir esto volteó al revés la bolsa de su chaleco.

Las ancianas y sus criadas, unos relicarios de oro con imágenes y astillitas de huesos de santos; los dos pasajeros que habían permanecido en silencio y en la apariencia tranquila, sin resistencia entregaron sus relojes de oro, con sus grandes cadenas finas. Escandón pasó todo esto a manos del capitán.

- Vaya, no es tan malo; ya hemos dado los relojes, algunos de oro, y hasta los relicarios de estas señoras, que ya no serán maltratadas. ¿No es verdad, capitán?

Y mientras el capitán tomaba con cierta avidez y distribuía la presa en sus bolsillos, Escandón dejó caer uno de los relojes, y al agacharse para buscarlo se quitó el suyo, que conservaba en el bolsillo y lo echó debajo del asiento. Evaristo, aunque sabía que ninguna fuerza había de venir a atacarlo, tenía miedo y no deseaba prolongar el lance; así, no atendía a los pormenores que pasaban en el interior del coche entre los asustados viajeros; tendía la mano, y recibía sin examen lo que le daba Escandón, que estaba en el asiento del centro, junto a la portezuela, y que parlamentaba hablaba en nombre de los demás y templaba el humor del belicoso capitán, que no encontraba mal el que se le evitase entenderse con todos y oír quejas, súplicas y lloros de las mujeres. Así que acabó de llenar sus bolsas con los despojos que recibía, dijo:

- ¡Ahora, abajo los pasajeros! -y abrió violentamente la portezuela.

Escandón descendió del coche y le siguieron los demás.

- Cada uno se irá a tender boca abajo en el suelo -continuó Evaristo- en el lugar que se le señale, y cuidado con levantar la cabeza, ni mirar a ninguna parte, ni hablar, porque con un balazo ya no la moverá mas.

Escandón quiso parlamentar y aprovechar el dominio que hasta cierto punto hablía adquirido sobre el bandido; pero éste ya no le hizo caso y entregó las víctimas a Hilario, que las llevó a poca distancia a la orilla del bosque, y las fue tendiendo en fila. Lo más que consiguió Escandón fue que lo colocaran entre don Joaquín Pesado y don José Bernardo Cauto. Un par de indios quedaron de guardia, con el garrote levantado y con orden de romperles la cabeza si intentaban levantarse o dar voces para pedir socorro; y no era esto fuera del caso, porque mientras el bandido y Escandón habían conferenciado, una recua de mulas cargadas con azúcar Y aguardiente llegó y fue seguida a pocos minutos por indios de las cercanías, a pie, y por otros con burros cargados con huacales de fruta o de vacío. Todos fueron detenidos y amenazados de muerte si intentaban retroceder o defenderse.

Mateo, con las riendas en la mano y su pie en el garrote, contenía con trabajo las mulas, que a cada momento querían partir y llegar a la posta a la hora a que estaban acostumbradas.

Los enmascarados, con los garrotes enarbolados, y apuntando en todas direcciones con los fusiles, rodeaban el carruaje, y los pasajeros, tendidos e inmóviles en la yerba eriza y húmeda de la montaña, parecían ya cadáveres que sólo necesitaban del sepulturero para que los enterrase en una fosa común. Las señoras, al menos, así lo creían, se consideraban en el último trance de su vida. Aunque habían hecho varios viajes entre México y Puebla, era el primero en que se habían encontrado con ladrones.

Don Bernardo, de una contextura delicada y nerviosa, de un carácter tímido y aprensivo, no dejaba de pensar que los bandidos, después de haberlos despojado, ejercerían algunas violencias al menos con las criadas, que no eran de malos bigotes, y tal vez le quitaría la vida un garrotazo de los bárbaros indios.

En tanto que Hilario vigilaba a los arrieros y pasajeros, Evaristo ordenó al sota que vaciara la covacha y el pescante de los bultos y baúles que contenían. Mateo, con la mano libre que le quedaba, ayudaba a tirar bruscamente las maletas al suelo, y los enmascarados, en momentos, apearon de la covacha, que estaba llena, los equipajes de los viajeros.

