Índice de El anillo del Nibelungo de Richard WagnerCAPÍTULO SEGUNDOCAPÍTULO CUARTOBiblioteca Virtual Antorcha

EL ANILLO DEL NIBELUNGO

RICHARD WAGNER

CAPÍTULO TERCERO

SIGFRIDO



Los encinares del bosque se apretujan junto a la entrada de una gruta. De su interior llega el eco acompasado de un hierro golpeado en el yunque y el soplar de un fuelle. Los pájaros preludian sus cantares mañaneros y las hojas de los pinos y de los robles, de erguida planta, tienen el verde fresco y brillante. Los zorros y los lobos no sesgan con sus aullidos la tranquilidad de la selva. Sólo el lamento de Mime, el enano herrero que forja en la gruta, rasga el silencio.

- ¡Tormento pesado! ¡Trabajo sin fruto! La mejor espada que forjé en mi vida resistiría a los puños de los gigantes. ¡Y este jovenzuelo, que he criado y prohijado, la rompe como si fuera de jUguete! ¡Carezco del arte que pueda unir los pedazos de la espada Nothung! ¡Y qué premio tendría si pudiera lograrlo!

Y Mime, agobiado por su trabajo sin fruto y sin descanso, prosigue la forja. ¡Oh, si él pudiera unir los fragmentos de Nothung! Fafner el gigante, en cuyo poder está el anillo del Nibelungo y el casco alado, dueño de todos los tesoros que exigiera por la devolución de Freia, es ahora un dragón misterioso y terrible, de inmenso cuerpo, boca armada de filosos dientes, desgarradores de carne, y una cola poderosa que destroza golpeando. Si Nothung fuese soldado, el joven que ha criado Mime el enano podría librar combate con el dragón y conquistar el tesoro del Nibelungo para su tutor; Alberico no cuenta para nada en este plan.

Un toque vibrante de cuerno de caza seguido de un grito de alegría se oye a la entrada de la gruta. Un joven hombre alto, fuerte, erguido y hermoso como un dios; rubia la cabellera, azules los ojos; tostada la piel por los soles del verano y curtida por la ventisca del invierno; firme de músculos, ancho de pecho, robusto de torso, ágil el paso; una risa franca y un semblante abierto; el gesto desafiante y el aire osado de adolescente. Sigfrido es su nombre, según Mime lo llama; y suya es la exigencia de soldar a Nothung y que el enano por más que se esfuerza no puede lograrlo. Entra bullanguero en la gruta trayendo consigo un oso apresado en el bosque, que incita contra Mime, con alegría maliciosa.

- ¡Muérdelo! ¡Cómelo! ¡Cómete a ese inútil forjador!

- ¡Aparta de mí a esa fiera! -dice temblando Mime acurrucado detrás del hornillo.

- ¡Lo traigo para atormentarte mejor! ¡A ver, pregúntale por la espada! -y acerca el oso, que gruñe al enano que gime espantado.

- ¡Hoy la acabaré de pulir! -asegura.

- ¡Aleja a ese animal!.

Y Sigfrido riendo quita la cuerda al oso, que escapa de inmediato al bosque. A los reproches de Mime por haber traído la fiera a la cueva, Sigfrido responde que siempre siente la necesidad de buscar un compañero mejor que Mime y a quien pueda amar y sentirse su amigo. Corriendo entre la arboleda del bosque ha hecho sonar su cuerno llamando al amigo imaginario; sólo el oso salió refunfuñando de los matorrales.

Pero ahora quiere la espada invencible que Mime debe haber forjado. El enano presenta la hoja reluciente; Sigfrido prueba su punta, luego la blande y la dobla con sus fuertes manos; los trozos de metal brillan después en el suelo. Y nuevamente su cólera se despierta. Vive soñando con una espada que resista a sus manos; con ella podrá matar los dragones y entablar combates contra gigantes sanguinarios; realizar hechos heroicos y hazañas esforzadas. Sin embargo, no puede hacerlo aún porque el arte de Mime no acierta a forjar la espada.

Y Sigfrido reprocha su inhabilidad al enano:

- ¡Hasta cuándo has de engañarme, fanfarrón! -grita airado.

