Índice de El anillo del Nibelungo de Richard WagnerPresentación de Chantal López y Omar CortésCAPÍTULO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

EL ANILLO DEL NIBELUNGO

RICHARD WAGNER

CAPÍTULO PRIMERO

EL ORO DEL RHIN



Desde la antigua fuente de los siglos la clara luz de la aurora y la verdosa del atardecer iluminan las aguas del viejo Rhin, que bordean las selvas de la agreste Germanía. Cuando los rayos rasantes del sol doran las aguas parece brotar del fondo del cauce sombrío una extraña canción. Los fresnos y las encinas que trepan las empinadas riberas son los testigos del instante mágico. La paz y la soledad del anochecer son propicias al encantamiento de las aguas que corren presurosas a volcarse en el brumoso mar; sólo los pájaros sorprenden al silencio con sus cantos.

Una roca escarpada emerge del centro de la corriente; a su alrededor la melodía se oye clara y nítida. Cantan las ondinas, las hijas del viejo río, mientras velan un tesoro escondido en el peñasco: el oro brillante, cuya posesión concede la riqueza, la herencia del mundo y el poderío sin límites.

Wotan, el primero de los dioses nórdicos, protege a las ondinas que día y noche custodian el tesoro; un enemigo oculto y artero acecha el instante propicio para robarlo y disputar a los dioses el dominio del mundo.

En el mundo celeste de las nubes y las nieblas moran los dioses. Un palacio etéreo, reluciente y fantástico, ha sido construido por la raza de los gigantes por orden y deseo de Wotan; por ello, ha contraído un compromiso con esa raza y el pacto ha sido inscripto en el asta hecha del fresno inmortal que sostiene al mundo. Son las runas, que Wotan deberá cumplir a pesar de su destino. Los dioses aguardan impacientes la terminación del palacio para habitarlo y protegerse del manto opaco de la noche.

Sobre la tierra enverdecida por bosques y prados; con sus ríos, nieve endurecida en invierno y corriente abundosa en verano, está el dominio de los gigantes, Riesenhein, aún no hecho suyo por los hombres. En las entrañas de la tierra, en sus senos oscuros y sombríos mora una raza de enanos, sin belleza y sin bondad, los Nibelungos; su reino es Nibelhein.

Welgunda, Floshilda y Woglinda son las ondinas que entonan todas las tardes su canción al viejo Rhin. Cuando la última llamarada del sol alumbra al río parece que las aguas se incendiaran alrededor de la roca sagrada. La corriente parece un ascua movible un instante; luego la sombra cae sobre las aguas, y la niebla desciende oscureciéndolo todo hasta la jornada siguiente.

El enano Alberico decide salir del fondo negro de su reino y conquistar una ondina, cuyos cabellos de brillo broncíneo y ojos de agua verdosa sueña con mostrar a la envidia de los Nibelungos. Pequeño y horrible, viviendo en un dominio sin luz y sin alegría, tiene el alma cegada de amargura. La envidia a la raza de los dioses lo corroe. Aspira a derribar la maravillosa fábrica de nubes que les han construido los gigantes y, erigiéndose en rey de los Nibelungos, dominar al universo todo.

El enano no puede lograr ser amado; jamás dulce de mujer que supiera a mieles halagó su oído. Surgiendo del reino de las sombras contempla desde las altas rocas el correr libre de las aguas bordeadas de márgenes boscosas. Le llega el canto de las hijas del Rhin; en las aguas brillan los torsos y flotan las cabelleras de las bellas guardianas. Se arroja al agua y las persigue.

La fealdad y la torpeza de Alberico, que salta de roca en roca jadeante y amenazador, les dan motivo de bullicio y de risueños comentarios. Juegan con él y le provocan; le humillan y le consuelan falsamente. Palabras de amor apasionado y colmadas de angustia pronuncia Alberico. La juguetona alegría de las hijas del río es lo único que le responde. Cansado y dolido el enano reprocha la maldad y el desvío de las ondinas.

- ¡Ardiente amor me quema! ¡Y aunque rían y mientan voy a perseguirlas; alguna se me rendirá! ¡Ah, si este puño pudiese alcanzar a una!

Un rayo último de sol se desliza hasta el fondo del río y como todos los atardeceres la luz aumenta por grados y luego es un fuego vivísimo al acercarse a la roca central, desde donde se irradia en una mágica iluminación. La sorpresa del enano es indecible; olvida su amor y la persecución de las ondinas.

