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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMOCUARTO



CELOS INDISCRETOS

Juliana era lo que puede llamarse una buena mujer en la extensión de la palabra, sobre todo muy segura, como dicen familiarmente nuestras señoras cuando quieren abonar de honrada a una sirvienta.

En cuanto a su moral, tenia la de la gente buena y pobre. Creía de cabo a rabo en el Catecismo del padre Ripalda; oía su misa los domingos y días festivos, y confesaba y comulgaba la cuaresma. Nada se guardaba en las compras de la plaza (y es raro en una cocinera), ni lo necesitaba, pues ella manejaba el gasto y gobernaba la casa, se pagaba su ración y su sueldo, y el platero, en vez de tomarle cuentas, le hacia frecuentes y buenos regalos, de modo que podía decirse que con sus ahorros era ya riquilla. Aunque de constitución robusta y sanguínea, y como hemos dicho, de la especie voluptuosa de Cecilia, no había mujer más quieta que ella, y hasta la edad que tenia no había conocido lo que se llama amor. Al platero ni lo quería ni lo aborrecía. Lo aguantaba porque era su amo, y era fiel, porque no tenia otras distracciones de inclinación que la condujeran al mal. Así pasaron algunos años; pero a cada capillita le llega su fiestecita.

El partidor de la carnicería se enfermó y fue sustituido por otro, por un muchacho, ¡pero qué muchacho! ¡Si era un serafín! Muy blanco, muy bien formado, de ojos azules, de pelo rubio; seguramente era producto de un equivoco de algún hijo de la Germania de Norteamérica. Tenia unos veintidós años y se llamaba Alberto. ¡Imposible, no podía negar su procedencia extranjera!

Ver Juliana al nuevo partidor de carne y enamorarse de él, todo fue uno. Disimuló cuanto pudo, pero al cabo de algunas semanas el Alberto tampoco encontró mal las buenas formas, los labios encarnados y el modito seductor de la cocinera, y ambos se entendieron perfectamente, resguardándose mucho de que sus amores fuesen conocidos por el platero y por el dueño de la carnicería.

Como el último que sabe las cosas es el dueño de la casa, don Santos ignoró mucho tiempo estos amores, hasta que una noche que venía de la Profesa de rezar sus devociones y darse unos cuantos azotes, divisó una pareja que atravesaba la calle con dirección al oscuro Callejón de la Olla, y que la parte femenina de la pareja era algo semejante a Juliana. Se envolvió más en su capa, se fue deslizando al abrigo de la sombra de las paredes sucias, y los siguió. Eran ellos, Juliana y el partidor de la carnicería, a quien había visto varias veces al pasar, y no había dejado de llamarle la atención por su buena figura.

Don Santitos en toda su vida había sido mordido por esa mala culebra de los celos; pero en compensación, esa noche le encajó el reptil todo el colmillo en la mitad del corazón.

Buscó instintivamente si tenía en la bolsa una pistola, un cuchillo, un cortaplumas siquiera, para hacerles algo, aunque fuese darles un piquete; desgraciadamente no tenía más que la disciplina con que acostumbraba vapulearse suavemente algunos días de la semana en las sombras del templo de la Profesa. Tuvo la firmeza de estar oyendo los cuchicheos del partidor de carne y de Juliana por más de un cuarto de hora.

Esa noche no durmió. Reconoció que, por primera vez en su vida y ya muy adelantado en años, estaba no sólo enamorado, sino profundamente apasionado de su cocinera.

Una noche, y ya iban muchas de este espionaje, se pudo colocar el platero en la puerta siguiente a la que se ocultaban los amantes, y lo que pudo oír de amores, de promesas, de cariños y de esperanzas (porque los dos se amaban) no es para escrito; pero lo que coronó el amoroso coloquio fue una cascada de besos dulces y sonoros, que fueron a repercutir en el lacerado corazón de don Santitos. Dejó, no obstante, que los amantes se separasen y esperó el tiempo necesario como las otras noches para que Juliana llegara a la casa; agarrándose de las paredes, se dirigió él a ella, no cenó y cayó en cama agobiado, debilitado, martirizado, hecho mil pedazos del dolor y de la impresión que le había causado el contacto, el choque de aquellas dos bocas frescas y juveniles. Al día siguiente, a la hora del almuerzo, el platero escupía verde, su estómago estaba lleno de bilis y no pudo ver con calma, no sólo la serenidad, sino la cara contenta de Juliana, que parecía como rejuvenecida, como acabada de bañar, como si le hubiesen quitado diez años de encima, ¡vaya, como en los días en que el platero la había tomado a su servicio!