Entonces, Mime le reprocha su ingratitud. Ahora es un fuerte y hermoso joven; pero, ¿quién le cuidó al nacer? ¿Quién le enseñó a andar? ¿Quién guió sus primeros pasos? ¿Quién le hizo conocer el bosque, distinguir sus hierbas y treparse por los troncos y cantar con los pájaros? ¿Quién ha velado sus noches, preparado el alimento, y elegido los frutos silvestres para el niño? ¿Quién? La ingratitud de Sigfrido lo hunde en la desesperación; mientras Mime trabaja y forja, el joven vagabundea por el bosque, canta y caza. Sigfrido conoce toda la larga lamentación de Mime; siempre la ha escuchado desde niño, pues el enano se la repite desde que se dio cuenta de que podía entenderle. Así ha creído poder obtener el cariño del joven; pero lo único que ha logrado es su encono y el creciente alejamiento.

La presencia contrahecha del enano, su andar cojo, y su ademán torpe, no despierta compasión sino irritación en Sigfrido. Le repugna el alimento que le prepara, no puede conciliar el sueño en el blando lecho que le dispone; siempre ve y siente la mala intención que mueve al enano y nunca se le apareció leal y bueno. Por eso no siente afecto hacia él ni podrá sentirlo.

A veces una duda asalta su limpia conciencia de hombre criado en plena naturaleza.

- ¿Cómo es que huyendo por el bosque para no estar contigo, vuelvo otra vez a tu casa?

- Porque estoy cerca de tu corazón -responde Mime.

- No olvides que no puedo sufrirte.

- Eso se debe a tu ferocidad; aún debo suavizar tus impulsos. Así como los pichones pían por el nido y los cachorros gimen por sus padres, tú, sediento de cariño, vienes a mí. Porque yo, Mime, soy para ti como el ave madre para el hijuelo.

- Oye, Mime; si eres ingenioso contesta a esto: los pájaros cantan, se llaman uno al otro en la primavera. Tú me dijiste que eran macho y hembra. Construyen su nido y luego incuban los huevecillos; mas cuando nacen los polluelos, los cuidan juntos y los alimentan. El lobo macho lleva la comida a los cachorros y la hembra los cuida. En ellos aprendí lo que era el amor y jamás en mis correrías por el bosque robé un hijuelo. ¿Dónde está tu hembra, Mime, para llamarla madre?

Mime se encoleriza y reprocha a Sigfrido su pretensión. ¿Acaso él es pájaro o un zorro para ser igual a ellos?

Pero, entonces, Sigfrido quiere saber cómo es que puede haber un niño sin madre. Y aunque el enano intenta convencerlo de que él es su padre y su madre a la vez, Sigfrido no le cree y le recrimina el embuste.

- ¡Y los hijos se parecen a los padres! En las aguas claras de los arroyos he visto reflejarse los árboles, los pájaros, las nubes; allí también contemple mi imagen y me he visto completamente distinto de ti. Dime, entonces, ¿quiénes fueron mis padres?

Mime intenta disuadirle una vez más, pero Sigfrido salta a su cuello como un tigre joven. Sólo entonces puede conocer el secreto de su origen.

- Gimiendo encontré en el bosque a una mujer -comienza diciendo el enano- la traje junto a mi fragua para calentarla. En este sitio naciste tú. Ella murió y tú te salvaste. Por ella me fue dado tu nombre; debía imponértelo porque te haría fuerte y libre.

Y nuevamente Mime quiere repetir la enumeración de sus cuidados y esfuerzos, pero Sigfrido le interrumpe:

- ¡Quiero saber el nombre de mi madre!

- ¿Lo habré olvidado? ... Espera ... creó recordar que fue Siglinda.

- Y el de mi padre ...

- ¿Qué fue de mi padre?

- Nunca le vi. Tu madre sólo dijo que murió en un combate; como huérfano y desamparado te recomendó.

- ¡Quiero una prueba de todo esto!

Y Mime le muestra los fragmentos de la espada Nothung que el padre de Sigfrido llevaba al perecer en su último combate.

Una alegría desbordante da paso a la pena en el joven. Con los pedazos de la espada rota deberá forjar el arma que blandirá en sus luchas. Quiere que Mime los una y trabaje un arma sin igual. Con ella saldrá del bosque y entrará en el mundo. ¡Cómo será de feliz en su libertad! Tal como el pájaro y la alimaña en la selva. Como el viento que mueve las hojas y el agua que corre en los torrentes. Embriagado con la esperanza de su liberación corre al bosque llenando el aire con sus gritos de júbilo.

