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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMOTERCERO



SENTENCIAS DE MUERTE DECRETADAS POR EVARISTO

Los horrores y sangre de la hacienda de San Vicente, las agitaciones políticas de la capital y los tormentos del alma de Relumbrón, no habían turbado la serenidad del cielo azul en que vivían doña Severa, Amparo y Casilda, y mencionamos a Casilda porque ya no era criada, sino que se contaba como de la familia; tanto así supo la muchacha granjearse el cariño de sus amas.

Las tertulias de Relumbrón cada vez eran más lucidas. La asistencia, sin faltar un solo jueves, del marqués de Valle Alegre, les había impreso un carácter altamente aristocrático.

Amparo y doña Severa eran cada una, según su edad y carácter, el encanto de la concurrencia; a todos atendían, con todos platicaban un momento, y las más veces, de esas conversaciones con las amigas resultaba auxiliada con dinero una viuda con hijos; una muchacha doncella en peligro colocada en las Vizcaínas o en un convento; un empleado pobre y enfermo socorrido con médico y botica; en fin, alguna obra de caridad, porque hija y madre nunca se acostaban contentas si no habían hecho una buena acción.

En cuanto a Relumbrón, pasado el disgustillo ocasionado por el relicario tocado al sepulcro de Jesucristo, no daba motivo aparente para que su familia tuviese ningún motivo fundado de queja.

Pero el contento y la satisfacción de doña Severa se habían aumentado con un suceso que ella esperaba de un momento a otro y que con los ojos de madre habla observado cuidadosamente hacía meses. El marqués de Valle Alegre se había declarado oficialmente, y don Pedro Martín de Olañeta fue encargado de pedir con toda solemnidad la mano de Amparo.

El marqués tenía muy presente la dolorosa catástrofe de la hacienda del Sauz, en que realmente figuró él mismo con el doble carácter de verdugo y de vlctima.

¿Qué le importaba, en resumen, al marqués de Valle Alegre, que Relumbrón no fuese como él, marqués o conde, si su hija, además de la hermosura, tenia la verdadera nobleza que consiste en los elevados sentimientos y en una vida irreprochable?

Así, cuando don Pedro Martín de Olañeta, conforme a las instrucciones del marqués, se presentó a pedir a Amparo, los padres contestaron (o mejor dicho doña Severa) que no eran dueños del corazón de su hija, y que la dejaban en la más completa libertad. Amparo, que no conocía el disimulo ni se detenía en fórmulas vanas y mentirosas, contestó decididamente que su corazón era del marqués, y que si sus padres consentian, ella no deseaba otra cosa sino hacer feliz al hombre que la había escogido para compañera de su vida.

Dio mucho en qué pensar este suceso a Relumbrón, como el más importante de su vida íntima. De por fuerza le vinieron a su alma, aunque criminal y envilecida, los sentimientos paternales y los recuerdos de la educación religiosa que recibió de las buenas gentes a quienes fue entregado por la moreliana.

Resolvió, sin vacilar, apartarse de la carrera que había seguido; de cortar, a costa de mucho dinero si era necesario, sus relaciones con toda la canalla; liquidar sus cuentas con don Moisés y arreglar todas sus cosas de modo que no tuviese ningún motivo de inquietud, ni quedase rastro de sus maldades, marchándose en seguida a Europa.

Fácil parecía a Relumbrón lograr su intento. El compadre platero no era posible que lo denunciase, y entraría fácilmente en el arreglo. Liquidadas sus cuentas, bien les quedaban limpios en oro, plata y buenas fincas, más de 400,000 pesos.

El obstáculo serio que se le presentaba era Evaristo. Un borrachón cobarde, insolente, cómplice de todas sus maldades y el único que estaba en el secreto del robo de la calle de Don Juan Manuel; no lo dejaría vivir tranquilo y era un amago constante, pero creyó encontrar el medio probable de hacerlo desaparecer para siempre. No había más que ponerlo enfrente de Juan, autorizándolo para que obrara como le diese la gana.

Las cosas urgían. El marqués había comprado una casa en la Ribera de San Cosme, con un hermoso jardín y unos muebles muy de moda, venidos de París, para regalárselos a Amparo; preparaba al mismo tiempo los regalos de boda, y el compadre platero le había vendido cosa de diez mil pesos de alhajas (las mismas robadas al marqués y transformadas), y las amonestaciones deberían comenzar a leerse dentro de pocos días en la parroquia.

Relumbrón no perdió tiempo. Marchó al molino, donde no le costó trabajo persuadir al licenciado Chupita, y quedó convenida la manera de despedir a los operarios y de destruir la maquinaria. Del molino caminó al día siguiente para la hacienda y ¡cuál fue su sorpresa al encontrarla sola y silenciosa! Llamó al mayordomo de campo, que era un indio muy práctico en las labores, pero que no sabía leer ni escribir, y procuró informarse de lo que había pasado. El mayordomo, acostumbrado a las entradas y salidas de gente de a caballo y de las ausencias de Juan, más frecuentes desde que tenía a Lucecilla en San Martín, no había hecho alto en el acontecimiento; así ninguna explicación pudo dar a su amo.