Evaristo se acercó a la fila de los desgraciados tendidos y gritó:

- ¡Las llaves, grandísimos ...! ¡Y pronto ... si no! ...

Escandón quiso hablar.

- Calle, que bastante lo he aguantado -respondió Evaristo-. ¡Las llaves!

Cada uno se apresuró a entregar las llaves de sus baúles, menos una de las ancianas, que por más que hizo no la pudo encontrar entre sus vestidos.

- ¿Cuál es su baúl? -le preguntó Evaristo.

- Es una petaca de Puebla, colorada, con clavitos dorados, Señor Sacramentado -respondió la anciana, queriendo a la vez decirle señor capitán y encomendarse a Dios.

- Ni trizas quedarán de ella, y ya verá lo que le sucede -replicó Evaristo recogiendo las llaves y dirigiéndose al montón de sacos, maletas y baúles esparcidos en desorden entre los pedruscos del camino.

Evaristo buscó la petaca colorada con clavitos dorados, la levantó en el aire, la estrelló contra las piedras, y de entre las astillas fue sacando vestidos, enaguas, camisas y medias sucias, en resumen, nada de valor.

- ¡Maldita vieja -exclamó-, me la ha de pagar!

Y rompió con cólera un vestido de Macedonia, única cosa regular, y el resto lo tiró, para que lo cogieran, a los indios y arrieros que estaban detenidos.

Siguió el registro de los baúles, a los que ya Hilario había acomOdado sus llaves.

La maleta inglesa de don Manuel Escandón, muy bien surtida de calzoncillos blancos, camisas, pañuelos, todo muy fino y procedente de los almacenes de Londres.

- Ya tengo para un año -dijo Evaristo-, hasta con mi marca porque yo me llamo Mariano Evaristo.

Volvió a colocar con cuidado la ropa en la petaca, la cerró, se echó la llave en la bolsa, y él mismo se la llevó al grupo de árboles, de donde hablan salido los enmascarados.

Uno de ellos estaba de vigía, observando al lado opuesto del camino.

Siguió el registro de los demás equipajes, y fueron tomando de ellos lo que les pareció que podían apropiarse inmediatamente mientras el capitán repartía la ropa, los enmascarados se retiraban al escondite de Palos Grandes y volvían al momento vestidos con calzoncillos blancos nuevos y limpios y chaquetas de paño o de lienzo, que parecía que se las habían hecho expresamente un sastre de la calle de Plateros.

Salieron de los baúles, alhajas de diversos tipos y tamaños, y dinero en plata y oro; de modo que la presa abordaba a algunos cientos de pesos. Evaristo e Hilario estaban muy contentos, y sus maneras con los pasajeros, aunque groseras para imponerles miedo, se modificaron notablemente. Dejando en los baúles lo que no les servía, los rellenaron con la ropa amontonada, sin distinción de dueños; de manera que las enaguas y camisas de las señoras poblanas fueron a dar al baúl de don Joaquín Pesado, y los chalecos de los viajeros del interior a la petaca de las criadas.

Acababa justamente de registrar el baúl de don Bernado Couto y lo cerraba y daba vuelta a la llave que no obedecía, cuando éste, con una voz tímida, lo llamó:

- ¡Señor capitán! -dijo.

- ¿Qué se ofrece? -preguntó Evaristo, siempre acentuando sus palabras con un tono altanero.

- ¿Ha registrado usted bien mi baúl, señor capitán?

- Sí, ¿y qué sucede? No hay que levantar mucho la cabeza hasta que yo lo mande.

- No la levanto sino lo necesario para ser escuchado, señor capitán -prosiguió don Bernardo con su ilación lógica, como si comenzase un discurso en el Congreso.

Escandón, que preveía lo que iba a decir don Bernardo, le tiraba del pantalón con disimulo, pero éste no hacia caso y continuó con su voz dulce y persuasiva:

- Me parece, señor capitán, y no estoy seguro de ello, porque mi petaca la compusieron y arreglaron las señoras de mi casa, pero en el rincón de la izquierda ...

Escandón, con disimulo, tiraba más fuerte la ropa de Cauto; éste no se dio por entendido y acabó su peroración.