Mime no puede retenerlo a pesar de sus llamadas. Una nueva preocupación se suma a sus afanes. ¿Cómo podrá unir los pedazos del acero de Nothung? No hay horno con suficiente calor para ablandarlo ni martillo de nibelungo que venza su dureza; ni la envidia que devora su alma ni su rudo trabajo de enano tendrán la suficiente fuerza como para insistir en soldarla.

Además, ¿cómo podrá ahora inducir a Sigfrido a que penetre en la cueva de Fafner el dragón y entable combate matándolo y muriendo a la vez?

Las lamentaciones de Mime se interrumpen de golpe. Un viajero extraño ha entrado en su guarida; usa lanza, lleva un manto azul oscuro y un sombrero de anchas alas cae sobre su ojo tuerto.

Saluda al herrero asustado, que se cree amenazado por un peligro nuevo y no le ofrece hospitalidad. Pero el viajero le dice palabras significativas al descubrir su miedo y su turbación: él conoce de todo y nada le está oculto a su saber. ¿Por qué el enano no intenta ponerlo aprueba? Mime se anima y le formula tres preguntas, apostando su hornillo contra la cabeza del extraño.

- ¿Qué estirpe vive en las profundidades?

- Los Nibelungos y Nibelhein es su patria. Son negros y Alberico en un tiempo fue su rey mediante el poder mágico de un anillo forjado con el oro del Rhin y que le proporcionó incontables riquezas.

- Mucho sabes, viajero; pero, dime ahora: ¿qué especie domina en la superficie de la tierra?

- La raza de los gigantes, cuya patria es Riesenhein; Fasolt y Fafner fueron los gigantes que ganaron el anillo del nibelungo Alberico, y con él su poder. Sin embargo, la maldición del anillo los llevó a la discordia y a la lucha a muerte.

- ¿Qué estirpe habita la región de las nubes? ¡Contesta ahora, viajero!

- Los dioses; su morada es el Walhalla. Wotan los rige y su lanza está hecha de la rama sagrada del fresno del mundo. En su asta están las runas, fórmulas misteriosas, inscriptas, que revelan los pactos convenidos. Quien posea la lanza es dueño del mundo. Ante Wotan se inclina el ejército de los Nibelungos y la raza de los gigantes acata sus consejos.

- Viajero: has salvado tu cabeza; sigue, ahora, tu camino -dice el enano.

Pero el extraño, a su vez, quiere poner a prueba el saber del enano; su cabeza ha de servir de prenda si no logra responder a tres preguntas que el viajero ha de formularle.

Mime con humildad replica que hace tiempo abandonó su patria y se separó de su madre. La mirada de Wotan un día iluminó su cueva. Empleará todo su ingenio en salvar su cabeza, pues.

- ¿Cuál es la raza que Wotan trata peor y, sin embargo, es la que más ama? -comienza el viajero.

- La de los welsas. Siegmund y Siglinda, dos desdichados gemelos, descienden de ella; fueron padres de Sigfrido, el más poderoso de su raza.

- Resolviste la primera pregunta. Ahora: ¿Qué espada blandirá Sigfrido para matar a Fafner?

- Nothung se llama la espada. Wotan la hundió en un fresno de donde sólo Siegmund logró sacarla. Con ella fue al combate contra Hunding, pero Wotan se la quebró en pedazos. Sus trozos los guarda un hábil herrero, pues con ella, Sigfrido, niño sencillo y osado, vencerá al dragón.

- Eres muy ingenioso; pero, ¿a que no sabes responder quién ha de forjar con los pedazos de Nothung la futura espada?

Mime no puede contestar a esta pregunta y confiesa su ignorancia, ya que, aunque es el más sabio herrero, no ha podido forjarla.

Con tono sibilino el extraño le comunica que tal cosa sólo podrá hacerla quien no sepa lo que es miedo. Y luego agrega:

- Desde hoy tu cabeza está empeñada y la cederás a aquel que nunca sintió el temor.

El nibelungo queda aterrado; el viajero ha desaparecido en el bosque circundante. Mime se deja caer junto al yunque y medita abatido. Un vivo resplandor y un gran estruendo le llega desde afuera; es Fafner que pasa hacia su cueva aplastando y destrozando lo que encuentra a su paso.

El enano, rendido y tembloroso, queda escondido a la espera de Sigfrido.