- Decidme -pregunta-. ¿Qué es ese intenso resplandor?

- ¡Cómo! ¿De dónde sales que no has oído hablar del oro del Rhin, cuyo ojo vela y duerme alternativamente? Quien posea un anillo forjado con el oro del Rhin es dueño del mundo.

Y nadando y rebullendo alrededor de la roca las ondinas prosiguen su canto:

- ¡Oro del Rhin! ¡Oro del Rhin! ¡Qué placer causa tu brillo! ¡Qué vivo resplandor se desprende de tu seno! ¡Despierta! Rodearemos tu lecho cantando y bailando.

Atónito el enano contempla la irradiación del oro bajo el temblor de las aguas mientras piensa en las palabras de las ondinas que cuentan los poderes que concede su posesión. Pero sólo podrá alcanzarlo -le dicen las hijas del Rhin- quien renuncie al amor y a sus deleites; porque sólo así podrá forjar el anillo. No puede quitar sus ojos del brillo mágico y una ambición irrefrenable empieza a dominarlo. Despreciado por el amor, objeto de las burlas de las ondinas, resuelve renunciar a la conquista de las hijas del Rhin y de toda otra mujer y de inmediato trama el robo.

Las ondinas mismas favorecen sus planes. ¿Cómo temer de un enano torpe y sensual, que se pasa la vida buscando quien le ame? Juegan en la corriente y descuidan el tesoro. Entonces el oscuro nibelungo se hunde de improviso en las aguas y con ímpetu arranca el oro, sumergiéndose con él en el fondo del Rhin.

La oscuridad desciende de pronto al lecho del río y se oyen las voces angustiadas de las ondinas que claman por el oro. Se llenan las riberas con sus ecos y lamentaciones. Invocan a los dioses, llaman al padre Wotan:

- ¡Detenedle! ¡Salvad el oro! ¡Socorro, socorro!

La tarde ensombrecida ve llegar la noche; el viejo Rhin sigue su incansable carrera al mar, oscuro y hosco. La noche pasa presurosa con su carga de estrellas y el nuevo día alumbra la desolación de las ondinas.

La niebla lechosa del amanecer vela el reino celeste de los dioses. El día naciente ilumina el castillo etéreo de Wotan, erizado de almenas relucientes, con puentes levadizos, sostenido por el arco de las nubes y levantado más allá de los montes. En la tierra se aclaran el enverdecido valle del río, las crestas de las montañas y la mancha oscura de los bosques. Los dioses despiertan y admiran el alcázar. El padre inmortal descansa sobre el césped y su esposa Fricka junto a él le habla:

- ¡Despierta del dulce engaño del sueño; despierta y medita!

El dios se incorpora y admira la obra construida por los gigantes, tal como la soñó su fantasía y la deseó su voluntad: hermosa y fuerte. Pero la contemplación de la belleza no les hace olvidar el dolor que su existencia encierra. Para erigido, la raza de los gigantes ha exigido un pago excesivo. Fasolt y Fafner han levantado piedra sobre piedra, construido las torres y los puentes en medio de muchas fatigas; en pago exigen la entrega de Freia, la hermana de Fricka, la diosa de la juventud y la alegría. La esposa del primero de los dioses lamenta la suerte de su hermana y recrimina a Wotan que, a causa de su desmedida vanidad y ambición de poder, no ha dudado en sacrificar a la joven diosa. Pero Wotan replica:

- ¿Acaso fuiste ajena a mi ambición al pedir la construcción del palacio?

- Compartí tu ambición, porque inquieta con tus veleidades tenía que pensar en cautivarte proporcionándote un lugar deleitoso para retenerte a mi lado. Pero al levantar el palacio no has hecho más que responder a tu deseo de poder ilimitado -contesta Fricka.

- Has de concederme -responde Wotan-, que así como ansiabas cautivarme, intente yo cautivar al mundo. Además no he pensado seriamente en entregar a Freia.

Wotan, irritado, parpadea con su ojo único, pues perdió el otro hace tiempo. Los lamentos de Freia se sienten cercanos; las amenazas del gigante Fasolt la estremecen y gime su desventura. Ella es la encargada de cuidar en el jardín de los dioses de las manzanas de oro. De ese fruto divino se alimenta la eterna juventud de los dioses y la vejez y la senectud harían presa en ellos si les faltara la fruta.