- En el rincón de la izquierda, o en el de la derecha, no estoy cierto, hay unos doscientos pesos envueltos en cartuchos de a cincuenta pesos.

Escandón tiró más fuerte la ropa de don Bernardo, pero no había ya remedio, había soltado la prenda.

Evaristo, que había logrado cerrar la petaca, la volvió a abrir, echó fuera con precipitación la ropa, registró el fondo y los rincones, y fue sacando uno a uno los cuatro cartuchos con cincuenta pesos cada uno.

- Este hombre no es ladrón ni mentiroso como la vieja -dijo Evaristo-; no oculta el dinero que con tanto trabajo ganamos los pobres. No se irá la vieja sin acordarse de mi.

- Es una infeliz enferma -murmuró don Bernardo, creyendo tener ya una influencia con el capitán.

- Calle y no interceda, ni se meta en lo que no le importa.

Don Bernardo, aterrado, bajó la cabeza y volvió a tomar su posición horizontal que antes tenia.

- Pueden levantarse todos, menos la vieja -dijo Evaristo.

- ¡Por el amor de Jesucristo, señor capitán! -exclamó la desolada anciana-. ¡Tenga usted compasión de mi, y le prometo que cuando usted vuelva le traeré cuanto dinero tenga!

- Si habla una palabra más, la matas -dijo a uno de los indios que no habían dejado de tener los garrotes levantados sobre la cabeza de los viajeros.

Pesado y Escandón quisieron interceder, pero Evaristo les impuso silencio con una mirada.

- Vayan recogiendo sus hilachas viejas, que para nada me sirven, y pronto -continuó el bandido, tirando en el suelo las llaves que le quedaban en la mano-, porque no me gusta que esté más tiempo el coche en el camino.

Los pasajeros, obedientes como unos niños de escuela a la voz del maestro, fueron humildemente recogiendo la ropa que les habían dejado los enmascarados, y colocándola como pudieron en sus respectivos baúles.

Escandón tuvo el atrevimiento de pedir al capitán que le devolviera su baúl inglés.

Evaristo se le quedó mirando y no le respondió.

La anciana, que después se supo era una de las damas antiguas y principales de Puebla, esperaba por momentos la muerte.

Los demás pasajeros tenían también sus temores, y estaban resueltos a interceder y hacer promesa a Evaristo; pero éste no los dejó, pues, como quien dice, los arreaba para que concluyeran de acomodar lo que les quedaba.

Entre los indios enmascarados y el sota volvieron a colocar en la covacha y el pescante los baúles y maletas, y por orden de Evaristo fueron entrando al coche los pasajeros.

Así que estuvieron dentro y cerrada la portezuela, con pistola en mano, se acercó a la desventurada señora, que estaba más muerta que viva. Los pasajeros, involuntariamente, lanzaron un grito de horror.

- ¡No la mate usted, capitán, le daremos cualquier dinero!

Evaristo, en vez de responder, dirigió la puntería a la portezuela. Los pasajeros se hundieron y se hicieron una bola en el centro del carruaje.

- Es el último día de mi vida -dijo don Bernardo y cerró los ojos.

Evaristo llegó por fin a donde estaba tendida la anciana, y en vez de dejarle ir el tiro, guardó la pistola, tomó la cuarta que tenía abrochada en la pretina de las calzoneras, levantó las ropas, que no estaban ya en mucho orden, y le aplicó dos o tres cuartazos que le hicieron dar un grito de dolor. Pesado y don Bernardo se taparon los ojos. Escandón no perdía un solo detalle de la escena.

- Ahora levántese y váyase -le dijo Evaristo sin cuidar de cubrir el lugar posterior donde había hecho el castigo.

La pobre señora no pudo responder ni cubrirse. Se había desmayado. Entre el sota y uno de los enmascarados la levantaron en brazos y la metieron en la diligencia, como si fuese uno de tantos bultos que aún quedaban en el suelo.

Evaristo montó a caballo. La covacha se acabó de cargar Y todo volvió al mismo orden, como si nada hubiese pasado; Mateo, con ayuda del sota, arregló sus riendas, compuso sus mulas inquietas, que se habían encuartado, y se disponía a partir, pero Evaristo le dijo:

- No truenes el látigo hasta que yo te lo mande.