Un grito alegre y juvenil lo vuelve en sí; es el joven que regresa. Al entrar pide la espada que ya debía haberle trabajado Mime; en ese momento se da cuenta el enano del oculto sentido de la sentencia del viajero: Sólo podrá forjarla aquel que no sabe lo que es miedo. Sigfrido, por lo tanto. De modo que su cabeza de enano está empeñada al joven, ¿cómo podrá salvarse si no es infundiéndole miedo, haciéndole conocer el temor?

No duran mucho las meditaciones de Mime; Sigfrido pide a gritos su espada. Entonces el enano le dice en tono misterioso:

- ¡Es preciso que te enseñe a tener miedo!

- ¿Y qué es el miedo? -replica el joven.

- Cuando a la luz del crepúsculo estás solo en lo mas intrincado de la selva, ¿no has sentido alguna vez correr un frío aterrador por tus miembros, perturbados tus sentidos, oprimido el pecho y tembloroso el corazón?

- Con gusto quisiera sentir ese frío y ese temblor. Pero, ¿cómo me lo enseñarás?

- Sígueme -dice artero el enano y lo lleva fuera de la gruta-; aquí cerca hay un dragón espantoso cuyas vÍCtimas sin innumerables. Fafner y su terrible presencia te enseñarán a tener miedo.

- ¿Dónde está? -pregunta el joven resuelto.

- No lejos del mundo, en una cueva que se llama de la envidia -responde Mime.

El joven se siente dominado por el entusiasmo y en la embriaguez de la lucha próxima pide la espada.

Asustado, el enano confiesa que no se siente capaz de soldar los trozos de Nothung. Entonces, Sigfrido resuelve hacerlo él. Entonando un canto alegre y jubiloso llena de carbón el hornillo y la llama brota viva y ardiente; luego lima los fragmentos de la espada ante el asombro del viejo herrero, reduciéndolos a polvo, que coloca en un crisol sobre las ascuas, mientras aviva el fuego con el fuelle.

- ¡Nothung! ¡Nothung! -invoca Sigfrido y canta su trabajo mientras sopla el fuelle y se funde el metal.

- ¡Pronto te blandiré, espada mía, Nothung, acero deseado!

El enano perverso y sombrío contempla el triunfo de Sigfrido y trama su muerte. Lo hará enfrentarse con Fafner alentando su ansia guerrera; que con Nothung mate al dragón y se apodere del anillo y del casco; pero luego le dará a beber un brebaje que le producirá la muerte.

El joven sigue absorbido por su tarea y canta:

- ¡Forja, martillo mío, forja la resistente espada! ¡Cómo me alegran estas chispas brillantes! La cólera es un adorno para el valiente.

Sumerge el acero en el agua y se ríe al oír el chisporroteo; en tanto Mime piensa en la trama que su perfidia prepara.

- ¡Nothung, espada envidiada! -grita Sigfrido en su exaltación blandiendo el acero-. Ya estás otra vez unida a la empuñadura. Rota te encontré; al padre moribundo se le hizo pedazos. El hijo la ha creado de nuevo; su brillo le sonríe y corta su filo. ¡Otra vez te di la vida!

Y con ella parte de un golpe el yunque en medio del pavor del enano.

La noche se ha entrado de golpe en la cueva viniendo del bosque. Entre los árboles los pájaros han enmudecido y las corzas, dobladas sus ágiles patas, descansan en los matorrales.

Escondido entre los árboles, Alberico el nibelungo, que sigue lamentando el despojo del anillo y del casco, vaga vigilando al dragón y aguardando al héroe que vendrá a combatirlo y a vencerlo. Sólo así podrá recuperar su tesoro.

Los murmullos del bosque llegan apagados y la lumbre de las luciérnagas puntea la noche. Un fulgor potente y extraño atraviesa la masa sombría de los árboles mientras se levanta un viento borrascoso. Cesa de pronto y la naturaleza queda como en suspenso. Ante el nibelungo empavorecido se aparece el viajero misterioso; la luz verde de la luna ilumina el rostro noble de ojo tuerto y aclara la majestad del porte. Alberico reconoce al extraño y se dirige a él enfurecido:

- ¿Tú mismo en persona te atreves a venir?