En tanto los gigantes irritados por la indecisión del dios se presentan airados; blanden mazas enormes y su furia es grande.

- ¡Mientras las dulzuras del sueño cerraban tus ojos hemos construido incansables tu palacio, poniendo piedra sobre piedra, hasta culminar en la esbelta torre; puertas y ventanas de distinta altura se abren a la luz y protegen el interior majestuoso! Contémplalo a la luz del día. Entra y domina desde su interior, pero ..., ¡cúmplenos lo pactado!

El dios intenta disuadirlos:

- ¿Cómo habéis tomado en serio un ofrecimiento que sólo fue una chanza? ¡No se crió para vosotros, gente brutal y ruda, una criatura tan dulce y encantadora como Freia!

La cólera de los gigantes no reconoce límites. Exigen que Wotan sea fiel a los pactos y que no es vano juego el contrato inscrito en el asta de la lanza. La paz ha de huir de los dominios del dios si no cumple con sus promesas. Y con profundo desprecio Fasolt se dirige a los bellos dioses:

- ¡Nos despreciáis sin razón! Nosotros amamos la belleza y hemos fatigado nuestras manos encallecidas para obtener el cariño de una mujer que viva junto a nosotros, mientras que vosotros, que debéis el poder a la belleza, despreciáis el amor por obtener un palacio, Wotan, inquieto, desea que el astuto Loge, su astuto consejero haga su aparición. Siempre lo ha ayudado a pesar de las protestas de Fricka. Donner y Froh, dioses inmortales, dueños del rayo y del trueno, quieren salvar a Freia luchando contra los gigantes; pero el viejo dios, que ha divisado a Loge, finge ceder y cumplir lo pactado en la lanza.

Wotan pide consejo a Loge y a pesar de las argucias de éste para no hacerlo, consigue que le sugiera algo diabólico. Loge se queja de la ingratitud con que siempre premiaron sus servicios.

- Sin embargo, por ti, viejo dios, buscaba algo en el universo para dar a los gigantes en reemplazo de Freia. Pero me he convencido de que en el mundo nada hay para el hombre que signifique tanto como la gracia de una mujer. Sólo un ser ha podido renunciar al amor: el nibelungo Alberico. Enfurecido por los desdenes de las ondinas del Rhin les robó el oro confiado a su custodia, renunciando para siempre al amor.

Y Loge repite la acongojada queja de las ondinas que lloran su desventura, y el ruego que formulan a Wotan para que castigue al ladrón y les devuelva el tesoro robado. Pero el dios se irrita porque él mismo se encuentra en un apuro muy grande y mal puede correr en ayuda de otros. Loge les dice que en las profundidades de la tierra el nibelungo hace forjar un anillo por el herrero Mime, hermano del enano, y un casco alado; y luego enumera los poderes del anillo, hecho de oro divino con el cual se puede dominar el mundo, y los del casco, con el que se puede volver invisible y trasladarse a cualquier sitio, por más lejano que sea. Todos se sienten estremecidos por el deseo de poseerlo; hasta los gigantes titubean y traman exigir de Wotan el rescate del oro y que les sea entregado en lugar de Freia.

Loge, astuto y artero, sugiere a Wotan el robo del anillo del nibelungo. ¿Cómo es posible que el primero de los dioses no pueda engañar a un enano, súbdito de Nibelhein? Sólo se trata de quitarle a un ladrón lo del robó. Luego podrá devolverlo a las hijas del Rhin. Pero Frica se encoleriza, pues siente celos de las ondinas. En tanto, los gigantes se apoderan de Freia y gritan a los dioses:

- ¡La llevaremos lejos de aquí! Hasta la caída de la tarde será considerada como prenda; volveremos luego y si no encontramos preparado el oro, habrá terminado la tregua y Freia será para siempre nuestra.

Dicho esto se la llevan precipitadamente y, a lo lejos, se oyen los gritos desgarradores de la diosa dispensadora de la juventud.

Una pesada neblina comienza a enturbiar la luminosidad de la mañana. Los dioses empiezan a perder su lozanía y una vejez prematura y dolorosa asoma a sus semblantes. Marchitan y palidecen; pierden el vigor, y los atributos de su fuerza y poder caen de sus manos. En las ramas, las manzanas divinas empiezan a perder su frescura y pronto han de caer como las hojas.

