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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO CUADRAGÉSIMOSEPTIMO



LOS ENMASCARADOS

Resuelto ya Evaristo a adoptar un género extrano de vida, no perdió el tiempo en su excursión, que prolongó hasta Tulancingo y Chalma.

Examinó los caminos, los ranchos, los pueblos, las haciendas, las veredas, vericuetos y cuantas cosas en un día u otro podrían serle útiles; indagó sagazmente quiénes eran los personajes principales de los pueblos; en qué época acostumbran los propietarios visitar sus fincas; si caminaban solos o con los mozos de escolta; cuáles eran los mesones más solos o los más concurridos; qué comunicación tenían las montañas y los bosques unos con otros, o si sólo había veredas de ganado. Satisfecho de sus averiguaciones regresó cautelosamente a su rancho de los Coyotes, y cerciorado por Hilario de que no había ocurrido ninguna novedad y de que no se había presentado alma viviente, se instaló de nuevo y pasó días y días cavilando en sus planes y en la manera de desarrollarlos, sin perder la esperanza de arrebatar a Cecilia y llevarla al corazón de la montaña, para lo que comenzó él mismo a construir un jacal en el lugar más oculto e intrincado de la sierra, que, en caso apurado, le pudiese servir de refugio.

Ya había tanteado a Hilario. Lo había encontrado sagaz, ladino, ambicioso, atrevido, en una palabra: ladrón, con todas las cualidades necesarias para serlo.

La aventura del ranchero del Mezquital, que se encontró muerto en el monte, rompió el hielo.

Un día que Evaristo e Hilario recorrían las siembras y combinaban sus disposiciones para el corte de la cebada, Hilario dijo:

- Ya quisiera mi amo encontrarse todos los días caballos como el alazán, que parece que se va ya amansando.

- Y como que sí. Caballos como ése no se encuentran ni por doscientos pesos.

- Pues nomás que su mercé quiera tendrá en qué escoger. Ya su mercé sabrá que desde el corte del carbón hasta el mero camino de Río Frío, se va por la vereda en un abrir y cerrar de ojos y no hay un día que no transiten pasajeros bien montados y que no lleven armas.

Evaristo se quedó mirando fijamente a Hilario, y éste, sin turbarse, se quitó el sombrero y le dijo:

- Como su mercé guste. Yo estoy ya aquerenciado en el rancho, y trabajando se puede ganar mucho sin correr riesgo.

De esta conversación de generalidades pasaron a pormenores muy interesantes, y la nueva vida comenzó en la semana siguiente. Muy de madrugada montaba a caballo Evaristo en el alazán tostado, que al fin había logrado dominar dándole sal en la mano, limpiándolo y echándole de comer él mismo todos los días. Era un caballo admirable.

Cuando comenzaba a salir el sol por los bordes de las montañas ya Evaristo estaba en el monte y a poco lo seguía Hilario regularmente montado y armado. Caminaban a cierta distancia y habían convenido en ciertos chiflidos, que indicaban peligro, ayuda, fuga, golpe, silencio, alarma, etcétera. Era un telégrafo perfectamente organizado.

Cuando encontraban uno o más pasajeros bien montados y armados, los saludaban quitándose el sombrero, y ponían sus caballos al tranco, ladeándose sobre el estribo derecho y como fingiéndose muy cansados; pero al desgraciado que iba sin armas y que fácilmente le conocían el miedo en la cara, y cuyo caballo era regular, le marcaban el alto, se lo llevaban a las motas del monte que ellos conocían, le vendaban los ojos, lo hacían caminar en todas direcciones para que perdiera el rumbo, le pelaban el caballo y cuanto tenía de algún valor, lo dejaban amarrado a un árbol, de manera que, aunque con algún trabajo, se pudiera desatar.