Pero el viajero sin responder directamente pregunta al enano si acaso se halla en el bosque guardando la cueva de Fafner. El nibelungo sólo replica reprochando a Wotan, el extraño viajero, el despojo del anillo y de sus tesoros. El anillo forjado con el oro del Rhin debe volver a él y formula la amenaza de asaltar el Walhalla el día que vuelva a su poder. Pero el viajero augusto le predice acontecimientos inesperados; el propio hermano de Alberico, Mime, ha criado al héroe que ha de matar a Fafner. El joven es inocente, pero Mime lo utiliza para sus fines: obtener el anillo y el casco mágico. Y el dios con palabra intencionada agrega: pero el tesoro lo tendrá quien lo gane. Anima al nibelungo a que prevenga a Fafner del peligro que ha de correr sugiriéndole que, a lo mejor, en premio le ceda el anillo. Y al terminar esto se dirige a la cueva y despierta al dragón.

La voz tremenda del monstruo sale de la hondura del antro. El viajero le dice que alguien viene a salvarle la vida y que a cambio debe entregarle el tesoro. Entonces, Alberico le anuncia la llegada de un joven héroe que intentará matarle y le advierte que puede impedir ese combate siempre que Fafner le devuelva el tesoro. El dragón se burla del nibelungo y el viajero ríe desapareciendo en el bosque en medio de una súbita tempestad.

Alberico queda consumiéndose en odio mientras le grita:

- ¡Seguid riendo, desaprensiva raza de los dioses! ¡Os estoy viendo desaparecer a todos!

La noche se va acurrucando entre los encinares y la neblina de la mañana estira sus gasas algodonosas en la copa de los árboles mientras el día amanece.

Mime y Sigfrido pisando las hierbas húmedas caminan a través del bosque. Han andado desde la madrugada en busca de la cueva del dragón. El enano le advierte que ha llegado el momento en que ha de sentir miedo y le describe al dragón y su ferocidad. Los esfuerzos son vanos; Sigfrido replica sencillamente sin temor que irá destruyendo una a una las armas del dragón: si la enorme boca es desmesurada, será bueno cerrársela sin acercarse a sus dientes; si la baba es venenosa y corroe la carne, se echará a un lado; si la cola rompe los huesos como vidrio, no la perderá de vista, y por último pregunta si acaso el monstruo carece de corazón.

- ¡Lo tiene! -dice el enano.

- ¿Al fin entra el miedo en tu corazón?

- ¡Hundiré en el suyo mi espada! ¿Eso es miedo?

Pero la presencia del enano le incomoda; quiere estar solo y no oír la cantinela del cariño a que apela Mime.

El joven sabe que es falso y aunque el enano le promete velar cerca de la fuente, el joven lo rechaza. Mime obedece; pero su deseo y su pensamiento anhelan que Sigfrido mate al dragón y que éste a su vez devore al joven.

A la sombra de los castaños descansa Sigfrido; la arboleda susurra y los pájaros trinan a la mañana. El aire es tibio, embalsamado de pinos, y la tierra huele a romero y a muérdago. La frescura del bosque embriaga al joven, que se entrega a sus sueños imaginando el rostro del padre que no conoció y los rasgos de la madre. Piensa que los ojos de la corza no son tan claros y la mirada tan dulce como lo serían los de su madre. El canto de los pájaros llena la mañana transparente y entre los mil indistintos acentos el joven cree poder entender el oculto sentido.

Pero es sólo una ilusión. Quiere entonces imitar el trino de un pájaro y se fabrica una flauta de caña; pero su sonido es áspero, muy distinto del dulce cantar del ruiseñor. Toma su bocina de plata y modula una alegre melodía con la que siempre buscó a sus compañeros del bosque: los zorros, los osos y los lobos.

El aire se puebla de trinos y susurros; las hojas movidas por la brisa remedan conversaciones en voz baja.

De pronto, un enorme lagarto ha salido de una cueva y se enfrenta a Sigfrido; su tremenda voz sale potente de la enorme boca. Muestra sus dientes, amenaza con la cola e insulta al héroe, que celebra que el monstruo hable. El dragón quiere arrojarse sobre el joven abriendo, a la vez, su dentada boca; pero Sigfrido salta ágilmente hacia un lado. Un combate feroz se entabla y la decisión, rapidez y fortaleza del joven van venciendo poco a poco al monstruo hasta que cae rendido, atravesado el corazón por la espada Nothung, hundida hasta la empuñadura. Y en los estertores de la muerte el dragón se dirige al joven valiente y le dice que la raza de los gigantes desaparece con él y que fue la ambición del oro maldito lo que la ha destruido; por él mató a Fasolt.

- ¡Vive siempre alerta, joven; la traición rodea al dueño del tesoro y el que te empujó a esta lucha trama tu muerte!