- ¡Sin las manzanas la raza de los dioses envejecerá y morirá achacosa, ludibrio del mundo! -les dice Loge.

Fricka, la esposa de Wotan, lamenta su desventura y el viejo dios, que nada resuelve hacer para consolar a las hijas del Rhin y devolverles el tesoro, decide sacrificarlas para conservar la fruta que rejuvenece a su raza. Buscará al nibelungo Alberico y rescatará el tesoro para salvar a Freia.

El oro no volverá al seno acuoso que velan las ondinas; ha de salvar la perennidad de los dioses y la inmortalidad de su palacio etéreo.

Loge desciende con Wotan a los abismos. En las oscuras simas de la tierra, donde la subterránea raza de los nibelungos repta y se afana, Mime continúa su tarea de forjar un casco alado y milagroso. Alberico podrá hacerse invisible con él y vigilar sin esfuerzo el trabajo del nocturno ejercito de los nibelungos, a quien domina y somete a esclavitud.

A esas profundidades ha descendido Wotan. Le ayuda en su propósito el resentimiento de Mime que, a pesar de ser un herrero sin par y haber forjado el casco milagroso, ha sido maltratado por Alberico. Loge con su astucia logra despertar la confianza de Mime; y este, entre lamentos, le narra la triste condición de los nibelungos después del robo del oro a las ondinas del Rhin.

- Ahora, ese perverso de Alberico me tiene encadenado. Con astucia diabólica robo el oro y con el se forjó un anillo, cuyo poder admiramos. En otros tiempos forjábamos y laborábamos sin cuidados, riendo alegremente en medio de esa tarea liviana, adornos y joyas para nuestras mujeres. Ahora, trabajamos arrastrándonos por las peñas sólo para acumular inmensos tesoros; con el anillo mágico acierta a descubrir el sitio donde está escondido el oro. Trabajamos entre las rocas para extraerlo; lo fundimos y labramos joyas magníficas, todas para ese malvado dueño

El enano Mime prosigue con sus quejas; acaba de azotarlo Alberico porque, a pesar de haberle hecho el casco milagroso con los detalles que le diera el nibelungo, no está agradecido de su tarea. Loge se burla de él llamándolo holgazán; pero Mime le dice que el azote no fue por tal cosa, sino porque después de haber forjado el casco quiso quedarse con el, sabedor de su poder maravilloso, y transformarse en rey.

- Pero ¡ay de mi! Yo que hice el yelmo no conocía bien sus poderes. Y en cambio lo único que recibí fueron los azotes de su mano invisible cuando hecho el casco se lo coloco e hizo uso de su magia.

Loge hace notar a Wotan las dificultades que significa querer robar el anillo; pero el dios, que recuerda la pena de envejecimiento que pesa sobre su raza, incita a Loge a vencer con astucia al nibelungo.

Del fondo tenebroso de los subterráneos terrestres van apareciendo ante los ojos de los dioses los nibelungos organizados en regimientos, moviéndose bajo el restallar del látigo de Alberico y cargados de oro. El enano rey repara en Wotan y Loge, y arrojando nuevamente a los abismos a sus aterrorizadas huestes, los increpa enseñándoles el anillo:

- ¡La envidia os trae a Nibelhein! ¡Se lo que significan huéspedes tan osados que se permiten penetrar en mis dominios!

Pero Loge, fiel a sus métodos, intenta apaciguarlo recordándole que cuando temblaba de frío tirado en su oscura madriguera fue Loge, en tanto fuego vivificador, quien le dio luz y acogedora llama. Además, ¿de que le serviría forjar si no contara con el auxilio del fuego para calentar la fragua? Protesta Loge de la ingratitud de Alberico, a quien llama amigo y pariente. Pero no logra vencer la desconfianza del nibelungo, quien ya conoce las astucias y artería de Loge. Y declara que hace frente a todos los dioses.

- ¿De qué te sirven tales tesoros en este triste país de tinieblas? -le pregunta Wotan.

- Los que habitáis la alta región en donde sopla la brisa suave -responde Alberico- vivís entregados al amor y a la alegría despreciando el tenebroso mundo del enano. He renunciado al amor, pero he ganado el poder del oro. Con él dominaré vuestro mundo y convertiré en esclavos a los que se burlaron de mí. ¡Cuidado con el nocturno ejército de los nibelungos cuando salga de las profundidades de Nibelhein a la claridad del día!