Estos paseos, que a veces se prolongaban por el camino real hasta San Martín, o de bajada hasta Ayotla, donde se proveían de pan, de aguardiente y otras cosas necesarias, no les producían gran cosa en semanas enteras; pero había otras en que les favorecía la suerte y pelaban a tres o cuatro desgraciados, amenazándolos con la muerte si decían algo, y con esto ya habían reunido unos ocho caballos regulares y algunos reales en efectivo. Todas estas eran mañas de Hilario, que había sido ladrón más de diez años atrás y fugándose de la cárcel de Tulancingo.

Evaristo e Hilario tenían el monopolio del robo, eran los dueños señores de la montaña y no temían ser de ninguna manera perseguidos. Sin embargo, sus hazañas no dejaron de saberse, y ya se decía generalmente en México, en los mesones del rumbo de Santa Ana y de Tetzontlale, que por el monte de Río Frío comenzaban a quitar caballos.

La cosecha fue abundante, especialmente la de cebada, tanto que la misma hacienda, La Blanca donde se había dado muy mal, se la compró entera, reservándose el rancho sólo la necesaria para semilla y para el gasto. Evaristo e Hilario habían realizado unos seiscientos pesos cada uno y una docena de caballos.

Contentos con el buen resultado de sus hazañas, se decidieron a darles vuelo y mejor organización.

Antes de comenzarse la pizca del maíz, reunieron a todos los Joseses y los mandaron a formar en filas.

- Desde hoy vamos a hacer otro ajuste -continuó Evaristo-. Si les conviene, bien, y si no, en cuanto se acabe la pizca se marchan a otra parte a buscar trabajo, e Hilario se quedará conmigo en la finca. Oigan bien, y cuidado con chistar a nadie una palabra. El qué chiste será encerrado en una caballeriza con un cepo en los pies, por ocho días, y después recibirá veinticinco azotes y volverá al cepo, y así hasta que se muera. Pero si se portan bien -prosiguió Evaristo- será muy diferente. Voy a ajustarles por un año para peones de la finca, para carboneros y para ladrones del monte. Cuando trabajen de peones, tendrán tres reales diarios; cuando trabajen de carboneros, cUatro reales, y cuando trabajen de ladrones, seis reales y una parte de lo que se gane; pero tienen que hacer cuanto se les mande y, si es necesario, dejarse matar.

La cuadrilla, al oír todo esto, que no pudo comprender bien, no contestó inmediatamente el sí pagresito que siempre tienen en la boca los indígenas, sino que se quedaron callados y reflexionaron.

Hilario les habló en su idioma, les contó con los dedos los reales que habían de ganar cada semana, y concluyó por convencerlos. Interpelados de nuevo por Evaristo con un tono colérico, dijeron:

- Sí, pagresito -y uno a uno fueron besando la mano que Evaristo les tendió como si fuese un obispo.

- Ya dijeron que si, y ahora estamos seguros y podemos contar con ellos. Los conozco bien, señor amo -dijo Hilario a Evaristo.

Evaristo e Hilarío organizaron en menos de una semana dos quemas de carbón en un lugar que se llamaba Agua del Venerable, a poca distancia del camino real y más arriba de la Venta de Río Frío.

A la distancia de doscientas o trescientas varas escogieron otro lugar que se llamaba Palos Grandes, porque allí formaban una especie de plazoleta unos diez o doce ocotes altísimos, que por una especie de preocupación nunca habían querido cortar los leñadores, y quizá también porque les proporcionaba un lugar abrigado para guarecerse, almorzar y dormir. Era paraje de arrieros, y se veían constantemente cenizas calientes y rastros de las mulas y trastes del jato.

Debajo de un cobertizo existían siempre algunos cientos de cargas de carbón prontas a ser transportadas a la ciudad en burros o en las espaldas de los indios, que venían cada semana a comprar.

Sistemado de tal manera el aparato, decidieron Evaristo e Hilario comenzar sus hazañas; Evaristo montó el alazán, y su segundo un mojino, que había cambiado en Texcoco a un chalán.

Divisaron en seguida tres rancheros con una mula tirada de la jaquima por un arriero, y desde luego reconocieron que llevaba dinero.