Luego suspira y muere. Sigfrido arranca la espada y sus manos se tiñen de sangre; maquinalmente lleva una a la boca porque le quema como si fuera fuego. Al probar la sangre, al instante comprende el canto de los pájaros e interpreta el murmullo del bosque. Y oye a un pájaro que trina prediciéndole que ha de lograr el poder con el anillo y el amor con el casco alado. Baja Sigfrido a la cueva a buscarlos y en tanto los enanos Alberico y Mime, que vienen para darse cuenta de la suerte del combate, disputan el derecho de estar presentes; ambos aspiran al privilegio de hacerse dueños del tesoro que conquistará el joven héroe y ocupadas sus mentes con tal deseo se hunden en las profundidades.

Sigfrido sale de la cueva dueño del anillo y del casco. Ignorante de su poder se los coloca creyéndolos meros juguetes.

El bosque está sumido en el silencio; un pájaro inicia su canto y lanza sus notas que quedan vibrando en el aire tibio de la mañana. Un leve susurro se levanta de las hojas y un movimiento raro, como si los árboles y las hierbas se agitaran por una presencia oculta, rodea al héroe. Canta el pájaro nuevamente y Sigfrido por primera vez entiende su lenguaje; es un alerta a las maniobras solapadas de Mime y un llamado a la confianza en las propias fuerzas. Por haber probado la sangre del dragón ha adquirido el joven una sabiduría milagrosa.

Poco a poco aparece Mime arrastrándose por las rocas e intenta halagar al luchador; pero es inútil porque, gracias al nuevo poder de comprensión, Sigfrido entiende el verdadero y oculto sentido de sus mentirosas palabras. Y así, en medio del asombro del enano el joven acepta la bebida que le ofrece, pero, a la vez, de un golpe de Nothung le parte el cráneo.

En ese momento Alberico hace oír su risa sarcástica desde las grietas de la roca.

La luz del mediodía ilumina el bosque y las hierbas cierran sus flores a la ardiente influencia. Los tilos dan gresca sombra y un olor de tierra abierta y mojada inunda el ambiente.

Sigfrido se siente fatigado de su lucha; sobre el oro ha arrojado el cadáver de Mime y cierra la entrada de la gruta con el dragón muerto.

Tendido bajo los árboles siente bullir la vida de la naturaleza bajo su cuerpo: la marcha levísima de las hormigas, de los cascarudos y los grillos; la movilidad de la tierra florecida, el lento aletear de las mariposas y el susurrar del viento. Se siente unido al suelo, pero solo, sin amigos por quienes realizar hazañas y empresas.

Le ruega a su pájaro amigo le indique hacia dónde ha de dirigir sus pasos para encontrarles; y la respuesta le llega en forma de un trino prolongado y jubiloso.

- ¡Ay! Sigfrido mató al enano malvado. Será ahora para él la mujer más hermosa. Duerme en altas rocas cercada de fuego; si logra atravesar las llamas y despertar a la joven, Brunilda será suya.

Una extraña exaltación crece en el alma de Sigfrido al oír la voz del pájaro; se siente impelido a salir del bosque y correr en busca de la roca legendaria.

- ¡Ningún cobarde logrará a la durmiente! -canta el pájaro.

- Sólo aquel que no supo nunca lo que es miedo!

- ¡Soy yo! -grita el joven.

- ¡He matado al dragón y no sentí temor! ¡Quiero que me lo enseñe Brunilda!

Y enajenado de entusiasmo corre a través del bosque siguiendo la huella musical que le traza el canto del pájaro.

La noche ha bajado a la selva y los árboles sólo son masas que se agitan al pasar el viento. La tempestad empieza a formarse por el lado de la montaña. Los relámpagos iluminan al viajero misterioso que se guarece en una gruta; su voz se oye en la oscuridad invocando a Erda.

- ¡Erda! ¡Mujer eterna; abandona tu profunda morada y sal a la altura! Cantando te desperté de tu sueño. ¡Mujer que todo lo sabes, despierta!

Una irradiación azul alumbra luego la gruta, y en medio de ella aparece Erda, cuyos cabellos oscuros tienen un resplandor centelleante.

- ¡Fuerte resuena tu canto; el poder del hechizo es grande! ¿Quién me privó de mi letargo?

- Yo, que acostumbro a despertar a quien domina profundo sueño. Te invoco porque nadie es más sabio que tú. Donde hay vida está tu aliento; donde se piensa, tu inteligencia. Tú debes responder a mis preguntas.