- Parece que estás muy contenta -le dijo el platero escupiendo en el plato una papa, que desde luego le pareció o no nacida o muy dura.

- Como todos los dias -contestó Juliana con indiferencia.

- Cada vez haces el almuerzo peor -le dijo el platero mirándola por primera vez con cólera.

- Lo mismo que todos los dias -contestó Juliana devolviéndole su mirada.

Estaba ya resuelta a separarse, y ella y el partidor de carne habían encontrado colocación en una casa grande, con la condición de que antes se casaran, y estaban resueltos a casarse.

- ¿Sabes que de pocos dias acá te encuentro muy cambiada, Juliana?

Y el platero alzaba la voz y le metia las manos en la cara a Juliana, que se retiraba poco a poco, pero sin manifestar susto ni miedo, ni mucho menos arrepentimiento.

- Habla, habla, di algo en tu defensa, so puerca, so indecente.

- Pues ya que lo sabe usted -le interrumpió Juliana, queriendo tomar la puerta-, ¿para qué es que me maltrate? Si, tengo mi novio y me voy a casar con él; no es un perdido, sino un muchacho honrado, que tiene asi de casas (y hacia seña con los dedos) donde lo recibirán de criado, y con eso y mi trabajo tengo bastante para mantenerme.

- Pero antes de irte te he de arrancar del pecho este collar de corales que te regalé, y has de saber lo que es un hombre ofendido, colérico y celoso.

Y en efecto, con una mano le desgarró la camisa y el collar de corales que rodaron por el suelo, y con la otra le aplicó tan formidable bofetón en las narices que, con todo y ser Juliana fuerte, gruesa y grande, la hizo trastabillar y, queriendo huir, tropezó con una silla y fue de costado a herirse la sien contra el filo de un canapé, quedando inmóvil y como muerta.

Quedóse inmóvil por un momento, pero después se hincó de rodillas, acarició a Juliana, la llamó con los nombres más tiernos, le pidió perdón, y más asustado, mirando que la sangre no cesaba de salir de la cabeza y de las narices, corrió como un loco a la cocina a buscar vinagre, diciendo: la he matado.

Con sus pañuelos le limpió la sangre, le puso fomentos de vinagre y le dio a oler esencias, y no fue sino al cabo de una hora cuando la muchacha volvió en si, se volvió sobre su brazo, después se levantó, y derecha como un fantasma, sin quejarse ni hablar una palabra y arrojándole una mirada de odio, fuese a su cuarto y se encerró con llave y aldaba.

El platero, con esta escena, quedó como muerto, y fue también después de media hora cuando pudo levantarse del canapé donde había caído anonadado, arreglar la mesa, limpiar la sangre que había corrido por el suelo y poner en orden el cuarto donde había tenido lugar la primera y última hazaña de tan hábil y distinguido artista.

Lo que quería, el platero al día siguiente, ya más calmado, era, primero, que todo quedase en el más completo secreto; y después reconciliarse con Juliana, pasar, si fuerza era, por el novio, con tal que se olvidase la escena pasada y continuase viviendo en la casa.

Cuando Juliana pudo levantarse, volvió a tomar la dirección de la casa, como si nada hubiese pasado.

Una mañana antes de las cinco, Juliana se levantó, espió de puntitas al platero, que ya había recobrado su tranquilidad y dormía profundamente. Cerciorada de esto, volvió a su cuarto, puso sobre su cama su baúl con todas las buenas ropas y alhajas que le había regalado don Santos, se fajó en la cintura sus sueldos que tenía ahorrados, se echó en el seno su libro de recetas y otros papeles, salió sin ser sentida de la casa, cerró la puerta y echó la llave por debajo.

Cecilia estaba ocupada en lavarse los pies que los tenía como si fuesen hechos de hojas de rosa; en sacar de los almacenes su fruta; en despachar a una de sus Marías, que siempre la precedía en el mercado, cuando se le presentó Juliana, la que apenas le vio, cuando se le echó al cuello hecha un mar de lágrimas y fue un llorar de quién sabe cuántos minutos sin interrupción. Todo el sentimiento que había guardado desde el día de la bofetada que le dio el platero, lo echó por los ojos. La venganza quedaba en el corazón.

Cuando se calmó, Cecilia le dijo que se explicara; ya ella suponía algo de grave, pues que cerca de dos semanas habían pasado sin que fuese a la plaza. Por lo menos la creía gravemente enferma.