Era una buena presa; un chiflido telegráfico indicó que los dos juntos debían emprender el ataque; pero apenas los rancheros oyeron el chiflido cuando sacaron las espadas, se levantaron la lorenzana (1), y gritaron:

- Hijos de ... Aquí estamos, grandísimos ... vénganse -y, metiendo las espuelas a sus caballos, avanzaron a saltos hacia el lugar donde habían escuchado la terrible señal.

Evaristo e Hilario emprendieron la fuga, y con trabajo llegaron a las barrancas y se deslizaron hasta el fondo, desapareciendo de la vista de sus perseguidores.

Los rancheros envainaron sus espadas, y echando temas volvieron a tomar la calzada con su mula cargada de dinero.

Mala fue, en resumen, la jornada, y se retiraron al cobertizo del arbón furiosos y jurando que al día siguiente no pasarían las cosas de la misma manera.

Antes de las once se divisó por la calzada un postillón a todo galope, seguido de Rafael Veraza, que conducía la correspondencia de la Legación de S. M. Británica.

Al juramento con que Evaristo, enmascarado y montado en su arrogante alazán, marcó el alto, se paró el postillón y Rafael Veraza detuvo el galope de su caballo; pero siguió andando hasta encararse con el ladrón, que le puso una pistola al pecho:

- Ríndase o le quemo esa carota de hereje que tiene, y no se me venga encima porque disparo.

Rafael Veraza se detuvo y con la mayor sangre fría le dijo:

- Ya veo que tú eres nuevo por estos rumbos y no me conoces, porque en el monte me conocen hasta los conejos. No hay necesidad de la pistola, guárdala, que yo no tengo más armas que las que tú ves: un chicote en cada mano para azotar los caballos y que no pierdan su galope; las pistoleras están llenas de cosas de comer y algo de beber. Beberemos un trago y hablaremos.

Y diciendo esto se apeó con mucha calma, y el postillón, que no se había tampoco asustado con la aparición del bandido, se acercó a tomar la rienda. De una de las grandes pistoleras que colgaban a la cabeza de la silla sacó don Rafael un vasito de plata que llenó de coñac y lo presentó a Evaristo, que lo tomó maquinalmente, pues era el más sorprendido de esa escena. Hilario, a poca distancia, oculto entre los árboles, observaba.

- Bebe.

Evaristo, medio azorado todavía, obedeció, llevó el vaso a los labios, bebió dos tragos con cierta delicadeza, como si fuese el convidado decente de alguna mesa, y se lo devolvió a don Rafael, el cual a su vez echó un trago y el resto se lo dio al postillón.

- Soy el correo inglés. Cada mes hago el viaje de México a Veracruz en treinta y dos horas, conduciendo la correspondencia de su M. Británica, la reina de Inglaterra.

Al escuchar este nombre, sin darse cuenta por qué, Evaristo se quitó el sombrero, y a ese tiempo cayó su barba postiza y su máscara.

- No tengas cuidado -le dijo don Rafael volviéndole la espalda . Ni te he visto ni te quiero conocer. Más tarde, y cuando tengas confianza en mí, te podrás presentar como eres. Por ahora es mejor que te disfraces; cuando acabes de arreglarte continuaremos hablando.

Evaristo, casi confuso, se puso de nuevo su barba, su bigote su máscara y su sombrero, y dijo a Veraza:

- Lo que usted mande, señor amo.