Las arrogantes palabras del enano enardecen a Wotan; sólo la prudencia de Loge impide que el primero de los dioses vuelque su cólera prematuramente. Y con su vieja sabiduría, manifiesta incredulidad y desconfianza de los poderes mágicos del anillo y del casco. La vanidad que trastorna al enano hasta hacerle perder la prudencia lo lleva a proclamar cuáles son tales poderes.

- Muchas rarezas he visto -le responde Loge-, pero nunca tal maravilla. No puedo creerlo, porque entonces tu poder sería infinito.

Y el enano cae en la emboscada. Para demostrar sus medios de dominio y sus artes se convierte en serpiente que se enrosca en sí misma y luego, seducido por el miedo aparente de Loge, resuelve convertirse en un pequeño sapo. Y es en ese momento cuando Loge le dice a Wotan que aprese al pequeño animal que aparece en uno de los rincones de las grietas. Wotan coloca su pie sobre él y lo aplasta; luego Loge lo atrapa y se apodera del casco alado. Alberico es descubierto en su poder y aniquilado en su fuerza mágica; y en medio de su rabiosa desesperación, impotente y vencido, es hecho prisionero y maniatado por Wotan.

Con el rey de Nibelhein preso ascienden, desde el fondo de las profundidades, los dioses de los llanos celestes. Todavía cubre las cumbres la lechosa neblina que descendiera al abandonar Freia los dominios de los dioses. Antes de expirar el plazo fijado por los gigantes, Alberico, preso e inutilizado, intenta transigir con los dioses a fin de obtener por lo menos su libertad: dará todos sus tesoros. Y ordena ascender al oscuro ejército y depositar en los prados divinos todas las alhajas y riquezas. Un dorado y brillante montículo se forma ante los dioses asombrados; brilla la llama ardiente del oro y el rayo lunar de la plata. Se aclara el ámbito con los reflejos de los metales.

Alberico clama entonces su libertad. Pero no ha contado con la sutil astucia de Loge, quien sugiere que el rescate de su vida debe pagarse con el anillo mágico, hecho con el oro robado al Rhin. En vano Alberico hace presente que el poder del oro se ejerce por el anillo gracias a que él lo forjara. El nibelungo increpa a los dioses porque engañan, roban y despojan sin justicia. Pero el anillo le es arrebatado y en su desesperación, él, que es un maldito, maldice entonces al anillo y a quien lo posea.

- A mí su oro me dio riquezas y poderío sin límites; que ahora su magia lleve la muerte a quien lo posea. Nunca la alegría acompañe a su dueño; que la pena y la inquietud atormenten al poseedor y la envidia a quien no lo tenga; que su dueño lo posea en paz, pero que le atraiga el verdugo. Que el miedo acompañe toda la vida al maldito y la vida sea una eterna agonía hasta el momento de su muerte y que lo robado vuelva a mis manos. ¡Así el tesoro arrebatado al nibelungo recibe mi bendición!

Y en medio de su rabia e impotencia, desatado por Loge, desaparece en las profundidades el horrible enano. Sus últimas y enconadas palabras se pierden en las sombras.

Loge advierte a Wotan el tremendo sentido que encierran las maldiciones del nibelungo; pero Wotan permanece extasiado observando el anillo.

La ligera neblina empieza a transparentarse y la claridad del día alegra y rejuvenece a los dioses. Freia, traída por Fafner y Fasolt, se acerca y renueva todo a su paso. El aire se embalsama y la alegría entra en los corazones. Sólo arriba, en el fosco cielo germano, aún las nubes enturbian la visión resplandeciente del alcázar de Wotan.

Los dueños de Riesenhein, los gigantes, exigen el rescate del nibelungo antes de entregar a la dulce y lozana Freia. El encanto de la diosa ha perturbado a los señores de los montes y de los bosques; una rara inquietud impulsa a Fasolt a lamentar la pérdida de Freia.

- El no ver más a esta mujer hermosa me causa mucho pesar -dice Fasolt-, pero ya que así debe ser amontonad tanta cantidad de joyas y riquezas, tanto que no pueda verla y logre olvidarla mejor.

Fafner y Fasolt hincan sus clavas en el suelo delante de Freia marcan su altura y ancho. Loge y Froh acumulan las riquezas entre las estacas, pero brutalmente Fafner estruja el contenido y exige siempre más. El tesoro es agotado; pero aún deben añadir el casco milagroso para no dejar ver el ondear del cabello de la diosa.