Recibió con esto un golpe terrible, y el pánico se apoderó de él creyendo que este suceso era la señal de su desgracia, y regresó a México cabizbajo y triste. Al día siguiente, cuando menos lo esperaba, lo sorprendió Evaristo, colándose de rondón hasta su despacho.

Hubo otra persona que se sorprendió más que Relumbrón de esta visita intempestiva, y fue Casilda.

- Coronel estamos en un gran peligro. En uno de estos días seremos descubiertos, y ya se figurará lo que pasará -dijo Evaristo quitándose el sombrero y sentándose en una silla con la mayor confianza.

- ¿Cómo así? -le contestó Relumbrón-. Eso es imposible. ¿Qué alguno de los nuestros ...?

- No, ninguno de ellos, sino esa maldita frutera de la plaza, que mal rayo la parta. Uno de mis muchachos (pues les doy sus licencias para que bajen a la ciudad y estén así contentos) estaba sentado en un puesto cercano al de Cecilia, comiéndose un taco de mesclapiques con aguacate, cuando llegó allí el licenciado Lamparilla, que mal rayo lo parta, coronel. La Cecilia y él hablaron de varias cosas, y entre otras de lo de Tierra Caliente. ¿No se ha sabido por fin -le preguntó la frutera al licenciado Lamparilla- quiénes son los asesinos de la hacienda de San Vicente? ¿Quiénes han de ser, muchacha -le contestó el licenciado-, más que Los Dorados? Hablaban en voz baja, coronel; pero mi muchacho no perdió una palabra, y así que acabó de comer su taco y Lamparilla se fue, montó a caballo y me vino a referir todita la conversación como se la cuento a usted.

- Vaya -dijo Relumbrón-, yo creía que la cosa era más grave. ¿Quién va a hacer caso de dichos de fruteras y de gentes de la calle que digan lo que les dé la gana? ¿Y las pruebas?

- Coronel, no es eso -le contestó Evaristo-, sino que la frutera tiene todos mis secretos y se los comunica al licenciado Lamparilla, que es sU amante, y al licenciado Olañeta, que es su protector. Tenemos la vida vendida, créame usted, y yo he tomado ya mis medidas para quitarnos esas gentes de encima.

- ¿Qué medidas has tomado?

- Matarlos, pues no hay otra cosa que hacer, y lo he dispuesto todo antes de venir a ver a usted.

- Eso nos va a comprometer quizás más -dijo Relumbrón alarmado de la sangre fria con que Evaristo refirió la sentencia de muerte que había decretado contra las tres personas.

- ¡Más comprometidos que lo que estamos! -dijo Evaristo-. Pero no tenga usted miedo, y escuche.

- Y, ¿cuándo vas a hacer todo eso? -le preguntó Relumbrón.

- Mañana todo quedará concluido; a cosa de las diez de la mañana el pleito en la plaza; a las siete, el chocolate del licenciado don Pedro; a las doce de la noche, su merecido a Lamparilla, y pasado mañana no tendremos enemigos.

- Pero todo lo que estás diciendo es insensato, no lo haría un chicuelo.

- Pues yo lo haré, y no hay más que hablar.

- Me lavo las manos, ¿lo entiendes? -le dijo Relumbrón-. Haz cuenta de que nada me has dicho.

Los dos personajes siguieron hablando en voz más baja, se levantaron de los asientos y salieron al corredor. Casilda aprovechó el momento para esquivarse y, reponiéndose en su cuarto de la sorpresa y emoción que le causó la escena que acababa de presenciar, fue a pedir licencia a doña Severa con pretexto de ver a las monjas de San Bernardo, y no había pasado media hora estaba en la casa de Martín de Olañeta.

- ¿Qué te trae aqul, muchacha? Hacia un siglo que no te veía. He estado en casa de tus amos varias veces, y ni tu sombra. No te dejas ver, y haces bien, porque cada día estás más hermosa.

- Le diré a usted de una vez, señor licenciado; usted va a ser envenenado esta noche. No tome usted el chocolate.

- ¡Cómo, Casilda! Habla; esto es grave, y lo creo, porque no eres capaz de decir una mentira.

Casilda le refirió entonces la conversación que había escuchado; pero sin nombrarle personas, ni lugar, ni nada que pudiera dar indicio de que Relumbrón tenia parte en tenebrosas combinaciones con Evaristo. Casilda quería salvar la vida de su protector sin perjudicar a la familia que tan buena acogida le había dado, y como don Pedro le hacia preguntas y trataba de averiguar, Casilda se echó a sus pies llorando.