- Amo, lo que es, no; pero si un hombre que no te hará mal; y si tu atacas al correo de Su Majestad nunca te lo perdonará el gobierno, aunque pasen diez años; el día que te cojan, el ministro inglés exigirá tu castigo. Además, nada ganas con detenerme. Yo no cargo más que huevos cocidos, pan, queso, coñac, unos pañuelos para limpiarme el sudor y dos o tres pesos para dar su gala a los postillones. Seguramente tu eres tan nuevo que sabrás que paso por aquí el día 30 o 31 de cada mes, para llegar a Veracruz invariablemente el dia 2 a las diez de la mañana. A mi vuelta, que será el dia 4, me esperarás en este mismo lugar, y ya te acordarás de mi. Toma este pito. Cuando entre yo en el monte, sonará el pito cada diez minutos, si lo oyes me contestarás una sola vez. Si hay riesgo o inconveniente para pasar pitarás dos veces y me detendré hasta que vengas. Ya arreglaremos algunas cosas más. Tengo que estar mañana antes de las diez en Veracruz, y no puedo detenerme.

Acabando de decir estas palabras, don Rafael montó a caballo, partió a galope precedido de su postillón y dejó a Evaristo con la boca abierta. Repuesto de esta sorpresa que no esperaba, fue a dar al escondrijo de Hilario y le contó lo que había pasado. Ambos convinieron en que era preciso no sólo respetar, sino prestar todo género de auxilios al correo de la reina de Inglaterra, al que nada podían robar y del que tenian mucho que temer si le hacían daño. El dia 4, a cosa de medio día, Veraza pasaba ya por el Agua del Venerable, y Evaristo contestó a la señal convenida. Don Rafael hizo algunos regalos a Evaristo, convino con él en ciertos pormenores para no ser molestado en sus sucesivos viajes, y continuó su camino para México sin que contase ese encuentro con alma viviente.

Evaristo pensó seriamente en atacar la diligencia; tuvo serias conferencias con Hilario y resolvieron hacer ensayos como si se tratara de una comedia, porque no querían comenzar por un drama.

No se mataria ni maltrataria a ningun pasajero; no se les robaria prendas de ropa que pudiesen ser fácilmente reconocidas; los relojes de plata de poco valor, se dejarían en los bolsillos de los pasajeros, y del dinero que se juntase, registrándolos hasta en los zapatos, se les dejarían unos cuantos pesos para que almorzasen o comieran en Puebla. A los cocheros de las diligencias debía respetárseles y procurar transigir con ellos, pues si los maltrataban o mataban, no habría quién quisiese hacer el viaje, y la línea de diligencias tendría que suspenderse, o el gobierno pondría tal número de fuerzas para custodiar el camino, que hiciese imposible toda tentativa.

Los indios que se destinasen para el asalto, deberían cubrirse la cara con una máscara negra, y vestir una cotona de cuero amarillo oscuro; sus armas serían un grueso garrote, y los dos fusiles viejos, cargados con munición gorda.

La organización no dejaba nada que desear, era obra de un momento el disfrazarse y desempeñar en coro su papel de ladrones, y cuando se acabase la función, guardar sus trajes y volver a su primitiva forma de leñadores y carboneros.

Los ensayos fueron repetidos en las horas en que el camino estaba completamente solo; y cuando estuvieron seguros de que los de la cuadrilla habían aprendido bien su papel, decidieron que un día 12, consagrado cada mes en México al acuerdo de la Aparición de la Virgen de Guadalupe, darían el primer asalto, esperando que la Divina Señora los sacaría con bien.

Cerca de la una de la tarde Evaristo escuchó los chasquidos del látigo del cochero, que alentaban a las mulas para subir la cuesta, y los ruidos estridentes de las ruedas de la diligencia, que chocaban y saltaban sobre la piedra suelta de malísimo camino. ¿Quién lo creerá? En aquel momento Evaristo tuvo miedo y estuvo a punto de volver atrás, ocultarse él y los suyos en el monte y dejar la empresa para otro día; pero había tomado antes de montar unos buenos tragos de catalán, y el licor le dio ánimo para sobreponerse y hacer frente a todo lo que pudiera ocurrir, y de un salto del alazán se puso en medio de la calzada con pistola en mano a esperar el coche.




Notas

(1) Cuando los rancheros y gente a caballo de México, emprendían un ataque, doblaban con la mano izquierda el ala de su sombrero, y a esto se llamaba levantar la lorenzana.

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