- ¡Ya no veo a la hermosa Freia! ¿Tendré que abandonarla? ¡Aún veo el brillo de su mirada por una rendija! ¡Mientras pueda ver esos ojos divinos no puedo separarme de esa mujer! -gruñe Fasolt.

- Ya os hemos dado todas las riquezas. ¿Qué más queréis? -responde Loge.

- El anillo que veo brillar en el dedo de Wotan -contesta Fafner.

- Recordad que ese oro pertenece a las hijas del Rhin y he comprometido mi palabra de devolverlo a las que gemían -responde Loge.

- A mí no me obliga lo que tú prometiste -dice Wotan-; me quedo con el anillo. Por nada en el mundo entrego el anillo a los gigantes. ¡Es mi botín!

Los gigantes arrastran hacia sí a Freia; se oyen los lamentos de Fricka y los demás dioses rogando a Wotan que entregue el anillo. Pero el dios se niega encolerizado.

La oscuridad ha empezado a descender de nuevo. De las hondas regiones ignotas surge un resplandor azul; en medio de él aparece Erda, la mujer milenaria mil veces sabia. Una cabellera negra y abundosa enmarca su rostro; su figura es noble y arrogante y su mirada tiene algo de terriblemente lejano y misterioso. Con acento sibilino y grave conmina a Wotan a que entregue el anillo, escapando así a la maldición del nibelungo.

- ¿Quién eres tú que así me adviertes? -pregunta el dios.

- Tengo un saber infinito; sé todo lo del mundo,lo que es y lo que será. Tengo tres hijas, las Parcas, que noche a noche te develan el secreto que yo ahora veo. Erda te predice un peligro que te amenaza.

El resplandor azulino comienza a oscurecerse y la figura se borra poco a poco.

- ¡Detente! -grita Wotan- Tu voz me pareció misteriosa; espera, ¡dime algo más!

- Te advierto el peligro y esto debe bastarte. ¡Desgracias se te avecinan si sigues en posesión del anillo! -responde con acento sombrío, y desaparece.

Los dioses quedan sobrecogidos; Wotan lamenta el sentido trágico que parece tener su destino y con melancolía resuelve entregar el anillo.

- ¡Con los dioses, Freia, diosa de la juventud y de la alegría! Tomad el anillo y devolvednos a la doncella. Y tú, Freia, haz que retorne la frescura y la lozanía en el rostro de los dioses y en los frutos de nuestro jardín.

Los dioses resplandecen de gozo y el brillo de su sonrisa reaparece; colman de caricias a la diosa. El día se pone radiante, despejado de brumas y nieblas, En lo alto, el alcázar de los dioses se recorta nítido en el cielo puro. El divino reino de las divinidades germánicas brilla con renovada lumbre y las hojas del viejo fresno que sostiene al mundo reverdecen.

Pero no en vano el oro está cargado con las tremendas maldiciones del enano Alberico; su posesión es causa inmediata de dolor y de muerte. En medio de la alegría de los dioses, Fafner extiende una tela enorme para recoger todo el botín. Pero Fasolt se arroja sobre él y reclama partes iguales en el reparto.

- ¡Me quedaré con la mayor parte del tesoro! -grita Fafner-. Más que el oro te gustó Freia; con gusto hubieras renunciado al oro.

- ¡A mí tal injuria! ¡Oh, dioses inmortales! ¡A vosotros demando justicia!

Wotan vuelve la espalda con gesto despectivo; pero Loge aconseja a Fasolt sutilmente:

- ¡Déjale todas las riquezas, pero quédate con el anillo!

Los gigantes se traban en una lucha a muerte, arrastrados por el influjo trágico de la maldición del enano. El oro robado y luego maldito ejerce ya su poder nefasto. Y ante el asombro atónito de los dioses, cae la primera víctima; Fasolt muere bajo el golpe de Fafner. Termina el gigante de hacer su montón y marcha luego con el saco bien repleto.

- ¡Ahora veo en su terrible fuerza el poder de la maldición! -dice Wotan consternado-. Se apodera de mi ánimo un profundo temor. El miedo me conturba; sólo Erda puede poner paz en esta extraña agitación mía. Su sabiduría profunda puede enseñarme a evitar desgracias futuras.