Don Pedro Martín no sabia qué pensar y todo se volvía conjeturas y sospechas, pero en fin, como la cosa urgía, despidió a Casilda cariñosamente asegurándole que jamás se sabría que ella había revelado este importante secreto.

- Sea lo que fuere, y verdad o mentira, lo que importa es evitar el golpe, pues que tenemos noticia hasta de la hora en que se deben cometer mañana estos delitos.

Con uno de los pasantes mandó buscar por todas partes a Lamparilla, y él mismo se encargó de vigilar desde el comedor a la cocinera. Lamparilla llegó acompañado del pasante, que lo había encontrado en los tribunales.

- No me haga usted ninguna pregunta ni trate de hacer averiguaciones. Me obedece usted y se acabó -le dijo don Pedro Martín luego que lo vio entrar.

- Como usted lo ordene -le contestó Lamparilla sorprendido, pues no sabia de lo que se trataba.

- Se va usted inmediatamente al mercado, y le dice a Cecilia que mañana cierre el puesto, y ella y sus criadas no salgan de su casa sino a lo muy preciso, hasta que usted mismo les avise. Que haga esto sin hablar palabra a nadie. En seguida va usted a su casa, monta a caballo y con sus mozos bien armados se marcha usted al rancho de Santa María de la Ladrillera, donde se quedará hasta que yo le mande decir que puede regresar. Indagará usted si la herbolaria ha dado en estos días a una persona una semilla o alguna otra yerba venenosa. Esto, ¿me comprende usted?, con maña, para saber la verdad. Mucho secreto en todo y ni una palabra más por ahora. Vaya usted, y no pierda ni minutos.

A la primera palabra que Lamparilla dijo a Cecilia, comprendió que Evaristo trataba de matarla; pero sin discutir, arregló sus cosas, cerró su puesto y antes de la hora de costumbre se retiró a su casa, y durante tres días no asomó ni las narices a la calle.

Lamparilla, armado hasta los dientes y seguido de tres criados llegó sin novedad al rancho de Santa María de la Ladrillera. No obstante lo preocupado que estaba y pensando naturalmente que lo amagaba un grave peligro del que trataba de salvarlo el licenciado Olañeta, o más bien dicho, seguro de que Evaristo quería asesinar a Cecilia y a él, fue esta visita un motivo de agradables recuerdos.

Lamparilla no tuvo ninguna dificultad para saber lo que el licenciado don Pedro Martín consideraba como muy delicado y difícil.

A la primera interpelación de Lamparilla, Jipila le contestó riéndose:

- ¡Ya iba yo a darle yerbas venenosas ni a ése ni a ninguno! Vino aquí un ranchero que llaman el Aposentador y que vende pasturas a los arrieros y a las caballerías que andan en el monte. Aquí compra mucha cebada y paja, y se la lleva en carros. Me dijo que tenía una mujer que le daba mala vida y se la pegaba con todo el mundo, y que estaba celoso y la quería matar, pero de modo que no se conociera que él lo había hecho. Me rogó, me ofreció dinero, me amenazó y cuanto usted quiera, y yo a ni responderle a tanto chisme, hasta que, por quitármelo de encima, le di unas semillas secas de árbol del Pirúl, asegurándole que con cuatro que se echaran en el chocolate o en el caldo, bastaba para matar una gente sin que quedara rastro alguno que los médicos pudiesen conocer.

Don Pedro Martín, con la mayor prudencia y secreto, dispuso que gente de policía disfrazada rondara por la casa de Lamparilla, y en efecto, fueron aprehendidos por sospechosos tres hombres, a quienes se les encontraron puñales, y fueron enviados a la cárcel por portadores de armas prohibidas. En el mercado se estableció vigilancia y se vieron hombres de mala catadura que acechaban el puesto; pero como estaba cerrado, nada hicieron que diese motivo para aprehenderlos; y en cuanto al chocolate, él mismo sorprendió a la cocinera en el momento que echaba en la leche unas bolitas negras. Cargó con el jarro a su cuarto, diciendo a la criada que guardase el más profundo silencio si no quería ser castigada, y lo envió a Leopoldo Río de la Loza para que lo analizara. Al día siguiente el sabio químico lo devolvió, diciendo que no había más que cuatro semillas secas del árbol del Pirúl, lo que comprobÓ después la declaración que hizo Jipila a Lamparilla. Evitado el peligro y frustrada la tentativa de un triple asesinato, Lamparilla volvió a México y Cecilia a su puesto; quedó este negocio en el secreto, y el licenciado Olañeta mismo no le dio gran importancia; pero reunido esto a los antecedentes que tenía, pensaba que de un momento a otro tendría entre las manos los hilos de una tenebrosa trama que quizá lo envolvería a él mismo en una eterna desgracia, y esperaba a cada instante una nueva visita de Casilda.

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