- Mientras duermo las Parcas hilan lo que yo sé. Dirígete a ellas.

- Sólo tú puedes cambiar el curso del destino y darme el medio para detener el giro de la rueda.

- Las acciones de los hombres oscurecen mi saber. Pregunta a Brunilda, hija mía y de Wotan, el que me dominó con su hechizo.

Pero el viajero insiste. Cuenta a Erda que Brunilda duerme un largo sueño circundada de fuego en castigo por haber desobedecido las órdenes de su padre. Sólo despertará para ser la esposa de un mortal. Al saberlo, Erda quiere volver al seno de la tierra, pero el viajero la retiene con su hechizo. Le pide que lo ayude a vencer el temor que lo domina de ver terminada la eternidad de los dioses. La angustia ha atado su valor; Erda, la sabia mujer, debe decirle a él, Wotan y dios inmortal, cómo ha de vencer ese miedo.

Pero Erda se indigna por la superchería de Wotan. No, no le ayudará. Entonces el viajero le señala a ella süpropio fin inmediato; la sabiduría de la madre termina con el fin de los dioses. Y con gesto majestuoso, el dios afirma que ya no le angustia el ocaso de los dioses porque su voluntad misma empieza a desearlo. Convertirá al más hermoso ser, a un welsa, en heredero del mundo, ajeno a la envidia, ansioso de amor. Sin miedo y valiente, contra él no ha de paralizarse la maldición de Alberico. El ha de despertar a Brunilda y Wotan le concederá la inmortalidad. No importa ya el consuelo de la mujer eterna; puede, pues, seguir en su sueño.

Erda se hunde y la oscuridad vuelve a llenar la cueva. En el cielo los nubarrones cargados son llevados por el viento y los relámpagos que se alejan más allá de la montaña anuncian la huida de la borrasca. La luz verdosa de la luna se filtra por los pinares del monte.

Sigfrido vaga desorientado; su pájaro guía ha desaparecido de pronto y el canto ya no se oye, como si un poder oculto hubiera hecho enmudecer al ave. En un instante de fatiga, el joven se detiene cerca de la gruta. A su entrada el viajero misterioso le observa y su grave voz rompe la paz de la naturaleza.

- ¿Adónde te conduce tu camino, joven?

Detenido de pronto Sigfrido, responde que va en busca de una doncella que duerme en una roca protegida por el fuego. El desconocido pone en duda la veracidad del caso; pero el joven le explica que él no duda porque un pájaro le ha guiado con su canto hasta hace un instante y que su confianza proviene de un hecho milagroso. El entiende el lenguaje de las aves y comprende los secretos del viento, porque ha probado la sangre de un dragón, muerto en rudo combate. No fue el miedo lo que le movió a la lucha, sino la amenaza del monstruo de tragarlo; y su hazaña fue cumplida gracias a Nothung, una espada que él mismo había forjado.

La audacia y la confianza en sí que revela el joven provocan la risa del viajero; con ello consigue irritarlo y hacerle proferir amenazas contra el desconocido, al que augura la misma suerte que la corrida por Mime. Luego el héroe se acerca al extraño y le observa, al notar que el tuerto se mofa de él. Pero el viejo dios disculpa sus bravatas porque sabe que Sigfrido ignora su verdadero carácter.

- Siempre amé a tu raza -le dice-. Pero ya ha tenido la oportunidad de experimentar los efectos de mi cólera. ¡No la provoques de nuevo porque ambos seríamos víctimas de ella! -agrega amenazador.

Sigfrido sólo quiere saber dónde realmente está el sitio en que, tras ardiente cerco, duerme la más bella de las mujeres; por ello, las oscuras amenazas del anciano no lo arredran. Intenta seguir adelante dejando al viajero con sus palabras oscuras; pero éste con su lanza de fresno quiere detenerlo. Sigfrido la rompe con su espada y se abre paso hacia adelante.

Un instante la naturaleza se ha quedado en suspenso; el mismo dios se oscurece y se desdibuja en la penumbra. La jubilosa decisión del joven ya no encuentra obstáculos y ebrio de audacia avanza entre los árboles hacia la roca distante que ve iluminada, pero inaccesible.

Un cordón de fuego de altas llancas brillantes se eleva en torno de la roca; su reflejo no detiene a Sigfrido. La movilidad del mismo deja ver el cuerpo yacente de un ser dormido. La magia del hecho y lo inmediato del peligro no impiden al joven decidirse a lanzarse a través de las llamas.