Su esposa Fricka, celosa y temerosa de una nueva veleidad de Wotan, le ruega que se quede en los prados celestes. ¿Acaso no ha levantado un palacio maravilloso para descansar y vivir en la serenidad divina? Pero el dios sólo contesta lamentando el precio que ha debido pagar por él. El cielo aún está turbio de brumas y nubes; Donner, el dios de las nubes y de los vapores, quiere aclararlo. Grita a las nubes desde lo alto para formar con ellas una tempestad de rayos y truenos; el cielo brillará purísimo después. Golpea con su martillo y el eco llena los valles y las selvas. Las nubes se agrupan a su alrededor en un negro nubarrón; brota el relámpago, se oye el ronco rimbombo del trueno y el rayo baja veloz a las campiñas.

Desde las cumbres, Donner llama a su hermano Froh y le ordena que enseñe a los dioses el camino que lleva al palacio etéreo. Froh acude y luego desaparece en la nube; de pronto ésta se desvanece con la tormenta y en el aire límpido aparece el puente trazado por Froh: el trazo luminoso del arco iris alumbra el crepúsculo y la estrella vespertina brilla al fondo, sobre la cresta de los montes. Al finalizar el día, Freia ha vuelto a sus divinos dominios y el gigante Fafner ha desaparecido cargado con sus riquezas dejando abandonado el cadáver de Fasolt.

Wotan se ha quedado extasiado contemplando el palacio donde ha de morar por una eternidad. Admira su brillo a la luz del sol poniente y evoca la visión melancólica de la mañana cuando aún no había ascendido a habitarlo. Pero cuántas penas, cuántas angustias y cuántos males ha acarreado su posesión. De la mañana a la tarde cuántos pesares soportados por él. Y dirigiéndose a los dioses les dice:

- ¡Seguidme! La noche avanza y el palacio nos preservará de sus tinieblas. Asciende, esposa mía, por el puente luminoso que ha trazado Froh. ¡Vamos a vivir en nuestro mundo divino y eterno; en el Walhalla!

- ¿Qué extraña palabra acabas de pronunciar? -pregunta la esposa Fricka.

- Cuando veas realizado ante tus ojos lo que mi valor inventó dominando al miedo, comprenderás el sentido de esa palabra -responde Wotan.

Los dioses se encaminan hacia el puente de luz.

Loge los ve partir con amargura; se avergüenza de tener relaciones con ellos. No han querido escuchar el clamor de las hijas del Rhin y han abandonado el oro en manos de la ruda gente de Riesenhein. ¡Con qué deseos Loge se convertiría de nuevo en llamas y los destruiría dentro de su nueva y magnífica morada! Y animado por tal idea súbita resuelve acompañar a los dioses y se encamina con ellos en dirección al arco luminoso que hace de puente.

- ¡Sólo falsedad, engaño y miseria reinan en el mundo de los dioses! -clama a lo lejos el llanto de las ondinas del Rhin. Wotan las escucha y se detiene encolerizado a preguntar a Loge por tales quejas.

- Son las hijas del Rhin que lloran el oro y se lamentan del abandono.

- ¡Hazlas callar! -grita Wotan.

Y a la luz empalidecida del crepúsculo las ondinas vuelven a sus lamentaciones, mientras nadan en las sombrías aguas del río que marcha hacia el norte, a perderse en un mar de nieblas y brumas. Lloran su tesoro y lamentan el olvido de los dioses; la voluptuosidad de sus vidas y las mezquinas pasiones que los animan han hecho que no se preocuparan por su sagrado deber.

Y con malicia llena de intención, Loge les grita desde lo alto:

- ¡Escuchad lo que os dice Wotan! Hijas del agua, ya que no os ilumina el brillo del oro, contentaos con contemplar el esplendor de la morada de los dioses.

Y del fondo de las aguas brota la melancolía de la queja de las ondinas:

- ¡Oro del Rhin! Oro puro. ¡Oh, si aún brillases con tu esplendor en el fondo de las aguas! ¡Sólo allí, en la movible corriente del viejo río, existe la sinceridad y la franqueza; allá arriba todo es cobardía y fingimiento en medio del esplendor de la morada de los dioses!

La paz cae sobre los tres dominios del mundo: las oscuras entrañas de Nibelhein, los montes y bosques de Riesenhein y el esplendor dorado de los prados divinos de los dioses. En el silencio de la noche que avanza arrebujando montes y cumbres, la lenta canción del río se hace murmullo y va muriendo con la marcha de la sombra.

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