Entonces Juliana contó con una rara minuciosidad cuanto había oído, explicándole las relaciones que existían entre el platero, Relumbrón, el capitán de rurales, doña Viviana, el tuerto Cirilo y demás gente, y Cecilia se agarraba la cabeza, no queriendo creer tanta atrocidad y que personas tan ricas estuvieran complicadas con tan vil canalla.

- ¿Y qué quieres que hagamos? -preguntó Cecilia a Juliana cuando acabó de oírla.

- Tú conoces mucho al juez, es tu marchante y te ha de hacer caso. Si yo voy sola o veo al gobernador, dirán que soy chismosa, calumniadora, me meten en la cárcel y no vuelvo a salir jamás.

Cecilia se quedó pensando un momento; después le dijo:

- Si estás resuelta, no tengas cuidado, el señor don Pedro Martín nos oirá.

Casilda no había vuelto a aparecer en casa del licenciado Olañeta; en la de Relumbrón se ocupaba todo el mundo de los preparativos de las bodas de Amparo, que deberían ser magníficas.

Así, el viejo abogado estaba fumando sus cigarrillos en el comedor, reflexionando en los antecedentes que se acaban de referir y tratando de echar fuera de su mente los pensamientos siniestros que le había causado la visita de Casilda, cuando Coleta y Prudencia entraron a decirle que Cecilia, la frutera (que les había entregado un canasto con lo más hermoso de la estación), acompañada de otra mujer parecida a ella, deseaban hablarle.

Sin saber por qué, al escuchar a las hermanas dio un vuelco el corazón al licenciado, que lo dejó por un instante sin aliento; pero se repuso, saludó afablemente a las dos mujeres, dio las gracias a Cecilia por el regalo de su excelente fruta y, seguido de ellas, se entró en su biblioteca y cerró la puerta.

Coleta y Prudencia regresaron a la cocina, donde amasaban unos tamalitos para el día siguiente, que era domingo, y Clara y doña Dominga de Arratia habían prometido venir a comer para enterarse de todo lo relativo a las bodas de Amparo.

- Vamos, Juliana, no hay que turbarse. Dícelo todo al señor licenciado, como me lo dijiste a mi. Venimos resueltas, señor licenciado -añadió Cecilia-, y ya que sabe usted parte, sépalo todo, que es un horror, y sólo porque ésta me ha jurado por la memoria de su madre que es verdad, lo creo. Juliana, cada noche, mientras el platero estaba encerrado con el soplete desarmando las alhajas robadas que le traía doña Viviana, ella cogía su tintero y se ponía a escribir, por ejemplo:

Cocada de huevos. Para un coco dos reales de huevos, real y medio y cuartilla de azúcar; medio de canela. (Pesos falsos).

Pasta de camote morado. -(Doña Viviana), -Ate de mamey.

A dos o tres mameyes una libra de azúcar. Se clarifica primero el almíbar, se echa el mamey molido y se bate, etcétera.-(Diamantes y perlas).

Organizó sus recetas en el bufete del licenciado, que habia tomado asiento en el sillón, apartó unas a un lado, otras a otro, y se guardó las que no le eran útiles para el caso. Cada vez que encontraba en una receta una indicación, como las que van apuntadas, la clasificaba, y asi que estableció el orden comenzó a hablar con tanta precisión, con tanta claridad, que transmitió, casi sin faltar una coma, todas las conversaciones entre Relumbrón y su compadre el platero; como si hubiese rasgado un velo oscuro, el juez tuvo delante de si un teatro de maldades increibles e inauditas de las que no han podido contarse más que una pequeña parte en esta veridica historia, porque parecerian increibles y por no hacerla demasiado naturalista.

Don Pedro Martin, con la cabeza apoyada en sus dos manos, escuchaba con profunda atención, y, de vez en cuando, exclamaba:

- ¡Qué horrores! ¡Qué abominaciones! ¡Semejantes gentes mezcladas con la canalla y peores que ella!

La confesión de Juliana terminó; Cecilia siguió, diciendo lo que sabia y lo que maliciaba.

- ¿Están ustedes dispuestas a declarar ante el tribunal lo que aqui acaban de referir?

- Resueltas a todo, señor licenciado -respondieron a una voz las dos mujeres.

- Bien, hijas mias -les respondió con una aparente calma-, vayan con Dios; no tengan cuidado, a nadie se castiga por decir la verdad.

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