- ¡Oh, fuego delicioso! ¡Brillante resplandor que alumbras mi camino! -exclama-. ¡Mágica aventura es atravesarte y rescatar a mi amada!

Y haciendo sonar su cuerno de caza con un canto animoso y guerrero se arroja por entre las llamas, sin miedo y sin titubeo. Atrás quedan las llamas y ante sus ojos aparecen las rocas que hace un instante veía inaccesibles. Ha vencido al fuego y su canto resuena glorioso. Alguien descansa al pie de una roca bajo su brillante armadura, puesto el casco y protegido por el escudo; cerca, un caballo duerme plácidamente.

El joven héroe descubre al durmiente y deslumbrado aún por el fulgor de las llamas se detiene presa de admiración al notar que es un guerrero el que duerme. Levanta el escudo y al ver que respira todavía decide cortarle los anillos de acero que ciñen la coraza; al hacerlo aparecen ante su asombro las bellas líneas del cuerpo de Brunilda y la suave tela de lino.

- ¡No es un hombre! -dice azorado-. ¡Mágica sensación arde en mi pecho; mis sentidos desfallecen! ¡Madre, madre, acuérdate de mi!

Cae su cabeza sobre el seno de Brunilda y por primera vez siente palpitar su corazón y oprimide el miedo. ¿Podrá, entonces, una mujer provocar el miedo que nada ni nadie lo lograra? Y en su turbación al ver que la durmiente no despierta, se decide a besarla en los labios. Brunilda abre los ojos y ambos se miran embelesados.

- ¡Salud a ti, oh sol! Te saludo, luz del día. Largo fue el sueño. ¿Quién fue el héroe que me sacó del letargo?

- ¡Sigfrido se llama quien te despertó!

Enajenada Brunilda saluda a la tierra y al mundo al saberse despierta por un héroe; le dice cuánto y desde cuándo lo amaba, aun antes de nacer. Cómo lo protegió con su escudo y constituyó su cuidado y su pensamiento de siempre.

- ¡Oh, Sigfrido; lo que tú no sabes lo sé yo por ti! Pero lo sé porque te quiero. Mi amor hacia ti fue el pensamiento que me movió a desobedecer y a levantarme contra el mismo que lo concibiera; por él fui castigada porque sólo lo sentía y no lo advertía.

Canto milagroso colma el pecho de Sigfrido; las caricias paternas nunca sentidas y las viejas palabras maternas nunca oídas se hacen patentes y cálidas en la mirada luminosa de Brunilda. Percibe el calor de su aliento y oye el acento de su voz, pero no entiende el sentido de sus palabras. Sus sentidos están arrobados con la presencia de ella. Brunilda siente la ternura del héroe, pero le ruega que no se acerque todavía, que no destruya lo divino de sí misma. Un extraño miedo comienza a invadirla; siempre fue una diosa y nunca ha sentido tan cercana la influencia de un mortal. De ahí su angustia y su tristeza.

- ¡Cuánto te amo! -exclama el joven.

- ¡Oh, si tú me pertenecieras! Un agua agitada ondea frente a mí; sólo veo a esa oleada de amor. ¡Oh, si sus olas amándome me arrastrasen! ¡Despierta, Brunilda, vive y sonríe en dulce amor!

- Mágico encanto invade mi pecho -dice Brunilda.

Y luego, en un arranque conmovido, admira al joven héroe:

- ¡Tesoro de las más maravillosas acciones! Sonriendo nos perderemos: sonriendo nos hundiremos. ¡Adiós, Walhalla! ¡Adiós esplendor de los dioses! ¡Muere por el amor, generación eterna! ¡Acércate, crepúsculo de los dioses, y que asome la noche de su destrucción! Para mí brilla ahora la estrella de Sigfrido. ¡Mientras esté vivo el amor, dulce será la muerte!

- ¡Siempre, Brunilda, serás la dicha para mí! -responde el joven-. ¡Mientras luce el amor, sonríe la muerte!

Y sonrientes y confiados, cara al sol y al cielo que es una vela celeste izada en el horizonte, inician los jóvenes su idilio puro y transparente.

Índice de El anillo del Nibelungo de Richard WagnerCAPÍTULO SEGUNDOCAPÍTULO CUARTOBiblioteca Virtual Antorcha