Mateo contuvo el tiro y Evaristo se acercó a la portezuela.

- No tendrán la menor queja de mí -dijo a los pasajeros-, y los he tratado como si hubieran sido mis amos, gracias al cochero, que me los recomendó; pero tengan muy presente lo que les voy a decir: si al llegar a Puebla chistan una palabra, cuéntense por muertos. Un día u otro los he de encontrar sea en el camino o sea en cualquier parte. Yo y toda mi gente ya los conocemos bien, y donde quiera que los veamos los hemos de matar, y si no podemos personalmente, no faltará quién lo haga. Ya saben que los ladrones somos honrados y tenemos palabra. Agradezcan que por ustedes no maté a esa condenada vieja que ya me había robado el fruto de mi trabajo. Que venga ella a estarse noches y días enteros en el monte, y verá que no es lo mismo rezar en la iglesia todo el día o estarse sentada ociosa en su casa. El cochero no me da cuidado, porque él sabe mejor lo que tiene que hacer. Conque adiós y buen viaje.

- Adiós, capitán -le dijo don Joaquín Pesado-, estamos muy agradecidos, pero no nos queda ni para pagar la comida en Puebla. Dénos unos cuantos pesos -y con una lógica irresistible añadió-: Si comenzamos por no pagar la comida y pedir prestado, desde luego, y sin que lo digamos, sabrán que ...

- Dice bien -respondió Evaristo-, y sacó un puñado de pesos de la bolsa y lo tiró en el centro del coche, gritando a Mateo:

- ¡Arrea!

Mateo tronó el látigo, las mulas se encabritaron y partieron como demonios, saltando, cayendo y levantando el carruaje por entre baches, piedras y hondonadas del camino. Quería, aunque él y los pasajeros se hicieran pedazos, ganar el tiempo perdido y llegar a Puebla a la hora reglamentaria.

Cuando la diligencia desapareció entre las vueltas del camino y la espesura de los árboles, y cesó de oírse el crujido de las llantas contra las piedras de la calzada, Evaristo reunió a los arrieros e indios detenidos, que eran más de treinta, y les hizo las más terribles amenazas si decían algo de lo que había pasado.

- Si llega a mí noticia que alguno de ustedes ha contado algo de lo que acaban de ver, juro que les cortaré la lengua. Vamos, ¿qUé tienen que darme?

Los indios se apresuraron a darle fruta, queso, alfajores y dulces de México que llevaban a vender a Veracruz, de todo lo que hizo una buena provisión Evaristo, colocándolo en un saco vacío que había quedado en el campo entre los despojos.

Rehusó ya más ofertas, aún de cobre, y dejó seguir su rumbo a toda la gente. En seguida, con sus indios que se quitaron la máscara luego que no hubo quien los observase, limpió el camino.

Dejó a cuatro de los indios haciendo carbón, y él, con los demás, siguió al rancho de los Coyotes para liquidar y repartir el robo.

- Se lo anticipé a usted, señor amo -dijo Hilario-, que habíamos de salir con bien. La Virgen de Guadalupe siempre me ha socorrido.

- Yo tenia confianza, pero nuestras pistolas y el valor con que hemos atacado el coche nos ha dado el resultado. Los Joseses se han portado bien.

Como seiscientos pesos en monedas de oro y plata; tres relojes de oro y uno de plata; como diez anillos de oro con algunos brillantes; ropa nueva y el baúl de don Manuel Escandón.

Dejó a su segundo la tercera parte del dinero y de las alhajas, y la otra se repartió entre los indios, que quedaron muy contentos y tomaron sabor al robo en grande.

Mientras se hacia la liquidación y el reparto, una de las indias que servia en la cocina habla preparado un buen mole de pecho, unos frijoles a medio cocer y un cabrito asado en una lumbrada, sin que faltasen las tortillas y el tlachique; y los dos honrados agricultores se sentaron a comer alegremente.

Resolvieron, en vista de esta prosperidad, dedicarse a la agricultura, pasear en la feria de Texcoco, donde habla gallos y maroma, y dejar pasar tranquilamente la diligencia dos o tres semanas.

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