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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO TERCERO



Las brujas

Don Espiridión, que no había hecho gran caso de la buena nueva que le comunicó dona Pascuala, toleró las visitas del doctor Codorniú y las juntas de médicos sólo por darle gusto a ésta.

- Ya esto pasa de castano oscuro -le dijo una noche cuando acabaron de cenar.

- Si que pasa -respondió dona Pascuala-, y no lloro por no afligirte y porque nada se consigue con eso, pero creo que me voy a morir.

- Morirte no, eso no, mujer, pero si otra cosa ... no sé lo que será, pero es necesario que te pongas en cura formalmente.

- ¡Fresco estás! ¿Qué más cura quieres? ¿No ha venido el mejor doctor de México, no ha habido junta de médicos, no me he tomado ya cuatro botellitas y he andado no sé cuántas leguas? ¿Qué más quieres? Además, ¿de quién nos valdremos?

- ¡Toma!, eso es fácil. Buscaré a la herbolaria que ha solido venir por acá y ha rejuntado en el cerro yerbas que dice son remedio eficaz para diversas enfermedades. Quizá tenemos muy cerca la medicina sin necesidad de ir a la botica.

- Entonces, manana mismo. Estoy decidida.

Mientras duermen, se levantan, se desayunan y don Espiridión va a la villa a buscar al canónigo, daremos a conocer al lector a las brujas, con las cuales, antes que don Espiridión, teniamos las mejores y más cordiales relaciones. Cómo y cuándo las dos mujeres fueron a ese pueblecillo que nombraremos de la Sal, no es fácil averiguarlo.

Las dos Marias, cuando vivian en el pueblito de la Sal, eran enredadas, es decir, cenian su cuerno sin más enagua ni camisa que una tela de lana azul con rayas rojas, que tejen los mismos indios, sujeta a la cintura por una faja de algodón blanca o azul.

Cuando el comercio de nuestras industriosas mujeres prosperó, modificaron no sólo su habitación, como se ha dicho, sino también su traje. Vestian ya camisa y enaguas interiores de manta; enaguas exteriores de jerguilla azul, su huepile blanco o de indiana, sus pies y piernas muy lavadas y un sombrero de palma para garantizarse del sol, sus trenzas entrelazadas con chomite encarnado y, en su cuello, unas gargantillas de perlas falsas con sus medallas de plata de la Virgen de Guadalupe.

Por el aspecto, Matiana parecía de más de cincuenta años; el pelo ya cano, el cutis comenzando a tener arrugas, los ojos encarnados por dentro y por fuera; y por sólo eso le llamaban bruja; gorda, algo encorvada, su dentadura completa y blanca.

Jipila, como de treinta años, pelo negro, grueso y lacio, algo despercudida, porque era aseada y se lavaba la cara en las fuentes y arroyos de los caminos; lisa, blanda de cutis, pierna bien hecha y con lustre, pie chico y dedos desparpajados por andar descalza, sin ningún mal olor en su cuerpo, limpia, con pequeñas manos y, como la que llamaba tia, con sus dientes blancos y parejos. Era una bonita india. Muchísimas y mejores aún de su raza hay así, y tal vez las hallaremos en otra ocasión en Jaltipan, Tehuantepec y Yucatán.

Matiana y Jipila se levantaban con la luz, y como ya tenían preparado su maíz, molían sus gordas y se desayunaban con un jarro de atole con piloncillo, dejando preparada una ollita con frijoles o carnitas de puerco, a fuego lento, para encontrarlas en sazón en la tarde, a la hora de su regreso.

Matiana tomaba el rumbo de Santa Ana y Tezontlale, y despacio, poco cargada con un chiquihuite en la espalda, lleno de raíces y yerbas, entraba en un mesón y en otro. Como ya la conocían los huéspedes, si había algún arriero enfermo procedía a la curación, que no dejaba de ser precedida a veces de ciertas ceremonias.

Cuando no había enfermos, nunca dejaba de vender epazote, tequesquite o cilantro verde, el caso es que volvía a la casa con algo en dinero o en efectos. Si la clientela era generosa y abundante, compraba velas de sebo para alumbrarse una o dos horas en la noche, velas de cera para la Virgen de Guadalupe, hilaza y lana para tejer ceñidores, enaguas, algunas varas de manta o de indiana y flores de papel para las estampas de santos con que iba cubriendo las paredes de su magnífica casa de Zacoalco.

El negocio de Jipila era más sencillo y más fácil. A las nueve de la mañana todo el mundo podla verla dos o tres días por semana -y muchos de los que lean este libro la recordarán-, sentada junto al poste en la esquina de Santa Clara y Tacuba; extendia su ayate muy limpio e iba colocando con mucho método y simetria sus diversas mercancias. Rondinelas para limpiar los ojos, cuernos de ciervo, piedrecitas de hormiguero, matatenas, ojos de venado, hojas de naranjo muy frescas, té de limón, manzanilla, mastuerzo, cedrón, adormideras, a veces alegraba su puesto con manojos de chicharos y azucenas que llenaban de olor la calle.

No pasaba media hora sin que estuviese rodeada de las criadas de la vecindad y a veces de muy lejos, pues sabian que esta herbolaria, como ninguna otra, tenia un surtido de cuanto podia imaginarse.

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